miércoles, 28 de enero de 2009

Dificultad


La dificultad se hizo carne, carne de cañón y habitó en la estancia, infiltrándose en los entresijos de la computer con aviesos propósitos, en la acepción estricta del término, -que no pocos pondrán en tela de juicio-, a sabiendas del perjuicio que tejía sembrando la pantalla de puntitos negros e indolentes liliputienses, un batallón de monigotes haciendo de las suyas, con la opción de borrar y escribir, escribir y borrar, y volver a empezar, aplastando bichitos -cual bombero apaga fuegos- a diestro y siniestro en la página creada de Microsoft Word, y mientras tanto los gusanitos, revolviéndose desafiantes, batallaban con renovado ímpetu sacando pecho. No acabó ahí el estremecimiento, quizá por contagio los contratiempos, henchidos de envidia, se subieron a las barbas.

“Piluca, sí, te he querido como nunca quise a nadie”, decía el escrito colocado encima de la mesita de noche; y al final la refulgente rúbrica de la pareja. Sigue sin esclarecerse el secreto de la fuga.
Piluca no consideró oportuno en tales momentos telefonear a la policía. Estaba fuera de dudas la autoría. La boca se le llenó de denuestos violentos. Enmudeció, perdiendo la noción de tiempo. Se bloqueó. El affaire tenía el morbo de la incertidumbre, aunque a primera vista pareciera poco creíble, una pesadilla o broma de mal gusto, pues no encajaba en los parámetros de las buenas relaciones que mantenían.
Con el sinnúmero de cuidados y frescas flores con que la había agasajado. Por qué ocurrirían estas cosas, se cuestionaba exhausta. A qué obedecía la huida con lo bien que iba todo. Evocaba instantáneas de recientes escenas, detalles puntuales que lo sustentaban, aunque parecieran poco consistentes, llevar barba para contentarla, una pura sandez si se quiere, sólo porque a ella le chiflaba la pelambre en la cabeza o en el rostro, y reforzaba la admiración que sentía por la de su abuelo, blanca como la hostia, y que la besaba con devoción de santo, un fray leopoldo, cada vez que se cruzaba con la foto guardada en una especie de altarillo levantado a su memoria en el salón de la casa.
Ponía las expectativas de la pareja por los cuernos de la luna en todo tiempo y lugar, apostando por su perfecto funcionamiento, sin fisuras, con sólidos argumentos, el acendrado amor, la fortaleza de vínculos, o los aires gentiles de su pareja. De forma que él aceptó el antojo de Piluca por el estado de buena esperanza en que se encontraba, como un reto muy a pesar suyo, cayendo en manos de incomodidades y raras alergias o habladurías, que se extendieron por el cuerpo y el vecindario; la piel ofrecía un color exótico durante el ajetreo diario, ora en el bar degustando con compañeros y amigos el aperitivo, ora cumpliendo con la familia o amistades de Piluca; se había ido de ligero instalándose en la cuerda floja, expuesto al picoteo de los buitres, el escarnio, o desabridos comentarios; llegando incluso a sentirse discriminado en su propio entorno.
Mis amigos me despedazarán por la espalda cual horrendas alimañas, musitaba montando en cólera, y urdirán interminables memeces, burdas disquisiciones, no se lava, no se la cuida, no le va, le envejece, se ha convertido en un misántropo desde que la lleva; o no hace juego con el físico, o muestra un cariz de jipi rancio, u otras zarandajas, que paulatinamente fueron coadyuvando a la construcción de un lúgubre y duro muro en lo más íntimo de la pareja.
Eso sí, solía privarse del mejor bocado, desviviéndose por ella. Respiraba arrebujado por las branquias afectivas de Piluca, que, aunque le hacía favores y un trato aceptable, sin embargo, cuando arreciaba la tramontana tras la cabellera pirenaica de la testarudez, desprendía repentinas sacudidas de alta tensión, algo desquiciadas o casquivanas, acaso cosa de los genes, con embates a cara de perro, dispersos entre actos obsesivos de los ancestros; aunque, observándolo de cerca, cualquiera podría extralimitarse enajenadamente, y endosar las dificultades o adversidades al mismísimo demonio, o a la persona más cercana, siguiendo el juego, por una carambola.
Algunas actitudes de Piluca remaban a su favor, y apenas le herían, no siendo en el fondo responsable de ciertas patrañas; pero ¿cómo se traduce la triste figura del semblante, áspero y execrable a veces? Cuando a ella se le atragantaba alguien, silbaba y vociferaba como el tren al aproximarse a la zona urbana, descargando toda la furia contenida, como si reivindicase los derechos de las mujeres maltratadas del mundo entero, y regalaba, como el que no hace la cosa, bofetones en carne viva, cual tarjetas de visita; en ocasiones llevaban en el pico visos de supina incongruencia, y persistía en la palestra, emulando a gladiadores enfrentados a las fieras, peleas de gallos o perros salvajes en apuestas a vida a muerte.
Al tomar el cuenco de las ternezas, sin querer, se derretían por el camino al forzar la máquina y estirar el morro como el chicle, subvirtiendo como por arte de magia las escenas más triviales o ardientes de la pareja en un turbulento puzzle a todas luces irrealizable; siempre faltaba la pieza clave, la del aplauso final, yéndose todo por la borda; el esfuerzo realizado no llegaba nunca a saciar las expectativas creadas en los círculos íntimos.
Al crepúsculo Piluca, sintiéndose un pedazo de madre, se acurrucaba como dios le daba a entender en un rincón de la casa y pasaba las horas muertas brezando con nanas al bebé en ciernes, flotando todavía en su vientre, y dormitaba satisfecha y muy feliz; incluso había días que lo columpiaba, y departía amigablemente con él en sueños, cortejado por un coro de ángeles que cantaban y revoloteaban en derredor.
Cosía y cantaba. Bordaba alegremente la ropita del bebé, como buena hormiguita, así como varios juegos de prendas multicolores que aprendió de la tía soltera, que la llenaban de vida. Allí, en realidad, todos se hallaban en la antesala del feliz acontecimiento, el alumbramiento del nuevo retoño, que haría crecer el árbol familiar.
Y de repente todo se derrumbó. Piluca se veía cenando sola, perdida en la vorágine nocturna, abandonada y triturada por los aconteceres. La alborada se marchitó bruscamente. Su horizonte se despintó. Un irritante picor la abrasó de la cabeza a los pies. Abortó.
La mente se nubló, bogando por un mar de tinieblas. Las dulces tardes de ricas esperanzas, el deseado embarazo, en que había depositado ilusiones y proyectos, naufragaron estrepitosamente. Se volvía loca trajinando de aquí para allá, removiendo roma con santiago, buscando respuestas a tan angustiada situación.
Piluca precisaba pasar página, enterrar los fétidos flecos que la flagelaban. El embarazo que esperaba, después de tantos sacrificios, curas y mimos ginecológicos, hubiera sido su salvación, pero no fue así. Los días que siguieron a la marcha de la pareja le trastornaron en exceso; una cadena de infortunios, vómitos y estados depresivos acabaron con la vida del feto.

