miércoles, 3 de abril de 2013

La duda









                                                

   Saltó de la cama donde dormía cual tigre envenenado, como si una pesadilla le acribillase a balazos por mor del sueño repentino de un incendio o un atraco a mano armada –como si la policía armada o grises le atacasen por la espalda confundiéndole con los espaldas mojadas, o tal vez por pegar octavillas clandestinas en el negro muro de la iglesia del pueblo en la dictadura-; el caso es que salió de su casa en menos de lo que canta un gallo sin dejar ni rastro, borrándose del mapa como aquel que dice.
   Lo más curioso era que con lo quisquillosos que son la mayoría de las veces los más cercanos a las viviendas no se alarmaran lo más mínimo o murmuraran sotto voce sobre tales disquisiciones, ponderando el acto como alguna vendetta o un ajuste de cuentas más de tantos cuantos se dan en cualquier parte del mundo, y sin tener que irse a tierras sicilianas o a los puntos más calientes del globo, para que esto ocurra.  
   Los vecinos, afanados en sus cosas, no echaron en falta semejante lance, ocupados como estaban en sus quehaceres domésticos y obsesiones permanentes siguiendo la rutina diaria.
   Una vez que hubo ahuyentado los súbitos e inminentes peligros que se cernían sobre su testuz, fue perfilando otras pautas para transitar por la vida más seguras y placenteras, como la búsqueda de una nueva planta de persona, pergeñando generadores que propalasen unos vientos más tonificantes, sin adhesiva adrenalina ni trombos extraños, y de acuerdo con su fuero interno decidió abrirse camino subiéndose al tren de las reconfortantes corrientes que arribaban por primavera, abriendo la cáscara de su duro núcleo, desplegando unas ardorosas alas y volar mañana y tarde de manera incansable de encuentro en feliz encuentro, de deleite en deleite, de flor en flor, remedando las envidiables estelas del colibrí, sobre todo del más dotado para ello por su descomunal pico, libando el néctar que atesoran las acciones atractivas y las fragancias de las flores más sutiles, que duermen en campos donde las rosas se desvanecen por la muerte prematura del amor o la pérdida irreparable de un corazón malherido.
   A pesar de que la duda lo cubría de pies a cabeza en primavera e invierno, no obstante titilaba en sus aguas marinas de un azul intenso cierta esperanza, y se moría por construir canales de comunicación y puentes de orilla a orilla por el temor a morir aislado en algún islote, como si se viese sumido en un intransitable sumidero y se esforzaba en recrear la misma estructura de Venecia, con sus innumerables canalillos y puentes pugnando entre sí por llevarse la palma y ser el más coqueto, eficiente y sonriente al viajero, salvando amistades o soterrando inicuas mezquindades.
   Tenía presente en todo momento los actos fallidos de la existencia de los mortales: bien, el olvido de onomásticas de amigos, de topónimos orográficos o urbanos, de frases hechas, de fastos, recuerdos y proverbios; bien, lapsus linguae o cálami, erratas disléxicas en lectura y escritura, leves desvíos de impresiones, intenciones o bosquejos; o bien, parapraxias sintomáticas o deliberadas creencias en fanáticos y supersticiosos determinismos por acción u misión, corroborándolo todo ello con las concienzudas doctrinas del prestigioso Freud.
   Todos ellos los había rotulado ricamente con los colores del arco iris en el cielo de su cerebro y en la agenda verde que guardaba en la mesita de sus sueños, recordándolos meticulosamente cada noche, y más tarde los grabó en el frontispicio de su habitáculo, perfumándolos con las emanaciones de su más sincero aliento, que se diluía con ligereza en blanquecinas humaradas por los microscópicos rincones de su espíritu y de la habitación, habilitándose de esta hechura como un acreditado prestidigitador o entrenado gurú de vivencias encendidas en la oscuridad de las raras e imprevistas convivencias, gestándose un potente banco de pruebas, un fructífero stock vital, con los más sólidos fundamentos y recursos mnemotécnicos, atravesando inexpugnables grutas, tugurios o lupanares de montes de olvidos, deleitándose en las exhalaciones del néctar que elabora la razonable y sensible flora, y que da confianza plena en las mareas más turbulentas por el influjo cósmico de los plenilunios de la singular y enigmática luna.
   Al cabo de un tiempo, para ahuyentar los pútridos hervores arrastrados río abajo entre los matojos y troncos rotos por el vendaval chillando en la desembocadura, quiso adentrarse en los pliegues más recónditos del caparazón de las criaturas y experimentar a través de profundas metamorfosis de la crisálida, cual ávido y sesudo entomólogo, los distintos estados de ánimo y desequilibrios hormonales más severos del género humano.
   Quería desenterrar los humus más secos o humedecidos del humor que hierve en las entrañas del corazón de la mariposa humana, en una especie de efecto mariposa, constituyéndose en especialista de la conducta y la reptación de los individuos por las aceras y los socavones emocionales de la esfera terrestre. Intentaba confeccionar álbumes de crisálidas de inenarrables historias y enfáticos aromas para una vez explorados, catalogados y curtidos en las distintas batallas querenciales, sobrevolar victorioso los muros de la intolerancia, la sordidez  y la incongruencia, recalando en deleitosos y amenos oasis de terneza y contagiosa empatía, enhebrando la aguja de la duda a tono con el principio de jurisprudencia, in dubio pro reo.
                
      



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