
Al toparse con el tema Improvisación, que significa groso modo, hacer algo que no está previsto o preparado le dio un vuelco el corazón, empezando a temblar con más virulencia si cabe que la presidenta Ángela Mérkel en los actos protocolarios a los distintos jefes de estado, agravado por el súbito eclipse de visión por el absceso que le salió en las mismas narices del ojo, no quedándole más remedio que apechugar con lo puesto, haciendo de tripas corazón.
Los mimbres de la
intriga estaban al parecer servidos, viéndose obligado mal que bien a tirarse a
la piscina con los ojos cerrados y la cabeza abierta de par en par a los advenimientos
de allende los mares o de cualquier punto del globo, buscando el genuino karma
de la Improvisación.
Una vez realizada
una concienzuda reflexión sobre el asunto, le vino a la mente un sinfín de tramas
de piratas, maquiavélicos príncipes, bandoleros o contrabandistas acomodaticios
de guante blanco.
A sabiendas de que no
había una propuesta tajante a la que hincarle el diente y despedazarla como al
marrano en la matanza, convino no obstante en poner los cinco sentidos y los recursos
a su alcance para salir del atolladero, intentando dejar el pabellón a la
altura de tan delicadas circunstancias.
Y en ésas andaba el hombre
hurgando en las neuronas, yendo de un lado para otro, no sabiéndose a ciencia
cierta si mendigaba un milagro al cielo o maldecía tal vez su estrella por meterse
en semejantes berenjenales, y nunca mejor dicho porque estaba entrando en los
dominios de una guarida de órdago, no una cualquiera de tres peras al cuarto
sino el selecto lugar donde se mascaba la tragedia por momentos, al correrse los
más altos riesgos si se materializaba el efecto mariposa, asumiendo la
filosofía del dicho popular, caiga quien caiga, al ser nada menos
que la guarida del indómito e ínclito Cóndor, apodado así en los más reputados mentideros
de las letras hispanas, emulando a otros celebérrimos santuarios como el café
Gijón.
Un buen día, alguien
disfrazado de pirata portaba una maleta de doble fondo, como James Bond, en
principio rumbo a lo desconocido, pero pronto se atisbó que iba a la misteriosa
guarida presentando fundadas sospechas de ocultar algo en su interior, no
un revólver por suerte sino un cóndor disecado robado en Lima
según fuentes policiales, y como después se supo, alegando que lo hacía por unos
ideales supranacionales, con objeto de levantar un museo etnográfico y de folklore sudamericano en los Guájares como un
auténtico indiano, siguiendo las directrices del Louvre y las revelaciones de
distinguido arquitecto del ramo junto a un experimentado taxidermólogo que garantizaba
su buen estado de conservación, intentando de ese modo poner la primera piedra para
tan honroso y sublime templo artístico.
Con el paso del
tiempo sus inmejorables proyectos y designios se fueron diluyendo como
azucarillo en vaso de agua, yéndose a pique por la desidia de los patrocinadores
y la falta de amor propio.
Según se desprendía
de los textos exhumados de un viejo baúl enterrado entre la paja de un cortijo
guajareño, la guarida del Cóndor fue bautizada con tal apelativo porque en sus
inicios y según las versiones más acreditadas de los eruditos en el affaire hasta
la fecha, llegó a albergar armas de guerra durante el levantamiento morisco,
convirtiéndose durante un tiempo en un auténtico polvorín, utilizándose más
adelante como laboratorio de animales disecados y colmillos de elefante
principalmente.
La cosa no quedaba
ahí, ya que con el paso del tiempo se instalaron unas cámaras frigoríficas cuya misión consistía en conservar vivos a
toda costa corazones, riñones y otras partes del cuerpo humano, con el fin de venderlos
en el mercado negro, enriqueciéndose vertiginosamente los desalmados promotores.
De casta le venía al
galgo, dado que habría que remontarse a los prístinos comienzos de la historia del
enclave, donde se levanta actualmente la referida guarida.
Otro pergamino encontrado
atestiguaba con letra un tanto críptica que había pasado por los más diversos
avatares a lo largo de los siglos, siendo un tiempo cueva de Alí Babá y los
cuarenta ladrones, adonde acudían como reposo del guerrero tras las
interminables jornadas de caza y sangrientas guerrillas llevadas a cabo contra
otras tribus por los intereses creados para el sustento de la familia.
Siglos antes desfilaron
por sus estancias los fenicios con todo un abanico de artísticos enseres y
finos brocados siendo la envidia de Occidente.
Después, buscando oro
entre otras materias primas, llegaron los romanos, ejecutando las
correspondientes excavaciones en la ladera del monte que la sostiene,
discurriendo por sus faldas el afamado y generoso río de La Toba con sus verdes
álamos y fabulosos conciertos de colorines y ruiseñores en sus copas, tiritando
a veces los cimientos de la montaña por los vientos huracanados y los negros
temporales.
Posteriormente arribaron
los árabes con su irresistible maestría y ansias por explotar la tierra construyendo
almacenes, acequias, bancales, albercas, jardines y agua a la carta, llegando a
levantar envidiables palacios y monumentos como el castillo rojo nazarí u otros
palacetes diseminados por todo el orbe, allí por donde pasaron dejando las
huellas.
Y después de tantas metástasis
y transformaciones vividas en las entrañas de la guarida, como aprisco de cabezas
de ganado o eventual habitáculo de algún que otro bandolero que hubiese perdido
el norte, y reponía fuerzas en tan
caliente paradero arrastrado como un imán por una batería de sucesos y avatares
que vibraban en sus cuestiones
palpitantes.
Y de esa guisa la suerte estaba echada, alea
iacta est, que dirían los cultos romanos,
resplandeciendo hoy con luz propia aquello que nunca fue y hoy representa por
antonomasia con sumo orgullo, la inigualable mansión donde unos idealistas y
quijotescos personajes se congregan de cuando en vez para litigar, dilucidar o
poner los puntos sobre las íes o sobre la vida meditativa, creativa e ilusionante
de los seres pensantes que, al igual que las manecillas del reloj, no cesan en un
perenne tic tac, y así sus mentes despacio pero sin pausa elucubran o hilvanan enigmáticos
hilos que, como Sherezade en las Mil y una noches, burlan las intenciones de las
amenazantes Parcas, brotando esplendorosos y envidiables amaneceres, porque en
la guarida del Cóndor siempre sale el sol repartiendo a manos llenas luz, mudo
asombro y calor humano.
Y después del mágico
ocaso en el horizonte, y renacido el fúlgido orto, se oían las dulces notas del
acordeón del virtuoso ACA apostado en el balate: Bella niña, sal al balcón, que
estoy esperando aquí, para dar la serenata sólo y sólo para ti, cuando la
aurora tiende su manto…
Postdata. ACA, es el
acrónimo de las iniciales de Antonio Cano Aíza, gran animador y protector de las
artes y tradiciones guajareñas.