viernes, 23 de agosto de 2019

Improvisación





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   Al toparse con el tema Improvisación, que significa groso modo, hacer algo que no está previsto o preparado le dio un vuelco el corazón, empezando a temblar con más virulencia si cabe que la presidenta Ángela Mérkel en los actos protocolarios a los distintos jefes de estado, agravado por el súbito eclipse de visión por el absceso que le salió en las mismas narices del ojo, no quedándole más remedio que apechugar con lo puesto, haciendo de tripas corazón.

   Los mimbres de la intriga estaban al parecer servidos, viéndose obligado mal que bien a tirarse a la piscina con los ojos cerrados y la cabeza abierta de par en par a los advenimientos de allende los mares o de cualquier punto del globo, buscando el genuino karma de la Improvisación.
   Una vez realizada una concienzuda reflexión sobre el asunto, le vino a la mente un sinfín de tramas de piratas, maquiavélicos príncipes, bandoleros o contrabandistas acomodaticios  de guante blanco.
   A sabiendas de que no había una propuesta tajante a la que hincarle el diente y despedazarla como al marrano en la matanza, convino no obstante en poner los cinco sentidos y los recursos a su alcance para salir del atolladero, intentando dejar el pabellón a la altura de tan delicadas circunstancias.
   Y en ésas andaba el hombre hurgando en las neuronas, yendo de un lado para otro, no sabiéndose a ciencia cierta si mendigaba un milagro al cielo o maldecía tal vez su estrella por meterse en semejantes berenjenales, y nunca mejor dicho porque estaba entrando en los dominios de una guarida de órdago, no una cualquiera de tres peras al cuarto sino el selecto lugar donde se mascaba la tragedia por momentos, al correrse los más altos riesgos si se materializaba el efecto mariposa, asumiendo la filosofía del dicho popular, caiga quien caiga, al ser nada menos que la guarida del indómito e ínclito Cóndor, apodado así en los más reputados mentideros de las letras hispanas, emulando a otros celebérrimos santuarios como el café Gijón.
   Un buen día, alguien disfrazado de pirata portaba una maleta de doble fondo, como James Bond, en principio rumbo a lo desconocido, pero pronto se atisbó que iba a la misteriosa guarida presentando fundadas sospechas de ocultar algo en su interior, no un revólver por suerte sino un cóndor disecado robado en Lima según fuentes policiales, y como después se supo, alegando que lo hacía por unos ideales supranacionales, con objeto de levantar un museo etnográfico y de folklore sudamericano en los Guájares como un auténtico indiano, siguiendo las directrices del Louvre y las revelaciones de distinguido arquitecto del ramo junto a un experimentado taxidermólogo que garantizaba su buen estado de conservación, intentando de ese modo poner la primera piedra para tan honroso y sublime templo artístico.
   Con el paso del tiempo sus inmejorables proyectos y designios se fueron diluyendo como azucarillo en vaso de agua, yéndose a pique por la desidia de los patrocinadores y la falta de amor propio.
   Según se desprendía de los textos exhumados de un viejo baúl enterrado entre la paja de un cortijo guajareño, la guarida del Cóndor fue bautizada con tal apelativo porque en sus inicios y según las versiones más acreditadas de los eruditos en el affaire hasta la fecha, llegó a albergar armas de guerra durante el levantamiento morisco, convirtiéndose durante un tiempo en un auténtico polvorín, utilizándose más adelante como laboratorio de animales disecados y colmillos de elefante principalmente.
   La cosa no quedaba ahí, ya que con el paso del tiempo se instalaron unas cámaras frigoríficas  cuya misión consistía en conservar vivos a toda costa corazones, riñones y otras partes del cuerpo humano, con el fin de venderlos en el mercado negro, enriqueciéndose vertiginosamente los desalmados promotores.
   De casta le venía al galgo, dado que habría que remontarse a los prístinos comienzos de la historia del enclave, donde se levanta actualmente la referida guarida.
   Otro pergamino encontrado atestiguaba con letra un tanto críptica que había pasado por los más diversos avatares a lo largo de los siglos, siendo un tiempo cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones, adonde acudían como reposo del guerrero tras las interminables jornadas de caza y sangrientas guerrillas llevadas a cabo contra otras tribus por los intereses creados para el sustento de la familia.
   Siglos antes desfilaron por sus estancias los fenicios con todo un abanico de artísticos enseres y finos brocados siendo la envidia de Occidente.
   Después, buscando oro entre otras materias primas, llegaron los romanos, ejecutando las correspondientes excavaciones en la ladera del monte que la sostiene, discurriendo por sus faldas el afamado y generoso río de La Toba con sus verdes álamos y fabulosos conciertos de colorines y ruiseñores en sus copas, tiritando a veces los cimientos de la montaña por  los vientos huracanados y los negros temporales.
   Posteriormente arribaron los árabes con su irresistible maestría y ansias por explotar la tierra construyendo almacenes, acequias, bancales, albercas, jardines y agua a la carta, llegando a levantar envidiables palacios y monumentos como el castillo rojo nazarí u otros palacetes diseminados por todo el orbe, allí por donde pasaron dejando las huellas.
   Y después de tantas metástasis y transformaciones vividas en las entrañas de la guarida, como aprisco de cabezas de ganado o eventual habitáculo de algún que otro bandolero que hubiese perdido el norte, y  reponía fuerzas en tan caliente paradero arrastrado como un imán por una batería de sucesos y avatares que  vibraban en sus cuestiones palpitantes.
   Y de esa guisa la suerte estaba echada, alea iacta est, que dirían los cultos  romanos, resplandeciendo hoy con luz propia aquello que nunca fue y hoy representa por antonomasia con sumo orgullo, la inigualable mansión donde unos idealistas y quijotescos personajes se congregan de cuando en vez para litigar, dilucidar o poner los puntos sobre las íes o sobre la vida meditativa, creativa e ilusionante de los seres pensantes que, al igual que las manecillas del reloj, no cesan en un perenne tic tac, y así sus mentes despacio pero sin pausa elucubran o hilvanan enigmáticos hilos que, como Sherezade en las Mil y una noches, burlan las intenciones de las amenazantes Parcas, brotando esplendorosos y envidiables amaneceres, porque en la guarida del Cóndor siempre sale el sol repartiendo a manos llenas luz, mudo asombro y calor humano.
   Y después del mágico ocaso en el horizonte, y renacido el fúlgido orto, se oían las dulces notas del acordeón del virtuoso ACA apostado en el balate: Bella niña, sal al balcón, que estoy esperando aquí, para dar la serenata sólo y sólo para ti, cuando la aurora tiende su manto…
   Postdata. ACA, es el acrónimo de las iniciales de Antonio Cano Aíza, gran animador y protector de las artes y tradiciones guajareñas.

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