viernes, 25 de mayo de 2018

Crónicas de un pueblo o el cartero de Neruda




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   Emulando al pescador de Isla Negra, que cambió de oficio para hacerse cartero esperando que Neruda le dedicase un libro, y sentirse altamente recompensado por ello, en cierto modo podría establecerse un parangón con los pálpitos guajareños que aquí nos ocupa.
   Aunque sin abandonar el oficio de labrador, se hizo cartero de los Guájares (mi progenitor) llevando en la valija no ha mucho tiempo cientos de misivas impregnadas de sal, sudor y anheladas noticias, auténticas cartas de amor en las que se dibujaban los desconchones del alma o acariciadas primicias provenientes de los puntos más lejanos, y llegaban revoloteando cual golondrinas en primavera, en unos tiempos ortopédicos, huérfanos, llenos de silencios o raras coyunturas.
   Hoy venimos con humildad pero con la mejor intención a regar las áreas de descanso, donde habita el espíritu o el olvido, encendiendo una llama, aportando un granito de arena a fin de fortalecer las raíces fondoneras, y broten savias nuevas, que apuntalen con pujanza los cimientos de los días, multiplicando los frutos y el regocijo, enterrando injusticias, paro, violencias de género o desafecciones a flor de piel.
   No es fácil adaptarse a las fieras embestidas del mar de la vida, que achuchan hacia la incertidumbre, la Torrentera o el Managüelo, por donde corrían, como liebres, los chiquillos hasta hace poco en sus juegos, el tiempo vuela, o pasaban con las bestias, serios, los mayores, aunque tal vez sea mejor ubicarse en la puerta del Pósito donde se cocinaban los más ricos guisos y caldos, desvelándose secretos, inconfesables aventuras entre trago y trago, congregándose los vecinos mayormente en días de fuerte lluvia, y se hablaba y escuchaba lo que merecía la pena, contratos de trabajo, la salud delicada de algún vecino, el precio de los frutos, el sorteo de Navidad o las hazañas deportivas del Madrid o Barsa, como en esta noche sin ir más lejos, comentándose así mismo los estragos naturales causados en la jurisdicción, terremotos, cosechas ruinosas o el sanguinario temporal haciendo daño por doquier, bien en la vega o en las llamadas islas erigidas a orillas del río de la Toba o del Río Grande.
   Y se caminaba, unas veces, a rastras por mor de la carestía, y otras, en burro pero con las alforjas medio vacías, y en ocasiones con cierta ilusión, pero la mente humana y sobre todo la guajareña, rompiendo moldes, se ha lanzado siempre a la conquista de la vida yendo a donde hiciera falta sin reticencias.
   Al hilo de la historia no vendrá mal desempolvar algunas costumbres o tradiciones ya caducadas, como la famosa rubia o peseta, y tantas y tantas otras.
   En el cauce del río de la Sangre, debajo de la era de la Cruz, figuraba la antigua presa de la fábrica de la luz que alumbraba a los guajareños, y donde se daba un remojón el que podía aliviando los acaloramientos tras rematar la labor o haber cruzado los Palmares, la cuesta de Panata u otra loma limítrofe.
   En verano los vecinos llenaban sus frigoríficos, es decir, cántaros y pipotes, en el barranco de las Huertas, en la fresca Minilla, yendo como a milagroso balneario, y donde la bulliciosa juventud celebraba a menudo las onomásticas o cumples con desenfadas meriendas u otros eventos, dando pie a chispeantes conversaciones y situaciones, despuntando por entre aquellos destartalados riscos y espesura arbórea de frutales dulces efluvios, tiernos brotes de amor.
   Y se hacía la trilla en la era ofreciendo un magnífico espectáculo circense, sobre todo para los más pequeños, que se volvían locos subiendo a aquellos viejos cacharros, esquiando por la nieve de paja como en fantásticos trineos, pese a las altas temperaturas.
   Los novios, cuando hacía buen tiempo, se sentaban a la puerta de las casas al oscurecer moviendo de continuo los labios como mordiendo, y tragaban saliva a borbotones, algo nerviosillos, domeñando los deseos con los ojos entornados ante la atenta mirada de mamá política, que cosía y descosía a su antojo algún roto de pana, cual otra Penélope, o abría en canal un ojal poniendo los puntos sobre las -íes.
   En las épocas propicias, los muchachos iban a la rebusca de aceituna o almendra recorriendo los esquilmados terrenos y mojoneras, soñando con unos arrimillos para sus gustos, garbanzos tostados, tortas o rico helado mantecado o quizá un cigarrillo.
   Cada año tenía lugar la fiesta de los quintos de reemplazo, al tallarse en el Ayuntamiento, compartiendo un opíparo almuerzo de carne de borrego o lo que cayese en la olla o sartén regado con mosto de la tierra, aunque siempre con la mirada puesta en el incierto destino.
