Emulando
al pescador de Isla Negra, que
cambió de oficio para hacerse cartero esperando que Neruda le dedicase un
libro, y sentirse altamente recompensado por ello, en cierto modo podría
establecerse un parangón con los pálpitos guajareños que aquí nos ocupa.
Aunque sin abandonar el
oficio de labrador, se hizo cartero de los Guájares (mi progenitor) llevando en
la valija no ha mucho tiempo cientos de misivas impregnadas de sal, sudor y
anheladas noticias, auténticas cartas de amor en las que se dibujaban los
desconchones del alma o acariciadas primicias provenientes de los puntos más
lejanos, y llegaban revoloteando cual golondrinas en primavera, en unos tiempos
ortopédicos, huérfanos, llenos de silencios o raras coyunturas.
Hoy venimos con humildad
pero con la mejor intención a regar las áreas
de descanso, donde habita el espíritu o el olvido, encendiendo una llama,
aportando un granito de arena a fin de fortalecer las raíces fondoneras, y
broten savias nuevas, que apuntalen con pujanza los cimientos de los días, multiplicando los frutos y el regocijo,
enterrando injusticias, paro, violencias de género o desafecciones a flor de
piel.
No es fácil adaptarse a las fieras embestidas del mar de la vida,
que achuchan hacia la incertidumbre, la Torrentera o el Managüelo, por
donde corrían, como liebres, los chiquillos hasta hace poco en sus
juegos, el tiempo vuela, o pasaban con las bestias, serios, los mayores, aunque tal vez sea
mejor ubicarse en la puerta del Pósito
donde se cocinaban los más ricos guisos y caldos, desvelándose secretos,
inconfesables aventuras entre trago y trago, congregándose los
vecinos mayormente en días de fuerte lluvia, y se hablaba y escuchaba lo que
merecía la pena, contratos de trabajo, la salud delicada de algún vecino, el
precio de los frutos, el sorteo de Navidad o las hazañas deportivas del Madrid
o Barsa, como en esta noche sin ir más lejos, comentándose así mismo los
estragos naturales causados en la jurisdicción, terremotos, cosechas ruinosas o
el sanguinario temporal haciendo daño por doquier, bien en la vega o en las
llamadas islas erigidas a orillas del río de la Toba o del Río Grande.
Y se caminaba, unas
veces, a rastras por mor de la carestía, y otras, en burro pero
con las alforjas medio vacías, y en ocasiones con cierta ilusión, pero la mente
humana y sobre todo la guajareña, rompiendo moldes, se ha lanzado siempre a la
conquista de la vida yendo a donde hiciera falta sin reticencias.
Al hilo de la historia
no vendrá mal desempolvar algunas costumbres
o tradiciones ya caducadas, como la famosa rubia o peseta, y tantas y
tantas otras.
En el cauce del río de la Sangre, debajo de la era de
la Cruz, figuraba la antigua presa de la fábrica de la luz que
alumbraba a los guajareños, y donde se daba un remojón el que podía aliviando
los acaloramientos tras rematar la labor o haber cruzado los Palmares, la
cuesta de Panata u otra loma limítrofe.
En verano los vecinos
llenaban sus frigoríficos, es decir, cántaros y pipotes, en el
barranco de las Huertas, en la fresca
Minilla, yendo como a milagroso balneario, y donde la bulliciosa juventud
celebraba a menudo las onomásticas o cumples con desenfadas meriendas u otros
eventos, dando pie a chispeantes conversaciones y situaciones, despuntando por
entre aquellos destartalados riscos y espesura arbórea de frutales dulces
efluvios, tiernos brotes de amor.
Y se hacía la trilla en la era ofreciendo un magnífico
espectáculo circense, sobre todo para los más pequeños, que se volvían locos
subiendo a aquellos viejos cacharros, esquiando por la nieve de paja como en
fantásticos trineos, pese a las altas temperaturas.
Los
novios, cuando hacía buen
tiempo, se sentaban a la puerta de las casas al oscurecer moviendo de continuo
los labios como mordiendo, y tragaban saliva a borbotones, algo nerviosillos, domeñando
los deseos con los ojos entornados ante la atenta mirada de mamá política, que
cosía y descosía a su antojo algún roto de pana, cual otra Penélope, o abría en
canal un ojal poniendo los puntos sobre las -íes.
En las épocas propicias,
los muchachos iban a la rebusca de
aceituna o almendra recorriendo los esquilmados terrenos y mojoneras, soñando
con unos arrimillos para sus gustos, garbanzos tostados, tortas o rico helado
mantecado o quizá un cigarrillo.
Cada año tenía lugar la
fiesta de los quintos de reemplazo,
al tallarse en el Ayuntamiento, compartiendo un opíparo almuerzo de carne de
borrego o lo que cayese en la olla o sartén regado con mosto de la tierra,
aunque siempre con la mirada puesta en el incierto destino.
Los niños pastores, con
un hatajo de cabras o piara de marranillos se movían a sus anchas por barrancos
y riberas, como otrora el poeta oriolano Miguel Hernández.
Las correrías de los
chavales por la vega huyendo del guarda, ¡que viene el sacasebo!, parecía que
gritaban acongojados, viéndose obligados a brincar a la desesperada por balates
y acequias burlando la metralla, dando alguno de ellos con los huesos en el
calabozo que por esos momentos había, si bien habrá que señalar que tal recinto
fue un tiempo coqueta carpintería, donde se hacían mesas, reclinatorios, bancos
y banquetas para la iglesia y la escuela, así como trajes para el último viaje.
Y en el crudo mes de
enero, tenía lugar en la plaza del pueblo la representación del teatro del sufrido gallo, que se diría
para sus adentros a buen seguro lo mismo que Jesucristo en la última cena, que
alguien le traicionaría, siendo atado de pies y manos y colgado boca abajo
revoloteando con los estertores de la muerte, hasta que llegaba el golpe de
gracia de una mano invidente que hiciese de verdugo, previo pago a los
mayordomos de los correspondientes arbitrios y aranceles.
Por otro lado, el bullicioso baile en la Placilla,
donde unos traviesos urdidores entregaban monedas por un tubo para el cambio de
pareja, entrando en juego los celos y rencillas, siendo amenizado por el grupo
musical por excelencia del pueblo, con José
Cano abuelo a la cabeza, con soberbias actuaciones nunca lo suficientemente
valoradas, tocando con maestría y salero guitarra y bandurria con
acompañamiento de botella de anís, platillos o zambomba deleitando a propios y
extraños, bailando conjuntamente abuelas y nietos.
Y luego estaban los bautizos con su estruendosa lluvia
de monedas volando por los aires, cayendo sobre las cabezas y corazones de
chicos y grandes, gritando todos al unísono, roña, roña,
siendo los grandullones los que se llevaban la mejor tajada.
Y en llegando el día de la Virgen se transfiguraba
todo, y se paralizaban todos los relojes del mundo, era lo más grande,
colocándose en la plaza y calles colindantes tenderetes o puestos de turrón,
peladillas, polícromas banderolas, así como vetustas casetas atiborradas de
golosinas y raros artilugios, aunque lo más aplaudido eran los fuegos
artificiales con improvisados cohetes en todo tiempo y lugar, sobre por el
camino de la Cruz durante la procesión, y luego el centro por antonomasia de
los fuegos, el castillo, un esplendoroso despliegue de luces y
meteoritos y ruedas incandescentes en la plaza desafiando la gravedad, cual
ratas voladoras, y como broche a tanto ensueño, la traca final, que convertía
en claro día la espesa oscuridad de la noche.
Y se jugaba a las charpas, lanzando al aire las dos
monedas ganando los más afortunados en el juego, que no en el amor.
En Semana Santa
enmudecían las campanas, y rugían las carracas como enjaulados leones,
exhalando pesarosos lamentos que horadaban los corazones y ventanas del alma,
mezclándose con heridas saetas como la de Machado, "Quién me presta una
escalera/ para subir al madero/ para quitarle los clavos/ a Jesús el
Nazareno"... evocando a algún ser querido.
Y así mismo las
bodas, que constituían todo un bullanguero acontecimiento,
procurando que tuviese un buen novio la hija, sin darse al vino o al juego,
olvidándose ese día de las estrecheces, y las comuniones, que se
echaba la casa por la ventana, llevando ricos trajes y cubriendo de
flores todos los rincones creando un paraíso feliz.
Y se daban las cencerradas, por el ayuntamiento de
la pareja tras haber permanecido separada un tiempo, o bien, de nueva creación
pero sin que hubiese invitación, y se realizaba en medio del sepulcral silencio
nocturno, cuando disfrutaba de la ansiada luna de miel.
En ocasiones acontecía
que algún novio impaciente perdía los estribos, subiendo a un tranvía
llamado deseo, cual célebre galán de Hollywood rumbo a Río Grande, a un
bancal o a la era impulsado por la libido, dejando por el camino olvidada
alguna prenda o lágrima.
En el área industrial, se hallaban a pleno rendimiento los tres
molinos -el del Río, el de la Fuente y el del grano-, que bregaban a la sazón
en la villa, abasteciendo de combustible a visitantes y lugareños, con
abundante aceite y pan tierno, así como la industria del esparto, las esencias
de romero, la siega, la monda motrileña o vendimia francesa.
Y
para terminar, dar las
gracias a los organizadores, a todos los asistentes y compañeros de viaje por
su envidiable labor creativa, llevándolo a cabo contra viento y marea, aunque
se atraviese el más áspero de los desiertos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario