domingo, 7 de enero de 2018

Mosaico del Balcón de Europa



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AUTORES
Luisa Serrano
Haydée Acosta
Pepe Guerrero
Paco López
Vicky Fernández


   Las manos ya perciben el frío del invierno que se avecina. Un ligero airecillo perturba a los paseantes, que tienden a buscar los locales caldeados.
   El rumor de las olas invita a acercarse a la barandilla a pesar del frío, y en la playa de Calahonda, dormida, las olas rompientes dejan puntillas blancas sobre la arena de la orilla.
   Hoy las terrazas están serenas, han perdido la agitación estival; las luces que bordean la costa contribuyen a esta sensación de serenidad. Sólo, a lo lejos, una luz verde demasiado estridente rompe el conjunto.
   La luna no nos acompaña en este paseo, pero sí un gato gris que merodea entre las plantas y nos observa desganado y paciente.
   El Rey Alfonso XII, vestido de forma ligera, da la sensación de estar pasando frío; allí, abandonado, sin la habitual escolta de turistas, permanece impertérrito en su estatua de bronce.
   Y en un banco orientado al oeste, ajena al frío y a cuanto la rodea, una mujer parece meditar mirando al vacío.
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Ya anocheció sobre el Balcón de Europa. Junto a los arcos, sentado sobre el bordillo que da a la playa de Calahonda, se encuentra un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, o quizá lo parece por su aspecto algo gastado, su vestimenta rústica y su mirada dirigida hacia delante, sin punto fijo, solo mirando, pero como sin ver. Lleva encajado un gorro (el viento que sopla a esa hora del atardecer es algo gélido). A su lado una gran mochila y un par de bártulos más, propio del que viaja sin alojamiento fijo y tal vez sin rumbo fijo. Al cabo de unos minutos, se ha girado hacia la playa, como valorando el espacio que allí existe. Tal vez esta noche, las ruinas del Papagayo sean su parador provisional.
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Sentado en un banco de madera, frente al oscuro mar, el anciano mira atentamente la nada. Esta noche los pensamientos no pasan por su mente. Se cubre la cabeza con un sombrero bicolor, negro y beige, el ala delantera flexible doblada sobre su frente. Su cara la puebla una descuidada y espesa barba canosa. Viste uso pantalones grises y sobre la camisa blanca un gabán marrón algo grasiento. Solo le acompaña la soledad, a pesar de estar rodeado de paseantes nocturnos. Ha venido de lejos a hablar con el mar, con las estrellas ausentes que las cubren unos nubarrones negros. El hombre no espera a nadie ni a nada. Las horas para él no existen y a pesar del frío húmedo se encuentra relajado. Está de espalda a las personas que tras él pasean. No necesita compañía en ese momento. No se oculta, pero no quiere ser visto.
La noche va avanzando lentamente y él no tiene prisas por marchar a casa, al hogar que ha quedado vacío tras la muerte de la única mujer que ha amado en su vida. Sabe que le esperan las frías sábanas y mantas que no logra calentar su enjuto cuerpo ni sus pies que solo entraban en calor junto a los de ella. Tiene aún la imagen de su mujer, aquella joven de ojos de color azabache. La primera vez que la vio paseando por el Paseo cogida del brazo de su amiga se enamoró de ella y de la sonrisa que le iluminaba la cara.
Este Balcón de Europa no le agrada, por eso da la espalda a todos los paseantes que pululan y que le son totalmente extraños.
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Cuando eran las 20,18, y empezaba a hacer un frío que pelaba, aquel personaje debía de tener la percepción de que una multitud paseaba por el Balcón de Europa. ¿Tendría consciencia de su soledad? Ya lo creo que sí. Desgraciadamente para él, estaba frío, inmóvil. No tenía pulso ni respiración. Probablemente ni tendría vida. Por otro lado, su fisonomía parecía recordar a todo el mundo a un personaje conocido, incluso famoso. Sabían que en los libros de historia aparecía un tipo tal. Escudriñando en los recovecos de sus neuronas iban configurando la imagen y zas! Aquel personaje resultaba ser una estatua en bronce del Rey de España conocido como Alfonso XII. Tuvieron mala suerte, buscando un personaje solitario y se encuentran con un rey.
            A partir de aquí, surgen los prejuicios. ¿Acaso era lógico elegir a una estatua como personaje solitario?. Después vinieron los considerandos. Al fin y al cabo, las estatuas también pueden tener vida, vida animada. ¿Quién sabe si a partir de las 3 o las 4 de la madrugada la estatura no se baja a la playa a darse un bañito?, incluso, teniendo en cuenta su inclinación, según las malas lenguas, a visitar camas ajenas, la de alguna que otra nerjeña.

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Iba el hombre, un tanto desenfadado, paseando con la pareja por el Balcón de Europa, alejado del ajetreo diario, respirando aires de libertad, o al menos eso aparentaba.
   Sin embargo, se le notaba un rictus de tristeza, síntomas de insatisfacción, tal vez porque la pareja le hubiese recriminado algún ligero desliz en el último encuentro con unos amigos.
   Lo culpaba, enfadada, de haberse extralimitado en atenciones con la pareja del amigo, lo que le perturbó sobremanera.
   Él no entendía nada de lo que le trasmitía, y pensaba que estaba inventando.
   Al cruzar la sombra nocturna de un árbol por la luz de una farola, se rascó la cabeza algo preocupado, hurgando en lo que ella le había señalado, y no alcanzando a ver los entresijos del disgusto, imaginó que posiblemente le estaba pidiendo unas gotas de ternura.   

