sábado, 15 de agosto de 2009

El marca páginas



Estaba leyendo la carta de Laura cuando se le vino el alma a los pies al leer, “ya no te quiero, hemos terminado”, y le insinuaba que se buscara a otra pues no tenían nada en común, y proseguía, “ya llevamos demasiado tiempo para conocernos y no coincidimos en lo fundamental, por lo tanto lo mejor es cortar por lo sano antes de que sea tarde”, y con esa decisión a buen seguro que evitarían muchos sufrimientos a gente inocente, que los futuros retoños no tuviesen que pagar por algo que no tenían culpa, y no crear a conciencia una familia desgraciada, sin una luz que les guíe por la vida; por consiguiente consideraba que lo más aconsejable era arrojar la toalla echando cada uno por su lado y suspender las relaciones.
Tales reflexiones le nublaron el pensamiento, careciendo del suficiente arrojo para seguir leyendo.
El marca páginas, que mostraba el dibujo de unos novios felices y contentos, lo sostenía en la mano izquierda pesándole como el plomo mientras leía la contrariada y pesada carta. Y sin querer extrapolarlo, sopesaba el contenido tan distinto de ambos mensajes. La imagen del marca páginas le infundía tal satisfacción y sosiego que temía que se difuminase si rozaba la carta y se contagiase de ella; resultaba que sin proponérselo estaba reviviendo los oscuros subterfugios o los enigmáticos laberintos que había vivido y respirado en las aristas de sus dilatadas lecturas por múltiples terrazas o al abrigo de una sombrilla en la playa, donde pululaban las aventuras más rocambolescas contadas por los narradores en los bosques de sus libros, abandonos, asesinatos, incompatibilidades, engaños, desgracias incomprensibles. Esta trama le entusiasmaba y entretenía sobremanera en los libros que leía, pero nunca imaginó que se hallaría metido de pies y manos en tantos charcos ejecutando la propia tramoya, y que su vida se vendiera a tan bajo precio, viéndose envuelto en dimes y diretes, en idénticos o similares episodios que los antihéroes o los héroes de la novelística de todos los tiempos, pues lo encontraba como algo nauseabundo y sangrante abominándolo de cabo a rabo.
Sin embargo hay que reseñar que todas las historias no terminaban lo mismo, pero no recordaba casi nunca las que acababan bien.
El marca páginas tenía su pequeña gran historia, dado que era el que utilizaba en la lectura de las obras por él seleccionadas, donde se paseaban por sus escenarios de terror o bosques encantados los personajes más célebres por sus grandeza de espíritu o la mayor de las miserias, por sus aficiones exquisitas o las bajezas más viles en su devenir por el mundo creativo.
Por eso procuraba guardar las distancias, ya que le hubiese encantado que al abrir la carta colgase en el interior una cinta de oro adherida en medio bordada por ella como la que llevan los libros de lujosa encuadernación, que está sujeta en la parte superior, y permite marcar la página donde se interrumpe la lectura para retomarla más tarde con facilidad, y ello hubiera sido una de sus grandes conquistas pese a la brevedad de la misiva, y de ese modo no erraría el recorrido cuando quedara embelesado por los halagos o perdido entre las redes del breve manuscrito al exprimir el jugo de las frases, las entonaciones o el doble sentido, de suerte que por donde transitase no corriera el menor riesgo, disponiendo de las pertinentes ayudas, un báculo o un faro que lo alumbre a fin de no derrapar por los distintos párrafos.
Prefería verse como la afortunada pareja del marca páginas a la hora de desnudar la carta encontrándose en un estado de gracia, recién peinado, oliendo a rosas, el cuello de la camisa impecable y disfrutando de las mismas sensaciones que exhibían aquellos novios, en donde ella lo abraza con fuerza borrando parte del lunar que se había pintado adrede junto a los labios.