El cuarto que había reservado al bebé aparecía atestado de tiovivos, sonajas, baberos, pañales, biberones, junto con los bálsamos regalo de su mejor amiga, así como el folleto con las instrucciones del pediatra, amigo de la familia de toda la vida, para el integral desarrollo de la criatura.
Él se planteaba al principio pedir la baja en la empresa donde trabajaba, con intención de colaborar en los preparativos del advenimiento, y no le faltase al niño el más mínimo detalle. Quería, como buen padre, que fuera el rey de la casa, que trotara a sus anchas por todas las habitaciones, y disfrutar de él plenamente, y no ocurriera como en sus tiempos cuando él vino al mundo, que, por las penurias de la época, no gozó de juguetes, chuches o de una simple mascota.
En días de cerrada niebla le afloraba por las sienes negros y ásperos suspiros no superados desde la infancia, en que un hermano suyo nació sin vida; tan aciago percance acaso reverdeció en él, precipitando la súbita espantada.

La primavera no había ornado aún de aromas y flores su ventana. Una penosa letanía latía en los terrenos de la memoria, expeliendo lágrimas punzantes que saltaban por los aires.
Piluca necesitaba izar sin más demora su bandera, la enseña morena de su coraje, peinarse con el enorme moño de siempre, si no quería precipitarse en el abismo, y ser devorada por el fango de la vida. La desidia no era buena consejera y acrecentaría los escollos, acumulando carretas de metralla y dificultades listos para estallar, sin poder moverse, atrapada en un juego sucio, engordando el conflicto, obligándole a tragar de por vida en un letargo invernal.
A Piluca le urgía resolver la situación cuanto antes, dar un paso al frente, mostrando al mundo los encantos que atesoraba.
Tras la separación, se fue a vivir a Londres para aliviar los sinsabores. Intentó desvincularse de las secuelas, cicatrizar las llagas.
Poco a poco se fue aclimatando a los usos y costumbres del nuevo país. Allí procuraba reciclarse. Como iba con la lección aprendida, no quería errar al dar los nuevos pasos.
Se conformaba con poco, un porvenir más halagüeño, y disfrutar como uno más del festín de la vida, que últimamente le habían sido esquivos.
Así que un buen día se echó a la calle, y según iba paseando por las inmediaciones del Thámesis, el amigo perdió el equilibrio y cayó de bruces al río, sin que ella pudiera evitarlo, y sigilosa, guardando la compostura, continuó por la acera sin volver la vista atrás, por si le asaltaba un contratiempo, y lo esperó al cabo de la calle. Quiso estar a salvo de sorpresas y no resucitar célebres leyendas del pasado remoto o reciente.

Los amigos no daban crédito a lo que veían. No era la Piluca que todos conocían. Se soltó el pelo. Cuando ligaba, solía ir ligera de ropa, y utilizaba unas estratagemas de camuflaje, hacerse la borracha, sólo fingía, y de esa forma manejaba a placer los hilos de la trama.
Cuando avanzaba la noche y los aires se enrarecían en la oscuridad del botellón, y se agotaban las reservas de los participantes al festín ella, como una diosa, u otra eurídice cualquiera, mordida por la serpiente de los disfraces, atisbos de doble personalidad, se lanzaba al carnaval nocturno y se tatuaba y bailaba y bailaba sin parar hasta que tumbaba al orfeo de turno, como si quisiera desquitarse de la triste treta que le endilgó su pareja, y, si no auspiciaba algo más alentador, enviarlo en una botella con todos los enseres y parafernalia etílica al averno eterno.

lunes, 26 de enero de 2009

El papel creador de la palabra






“Mientras el viento triste galopa matando mariposas
Yo te amo, y mi alegría muerde tu boca de ciruela.
Cuánto te habrá dolido acostumbrarte a mí,
A mi alma sola y salvaje,
A mi nombre que todos ahuyentan…”
Neruda

