lunes, 22 de junio de 2009

Cómo seguir viviendo



La infusión aquella tarde olía a huevos podridos, infundía desaliento, era un árido desierto sin una mata vivificante a que agarrarse en los cimientos. Cómo es posible que se desplome tan rápido el edificio de lo reconfortante, lo que destila vida y estímulo, se cuestionaba apoyado en la esquina agrietada de la habitación Zacarías. Sin darse cuenta en esos instantes cruzaban por su cerebro unos versículos de su homónimo bíblico, “Verdad y misericordia. 8. 14. Y los dispersé por todos los reinos desconocidos de ellos, y quedó su país asolado, sin haber persona alguna que transitase por él. De esta manera convirtieron en un páramo lo que era tierra de delicias”. No sabía si tales frases eran un trasunto de su vida presente.
No se podía explicar que cueste tanto amargor el seguir viviendo. Reconocía que las circunstancias no son propicias en ciertos vaivenes del viaje. Los picotazos llegan cuando menos se esperan en la convivencia como insectos descarriados por el espacio. Alguien urde techumbres de fétida hojarasca a la sombra de los pasos transparentes. Ocurre que se cuenta una menudencia, una insustancial anécdota y puede que se desborden los ríos del orbe, que crujan los lechos y rujan como rayos encendidos, levantando rascacielos de diatribas sin que figure en el guión.
Sin guía se contemplan con mayor nitidez y parsimonia las bellezas naturales. Es aleccionador que la bombona de butano resista las acometidas mientras los corazones insensibles disparan cohetes de mugre por los aires fagocitando la más rutilante sutileza sin mensajes que lo justifiquen. Las hecatombes vitales no acontecen por casualidad o por atracción química, antes bien parece que en el fondo son ansiadas con vehemencia por el individuo y su circunstancia. Resulta, según los cálculos de Zacarías, que son avatares que llegan como un obsequio de cumpleaños, con fundamento certero, acaso cicatero y amasado en las entrañas del día a día, yo te digo, tú me dices y tú más. Tú, el horrible estrangulador de inocentes, el que no se merece el pan y la sal sino pernoctar bajo tierra y ser pasto de viles gusanos, porque no siente empatía y no lo aprecia ni en las súplicas, toda vez que no estima su idiosincrasia ni comparte con el otro nada de lo que posee; por consiguiente lo malinterpreta y condena al fuego de la soledad erigiendo muros de incomprensión, considerándolo persona non grata debido a que no le cae en sus planes, y odia su aureola apoyándose en una ciega prepotencia.
Estos tejemanejes tienen patente de corso en el cruce de caminos, son de creencia casi obligatoria y totalitaria en el destino, aunque las personas lo perciban como un desatino. Volar al fin del mundo de tales sinsabores desde cualquier parte del universo a tientas o acatar incongruencias de hondo calado así porque sí no encaja en todos los comportamientos, farfullaba expectante Zacarías. ¿Qué se le habría perdido en esos lejanos lares del alma humana o qué canto de sirena le habrá sumergido en semejantes corrientes en esas calendas, eligiendo un mes como abril propio de poetas, de veladas de primavera, de enredarse en los corazones como en el muro la hiedra, y va él, con su mala cabeza y se embarca en un viaje que puede ser una catástrofe, vaya usted a saber, sin apenas un vislumbre chispeante sobre si habrá un gozoso retorno a la vida cotidiana o si deberá cargar las cartucheras del último viaje sin tiempo para acometer otras historias y contestar a la incrédula estirpe humana sobre la inquietante zozobra; quizá fuera como una catarsis, y ¿cómo seguir viviendo?.
Qué más da que la causa sea olores o sabores. La sensatez dictamina en las encrucijadas que no es aconsejable amar el peligro, sino esperar a que brote la cordura y el trigo tierno en los campos de las pampas argentinas o de Castilla o más allá de los Pirineos si así cabe, pues todo es el fin o el principio de una venturosa resurrección. No reviste tal acontecimiento rasgos de epopeya ni parece que tenga el visto bueno de los dioses en estos tiempos de maremotos puntuales, se crea o no en el más allá, asunto que está por dilucidar en el juzgado de guardia a cara de perro, tocando el meollo del conocimiento, el “nosce te ipsum” –conócete a ti mismo-, colocando una vela a Dios y otra al diablo, por si arrecian más de la cuenta los vientos de la incertidumbre.
Mira que si fuera un hallazgo no evaluado valientemente por Zacarías y el paraíso que tenía reservado para su uso como un piso a estrenar y disfrute de por vida lo perdiese, es decir que se fuera a pique por pura distracción, o por arrepentirse en los últimos tragos de la parranda nocturna aunque el amor no le abandone durante la travesía, y se empeñara en evocar la canción, veinte años no es nada. La cuestión es que burla burlando tome tierra felizmente al fin del viaje a donde le plazca, Roma, Santiago o acaso sea todo un espejismo. Así como quien no echa cuentas, tan ricamente y sin apenas instrucción alguna de paracaídas por la atmósfera vital, aunque se lo explicaran con pelos y señales rubios de terapeutas o azafatas de turno en pleno vuelo sin opción a protestar por la frialdad del entorno o sentirse entristecido o contrariado por inconfesables motivos. Qué demonio de vida, no resta sino comulgar con piedras de molino en la casa en que habitas, qué otra cosa iba a hacer si no a esas alturas de la película, del viaje por este valle, ya que si te descuidas te vas a hacer puñetas, y a esas horas tan inoportunas, cuando uno no recuerda ni las formas ni la fecha en que la madre lo parió. Y no quedaba en ese punto la cosa por mucha sumisión y obediencia que mostrase el pobre Zacarías. Luego vendría el salvavidas por si amerizaba en un mar de hambrientos tiburones, la mascarilla de oxígeno para atravesar aguas contaminadas, las puertas de emergencia para cuando no hay un túnel por donde huir de la quema por muy vasta que sea la pista de aterrizaje y se quedase atrapado como una rata en el cepo depresivo. Pero Zacarías insistía una y mil veces, cómo seguir viviendo, qué puedo hacer. Después de todos los altibajos, picachos y pesares arribó al parecer el viajero a buen puerto con las botas puestas, las ilusiones intactas y la esperanza de que su compañera de fatigas se derritiera en parabienes o colocara al menos diminutas banderitas en el mástil de la mirada congratulándose de la feliz llegada, y le alumbrara cual rayito de luna en la torcida senda del paseo que dieron por el bosque –para desentumecer el alma y los músculos- a fin de estirar las piernas después de permanecer durante varias millas enlatado en el catamarán por las frías aguas de la existencia sorteando témpanos de hielo como corazones congelados, aunque no se sabe si más incisivos que los de la acompañante por el resbaladizo sendero de la convivencia, porque no cesaba de llover irritante agua durante la travesía tanto interna como externamente.
Maldita sea tanta lluvia, cavilaba Zacarías; parecía un alevoso complot que urdiese asfixiar los sentires que embelesan, como si ya de antemano no estuviéramos anegados por las incongruencias, las aviesas curvas del camino o incluso perdidos por las espantadas de otros compañeros de viaje que enarbolan engreídos sus trofeos y se niegan a arrimar el hombro en momentos de abusivas ventiscas. Los glaciares circundantes fríos como ellos solos, como si Zacarías no se percatara al amanecer de su esencia, la estructura, los engranajes enigmáticos de la supervivencia o los títeres en el circo de la vida luchando contra las fieras cuerpo a cuerpo como los gladiadores romanos. Se podría suprimir el itinerario de Ítaca, echar marcha atrás y no cruzar terrenos movedizos pasando de largo o tirar por la tangente o por lo pateado como las costas del Mare Nostrum, que ya recorrieran a sus anchas otros pueblos de la antigüedad partiéndose el pecho sin terapias, móviles, hojas de ruta ni radares que irradiaran luz en las tinieblas de las relaciones humanas, y con tan precario bagaje salieron a flote logrando seguir viviendo de todas maneras y por encima de todas las mareas. Lo negociarían si acaso con los elementos o los dioses de la madre naturaleza. Se puede afirmar con toda rotundidad que para Cristóbal Colón la travesía por el mar de la vida fue un camino de rosas en relación con los nautas de la antigüedad, fue casi de rositas pues llevaba incluso los encantos deseados y virtuosas doncellas que se prestaban a un trabajo artístico íntegro como la vida misma, amén del almacén del barco repleto de víveres o ratas si se quiere para los momentos duros y de suspiros regios al detalle, al menos en los comienzos.
Luego vendría la penuria de los posteriores viajes y colones, con los levantiscos temporales y los tsunamis, puñaladas al fin y al cabo, o la piratería con los ensimismados gilipollas que portaban de América oros, joyas y lo buscaban con el viento a su favor, sin apenas mover un dedo, o sea por la cara. Ahora Zacarías, en estas horas pegajosas del cuarenta de mayo, también se la juega, va desnudo, con el cuerpo taladrado por las penurias de un ingrato invierno que le hiere el alma, en mitad del carnaval, cuando el amor comprensivo y generoso discurre por rincones y callejones llamando suave a la puerta, y pese a ello apunta que él es el ser más desolado del cosmos.
En noches de luna clara Zacarías, remedando al profeta, se cuestiona en la intimidad cómo podrá seguir tirando del carro de la vida.

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