domingo, 23 de mayo de 2010

Nasty




Nasty tenía ampollas en las manos y vejigas en la boca. No podía continuar con esa sarna que le picaba demasiado en sus proyectos nublándole el horizonte. No podía caminar así. Se lió la manta a la cabeza, se pintó los labios, cogió su pequeña maleta y se embarcó rumbo a lo desconocido. Anhelaba respirar otras fronteras, otros paisanajes, y se fue a países ricos, según le habían contado, con intención de labrarse un futuro más halagüeño y esperanzador. No soportaba por más tiempo la cochambre en la que se hallaba atrapada.
Había visto reportajes y películas de países lejanos impregnados de un brillante ambiente, de leyendas fantásticas, de paraísos servidos en bandeja y un resplandor tentador la sedujo de tal modo que se le mudó el color de la piel lanzando los dardos de su interés a ese núcleo vital, y tiritaba de emoción pensando en aquellos idílicos parajes donde vislumbraba un rico maná con el que saciaría su endémica hambre y la miseria que la enmascaraba con una fiel tortura.
Sus padres trabajaban de sol a sol y a malas penas podían sobrevivir, o caer en la tentación de comprarle un sencillo vestido para mitigar su frío amargo o calzarse unos rudimentarios zapatos.
Nasty llegó en un vuelo patrocinado por una firma de moda que, ofreciendo las mieles del confort en los más excelsos escaparates repletos de excelencias y bocados de enriquecimiento, se encargaba primordialmente de extender sus tentáculos firmando un contrato de trabajo a las personas que se alistaban desde su lugar de origen, o llegaban de allende los mares con las manos vacías y la cabeza llena de exuberantes expectativas de ensueño.
Al poco de llegar al nuevo territorio Nasty fue alojada en un almacén de las afueras de la ciudad, al igual que las demás compañeras, donde se guardaban toda clase de herramientas y utensilios, tractores, cachivaches, sacos descoloridos, coches viejos, cajas con productos que no se sabía lo que contenían pero que por la apariencia delataban algo que exhalaba un agrio aroma, un no sé qué que no era apetecible para nadie ni del que se pudiese uno fiar pues apuntaba atisbos de sustancias raras, acaso de contrabando, sustancias a todas luces prohibidas que las introducían clandestinamente burlando la vigilancia policial.
El caso era que Nasty acababa de llegar a su nueva y ansiada casa empujada por la precariedad que le apretaba el cuello y no tenía más remedio que adaptarse a su nueva situación si quería seguir viva, que junto a las nuevas compañeras que acababa de conocer sería allí y con ellas donde tendría que abrirse un futuro mejor.
Por la noche le ordenaron que se lavase a conciencia todas las partes de su cuerpo en el único grifo que había en el almacén utilizando para secarse una áspera y deshilachada toalla y a continuación se perfumase especialmente en las zonas más recónditas con unos frascos que le habían colocado en una caja que yacía como un veneno ubicada en un rincón. Todavía no se había percatado de la encerrona, de las músicas que le iban a acompañar en las primeras actuaciones, cuando obligada por el encargado se dispusiera a asistir al local donde los clientes que acudiesen a ver el “mira quién baila” le echasen negras flores o una lluvia de rijosas miradas de todos los colores hasta el punto de que descorazonada se le cayera el techo encima pudiendo sucumbir por mor del murmullo silencioso que se montase en aquel burdel entre aluviones de borracheras y gente sin escrúpulos compartiendo el sórdido local, desfilando ligera de ropa y cargada de vergüenza siendo lanzada al circo de las fieras a luchar como pantera domesticada con todo en contra, teniendo todas las de perder en aquel lupanar, porque el engaño y la falsa moneda de la estafa habían escalado tan alto que la caída del muro la aplastaría sin remisión. Era algo que no se lo podía ni imaginar.
La familia no sabía el paradero y todos los días le preguntaba al cartero si traía noticias de Nasty recibiendo la negativa por respuesta, deslizándose por los acantilados de una sombría pena que no podía superar.
Una noche la sacaron a la calle y la azotaron porque le había venido la regla sufriendo unos horribles espasmos y no podía levantarse del asiento cuando algún cliente llegaba solicitando sus servicios. En ese momento reaccionó con la uñas y se las clavó en el cuello de aquel buitre que la picoteaba en las entrañas de suerte que casi lo estrangula, por lo que fue retirada inmediatamente de la sala pasando a un reservado donde fue vapuleada con saña por el vigilante de turno.
Ella chapurreaba entre dientes palabras ininteligibles, pues no conocía aún el nuevo idioma, pero a malas penas articulaba desesperada unos monosílabos que traducidos venían a atestiguar algo así, p o r f a v o r e m i s e r i c o r di a n o a g u a n t o m á s y qui e ro morirme de una puñetera vez. Finalmente se desmayó rodando por el frío mármol con síntomas de haberse convertido casi en un cadáver, abrazada como estaba al polvo del mármol que mordía si no fuera porque todavía se vislumbraban entre tinieblas deshumanizados suspiros de esperanza.
Aún no sabe si el escozor que todavía siente en su entraña cuando un hombre la abraza desaparecerá algún día, o si es ya parte de su mente. Quizá por ello visita a mujeres maltratadas a las que escucha y asesora, aprendiendo con ellas que la venganza no cura las heridas, sino que acaso sólo las alivia por momentos, prolongando su recuerdo. Quizá espera que en un futuro ideal, más allá de sus sueños, surja un nuevo mundo, un orbe de armonía y perfección donde sane por siempre la herida

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