LE PAGABA EL DOBLE POR DARLE CONVERSACIÓN

LUIS MAGRINYÁ, nació en Palma de Mallorca en 1960, aunque desde 1982 vive en Madrid. Estudió Letras y Fotografía. Se dio a conocer al gran público gracias a la buena acogida que tuvieron sus dos primeros libros (ambos, volúmenes de relatos), los cuales, a su vez, le consagraron como un autor de cuentos importante en el panorama literario español. Años más tarde, en 2000, vio la luz su primera novela. Junto con su actividad creativa, ha sido lexicógrafo de la Real Academia Española y ha desempeñado una considerable labor de traducción (ha vertido al español obras de C. S. Lewis, Henry James, Jane Austen, Lyn Pan, Rudyard Kipling...)
Obras: Belinda y el monstruo. Argumento: ¿Puede el amor sustentarse en la más feroz de las desigualdades? Se interroga uno de los personajes de esta obra. ¿Es realmente amor lo que une a la bella con la bestia, a la idólatra con su ídolo, a la princesa con el truhán? ¿Puede una mujer ser amada y desdeñada a la vez por el mismo hombre? ¿O puede Narciso seguir amándose cuando el espejo está roto, y no le da imágenes de confianza? Estas trascendentales cuestiones conllevan grandes cesiones y sacrificios, martirios y oscuridades, principalmente para quienes temen dejar de ser lo que verdaderamente son; el amor influenciado por tales miedos se desentiende, se defiende, se desplaza, se aleja, suplantado por otro personaje siniestro. Contiene una humorada detectivesca al final, en la que un célebre criminalista descubre estados caóticos de moralidad. En esta obra aparecen varios rasgos a tener en cuenta como: maldad narrativa, ironía y sarcasmo, opuestos como traición y fidelidad, y la preocupación por conseguir la calidad literaria.
Intrusos y huéspedes, es un libro experimental, pero lejos de caer en la utopía. Escandaloso y familiar a la vez, habla de una crisis, y de los resultados, tejiendo un explosivo balance oscilando emtre la desesperación y la dicha, que provoca las expectativas de los lectores. Aquello que el lector crea que falta, necesitará preguntarse por qué lo echa e falta, y así rescatar para la lectura su intrínseco valor de la experiencia vivida.
Leer para reír, según Luis Magrinyá:
No me fío de la memoria, ni de la mía ni de la de las demás. Por otro lado, no creo en las revelaciones, en las epifanías, en los momentos fundacionales, en “la primera vez”. Dicho esto, supongo que alguno de los libros que más me removieron en la infancia fueron los de Kásperle, de Josephine Siebe, que aquí publicaba Noguer. Kásperle era un muñeco de guiñol alemán, al que despertaban de un sueño de 75 años. “¿Y qué hizo entonces?, preguntó una vocecilla. “¿Que qué hizo? Pues tonterías. Nada más que tonterías”. Kásperle era un glotón horroroso, su especialidad era poner caras de (ogro, de bandido) y detestaba a quien no creyera que estaba vivo. Una gran invitación a la identificación. Ahora sé que se había dormido en un mundo de opereta austrohúngaro, con grandes duques y tartas de ocho pisos, y había despertado justo después de la 1ª Guerra Mundial, cuando todo el mundo “había perdido sus ahorros”. Él mismo no era, en ese ambiente, más que una tontería. Tanto mejor. Los libros los descubrí con un par de amigos en la biblioteca del colegio: tenían bonitos dibujos a una tinta; nos gustaban por lo que eran y lo que contenían. Nos convertimos en unos iniciados, y nos tronchábamos.
