domingo, 23 de agosto de 2009

Las flores

Los síntomas no apuntaban a que le fascinasen los temas románticos, torreones medievales, esqueletos estrangulados, edificios en ruinas o cementerios pintorescos ornados con flores casi como un jardín de un chalet en la Costa Azul o en las Costa Blanca. Nadie podía vislumbrar desde esa atalaya el veredicto final o explicar a las futuras generaciones ni por asomo un futuro tan misterioso.
Resulta complejo desvelar el hecho de que en la madurez se convirtiera en un enamorado de la flora, acaso por coincidir con la diosa itálica de la vegetación que presidía la eclosión de las flores en primavera, aunque en la infancia mostrase predilección por la fauna, bichitos enrabietados e insectos enclenques realizando instantáneos trasplantes en sus partes más sobresalientes.
En los años de estudio académico en los distintos centros por los que pasó ya se había topado César en los diferentes estadíos por donde discurrió con obras literarias de todo tipo, porque así lo requerían los programas del grado o máster que llevase a cabo, Cementerio marino, Las flores del mal, El monte de las ánimas o la poética del rebelde Espronceda cuando dice, “Me agrada un cementerio/ de muertos bien relleno/, manando sangre y cieno/ que impida el respirar/, y allí un sepulturero/ de tétrica mirada/ con mano despiadada/ los cráneos machacar”…, y un largo etcétera de mamotretos que permanecían apilados en las estancias o colocados en las respectivas estanterías o en librerías de ocasión para los amigos del libro antiguo, coleccionistas empedernidos creando su propio dormitorio o cementerio de libros acompañados de búcaros de flores, en ocasiones entre sus páginas, a lo mejor flores del bien antes que del mal, porque a ver quién tiene la certeza de ello para poder afirmar públicamente que las flores son malas en alguna estación de la vida.
En principio se puede arrancar de la frase que ya ha hecho su agosto, adueñándose de la psicología humana, y que hace furor entre la multitud, “dígaselo con flores”, y la costumbre se ha extendido como el fuego por todo el orbe, y así las circunstancias o compromisos o eventos se solventan con flores, pues no cabe la menor duda de que perfuman la vida, encienden los corazones y encierran poderes mágicos, pudiendo brotar la semilla en los sitios más intrincados e inverosímiles como las cristalinas aguas de los veneros en los picos de las sierras.
Ya las cultivaron los poetas románticos y fueron parte de su alimento, obligando a trabajar al cerebro y la pluma a toda pastilla atrapando sus esencias y aromas de forma asombrosa.
Todavía debe de andar revoloteando por el baúl de los recuerdos estudiantiles de César algunos versos de las Flores del mal, como La muerte de los amantes, “Tendremos un lecho de suaves olores/, divanes profundos como sepulturas/, y en tallos y búcaros nos darán las flores/ aromas extraños bajo albas más puras”.
En las mañanas de euforia César entonaba cancioncillas pegadizas de las últimas décadas, que se hacen famosas entre la gente como las ya conocidas como triunfadoras, con el insigne epígrafe de canción del verano, que al entonarla hacía más radiante y fresca la alborada, “Manda rosas a Sandra que se va de la ciudad, manda rosas a Sandra y tal vez se quedará. A su lado yo viví y jamás fui tan feliz, pero un día me dejó…”. El estribillo lo tenía grabado en la memoria desde los años mozos, y nunca pensó que un buen día le transmitiese un algo especial más allá del tarareo rutinario, o le fuese a calar tan hondo a través de las vicisitudes de la existencia o los puntuales cambios de luna.
No podía elucubrar que en los avatares del camino, sin comerlo ni beberlo, el sino, como un raro vientecillo que caprichoso retornara a los orígenes rebotando en el frontón del tiempo, y a él le fuese a ocurrir algo semejante transportándolo a unos parajes tan esquivos y olvidadizos como los que le había tocado hurgar.
Su pareja se fue un día aciago y se quedaron los pájaros cantando, como la canción de Sandra, cuando menos se lo esperaba, y según van cayendo las hojas del calendario llegaron las nuevas golondrinas, pero ella no regresaba, pues se hospedó en el dormitorio eterno, el cementerio más cercano, quedando en plena soledad.
Su amor voló con todos los requisitos y los pertrechos necesarios para un viaje sin retorno. Se instaló durmiendo con todos los sueños y las más variadas fantasías, y César para mantenerla viva y revivir cada mañana sus períodos de felicidad quiso recuperarla en buena armonía, y pensó que lo mejor sería expresarlo y evocarla con flores.
Las flores, como cualquier criaturita, se deprimen, exhibiendo la ternura de que están hechas y con el transcurrir del tiempo, quizá con más contundencia que los humanos, se marchitan, como le sucede a la rosa, que al poco de ser cortada perece, flor de un día, y no digamos si en el hábitat les falta mimo o agua como cualquier ser vivo, entonces es más complicado que perdure.
A veces las labores cotidianas se agolpan en el cerebro y acaban anulando los distintos roles pendientes de ejecutar, y sin pretenderlo se acumulan los descuidos jugando una mala pasada, menos mal que en determinadas turbulencias del viaje aparece un ángel, una mano caritativa que anima y arrima el hombro, casi un prodigio, acudiendo en auxilio del necesitado, y riega las mustias carencias al sentirse impelida por la proximidad del habitáculo, y los ojos comprensivos y la caridad cristiana hacen el resto, empezando a resucitar las maltrechas flores plantadas por la mano del amado con esmero y a ser regadas con tanto cuido que brotan con una fuerza inusitada, hasta el punto de contagiarse las almas, convirtiéndose casi en almas gemelas, emitiendo un ardiente chisporroteo entre las flores.
En los últimos días de estío, cuando las jornadas aprietan con saña, sucediéndose pegajosas y lentas y crecen las picaduras de mosquitos y moscardas, haciéndose notar con mayor ruido en el silencio de la soledad, entre el crujir de las hojas secas y las ausencias afectivas, todo ello va generando un viscoso flujo que al fin fluye con insólitos tintes,
-Oye, ¡tengo un regomello cuando la veo! ¿Sabes que con esa muchacha estoy en deuda?
-¿Con quién?
-Con aquella que está sentada en esa mesa de atrás.
-¿y eso?
-Sí, tío, porque cuando atiende a sus flores en el camposanto le pone agua a las otras.
-Pues que se las ponga, joven.
< -Bueno, son actos que te tocan la fibra… y no sé cómo agradecérselo.
-Tranquilo, joven, no seas tan romántico, pero eso se puede zanjar con un ramo de flores, un apretón de manos o un fuerte abrazo.
-Uf, uf…esta maldita mosca, con las calores, no me deja en paz.
-Qué remedio te queda, tío, dale un manotazo y sanseacabó. No obstante es de bien nacido ser agradecido.

La vida sigue. El resquemor de la fiebre humana se dilata y crecen las ampollas de la sensibilidad y la pasión. El tiempo todo lo cura, las heridas y orfandades o las reabre, pero cuando una puerta se cierra incluso in aeternum, otra se abre al instante; si bien no está probado que en todos los episodios acontezcan idénticos desenlaces.
El caso es que las florecillas del camposanto sonrieron, echaron raíces, tallo y al final del proceso, con las aguas de abril y un poco de suerte, han dado su fruto: el alumbramiento de un nuevo amor.
Es evidente que siempre las malas compañías no fueron malas, aunque hablando en plata, lo suyo hubiese sido un nuevo diagnóstico de la situación, o no.

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