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Charlando dicharacheramente, avanzan por el centro del Paseo los cuatro hombres, viejos amigos del pueblo, a gusto de disfrutar del gran entorno que se abre a su alrededor en este primer frío anochecer de noviembre, escaso de turistas. Son mayores, se conocen desde hace años, uno de ellos camina a compás de su bastón de invidente, ya que una enfermedad en mitad de su madurez, lo privó de este primordial sentido en un lugar tan digno de ser visto como su maravilloso Balcón de Europa.
Pero sus recuerdos le mantienen fresco el bello paisaje y no sufre por ello. Sus compañeros de siempre siguen manteniendo con él las acostumbradas charlas, su café mañanero, su aperitivo nocturno y las mil y una comidillas sobre política, turistas, esposas, nietos, o lo que se precie de ser comentado familiarmente y sin maldad acerca de la vida del pueblo. Él, precisamente, ya no juega al ajedrez con la misma precisión de antes, ni asiste a exposiciones de pintura, pero aprendió a utilizar bastante bien el sistema Braille y no ha perdido la costumbre de leer un poco antes de dormir,
Con sus amigos dan largos paseos y se reúnen a charlar y reír.  Aquí, cada tarde, como si se tratara de una gran pileta olímpica, hacen tres o cuatro largos desde la boca del paseo hasta la reola, antes de recogerse en sus hogares.

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Al tiempo que aquellos individuos observaban a otros individuos y grupos de individuos, pensaban que ellos también podían ser observados, incluso por el grupo de individuos e individuas de la Aventura de Escribir, tras el reportaje para el Pulitzer. Realmente, estos resultaban cuanto menos, unos descerebrados de safari por la sabana. Claro que estaban suponiendo que solo cada uno de ellos se encontraba en condiciones de justificar sus movimientos erráticos, tomando notas como si fueran encuestadores que buscaran opiniones sobre si ya estaban en otoño.
Pronto se darían cuenta que daba igual. Pues, ¡Menudos eran estos de la Aventura de Escribir! Cuando se empeñan en algo no hay quién los pare.
Pero aquellos tipos no iban a estar toda la noche en el Balcón de Europa, y uno de ellos vio como por fin, se agrupaban y, ordenadamente, 3 delante y otro 2 detrás, se dirigían a la Tetería Zaidin. Al percatarse de tal movimiento se apresuró a llegar antes que ellos y tras colocarse el habitual mandilón se dispuso a tomar nota de la comanda. Como el tipo era muy discreto no se atrevió a realizar comentario alguno. Pensaría que esas eran las reglas del juego. A muy pesar suyo se enteró de que el paquete de 2 se retrasó porque se encontraron con Maribel, a quién hubieron de saludar.

La hija, protegiéndose con la bufanda del fresco reinante según caminaba con su padre y una amiga por el Balcón de Europa, apuntaba que debía cambiar la ventana de la casa antes de que apretara más el frío y llegasen las importunas lluvias de invierno. El padre le indicaba, algo distante, que pusiese rejas, que con eso bastaba.
   Se palpaba con claridad meridiana que la hija pisaba segura, confiada, sabiendo lo que necesitaba. Quizás porque a lo que últimamente más temía era a la frialdad y a los malos vientos que pudiesen entrar en su vida, escarmentada por la anterior pareja que tuvo durante un tiempo.
   La amiga, que les acompañaba, se mostraba prudente, cariacontecida, y sobrellevaba lo mejor que podía las discrepancias entre ellos, constatando que no estaban en consonancia en las claves de las partituras humanas.
   Al padre, viudo y curtido en mil batallas, se le había endurecido en parte el alma, y los tornados más virulentos no le hacían mella, en cambio ella, más sensible y delicada, se colocaba el flequillo en su lugar preferido, y tragando saliva presurosa, le hablaba al padre en silencio, mirándolo de reojo con cierto desdén, no comulgando con su filosofía.  
Pasear a cualquier hora por el Balcón de Europa es encontrarte con todo tipo de personas. Aunque la noche es fría y oscura, hay gente deambulando y asomada a la barandilla para observar las negras aguas del mar o haciéndose fotos con la estatua del rey Alfonso XII o subidos en los cañones, vestigios del antiguo castillo Bajo de Nerja.

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            Me ha llamado la atención entre lo pocos transeúntes que pululan a estas horas tardías en el Balcón de Europa, ver dos parejas de japoneses caminando tranquilamente a esas horas por el centro del Paseo. Aseguraría que son oriundos de Japón y no de China, porque los primeros son más elegantes en el vestir y se nota la calidad de las ropas, vestidos y los complementos. Es raro verlos a esas horas tardías porque generalmente no son[p1]  noctámbulos y casi siempre se suelen ver en grandes grupos y cargados con cámaras fotográficas o palos de selfi. Las cuatro personas, dos mayores y dos más jóvenes, no hablan entre ellos y pasean sin tocarse. Supongo son familiares, incluso apostaría que son padres e hijos. Cada uno va ensimismado y algo impasible, tal vez eso es lo que más me ha hecho fijarme en ellos y ha picado mi curiosidad, la impasibilidad de sus rostros, no adivinar si están tristes o contentos o cabreados.
De pronto, en un instante he dejado de verlos, han desaparecido de mi vista tal como aparecieron, increíble.















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