Josephine Siebe (Leipzig1870-1941), periodista alemana y escritora de literatura infantil. Fue directora de revistas y suplementos femeninos. Creó varios libros en torno al personaje de Kásperle, un títere de guante que pertenece a la misma tradición que Punch y Judy o don Cristobita. Lo presentó como un títere animado, que procedía de una isla desconocida (Kasperlandia). El personaje es un zampón incontenible, tan amigo de las bromas que suele meterse en líos uno tras otro, pero nunca es violento, a diferencia de la tradición de los títeres de cachiporra. En la obra se percibe una clara nostalgia por la civilización del siglo XLX, más rural y menos mecanizada. Cuando apareció el libro “viajes de Kásperle” sorprendió a los lectores por su ternura y el realismo del mundo infantil.
Pasemos unos momentos al calor de Luis Magrinyá, desgranando su perfil literario en la novela Los aéreos:
“La verdad es que a mí me habían llevado a las playas, alguna vez algún fin de semana a otra ciudad, pero un programa de temporada en otro continente era realmente más de lo que yo había conseguido en mi país o fuera del él durante varios años. Sin embargo, de toda la noticia lo que más me impresionó fue la extraña forma en que me había sido comunicada. Me sorprendió que Miguel, en el curso de sus numerosas charlas, en las que salían a relucir tantas inquietudes y expectaciones, hubiese olvidado mencionar una primicia así de singular. Luego recordé que otras cosas tampoco me las había contado.
Cuando le vi, él ya estaba en antecedentes de nuestro encuentro, y se apresuró a explicarme que no había querido anuncia –ni gafar- acontecimientos todavía no declarados, pues según dijo, todo había ocurrido tan imprevisiblemente que lo que un día era tan sólo una promesa vaga había sido al siguiente un hecho consumado. En cuanto a que ella tuviese fijos, me acusó de que ya no le prestaba atención. Esto me molestó un poco: aunque el tema había empezado a aburrirme, no recordaba haberme aburrido tanto. Pero él lo decía sin darle importancia, como si fuese normal olvidarse, o como si la situación de su heroína hubiese llegado a un punto de popularidad sobreentendida, culminación de fases que no fuese necesario recordar. Aqueel día me pareció francamente alterado.
-Y bien, ¿con quién se ha ido? –inquirí.
-Eso es lo mejor de todo.¿Tú sabes quién es Coronados?
El nombre me sonaba, vagamente: quizá porque muchos nombres extranjeros se asemejan entre sí.
-¿Un actor? –dije, al azar.
-Es conocido como actor: ha interpretado algunos papeles en varias películas –explicó-. Pero en realidad su verdadera vocación es la de escritor: escribe obras de teatro. No muchas estrenadas, desde luego, ni muy suntuosamente –su modestia era casi una celebración-; pero ahora, con su éxito en el cine, tendrá su gran oportunidad.
Yo no iba mucho al cine y no ignoraba, por otra parte, que cada país tiene sus propias celebridades; pero con el mío, sin duda, nadie con estas características era famoso. Cuando me dijo que era norteamericano, me extrañé y supongo que se me escapó un gesto de incredulidad.
-Estaba aquí medio de incógnito –continuó-, preparando una obra. Solo y encerrado en un apartamento del viejo centro, respirando historia con que nutrir su imaginación. Ella se convirtió, creo yo, en una especie de obsesión.
-¿Se han visto tanto?
-En las últimas semanas, casi a diario. Él está interesadísimo.
Entonces empecé a barruntar lo peor.
-¿No le habrá hablado ella…? Quiero decir, no le habrá…
-¿…contado su historia? –completó él-. ¡Claro! Él está absolutamente fascinado por su personalidad. Por lo visto, le pagaba el doble por quedarse a hablar. Fue todo idea suya.
Yo no necesitaba esta última aclaración: si ella había accedido a contarle su vida, el mencionado individuo debía de ser o muy tonto o muy generoso, porque podría haberla conseguido gratis”.

