lunes, 9 de marzo de 2009

Noches de abril





En una noche clara de primavera –una de estas noches cálidas en las que no se aguanta más la reclusión del invierno – Antonio y sus amigos salieron de la residencia donde se hospedaban. Después de tantos días de vigilia encerrados entre cuatro paredes, sumidos en conseguir créditos académicos, con el alma en vilo por acceder a un puesto acorde con su altura de miras, necesitaban darse un respiro y por eso apartar el sueño de un paradisíaco porvenir.

Casi sin tiempo para reflexionar, se vieron impulsados por una misteriosa energía, unos efluvios tentaculares de luna lúbrica que, dando cara llena el astro en todo su esplendor, invaden los recovecos del cuerpo humano y potencian la entereza del navegante en la lasciva travesía.

Algo extraño se instaló en sus mentes aquella noche, como un reto ya tatuado en la mirada y que, rompiendo la fría coraza que les cubría, enciende el corazón y libera, incontenible, la vitalidad que bulle rabiosa en los obstruidos instintos.

Generosa, Dulce –una núbil, libre y tolerante –, ha acudido a la cita masticando su inagotable chicle.

De pie a la entrada de la habitación, sus dientes menudos y la laca del cabello refulgen dentro del conjunto blanco del entorno: la cama, las sábanas, el juego de toallas, las flores, todo huele a blanco, a fragancia virginal, igual que el camisón de ligera batista, ceñido y fino hasta la transparencia, como de novia, que se ajusta a la cintura con suave lazo sobre frunces elásticos, dejando que los senos se asomen y trasluzcan su rosa carnación. En la pelvis, el diminuto amasijo negro, triangular, como bicho dormido…

Azules son las cortinas y la alfombra roja, pero los sillones, un pañuelo y el empapelado son blancos. Un perfume a mar impregna la brisa de abril, entreverado con el tarareo de una melodía: ”Cuando fuiste novia mía, por la primavera blanca, los cascos de…cuatro sollozos de plata”. Y como ramo primaveral recién cortado, el regazo de Dulce destila un fresco aroma de flores silvestres.

Brotes de vida exhalan los volantes del vestido. Los labios encarnados, el pelo suelto ahora, permanece sentada en la butaca blanca, las piernas abiertas, con un espejo de invento en la frente, adicta a las pautas de Antonio; con el pecho rebosante en la blusa semiabierta de donde, por mor de alérgicos polvillos flotantes – flujo ambiental –, al menor estornudo se puede soltar sin pedirlo.

Llegan los compañeros de Antonio. Dulce, confiada, acepta complacer a su amigo acatando sus veleidades rijosas, queriendo sostener su reputación de chica buena. En el fuego de la hoguera, lo concupiscente chisporrotea en las sienes de Antonio, excluyendo todo lo ajeno, atropellando su fantasía. Lucas y sus acompañantes, devotos de la pasión, se entregan a sus dictámenes cual viles esbirros, compenetrados con los fantasmas del anfitrión bailando en sus laberintos, del más soso al más sofisticado.
Se respira cierta convulsión en el ambiente, que se va a posar en el semblante de Dulce, acaso por verse envueltos todos en un mundo aún prematuro.

Con andar incierto en pos de aventuras, pisando alfombras libertarias siguieron la ruta, enredados en fantasías de ensueño. Estudiantes y buenos compañeros, Antonio, Eufrasio y Lucas, atenazados por el pasado, libraban su gran batalla con los convidados de piedra que son esos hábitos que atan tanto, hasta cortar el obsoleto vínculo y ser uno mismo.

En las noches de plenilunio, un cielo cándido y amodorrado les hurtaba los desbordamientos vehementes; periplos en que las lumbres bucean océanos de enigmas, y levantan oleajes de risa loca que antes jamás soñaron. Ecos cálidos que resucitan la nave del olvido.

Aquel fin de semana, como agua de mayo les bendijo tal advenimiento. Un brindis de primavera a sus vidas, dando la espalda a cobardes inhibiciones. Y soterrando rémoras, escalaron cimas sinceras, con paso resuelto, vueltos los ojos a un ameno amanecer.

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