viernes, 16 de julio de 2010

Amén





No había forma de que el monaguillo se mantuviera en su sitio y se centrase en su cometido, el ritual de la misa con la negra campanilla en las manos entonando el kyrie eleison pidiendo preces por el alma del difunto. No le salían las cuentas ni marcaba los tiempos, tal vez influenciado por infundados miedos del difunto. De pronto le cambió el rostro y se desmelenó dando toques a troche y moche desconcertando a la gente, de suerte que no sabía a qué carta quedarse, si en pie, de rodillas o patear de rabia el frío mármol ante tantas veleidades, aunque apostillara por los clavos de Cristo que la campanilla hilaba fino, ejecutando los toques como dios manda.
La trapisonda iba en aumento hasta que el cura, algo preocupado, empezó a toser con fuerza pegándole un tirón de la manga, recriminándole el lúdico estropicio que estaba montando en tan tristes momentos para familiares y amigos del muerto, como si se tratase de un concierto de rock o de vuvuzelas en la efervescencia de un partido de fútbol en Sudáfrica, y a renglón seguido miró con el rabillo del ojo y le espetó que trajera vino de la sacristía, pues no disponía de la cantidad precisa para alzar el cáliz que estaba sufriendo aquel día, con el frustrado deseo de decir, pase de mí este cáliz, lo que hubiera resultado cicatero a todas luces por su parte como ofrenda al Creador, aun en el caso de que se tratase de un recorte presupuestario por la crisis, ¡qué pensaría el Todopoderoso!.
Según acometía el trayecto a la sacristía el monaguillo, le llamó la atención el hecho de que dos hermanas solteronas harto emperejiladas y provocativas se hubiesen apontocado con no poco descaro e hipocresía en primera fila, se mosqueó ya que se supone que lo hacían para no perder ripio de los pormenores de la celebración y vivir de manera más intensa los misterios del sacrificio, pero enseguida se percató de que estaban más por el parloteo cual pertinaces charlatanas que por el gozo de los designios de Jesucristo, que se ofrecían a la sazón en el templo; y más adelante, observando con más detenimiento sus figuras advirtió los coloretes y ungüentos que exhibían, lo que turbó más si cabe su proceder llegando a confundir tierra y cielo, o sea, el agua cristalina del manantial y el vino blanco de la viña que eleva el ánimo a las alturas, trayendo finalmente la jarrita llena de agua clara.
Al regresar al altar, algo cariacontecido por los contratiempos, acudieron a su mente ciertas bagatelas, diversos romances de famosillos del deporte y del mundo de la farándula que los servían sin cesar en el menú de las cadenas de televisión, proliferando en la época estival por saraos, playas y áreas de recreo, pero acaso por asociación de ideas se inclinó por el romance lírico de la bella en misa, que encajaba mejor en sus intenciones, que dice así, “En Sevilla está una ermita, que dicen de san Simón/, adonde todas las damas iban a hacer oración/; allá va la mi señora, sobre todas la mejor/. Saya lleva sobre saya, mantillo de un tornasol/, en la su boca muy linda, lleva un poco de dulzor/, en la su cara muy blanca, lleva un poco de color/ y en los sus ojuelos garzos, lleva un poco de alcohol/. A la entrada de la ermita, relumbrando como el sol/, el abad que dice misa no la puede decir, non/; monacillos que le ayudan no aciertan responder, non/: por decir “amén, amén”, decían “amor, amor”//, y al decir verdad algo de esto le acaeció, ya que lo que se oía al final de los rezos del oficiante no era el broche correcto, amén, amén, sino otra rima estrafalaria, diferente, que con el murmullo reinante no se podía apreciar en la totalidad.

No era la primera vez que el monaguillo se desentendía de los quehaceres divinos no arrimando el hombro, de modo que cuando erraba en el cómputo remedaba las campanadas de noche vieja para la toma de las doce uvas, que raro es que no sobren uvas o falten campanadas. Y la cosa no quedaba ahí, pues si alguna beata arribaba desnortada a las postrimerías de la función, cuando ya el público bostezaba por el cansancio y saboreaba las mieles de la estampida rumbo a la puerta de la calle, desafiando el ambiente y suspirando por algún milagrillo del santo de su devoción con altos tacones pisando con garbo como modelo por la pasarela presentando bañadores de la próxima temporada, tal osadía se convertía en la comidilla de los feligreses, que corrían el riesgo de caer en la tentación de la carne, aunque se santiguaban aprisa y corriendo para mantenerse a flote y recorrer con no poco esfuerzo los últimos pasos del ceremonial.
Pese a todo el monaguillo pugnaba por dominar los instintos intentando congratularse con Dios y con los hombres, transitando por las pautas acostumbradas, acatando las instrucciones del cura con obediencia ciega, y procurando mantener los labios desplegados para que no le cogiese en babia y de esa guisa concluir decentemente el rezo con el conciso cierre del amén, amén.
En aquella misa matutina, unos parroquianos venían con los ojos pegados por los efectos del sueño, otros desangelados o contrariados por la súbita pérdida del finado y con reiterativo hipo, acaso por la resaca del día anterior al encontrarse en alguna fiesta de sociedad y atraparles desprevenidos; otros llegaban como pedro por su casa, y al poco rato estaban roncando al sentir una inmensa alegría en el fuero interno debido a que se iban purgando de las arrugas mundanas y las impurezas del espíritu.
Como casi siempre ocurre en estos casos, cada cual llegaba a la iglesia según sus compromisos se lo permitían, unos a la consagración o al padre nuestro, otros a la hora de la despedida recibiendo la santa bendición, y a algunos ni siquiera les había dado tiempo a cruzar el umbral, por haberse rezagado apurando la colilla y mientras daban la última calada, con la miel en los labios, les cerraban el portón en sus mismas narices.
Desde que el mundo es mundo las Parcas no avisan, actúan como la vida misma, en la que se llega al filo del abismo y cuando menos se lo espera uno asoma entre tinieblas la barca de Caronte, el barquero infernal que conduce las almas de los muertos a la otra orilla de la laguna Estigia.
No obstante el monaguillo podría haber exorcizado con mágicos toques a ese viejo personaje, avaro, huesudo, de ojos vivos, de espesa y blanca barba, de fúnebre y cruel semblante que da los toques siniestros de la existencia como nefasto acólito que lo hubieran contratado para tan macabro evento.

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