domingo, 14 de abril de 2013

La cofrade








                                                                 
    No encontraba la cofrade el vestido, la vela, el rosario, la peineta, el báculo de oro, el neceser de manicura, todo andaba manga por hombro, perdido por los rincones de la casa, y no había manera de enderezarlo. Era tal el desbarajuste que, Dios la perdone, pues casi falta a la cita y no puede cumplir la promesa, satisfacer sus religiosas aspiraciones, acompañar al Santo Cristo de la Buena Muerte en cuantito pisara las calles empedradas del pueblo.
    Después de no pocos sofocos, por fin sale, toda emperejilada hasta el último detalle, debiendo sortear las desenfadas risas y bromas de los transeúntes entre acera y acera, los llantos de los fatigados bebés, los gritos y empujones de los zagales correteando a calzón quitado por la calzada; contrastando todo ello con el callado esfuerzo de los costaleros. Los huecos en las solitarias esquinas de las calles le permitían avanzar más rápidamente rumbo a la cabeza de la procesión, subiendo y bajando cuestas, dando algún que otro tropezón con los empinados tacones, como si transitara por las ásperas calles de Galilea camino del Gólgota.
   La cofrade, con los principios muy bien trenzados, y una vez recuperado el equilibrio primigenio y  las divisas que poblaban su cerebro, se va introduciendo en el ambiente, olvidando las nerviosas horas de búsqueda y con el reloj en hora, y empezó a cantar, como un legionario más, la canción El novio de la muerte, que en esos momentos interpretaban, con el Cristo ensangrentado en su pecho, emprendiendo azorada el camino de la dura pasión, el más negro y descorazonador en el día del amor fraterno, el jueves santo, habiendo depositado en la mochila las quemaduras imaginadas y las migrañas celestiales del subconsciente, al objeto de sentirse una persona hecha, formal, íntegra.
   En su concienzudo espíritu se incrustó el desfile procesional con sobresaltados latidos, meditando sobre los distintos rostros de las imágenes que procesionaba la cofradía por la vía pública.
   El gentío contemplaba expectante el suntuoso y solemne despliegue de semana santa, estandartes, horquilleros, la banda de música, las autoridades eclesiásticas, civiles y militares, los pasos, los penitentes y las circunspectas damas con mantilla y demás parafernalia.
   La cofrade, en ciertos momentos, andaba algo confusa, entre el chisporroteo de las velas, el ciego apego a los sacros pasos en una atmósfera rara de mucho ajetreo, ruidos, chismorreos y las críticas más dispares a las cofrades que se cruzaban sobre la marcha:
   -Mira aquella –se oía una voz-, qué vanidosa, ¿quién se creerá? Si sus padres no tenían donde caerse muertos, y lleva un collar de perlas  y el báculo  de oro de la virgen del Consuelo, no se puede creer.
   -¿Y por qué no?- dice alguien.
   -Porque no se lo merece, no reúne el pedigrí  para figurar ahí –.
   -Si aquí lo que vale es la fe-.responde alguien por detrás.
   -Ya me río yo de eso, lo hacen par vanidad, por aparentar, para salir en los medios y estar en boca de la gente, y exclamen, es persona distinguida, de buena familia, guapa y con mucho señorío, - apostilla alguien al fondo.
   -Pues no se entiende, si Cristo nació en un pobre pesebre, menudo chasco, qué carretón - farfullaban otros entre el tumulto.
   La procesión llega a su fin, y los sufridos costaleros, ahora más satisfechos y contentos por la labor realizada,  van colocando los distintos pasos procesionados en los respectivos espacios del templo, y a continuación se dirigen junto con los más allegados de la cofradía hacia el banquete que les aguarda para celebrarlo, como recompensa por los estragos del martirio, y reponer fuerzas, repostar, aunque durante el trayecto han ido picoteando por los distintos bares en las pertinentes  pausas por las callejuelas, apuntando el importe de bebidas y bocatas a cuenta del santo de su devoción, la cofradía de turno, y ahora viene el broche del proceso, el agasajo postrero, y