martes, 15 de noviembre de 2011

Elogio de la cordura


Aquel día el hombre no estaba para muchas bromas, las ojeras lo delataban, se sentía destronado de su órbita, como un astro errante, o que se hubiese nombrado la cuerda en casa del ahorcado, pues al abrir el escritorio, se topó con un mosaico de enunciados de grueso calado, cuasi lapidarios, y diríase que escritos a sangre y fuego, con la sensación de que habrían entrado por el orificio del baño en su sanctasanctórum de forma clandestina, sin reparar en las molestias de los moradores, ni en las más elementales normas de convivencia, de modo que estuvo en un tris de endosarles dos patadas en el trasero, largándolos con aire fresco, y si la memoria no le fallaba, eran los siguientes, La paciencia, El elogio de la cordura, y el mito de Sísifo; claro que, como suele ocurrir en estas coyunturas, a la hora de la verdad la gente se lava las manos o escurre el bulto, y siempre se podrá argüir que ocurrió por azar o error al ser entes inanimados per se, carentes de luces, impulsados por órdenes mayores, por la acción de una máquina ciega, la todopoderosa Internet.
A lo mejor se cumplieron a rajatabla los actos de protocolo o cánones al uso, pero los humanos son harto sensibles y tienen sus ritmos, imprevisibles baches, gustos, euforias, y no pueden por menos que rebelarse contra irracionales tropelías en defensa de la propia naturaleza, del legítimo derecho, exteriorizando la más enérgica protesta contra cualquier trama urdida, perjudicando consciente o inconscientemente la intimidad, la trayectoria o su impecable imagen.
Sin ir más lejos, la galleta, que masticaba en esos instantes, se le atragantó peligrosamente, reflejando una situación grotesca, pero triste, propia de una frívola ficción, como acaece a veces en el celuloide, pero nada más lejos de la realidad, ya que todo cuanto allí se desvelaba era verídico, verificable, como la vida misma, echándosele un nudo en la garganta, hasta el punto de que no lograba articular palabra, y menos aún enhebrar una brizna mental, era algo inexplícale, encontrándose en el trance de perder el equilibrio, la paciencia, la cordura y hasta la gruesa piedra de molino de Sísifo que llevaba adosada a la espalda, aunque esto le supondría un alegrón y un gran alivio para las costillas.
Semejante aglutinamiento de sentencias lo sentenciaban a muerte casi de por vida, y lo más severo era que no vislumbraba un resquicio en el horizonte, que le aprobase mirar para otro lado o desentenderse de tales temas, siendo superior a sus fuerzas, debido a la situación tan comprometida y cerrada por la que transitaba, y a su vez de camino le facilitara ponderar con aplomo el complejo dilema, llegando a una conclusión, que mal rayo me parta, exclamaría, si no cogía el toro por los cuernos, terminando el cuento de una puñetera vez, enfrentándose a la realidad, ya que comprendía que en el fondo no dependía de él mismo, sino del ego y de las circunstancias.
Entonces empezó a marear la perdiz, a calibrar distintas elucubraciones, y deletrear con parsimonia el primer vocablo que sobrevoló sobre su testuz, Paciencia, tal vez porque fuese lo que más necesitaba en tan cruciales momentos, y el pronunciarlo le resultaba grato y conciliador, aunque llevarlo a la práctica ya sería harina de otro costal, al tener que discernir in profundis sobre la materia, pues advertía de la posibilidad de que surgiese un cúmulo de panfletos, memorandos o tratados sobre la configuración de tal virtud, enturbiándole los sesos, y haberlos haylos sin duda en la viña desde tiempos inmemoriales, aunque por exigencias del guión se precisara resumir los dictados, a saber, los sufridos pacientes de un hospital; la juventud se muestra impaciente ante el porvenir; la obra teatral El divino impaciente; con paciencia todo se alcanza; la paciencia alarga la vida; la paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces; la paciencia y el tiempo hacen más que la fuerza y la violencia, y un largo etcétera.
En realidad, la sustancia de la paciencia no estriba más que en quedarse uno en stand by, a la espera de que le llegue el turno, la llegada de lo que sueña ardorosamente como interesante, apetecible y reconfortable, mereciendo la espera y la pena de que pase por su puerta. Pero en ese impasse, los malos augurios, hacen de las suyas, interviniendo con maquiavélico propósito, y pergeñan miles de argucias para reventar la vivienda o habitáculo que con tanto esfuerzo se ha erigido, al cobijo del altruismo o de los consejos de los sabios.
Y no le iba a la zaga en semejantes tareas la cordura, un término tan encomiable, que atesora ínclitas connotaciones dignas de subirla a los altares de las consciencias, y que apunta sin duda al corazón –del latín cor, cordis-, a lo más sensible, al amor, recalcando con contundencia que obras son amores y no buenas razones, aunque yendo ambos de la mano, como almas gemelas, que disparan, cada uno a su manera, a las entrañas del reloj humano, que marcan las horas con dulces suspiros, con las manecillas en un tictac de sístole y diástole, no pudiendo fumarse un cigarrillo en la puerta ni tomarse un respiro, truene o relampaguee, y, sin embargo, qué poco valorados están a veces en la vida el corazón y la cordura, y en esos laberintos, dando un paso al frente, conviene izar su bandera, y exclamar con Larra, vuelva usted mañana, no se vaya todavía, vuelva usted, por favor, a hilvanar la aguja con este otro hilo, que es del color que le pega a la presente prenda, al evento que nos ocupa, y mandar a hacer gárgaras a los enemigos de la discreción, del diálogo, de la perspicacia, de la empatía, de la tolerancia, del castillo de las buenas maneras, sentando plaza y plantándose en sus campos, en sus trece, contra viento y marea, priorizando el juicio, la razón y sucedáneos, de forma que los cimentados principios vayan galopando sonrientes por el sendero de la concordia, por donde deben proseguir, buscando el bien ajeno y el propio, el que se mece entre las dos orillas del puente del río, limando asperezas, templando turbulencias, rimando rivalidades, elogiando y eligiendo el término medio que proclamara Aristóteles, in medias res, a fin de que las acometidas extemporáneas no hagan su agosto en las engalanadas casetas de la feria, en las sazonadas cosechas tan ricamente cultivadas, esquilmando tierras e intelectos en el proceloso razonamiento de la vida.
Todo tiene un límite, pero es preferible tener paciencia, que cosas peores se verán en el teatro de la vida, en los aconteceres diarios, por ello no hay que perder los estribos por leves bagatelas o estulticias, por un simple cambio de hora al amarillear las hojas otoñales, o por alguna aviesa sonrisa o memez, como acaso fuese el despropósito de un desnortado mosquito, que, perdido el GPS de la orientación, amerizó con suma precisión en la mismísima pista del vaso de vino que se estaba bebiendo.
Es aconsejable leer con atención las biografías y memorias de los eximios ingenios de la historia, de toda la pléyade de insignes pensadores e investigadores que pululan por el firmamento de las letras, y de esa guisa impregnarse de sus hálitos, de los procederes, familiarizándose con la savia de su experiencia, la erudición y los tesoros que encierran, y así nuestras señas de identidad se enseñorearán y crecerán, armándose de valor e hidalguía, arreglando la crisis, el paro, el maltrato, la pobreza, los desheredados, la lobbycracia del poder, las guerras, la orfandad, la precariedad, y por ende no bailarán en la cuerda floja, o penderán de un hilo o de la dirección del viento, o de una mosquita muerta que, desafiando las leyes de la gravedad, distorsione la convivencia, cerrando el camino, la boca, a la cordura, y se le ocurra esquiar desairadamente en limos serenos, en un vaso de buen vino, o en las estancias únicas, recreativas de la vida, en plácidas noches de luna llena, sentados en cualquier balcón, como el de Europa o en la terraza de un bar, acompañados de alguien querido, y que, voraces y locos intrusos, sin apenas mojarse el culo, creyéndose reyes de quimeras, quizá piensen que las personas son de cemento, o como dice la canción, No somos tontos, sabemos lo que queremos, y anhelamos trotar con determinación por los colinas de Imagine, como John Lennon, cuando canta con las cuerdas –de cordura- de la guitarra a un nuevo amanecer, (…Imagina que no hay posesiones/, quisiera saber si puedes sin necesidad de gula o de hambre/, una hermandad de hombres, imagínate a toda la gente compartiendo el mundo/. Puedes decir que soy un soñador/, pero no soy el único/. Espero que algún día te unas a nosotros/, y el mundo vivirá como uno//.), y así participar en inolvidables moragas y espetos de palabras y sardinas, imaginando que se toca el fondo de las cuestiones palpitantes, y no se mordisquea la corteza de la razón, o se desaira a quienes marcan hitos en el discurrir de la cordura, utilizando retazos de locura para estrangular la ecuanimidad; y por si hubiese dudas a estas alturas de la noche, evoquemos algunos aforismos que se cuecen en el concepto: más cordura nos enseñan los fracasos que los éxitos; la cordura y el genio son novios, pero jamás han podido casarse; el primer suspiro de amor, es el último de cordura; varón prevenido de cordura, será combatido de impertinencia.
No es difícil ubicarse en las antípodas de la cuerda o de lo cuerdo, -tirando sin parar hasta envenenarla, imponiendo el imperio de la sinrazón-, de lo que se sustenta por sí mismo en cualquier esquina, paraje o isla perdida, porque acaso no desguace aparentemente el armazón del meollo, de lo que en verdad vale e importa; y todo ello hierve no lejos de las fuentes termales de innumerables libros, que van y vienen, rodando por nuestras cabezas, por las bibliotecas o librerías, expuestos en los escaparates, con cara de buenas personas y con estilo.
A buen seguro que tirando de la cordura con una larga y flexible cuerda, y transportando con la paciencia de Job la pesada piedra de Sísifo, ascenderemos a las altas esferas de la felicidad.

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