sábado, 20 de julio de 2013

La vida natural








                          


   Aquella mañana madrugó más que de costumbre, batiéndose el cobre como nunca lo había hecho, pugnaba por la vida natural, echando por la borda los pesares, los pesados kilos de más y las arritmias que desde el último invierno se habían instalado en su parcela, en las laderas de su corazón.
   Nunca había sido adicto a ninguna rara teoría u obsesión o a la vida sedentaria, cumpliendo a rajatabla los cánones de la Biblia del atleta o persona razonable, pero después de lo que le aconteció a un vecino, se alarmó sobremanera, evocando el proverbio, cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar, ya que después de tanto lavarse las manos y tomar verduras y fruta fresca de la huerta y caminar varios kilómetros al día, de pronto se fue el santo al cielo, o mejor dicho, al otro barrio, llegando a la conclusión fehaciente de que la vida sana merece la pena, si la alegría ahoga la pena.

   Y entonces, en mitad de la zozobra de la nave, exclamó, ¡ah, la vida!, y ¿nadie me responde?...   

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