domingo, 31 de mayo de 2015

Esperando una carta





   

  

      Esperando una carta que no llegaba se extinguía Lúculo, cual mariposa en aceite a la Virgen del Perpetuo Socorro, avistando en sueños prometedoras y sonrientes primicias.
   Peleaba a muerte con el cartero, pasando a menudo por su cabeza lo peor, y utilizaba toda clase de martingalas para sonsacarle los secretos profesionales, inquiriendo cómo catalogaban la correspondencia para el reparto diario, así como las prioridades que regían sus menesteres, interrogándose si habría algún desvergonzado en la plantilla que se saltara las reglas, sesgando voluntades o segando la vida de los envíos impunemente, o lo hiciese por superstición en trances como, martes y trece, un gato negro, un cura con negra sotana o pasar por debajo de una escalera, o influido por síndrome de pánico, vaya usted a saber, de manera que fuera arrastrado el funcionario al lugar del crimen por los embates de las pulsiones.
   En diversas ocasiones, se movía Lúculo en un abanico de suposiciones o disparatados galimatías, sospechando de la existencia de algún salteador de caminos, que se hubiese compinchado con el cartero, yendo a medias en las ganancias empleándose a fondo, sobre todo en los fondos de las sacas de Correos cuando iban repletas de peculio, sisando a troche y moche cartas creyendo que contuvieran abundante pasta en el interior, importándole muy poco el destino de la correspondencia. 
   No cabe duda de que Lúculo ansiaba con premura la fruta que hace unos años degustó por itálicos derroteros, pero el hecho de haberlo dejado a medio hilvanar por cambios en la agenda, le condujo al desamparo y a una situación deprimente, empujado con frenesí hacia las expectantes fragancias, sintiéndose turulato en horas crepusculares, cual nave a la deriva por los señuelos de la corriente, perdiendo a lo tonto el tiempo y los estribos, deslizándose por truculentos desesperos, sorteando desdenes, zancadillas o renuentes malentendidos, abriendo a malas penas la boca para emitir los ayes, no pudiendo levantar el vuelo.
   Y tras reiteradas incursiones por las más hirientes cascadas y enrocados pasadizos, de repente plantó cara a los sinsabores de la vida, echando por tierra las más variopintas excusas y por la calle de en medio, solicitando a las librerías más prestigiosas que le enviasen contra reembolso ejemplares o facsímiles de renombradas cartas, con idea de que le sirviesen de bálsamo o acicate para aplacar los nocivos borbotones y la urticaria que le abrumaba, y si con todo no lograse saciar la sed epistolar, pudiese, al menos, restañar los desconchones de su columna vertebral, pero no las tenía todas consigo, al no querer, por otro parte, acabar los días como un vulgar quijote, abducido por los fulgores literarios, y más temprano que tarde exclamó con vehemencia, ¡basta!, retirándose de la pelea, no sin antes despotricar con acritud contra las horas perdidas en semejantes urdimbres, convencido de que lo que le quitaba el sueño era la tardanza de la carta, sintiéndose impotente y entristecido por la gangrena que crecía en su jardín, tornándose más romo y estrafalario en los pensares, obsesionado por acariciar los frescos caracteres de los cabellos de oro.
   En el devenir de las primaveras, unos aviesos vientos se habían colado en su balcón, pasando las de Caín, en un tenso batallar entre tigres y tribulaciones, transitando por turbios vericuetos sintiéndose como niño desvalido, sin un beso ni cuentos ni peladillas, y asimismo sin la damisela, que rimase con sus versos, paseando de la mano por las cálidas aguas del gozo, del parque o de Venecia, aliviando las exaltadas ampollas incrustadas en el alma.
  Las hojas del almanaque que colgaban de la pared del salón, exhalaban un tedioso olor a queso agujereado, recubiertas las cochuras de amarillentos y soporíferos otoños, no vislumbrándose la claridad de las cosas ni la luz al fin del túnel, al no entrar ni gota de frescura ni de sentido común por las entendederas de Lúculo, como no fuese el importuno zumbido de una mosca cojonera que revoloteaba en un fúnebre apocalipsis por las carátulas del calendario.
   Y mientras tanto, resoplaba en su noria, enredado en estridentes incertidumbres, atronadores silencios o quimeras sin fin, mesándose el tupé, pensando que con las cosas del querer no se juega, apostando por su ruta de vuelo con la célebre frase, Lúculo cena hoy con Lúculo, en un acto de asertividad plena, aunque meciéndose en carcomidos columpios, y reflexionaba sobre la frialdad humana, el nepotismo, la impostura o la indiferencia, y se sublevaba sobremanera por supeditarse casi todo al azar, al gordo de navidad o en su caso al hipotético desembarco de las huestes epistolares en su Normandía soñada, en el regazo, imaginando como por hipnosis la llegada de la misiva toda de blanco, cual novia camino del altar, como ocurría entonces, contemplándola con sugestivos acordes al son de bulliciosas chirigotas y comparsas en un sensual desfile veneciano presidido por la artífice mensajera, poniendo coto a tanto tormento o ríos de tinta, fulminando a los intrusos roedores de letras que socavaban los cimientos de la más sincera empresa del corazón.
   A veces, la utopía lo llevaba a campos de ensueño, a panales de rica miel, enarbolando ínclitas banderas, que engastaban envidiables fastos, sensaciones únicas, recreándose en envidiables bocados de cielo, bebiendo la copa del feliz hallazgo, la tan esperada manzana, festejándolo a bombo y platillo por todo el contorno, vestido con genuina indumentaria y finas florituras llegadas de oriente y de allende los mares, brindando jubiloso, esbozando sonrisas y excepcionales proyectos, verbigracia, un crucero por las islas Maldivas, la vuelta al mundo en globo o hacerse la cirugía estética, tantas veces pospuesta por algún imponderable, y todo ello con vistas a no perder el tren de la vida y menos aún el cordón umbilical de la traspapelada carta, rindiéndole la mayor pleitesía, aunque ignorase las curvas de su espíritu o los trazos de la caligrafía, la letra menuda de los vuelos de la falda o los recónditos suspiros, así como las más versátiles conjeturas al respecto, si la misiva, por un casual, había sido escrita desde la playa de los días, de los sueños o del Mar Muerto, al no dar señales de vida en tantas alboradas, o secuestrada por un pirómano o pirata o cabeza loca por mero entretenimiento; o tal vez llevase equivocada la dirección, enviándose al cielo de la sonrisas más humorísticas o de la pena, según el color con que se mire, pasando de largo del refugio de Lúculo, como una venganza del cartero por el rostro tan serio, cual blasfemo carretero, que exhibiera Lúculo el día de autos, cuando se dirigía con la valija por la empedrada calle adonde habitaba el olvido.
   Y tras descabelladas avanzadillas, noches sin entrañas y duros retortijones, yendo de aquí para allá y de capa caída, avizoraba Lúculo los veleidosos pálpitos de su fluir, cruzando callejas y calentamientos de cabeza, pasándolo mal durante los ronquidos del tiempo en la espera, no columbrándose en el horizonte un bote salvavidas o el vuelo de una gaviota, una estrella fugaz o alguna buena nueva, como no fuesen los negros presagios que discurrían por su mirada, ponderando que tal vez algún ladrón de atardeceres hubiese hecho una barrabasada robando las reconfortantes expectativas que paladeaba, comprometido como estaba con la niña de sus ojos, sustrayéndole la correspondencia de su buzón con no poco sigilo y el mayor de los descaros.
   Por lo demás, y pese a los esfuerzos que desplegaba en las horas más felices, se diría que no evocaba como era su empeño la efigie de la embrujada remitente, ya que con el paso del tiempo se había desdibujado un tanto en su memoria, mostrándose imprecisa, en tinieblas, aunque rumiara con el mayor entusiasmo todo cuanto contribuyese a su busca, convencido de que aquello no era una entelequia o gazapo en las páginas de su vida, o una carta de amor y desamor a un certamen literario, sino que respiraba aires de lozanía, de total verismo, recordando más tarde que la tal Isabel había nacido en Verona, aunque criada en Venecia (¡cuántos carnavalescos secretos dormirían en sus cuerdas gondoleras!) con unos tíos maternos, al quedar huérfana, y le cupo en suerte, por veleidades del destino, compartir aula en el máster que llevó a cabo como becario por la Universidad de Bolonia, habiendo sido todo como el sueño de una noche de verano.
    Las referencias que se iban desvelando no podían ser más halagüeñas, una vez atravesado el desierto, un tiempo tan cargante e inicuo desde los prístinos veneros, percatándose por fin Lúculo de que dicha joven de ojos de gata y dulces labios tenía voz y voto en su currículo, conforme a lo reseñado ut supra. 
Y lo corroboraba sobre todo, al rememorar las travesuras y cabriolas luminosas, el aura y el preciso deambular por los meandros y bulevares de antaño, aquilatándose la veracidad de su silueta y sonrisa, las pecas salteadas por el rostro y el lunar que lucía en la mejilla derecha con luz propia en noches de luna roja, no siendo un sueño travieso de un demente dominado por los encantamientos, o por los tejemanejes de un falsificador de iconos o monedas o rastros o rostros humanos, que se hiciese a la mar de doble vida, dejándose pasar por allegado suyo, afectado por alguna enfermedad extraña, como la talidomida, y anduviese pidiendo auxilio o indemnización por las secuelas, acaecida por la ingesta de la madre de las tristemente célebres tabletas durante el embarazo por prescripción facultativa.
   Y como suele sobrevenir de cuando en vez en las crecidas de los ríos u otras coyunturas, un día floreció la sorpresa, al recibir una carta que decía lo siguiente: “Estoy segura de que recibirás muchas cartas, y por ello he dudado a la hora de añadir una más a tu buzón. Pero desde que salí de prisión, donde he pasado los últimos años, cada vez me parece más importante que sepas lo mucho que han significado tus escritos para mí durante ese tiempo entre rejas. En la cárcel recibía pocas visitas. Las escasas horas de ocio de que disponía a la semana las pasaba en la biblioteca. Por desgracia, en la sala no había calefacción, pero la lectura me hacía entrar en calor. Ningún libro me ayudó tanto para afrontar el futuro y forjar una nueva vida al salir de aquí como, Rotos y descosidos. Tu obra me despertó las ganas de vivir. Sólo quería hacértelo saber y dar las gracias más sinceras por ello. Espero que coincidamos algún día en algún lugar y brindemos por la vida. Te deseo lo mejor en futuras aventuras publicitarias. Con afecto. Zuli.  
   Aquel suceso lo tumbó, no dando crédito a lo que leía. Pensaba que acaso fuese una coartada para implicarle en alguna sucia trapisonda, conminándole a extremar el control de entradas y salidas llevando una vida más ordenada y austera.
    De todos modos, Lúculo no era muy dado a trasnochar ni a frecuentar tumbas de famosos con ramilletes de flores o irse de jarana o ir a cualquier parte sin ton ni son, se podría constatar que fue marinero en tierra, no habiéndose mojado apenas el culo con  las olas, como no fuese cuando en cierta ocasión, atravesando la sala de operaciones donde intervenían a vida o muerte a un amigo herido tras un accidente, fue víctima de una descomposición repentina, y no pudiendo anclar la nave gastrointestinal a tiempo por el apretón, se vio obligado a apearse del caballo de batalla, y apoyar las posaderas en el frío inodoro cuando de repente se reventó la cisterna del baño pillándole de lleno la súbita borrasca, quedando el pobre totalmente empapado ¡Vaya si no!
   Llevaba algún tiempo Lúculo impelido por el grueso oleaje de alevosas fruslerías, con una comezón que lo engullía por momentos, no dejándolo ni a sol ni a sombra, estremeciéndose sobremanera cada vez que masticaba algún delicatessen. Y no daba pábulo a la fanfarria que escuchaba en las redes sociales a cerca de cariacontecidos montajes sobre los avatares y esotéricos devaneos de la núbil de sus sueños. Mas de la noche a la mañana, arrastrado por la obsesión, soñó que había recibido la carta a través de una paloma mensajera, siendo objeto de una lluvia de parabienes y ternuras, pese a ser todo el affaire ficticio, y no se explicaba, sorprendido, el revuelo que se había armado en esos instantes en derredor, toda vez que no venía a cuento, ya que ni él se presentaba a la reelección de ningún cargo político en la comunidad ni iba de incógnito por ser artista famoso, ni se declaraba a nadie por carta, y ni siquiera figuraba en la lista de regalos de papá Noel, lo cual daba mucho que pensar, enturbiándose las horas a la hora de enhebrar con sensatez un veredicto o dar pasos seguros, precisando cerciorarse de que no estuviese todo amañado o contaminado por una mano negra, porque ella le podía enviar una epístola con remitente falso, por si hubiese caído en desgracia en el ámbito familiar, laboral por algún desfalco o contrabando de estupefacientes, o que hubiese caído la misma carta en manos de los torturadores de Boko Haram o en las redes de la mafia más infame, enredándose en tan nauseabundo tráfico, manejando ríos de plata, no sabiéndose el quid de la cuestión ni quién es quién en tales circunstancias.
   Así que según pasaban y murmuraban los meses y las estaciones, cada vez se hacía más gigantesca la bola de las especulaciones, arreciando las mareas o el desmadre en un mar encrespado, que se subía a las barbas, ignorando el cúmulo de datos y reseñas acerca de los ojos de gata, circulando los más contrariados advenimientos por los circuitos del Sur, pese a no hurgar en su escote ni secreto escondite, al ir disfrazada tal vez de encantada sirenita por los puertos o puestos de mando de los narcos más eximios estando en cinta, y sin percatarse de ello por las citas a ciegas que le agenciaban en alta mar, no sabiendo a qué carta quedarse, pues puede que sin saberlo estuviese excavando su propia fosa.
   Lo que no casaba en demasía con la realidad eran las testificaciones del amigo sobre la joven, acerca de que andaba oculta o perdida durante largas temporadas, señalando que había ido unas veces por sorpresa a Miami no se sabe a qué, y otras, que se encontraba de gira artística, promocionando el último trabajo, emulando a los divos de la canción o a un perfume recién salido del horno, Ives Rocher, Lirios de los valles o Agua de cerezos, publicitándolo a los cuatro vientos por los emporios del ramo, volando con avezados pilotos (un aguerrido sexitano entre ellos) por los cielos de Dubái, Catar, Arabia Saudí…o por la vieja Europa, Florencia, Londres, París como embajadora cultural.
   De todas maneras cabe preguntarse al respecto, ¿seguirán en pie tan taciturnas ensoñaciones, o se hará la luz, restituyéndose la cordura y la verosimilitud por las alegres aguas de las góndolas vivenciales o venecianas?    
   Más tarde, volviendo en sí, contemplando lo que le sedujo, quiso Lúculo revivir las vibraciones y chisporroteo de los protagonistas de Verona, remedando tales roles y arrojo recorriendo los hitos y pósitos más notorios que dibujaron en los ardientes encuentros.
   Sin embargo las emociones le arrebataban las energías que le sustentaban en el viaje, y mustio, malhumorado y frustrado por las sangrantes adversidades y condicionamientos cayó en el nihilismo, en el caos. Lo que le llevó a replantearse el sentido del vivir, dándose una nueva oportunidad, y llegó a la conclusión de hacerse ermitaño, viviendo en el desierto, alimentándose de raíces y cortezas, y fue encontrándose poco apoco a sí mismo, asentado en la duna, en su propio espíritu, buceando en las vivificantes aguas de la felicidad.                      


  
   
   


   
   

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