De todas formas no estaba conforme con el rumbo que llevaba, pues unos días se sentía navegando por las cumbres de lo placentero y otras mordía el polvo de la derrota, y ansiaba cambiar de aires, abrir la mente a otras posibilidades más enriquecedoras, a otros universos desafiando la gravedad si fuera preciso, desplegando al máximo sus habilidades en los más variados ámbitos, pero casi siempre caía en la trampa y surgía un no sé qué, un obstáculo que anulaba su caudal humano impidiendo llevar a la práctica sus entelequias más realistas.
No cabe duda de que se sentía como un petrarca enamorado locamente de Laura, del porte, de su estilo, del hoyillo de la mejilla derecha, pero fallaba a la hora de tomar decisiones firmes; necesitaba un empujoncito, un algo que le marcase los tiempos hacia ella, rellenar las páginas que aún permanecían en blanco en su corazón que suspiraba por sus vientos, y juntar un puñado de cartas de amor de manera que configurasen la obra, un libro de enamorados, una réplica de Calixto y Melibea, y leerlo los dos juntos en carne y hueso con un marca páginas especial, incombustible, cogidos de la mano como los que aparecían en el dibujo.
¡Qué sudores tan fuertes y tentadores le embargaban!
No encontraba la ocasión de vestir las páginas de su vida con los colores, los sonidos y las expresiones que a él le hubiesen gustado y enmarcarlas dentro de unas relaciones estables donde derramar la tinta del cariño y construir rascacielos de caricias sin fisuras, por las buenas o por métodos caciquiles apoderándose como un vulgar caco de la valija del cartero y sustraer los arrumacos y besos de todas las cartas de amor que transportase en el día de San Valentín y así confeccionar una auténtico album de cartas acorde con sus obsesiones.
Laura le escribía una carta lejana y fría como si residiese en una desangelada y desértica estepa a miles de kilómetros o llevase a cabo un viaje por los picos de los Andes y no pudiese incrustar en los espacios del papel el calor o la temperatura ardiente de las palabras y los sentimientos que estaba esperando.
Al abrir la última carta que recibió no pudo contener las lágrimas de rabia estrellando el marca páginas contra el suelo en un acto de rebeldía por la ausencia de alma en lo que le transcribía y sobre todo por la situación en que se encontraba cuando se lo decía reflejando el estado anímico, descalza, despeinada, sin pintarse los labios y los ojos enrojecidos por el doble juego, escribiendo como si tal cosa, a sabiendas de que mentía, pues se reprimía a la hora de plasmar en el folio las emociones más sinceras sin máscaras ni tapujos y decir de una puñetera vez las cosas claras, al pan pan y al amor amor, y no lo que se le escapó subliminalmente, la tachadura, que la borró con tal torpeza que aún se podía averiguar con la lupa, decía, “no puedo vivir sin ti”, ahí se le descubrió el engaño quizá por el efecto de los fármacos ingeridos que le jugaron una mala pasada.
Donde indicaba azul no era lo correcto, confundiendo los colores tontamente como en un juego de niños distraídos, cuando debería reseñar lo contrario según sus latidos más íntimos.
En el fondo del espíritu moría por él, pero las ansias de poseerlo le traicionaban al pronunciar, “te adoro, contigo iría al fin del mundo o nos montaremos nuestro propio paraíso”, donde hirviese el cariño y las aguas cálidas de la ternura derritieran los témpanos de frialdad que le atenazaban.
Por todas estas dislocaciones Laura lo traía por la calle de la amargura, no sabía a qué carta quedarse, tanto así que si le sonreía ignoraba si lo realizaba de veras o era puro humo, simples fogonazos para huir de la quema.
Cuando evocaba los tiempos en que paseaban por el parque agarrados a la cintura le notaba como un sudor raro, gelatinoso, casi maloliente y las pulsaciones por las nubes, como si necesitase un marcapasos porque la muerte estuviese llamando a la puerta de su corazón…o quizá hacer una fuerte inversión en el negocio farmacéutico acaparando los fármacos más rentables y milagrosos para su maltrecha salud, o encomendarse a poderosos elixires y de esa guisa ahuyentar el mal de amores.

No hay comentarios: