jueves, 26 de abril de 2012

El incendio

                                                     

   La primavera le provocaba a Silverio múltiples y desagradables molestias, teniendo que aislarse del mundanal ruido, y refugiarse en un lugar apartado, casi secreto, en una casita de peón caminero o cabaña de guarda forestal perdida en la montaña.
   Viéndose obligado, muy a su pesar, a separarse de la pareja durante algún tiempo, en una época en que no existían los artilugios de última generación de hoy en día, móviles, e-book e Internet entre otros, motivo por el cual disponía de todo el tiempo del mundo para él solo, pudiendo dedicarse a lo que le apeteciese, pensar, dormir, leer o pintar en el habitáculo o en plena naturaleza, matando el tiempo, como suele decirse vulgarmente, aunque reconocía que ciertos días se le atragantaban sobremanera.
   Otras veces escribía cartas de amor o a las amistades más próximas y familiares, y cuando arribaba al poblado las depositaba en el buzón de correos, con el fin primordial de ofrecer indicios de que se encontraba vivo.
   Una fría noche, como de crudo invierno, decidió encender un gran chisco en el bosque, a la vera de una caverna, con idea de mitigar los fuertes latigazos y tiritones que tan cruelmente le afligían, quedándose al poco dormido, levantándose un ventarrón de tal magnitud, que se fue expandiendo por el bosque, llegando a las mismas puertas de la ciudad, sembrando el pánico entre el vecindario, aunque la diosa fortuna fue por esta vez su aliada, dándole un empujoncito para que no se lastimase en exceso en medio del caos, del horrísono infierno, gozando de la oportunidad del instante, propalando a los cuatro vientos, albricias, albricias, estoy vivo, pero de repente, en un súbito y macabro rebrote, la insensible vorágine del bosque lo engulló.         

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