martes, 20 de agosto de 2019

Lluvia




Resultado de imagen de lluvia
                                   
   Miguel, cuando era pequeño, jugaba en el río del pueblo a los barquitos, a dar saltos de rana en una poza hecha con piedras y cañaveras, a zambullirse como pez en el agua junto con otros niños, ajeno a las arrugadas inquietudes de los labriegos.
   Con el paso del tiempo, fue creciendo en sabiduría y gracia delante de la familia y los amigos, no como un Dios, pero sí haciéndose poco a poco todo un hombre, tomando conciencia del cambio climático y la relevancia del líquido elemento.
   En un principio sólo advertía la falta de agua cuando tenía sed y encontraba el botijo vacío, o menguaba la corriente del río llegando a secarse, llorando a lágrima viva como si lo estuviesen matando, creyendo de buena fe que sus sentidas lágrimas se transformarían en cristalina agua cubriendo el cauce.
   Más tarde, ya metido de lleno en las tareas de labranza, comprendió el riesgo que corría la comarca e incluso la Humanidad, si no le pluguiese al cielo soltar prenda.
   En la jurisdicción de los Guájares hay zonas que se conocen con el nombre de Los secanos, siendo entendible y comúnmente aceptada la ausencia de agua, aclimatándose las plantas del entorno al estricto régimen pluviométrico, higueras, almendros y viñedos.
   Lo que no perdonaba Miguel por nada del mundo, era el hecho de no poder llenar la cantimplora o pipote en el manantial que había a la vera del camino durante el viaje, no lejos de su destino.
   Cuando la canícula apretaba de lo suyo cayendo un sol de justicia, se dirigía Miguel con el mulo rumbo a la recolección del fruto de la tierra con un sombrero de paja tarareando cancioncillas de la época, que sonaban en la radio de entonces, "Ya viene el día, ya viene mare, alumbrando su cara los olivares"..., y lo hacía a pleno pulmón poniéndose el mundo por montera, sintiéndose rey por unas horas, aunque no se conformaba con la seca y árida estepa que cruzaba, y daba un paso más si cabe con arrojo y osados ardides intentando emular a los piratas de Espronceda, "Con diez cañones por banda/, viento en popa a toda vela/ no corta el mar sino vuela/, ...que ni enemigo navío/, ni tormenta ni bonanza/ tu rumbo a torcer alcanza/"..., llevando tatuadas en el semblante las ganas de vivir, y puestos los ojos en los productos que le brindaba la tierra.
   No obstante, no podía olvidar la felicidad incrustada en los huesos de cuando jugaba en el río de la Toba, repitiendo año tras año, como la flauta de Bartolo, el dicho popular, año de nieves, año de bienes, y no quedaban ahí las apetencias, ya que andaba siempre pregonando a los cuatro vientos que la odiada sequía era un castigo divino, evocando así mismo el pasaje bíblico del diluvio con el arca de Noé.
   No le temía Miguel a las tormentas por muchos truenos y rayos encendidos que cayesen en las sierras o en el pararrayos de la torre de la iglesia, o se perdiesen por entre los olivares como serpientes envenenadas, acaso porque su debilidad sintonizaba con la filosofía del refrán, muera Marta, muera harta, aunque los estragos o secuelas de los negros temporales le partían el pecho al fin y a la postre, al verse obligado a levantar muros de nuevo, balates o adecentar puchas y acequias para el riego de la vega.
   Alguna vez se le pasó por la cabeza hacer las Américas, desembarcando en la pampa argentina sin más complicaciones y montar alguna hacienda criando caballos o sembrando trigo u otras sementeras que le endulzasen la vida y el bolsillo, y luego, una vez saneadas las cuentas regresar a la madre patria y construirse una mansión en condiciones como un rico indiano, para que los vecinos y nietos se lo agradeciesen, dejándoles un grato recuerdo patrimonial de abuelo afortunado, todo un rey Midas, y cuando descansara en el camposanto de toda la vida lo recordasen como una buena persona, que hizo el bien a la gente y a sus descendientes.
   No cabe duda de que su mayor gozo estribaba en ver la tierra harta de agua, eso era para Miguel lo más grande, lo mismo que cuando contemplaba al mulo satisfecho, a sus hijos o al benjamín de los nietecillos, que lo bautizaron poniéndole el nombre de Buenaventura, si bien el pobre tuvo mala suerte, no sabiéndose el motivo por el que embarcó tan temprano en la barca de Caronte, tal vez por algún golpe bajo, con lo jovial que era disfrutando de los pequeños placeres de la vida, sobre todo cuando veía la tierra empapada de agua como buen labriego, y saciados los animales, el caballo, las cabrillas, y no digamos la jaca, que era el no va más, el trasunto de su noble alma.
   A buen seguro que donde quiera que esté le enviará cariñosos recados y tiernos abrazos de estímulo.
   Miguel, que compartía su amor por el campo y los animales, seguro que brindará con él todo gozoso cada vez que comience a llover, ponderando su rica e incalculable valía. 
   Cuando llovía en aquellos parajes, entre majadas, colinas y oteros, diríase que resucitaban los muertos para celebrarlo, adornándose la madre natura con sus mejores galas, portando locos de contentos los caracoles y las ardillas eróticas pajaritas para el festín, deambulando por torrenteras y cañadas.
   Entre tanto Miguel, un tanto contrariado por la aparición del arco iris, se quedó enredado en las melódicas reminiscencias de una canción que se oía a lo lejos, trayéndole dulces recuerdos, "Esta tarde vi llover, vi gente correr,  y no estabas tú"...   

                  



No hay comentarios: