domingo, 17 de mayo de 2015

Vivencias de mi pueblo








              
Buenas noches. Un saludo a todos los presentes, agradeciendo vuestra agradable presencia, al haber sido tan generosos al venir, venciendo los inconvenientes, y anteponiéndolo a otras labores más comprometidas.
   Desde este enclave tan sugestivo, quisiera recordar algunas páginas de la vida fondonera, donde antaño en este mismo suelo pillaban lagartijas, mariposas o gorriones volantones los chiquillos, aunque incumpliendo directrices medioambientales, y jugaban a los bandoleros, a pídola o al escondite, perdiéndose por balates y bancales, cual piratas por los mares del Caribe, sintiéndose los reyes de la creación, disfrutando en las correrías de la tentadora fruta que colgaba del árbol prohibido en aquel paraíso infantil.
   No hace mucho, por estos caminos transportaba mi progenitor (y a veces el que os habla por imperativo paternal) montañas de misivas bañadas en sol, sal, sudor y tiernos augurios, auténticas joyas de amor, en las que se dibujaban los desconchones del alma, guiños, nostalgias, besos, resquemores y bonitas fotos con tiernas noticias, provenientes de los confines del mundo, y llegaban frescas, juguetonas, cual golondrinas en primavera, chocando con los avinagrados vientos que corrían lúgubres, tullidos, con muletas y maletas rumbo a Alemania, constreñidos por la carestía, las querencias familiares u otros raros avatares, tales como, guerras fratricidas, dictadura o exilio en el más cruel desamparo.
   Y esta noche, con mi humilde presencia, acaso como agua de mayo o tal vez como un reto, quiero aportar un granito de arena para reflotar la nave de la ilusión, brindando por un mundo más justo, desvelando los tesoros que lleváis dentro, reavivando las ascuas de buenas cosechas, las parvas de las eras y la savia tan genuina de los fondoneros/as a través del estímulo del arte de la escritura creativa como un talismán, entrando por la ventana de vuestras sensaciones con un océano de globos, vocablos y peces de colores, de positivos sentires nacidos en el taller de la ficción, entre Rotos y Descosidos, como se titula la criatura, pero con personajes reales como la vida misma, con la esperanza de que, al igual que entonces surquéis las aguas de un venturoso resurgir, imitando las virtudes de nuestros antepasados, y germinen en vuestros campos y espíritus exuberantes frutos y prósperas simientes, a fin de lograr los más excelsos beneficios, en unas fechas tan hirientes y desquiciadas como las actuales, comandadas por la crisis, corruptos infartos al amanecer o desafecciones tan a flor de piel.
   No es fácil adecuarse al crudo invierno, que achucha hacia la Torrentera, la incertidumbre, la Calleja, el Rincón, el Barribalto, la Cuesta de la Hoya o la plácida Fuente, lugares todos ellos por donde trotaban felices los chiquillos, o pasaban serios con las bestias los mayores; sin embargo, lo más cuerdo será ir al centro del pueblo, a la puerta del Pósito, al bar del Tito, donde se cocinaban los más ricos guisos, y vibraban los Whatsapp de la época con primicias al minuto, al concurrir allí el grueso del vecindario con sus inquietudes, sobre todo cuando arreciaba la lluvia, escuchando lo que merecía la pena, ofertas de trabajo, la salud de algún vecino, el pecio de las turbias corrientes del vivir, el precio de la aceituna o almendra, el sorteo de Navidad o del Niño o las gestas deportivas; y se comentaban los pros y los contras de la madre naturaleza: la sequía o la tormenta que fulminaba los sembrados, y desbordaba el río, llevándose por delante las breves islitas bordadas cual fina orfebrería por el alma fondonera, transitando por entre espinosos vericuetos o ramajes del árbol de la vida, a orillas del río de la Toba o de la Sangre o del río Grande.
   En aquellos tiempos se pateaban día y noche los senderos, yendo en el coche de san fernando o en burro, con las alforjas medio llenas o cargadas de impotencia, como el carbón en el día de Reyes, pero la mente humana, y más concretamente la guajareña, rompiendo moldes, se ha caracterizado siempre por lanzarse en pos de los pálpitos más vivificantes, yendo a donde fuese menester sin ambages ni sonrojos, por muchos cuentos que les contasen.
Al hilo de lo que nos ocupa, será bueno seguir desempolvando viejas vivencias casi olvidadas, como pasa con la famosa peseta y tantos enseres de la existencia. Así, en el río, debajo de la era de la cruz, se ofrecía toda voluptuosa la presa de la fábrica de la luz (que nos alumbraba), donde se daban hidroterapia o un remojón los que podían, aliviando los rigores del verano, de la cuesta de Panata o de los Palmares.
  Y brillaban con luz propia las Huertas y la Minilla, a la vera del barranco del Castillejo, con las sombras de la espesa arboleda, adonde acudía la gente a llenar los cántaros y pipotes de agua fresquita, cual gratuito frigorífico o milagroso balneario, pues allí se desentumecían los caracteres y los malos humores, concurriendo asimismo la bulliciosa juventud en festivas conversaciones y citas enamoradas, siendo el botellódromo por excelencia de la época, con refrescos de mirinda, fanta o cocacolas con ginebra, junto con los escarceos sentimentales por el río Faragüit, evocando a García Lorca, “Y que yo me la llevé al río/ creyendo que era mozuela/, y tenía marido”, brotando en sus núbiles labios la chispa del amor.
   En el día de la Candelaria se encendían las alarmas con tanta candela, celebrándose la fiesta a base de choto y palmitos, regados con el rico mosto de la tierra y la ardiente premura de los mocitos por contactar con la sonrisa femenina; en el estío, los gritos de los niños rompían el silencio reinante con la trilla en las eras, siendo todo un espectáculo, que se volvían locos en aquellos artefactos tirados por las acémilas, deslizándose cual avezados pilotos en trineos por la blanca nieve.
   Los novios se sentaban a la entrada de las casas, moviendo los labios de continuo, como masticando chicle y no lejos de la calle, a lo mejor por precaución, por si alguna mordida o torpe movimiento prendiese fuego y hubiera que salir en estampía, mientras la mamá política cosía y cosía, cual otra Penélope, algún roto o ponía un botón o los puntos sobre las –íes, fisgoneando el ardiente cuchicheo; si bien, los más impacientes, impulsados tal vez por la eyaculación precoz o la incontinencia urinaria, tiritaban de frío, tirando al monte o por la calle de en medio, subiéndose a un tranvía llamado deseo, rumbo al celuloide de río Grande o de la era, donde en días de luna roja se mascaba la tragedia, quedando a veces perdida en el camino alguna prenda íntima.
   Asimismo se llevaban a cabo los más variados acontecimientos, verbigracia: la rebusca de la aceituna para juntar unas perras chicas para gastillos de guerra; la orgullosa fiesta de la puesta de largo de los quintos sacrificando el animal más a mano para el pantagruélico festín por un módico precio; el duro oficio del niño pastor (de cabras, vacas o marranos, remedando al poeta pastor Miguel Hernández); y luego estaba el terror de la chiquillería, la hierática figura del guarda de turno vigilando la vega a terronazos, a pedrada limpia; la fiesta del gallo, que no se sabe lo que sufría el pobrecito, en la plaza con el apostante ciego a conciencia para la ocasión, requisito sine qua non para poder disparar al blanco; los encendidos bailes en la Placilla, con previo pago oculto a los mayordomos por cambio de pareja o despido fulminante de la pista, enrabietando al pretendiente; los atronadores y jubilosos bautizos pregonando roña, más roña, y la menuda hazaña de pescar  rubias –pesetas- por el aire; las fiestas patronales, con la amena y bullanguera banda de música y el colorido fragor de la cohetería, tracas y demás fuegos artificiales; el justiciero juego de las charpas o las cartas, jugándoselo todo a cara o cruz, y el seco crujir de las carracas en la Semana Santa, así como la estruendosa cencerrada a las parejas durante un tiempo rotas, al querer restablecer la vida en común.
   Y cómo olvidar los pilares de la industria de la villa, los tres molinos junto con la fábrica de la luz, que, como cuatros soles, iluminaban la economía local, suministrando el carburante preciso para el vivir del pueblo, aceite, pan y luz, así como la industria del esparto cortado en las sierras; la caldera con la esencia de romero y la áspera y tórrida siega estival; los 12 trabajos de Hércules en la monda o zafra de la vega de Motril, y como cierre del curso laboral la vendimia francesa, yendo tras los ciclistas por las duras rutas del Tour, donde destacaba nuestro infatigable águila de Toledo, Federico Martín Bahamontes.
   En el mundo de la cultura figuraban, dirigiendo con maestría la batuta escolar de cifras y letras, los apreciados maestros, don Antonio Rodas, don Francisco Mancilla y don Ángel Bustos; y en el ámbito de los vientos musicales descollaban en el horizonte, entre otros, –con su guitarra, bandurria y botella o almirez- los admirables artistas, José Carlos, Andrés la Peza y José Cano, marcados por el agudo ingenio y una asombrosa sencillez.  
Y acabo con unos versos de la “Vida es sueño” de Calderón de la Barca:
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión.
Una sombra, una ficción,
Y el mayor bien es pequeño:
Que toda la vida es sueño,
Y los sueños, sueños son.
  







  

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