jueves, 14 de marzo de 2013

Vesania






                                      
   -¡Loca, que viene la loca!, -vociferaban los chavales con la boca desencajada al ver pasar a Agripina, toda pletórica y autosuficiente, cual cariátide griega, musitando misteriosos secretos, alguna rara felonía como, vengo en estos instantes de tierras remotas, de allende los mares y las montañas, de la conquista de Flandes, de aquellos lugares tan legendarios.
   -¡Mirad por donde viene, oíd sus palabras!, –tronaban las gargantas rotas.
   -Sí, lo hice yo sola, sin ayuda de nadie, a pulso, bordando encaje noche y día, al igual que Sherezade se explayaba con el hilo de los cuentos de las mil y una noches. Por mis manos han ido pasando los hilos de ingeniosos encajes de manteles y sábanas que allí se confeccionan desde tiempos inmemoriales, vendiéndose luego en las más prestigiosas tiendas del orbe.
  - ¡No os la perdáis, es la loca!, -porfiaban furiosos los mozalbetes disparando con las hondas.
  -No soy la que se imaginan, una chiflada, rumbo a la deriva, no, gracias a dios me siento tranquila y feliz, vivo la vida haciendo lo que me gusta, y no pienso dar más explicaciones.
  
   Ocurría que por aquel entonces, aún no habían sido instalados en el vetusto poblado el alcantarillado, los darros, ni la conducción de aguas, de modo que casi se vivía en la Edad Media o en el Neolítico (la agricultura empezaba a despuntar con el aporte de la nueva piedra pulimentada), por lo que las necesidades básicas, tanto sanitarias, alimentarias, como higiénicas, brillaban por su ausencia; por ello el aseo personal, la colada o la limpieza de viviendas dejaba mucho que desear. No se conseguía que  nada brillase como los chorros del oro, tal  y como era su deseo para ser la envidia de los vecinos. ¡Cuán lejos del brillo que normalmente brota hoy día en los cimientos y fachadas de edificios  y rascacielos, otorgándoles más firmeza y confianza si cabe a la vida!
   Por ende, Agripina era depositaria de un rico currículo, debido sobre todo a las dificultades económicas por las que atravesaba. En un principio, en su juventud, tuvo que apechugar con los quehaceres domésticos, como el lavado de ropa en el río, que ella pergeñaba a la perfección, cumpliendo con la parafernalia al uso.  Al rebujo del agua surgió aquel diminuto núcleo urbano, igual que en tantas otras circunscripciones, viniendo a ser la salvación de los esforzados habitantes diseminados por aquellos oteros y majadas.
   Habría que haber visto las innumerables arrobas de ropa que acarrearían a hombros todas las agripinas al cabo de los años por las movedizas arenas del riachuelo, que no darían abasto a tantas labores en la infatigable fábrica de felices alumbramientos, no dándose en tan trabajosas actividades un respiro ni en invierno, aherrojados en los fríos inmisericordes, ni en verano, a plena canícula, donde los cuerpos se entumecen o jadean en la asfixiante sauna cuando la temperatura se dispara hasta límites extemporáneos, acaeciendo un sinnúmero de contrariedades, y sin la presencia de un apreciado pecio que reconforte, como el gordo de navidad por ejemplo, o que los frutos del campo estuviesen por las nubes, y no por los suelos cual fruta malherida caída por la acción de los agentes climáticos. Sin embargo, el volumen de los ingresos no importaba, no influía en la facturación de fin de mes, pues no se echaban cuentas con el erario doméstico: cuando escaseaba la semilla del pan y el arroz, se suplía con creces con lo otro, el semen de la siembra vital,  y compensaban raudos las cuentas, los desequilibrios no lucrativos sino emocionales, que en la vida tantas lágrimas vierten, y nunca se sabe qué sobra, qué falta o cuál  sea la mesura, aunque la máxima latina lo propale a los moradores de la tierra, pero, allá ellos que  aquí penarían con sus dicterios y aforismos, Primum vívere, deinde philosophare. 
   Agripina, como tantas mujeres, emigró tan pronto como pudo buscando paraísos, una existencia más próspera, unas aguas más dóciles, y una realización según sus principios e ideales. En muchos casos, impulsada quizá por el temor del varón de turno, que apuntaba al pecho o al desmadre más absoluto, forzándola a ser harto prolífica, trayendo a este mundo vidas sin cuento, hasta el punto de poder reunir un coro, o montar una mansión de huéspedes, que no había forma de que se entrelazasen los intereses y la ternura entre sí en aquel intrincado maremagno. El trajín se masticaba con fruición en la  suma de súbitos sobresaltos y denigrantes penurias, que se iban apilando en una pira sin saber cuándo o cómo estallarían, anegada como era la convivencia de incertidumbres y vitalicias inquietudes. Todo ello nutría las despensas de las ocupaciones familiares, y parecía que se compinchaban a la par para que todo saliese redondo, y se proyectase sobre sus cuerpos y cerebros, destilando abatidos amaneceres. Sus dominios eran tan extensos que en ellos nunca llegaba a ponerse el sol.
   Después de las heroicidades de Flandes, y palpando lo cotidiano, hay que reconocer que la memoria no era la perla más cultivada por Agripina en sus idas y venidas por esos mundos o en el interior de la propia casa, pues era la pesadilla que le golpeaba cada mañana por pasillos y esquinas de lo cuartos, sin dar en el blanco, buscando zapatillas, llaves, monedero o la apresurada nota de los asuntos más urgentes.
   No obstante quien tuvo,  retuvo. Y había vocablos que caían en la cesta de su memoria cuando hacía la compra que le venían como anillo al dedo, y daba gusto ver cómo ensortijaba aquellas expresiones o fachendas tan apetitosas, así, por ejemplo, la voz soldado, de soldada, lo que se cobraba por la jornada de trabajo, el curro –suponía-, lo guardaba en un rinconcito del cerebelo y lo celebraba con ruidosas algaradas, con especial cariño, sin saber el porqué, y le brotaban en la cabeza batallitas y batallas como la del Salado nada menos, acaso para dar sabor al guiso de la vida,  que no se explicaba los intrínsecos meandros de tales emanaciones, el verdadero venero que abrevaba todo aquel carrusel de superchería, si es que se puede denominar así, que asomaba por las vertientes de sus sienes. Pero ahí sí crecía la enjundia, las fibras de reminiscencia al por mayor como cuando recitaba la lista de reyes godos, y cerrando los ojos susurraba, Sisebuto, Kindasvinto, Recesvinto, Recaredo, Swínthila, Wamba, Witiza, Walia, Teodorico, Alarico, Rodrigo, etc., que le fluían desde las cumbres de su discernimiento hasta la desembocadura de su boca como las aguas que van río abajo por el desfiladero sin ninguna cortapisa.
   Porque lo sabía a todas luces y lo tenía más que demostrado, de cuando ella bajaba al río a hacer la colada, que el agua es incolora, inodora e insípida. Por lo tanto, no cuadraba  encerrarla en unos parámetros dislocados, que por sí solos se desmoronan y se desdicen de sí mismos. Así que de loca, nada de nada. Aunque en su fuero interno manufacturara cuentas que sabía a ciencia cierta que no se correspondían con la realidad, cometiera desfalcos o contrabando, robara la cartera de las emociones o del ego, construyera o derribara tabiques que se precisan para protegerse de los fríos, los fríos que más queman el trato humano.
   Tal vez pensaba que había habido un golpe de mar de gran envergadura en época prehistórica, y se inundaron los ríos de agua salada por algún sobresalto marino, impulsado por animales gigantescos que, de repente, hubiesen surgido en la oscuridad de los tiempos reventando el lecho del caudal.
   No obstante, Agripina se deslizaba con furia por los terraplenes más huraños, haciéndose fotos instantáneas y con su pelo un rodete de película, los hálitos envidiables de Hollivood los días pares; en cambio, los impares pasaba de largo, y salía a la calle sin peinar, prácticamente con la ropa de andar por casa. En la casa era un misterio, nadie sabía cómo iba a gastárselas, ya que, dentro del grado positivo de locuacidad por locura, venía de vuelta de casi todo, o a lo mejor algo traspuesta por haber atravesado las montañas hasta los Países Bajos. Nadie sabía si se identificaría con la nomenclatura de la voz vesania, y todo ello en un abigarrado desfile de concomitancias semánticas que se pueden desgranar, verbigracia, enajenamiento, demencia, delirio,  insania, enajenación, excitación, y con la venia de usía, dar la bienvenida a la familia de los vesanios picapiedra, los locos de la farándula, los cómicos de remate, los artistas irreverentes, los saltimbanquis furibundos, por proseguir en la brecha manteniéndose en liza, o si con la tiza rubricaría las pautas de vida  hilvanando fulgurantes destellos de luz.
   Viva la vesania que venera la vida, que ama a las criaturas, porque amar es una locura, sobre todo, si se ama con un amor loco.
   En el fondo del meollo, en este mundo sinsentido en el que nos movemos, si descascarillamos la vesania y nos quedamos con el núcleo, todo nos remite a la esencia de la racionalidad, es decir, a la cordura más sana, centrada y loca de la existencia.
   Hurra por Agripina que, con sus delirantes tirabuzones y rodetes, se ríe de los gabachos (y de todo bicho viviente) que pululan por doquier, por Flandes o por los torreones de las tacitas de plata que se desparraman por la inmensidad de los continentes. 



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