   Los niños pastores, con un hatajo de cabras o piara de marranillos se movían a sus anchas por barrancos y riberas, como otrora el poeta oriolano Miguel Hernández.
   Las correrías de los chavales por la vega huyendo del guarda, ¡que viene el sacasebo!, parecía que gritaban acongojados, viéndose obligados a brincar a la desesperada por balates y acequias burlando la metralla, dando alguno de ellos con los huesos en el calabozo que por esos momentos había, si bien habrá que señalar que tal recinto fue un tiempo coqueta carpintería, donde se hacían mesas, reclinatorios, bancos y banquetas para la iglesia y la escuela, así como trajes para el último viaje.
   Y en el crudo mes de enero, tenía lugar en la plaza del pueblo la representación del teatro del sufrido gallo, que se diría para sus adentros a buen seguro lo mismo que Jesucristo en la última cena, que alguien le traicionaría, siendo atado de pies y manos y colgado boca abajo revoloteando con los estertores de la muerte, hasta que llegaba el golpe de gracia de una mano invidente que hiciese de verdugo, previo pago a los mayordomos de los correspondientes arbitrios y aranceles.
   Por otro lado, el bullicioso baile en la Placilla, donde unos traviesos urdidores entregaban monedas por un tubo para el cambio de pareja, entrando en juego los celos y rencillas, siendo amenizado por el grupo musical por excelencia del pueblo, con José Cano abuelo a la cabeza, con soberbias actuaciones nunca lo suficientemente valoradas, tocando con maestría y salero guitarra y bandurria con acompañamiento de botella de anís, platillos o zambomba deleitando a propios y extraños, bailando conjuntamente abuelas y nietos.
   Y luego estaban los bautizos con su estruendosa lluvia de monedas volando por los aires, cayendo sobre las cabezas y corazones de chicos y  grandes, gritando todos al unísono, roña, roña, siendo los grandullones los que se llevaban la mejor tajada.
   Y en llegando el día de la Virgen se transfiguraba todo, y se paralizaban todos los relojes del mundo, era lo más grande, colocándose en la plaza y calles colindantes tenderetes o puestos de turrón, peladillas, polícromas banderolas, así como vetustas casetas atiborradas de golosinas y raros artilugios, aunque lo más aplaudido eran los fuegos artificiales con improvisados cohetes en todo tiempo y lugar, sobre por el camino de la Cruz durante la procesión, y luego el centro por antonomasia de los fuegos, el castillo, un esplendoroso despliegue de luces y meteoritos y ruedas incandescentes en la plaza desafiando la gravedad, cual ratas voladoras, y como broche a tanto ensueño, la traca final, que convertía en claro día la espesa oscuridad de la noche.
   Y se jugaba a las charpas, lanzando al aire las dos monedas ganando los más afortunados en el juego, que no en el amor.
   En Semana Santa enmudecían las campanas, y rugían las carracas como enjaulados leones, exhalando pesarosos lamentos que horadaban los corazones y ventanas del alma, mezclándose con heridas saetas como la de Machado, "Quién me presta una escalera/ para subir al madero/ para quitarle los clavos/ a Jesús el Nazareno"... evocando a algún ser querido.
   Y así mismo las bodas, que constituían todo un bullanguero acontecimiento, procurando que tuviese un buen novio la hija, sin darse al vino o al juego, olvidándose ese día de las estrecheces, y las comuniones, que se echaba la casa por la ventana, llevando ricos trajes y cubriendo  de flores todos los rincones creando un paraíso feliz.
   Y se daban las cencerradas, por el ayuntamiento de la pareja tras haber permanecido separada un tiempo, o bien, de nueva creación pero sin que hubiese invitación, y se realizaba en medio del sepulcral silencio nocturno, cuando disfrutaba de la ansiada luna de miel.
   En ocasiones acontecía que algún novio impaciente perdía los estribos, subiendo a un tranvía llamado deseo, cual célebre galán de Hollywood rumbo a Río Grande, a un bancal o a la era impulsado por la libido, dejando por el camino olvidada alguna prenda o lágrima.
   En el área industrial, se hallaban a pleno rendimiento los tres molinos -el del Río, el de la Fuente y el del grano-, que bregaban a la sazón en la villa, abasteciendo de combustible a visitantes y lugareños, con abundante aceite y pan tierno, así como la industria del esparto, las esencias de romero, la siega, la monda motrileña o vendimia francesa.
    Y para terminar, dar las gracias a los organizadores, a todos los asistentes y compañeros de viaje por su envidiable labor creativa, llevándolo a cabo contra viento y marea, aunque se atraviese el más áspero de los desiertos.

  

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