empiezan a brindar, a dispararse los morteros con toda la balística que duerme en sus entrañas, y estalla la reivindicativa y presuntuosa batalla, manifestando unos a otros su malestar con cierta envidia y arrogancia, “aquél no ha dado ni golpe, no arrimaba el hombro, “aquel otro tiene un rostro que se lo pisa, sólo  masticaba chicle”,” mi espalda está dolorida, era la que de veras soportaba el peso del Cristo”, “¡qué cara tienen algunos!”, y ahora aquí a buen seguro que querrán beber y comer  por cuatro, como si fuesen los privilegiados de la película, los que se han partido el pecho”, y es que no puede ser, peroraban con ímpetu, “qué desfachatez, siempre lo mismo, mira ése, ya lleva seis cervezas sin resollar y no sé cuantos bocatas, y acaba de llegar”…
   Comida hecha, mesa deshecha. Y cada mochuelo a su olivo.
   La cofrade, para continuar con el hálito austero y vivo de la pasión y los gloriosos efluvios de éxtasis, enciende la tele y se zambulle sin reparos en las nauseabundas aguas televisivas, en los programas ofrecidos en esos días de manera especial para contrarrestar y distraer a las turbas de infieles, los ateos de toda la vida, las criaturas desahuciadas de Dios. Aquellas que vuelven la espalda a la sagrada liturgia; y sin embargo, el espíritu aventurero e indagador de la cofrade se mete de cabeza y se duerme en los laureles de tales carnes caducadas, recreándose sin perder ripio, navegando por canalillos y cloacas, culos y cuentos divinos, que poco a poco van contribuyendo a que su eufórico espíritu se santifique aún más si cabe con las aguas benditas de los programas bazofia, que, como becerros de oro, se idolatran en los inanes altares con la inconsciencia más sustanciosa
   Las devotas citas  y rituales del ánima de creyente continuarán en invierno y verano, encuentro tras encuentro en la mansión del Señor, entierro tras entierro, y después, el muerto el hoyo y el vivo a vivir que son dos días, de modo que las comensales (de forma sagrada) se pierden por los rincones y conventos de moda, tomando suculentos tentempiés u opíparas raciones, con la llama encendida de la fe ciega en la inmortalidad de las almas y su triunfal entrada en la gloria, en una loa a  las almas limpias, no impuras ni glotonas, pues éstas recibirán la justa penalización por la desidia exhibida ante los estilizados rituales de los espíritus, que velan en todo momento por superarse y purificarse de las originales máculas y lúbricas liviandades;,
   Y poco a poco se llega al trance final, al término de la opereta, el trueque de la teoría cuántica en 3D, trimensionando los anhelados placeres, las báquicas creencias en funerales acartonados, en carruseles de fantasía para trucar el nombre de la rosa, de las cosas, no llamando al pan, pan, ni al vino, vino, en un ensortijado de madejas de estrafalario capital, adulterado por la estulticia de la persona, enterrando en sórdidas zanjas las posibles perlas que pudiesen aflorar en tantas circunstancias y tardes perdidas en beaterios sin cuento, en desaliñadas hazañas, disfrazadas de píos ceremoniales en mitad del hastío de la sinrazón que se apilan en las sienes, burlando la cordura humana.
   En los ratos de libre albedrío, la cofrade diseñaba Cristos de mamarracho, cubriéndose las necesidades más perentorias, apuntando a su altura de miras, yéndose por los cerros de Úbeda, y mirando para otro lado ante la  hecatombe hambruna o las hirientes tristezas del género humano.
Y se dormía con la conciencia remansada en un lago azul, inundado de nenúfares, verdes juncos y mimbrales, ponderando las indulgencias que había engullido y acumulado pateando las empedradas calles del casco antiguo, pisando la escurridiza cera del perdón, consagrándose a la impostura de su efigie, a la que denominaba el  Cristo de la Buena Muerte, que le infundía el sosegado deleite de Eterna Vida.
    
                                       







                                                                 
    

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