Si te apetece, puedes continuar el relato de LM.

miércoles, 14 de enero de 2009

Depuradora


Virgilio se zambulló en el oleaje solitario del desierto por propia voluntad, no lo hacía por motivos esotéricos, inconfesables, como si acudiera a un campo de concentración, a las frías estepas, recluido por una autoridad superior con coercitivos y severos planes de exterminio, lavado de cerebro, cambio de personalidad.
Instaló la tienda con los pertrechos que llevaba lo mejor que pudo, en busca de sosiego, una muda nueva que lo catapultase a espejos galantes, áreas de descanso sin miasma envilecida, con centros prestos para depurar el material más corrosivo, y a renglón seguido configurar un interiorismo personal renovado, acorde con el sugestivo estilo de vida que se había propuesto, cansado de bucear por canonjías, cloacas, o célebres púlpitos.
Planificó un amplio abanico de sistemas indagatorios, cartas, manos, bendiciones del chamán, aquelarres, pócimas, nigromancia, hechicería, encantamientos, tradiciones con ungüentos de los ancestros entre otros rituales. Mas no le sonrió la suerte. Permanecía en la estricta nocturnidad, sin vislumbrar una estrella por el camino, un resquicio que elucidase los bancos de niebla, los acuciantes y broncos interrogantes que oprimían el pecho.
Antes de subir al tren rumbo a su catarsis, al oasis purgativo, había guardado en el archivo borradores de Windows:
Toñi, mi bien, como te decía (en el mensaje que voló), mordí los labios de las palabras que enviaste, la boca de tus frases, la lengua de los sentimientos, y, -torpe de mí, puedo contarlo, he vuelto a nacer, vivir-, al querer engullir todas a la vez me atraganté, con tan mala sombra que fui a parar a la vorágine hospitalaria, las urgencias del centro de salud, ante el oscuro pronóstico que apuntaba el liviano percance.
En tales circunstancias, me dije, alégrate, Virgilio, eres libre en este mundo de siervos, un hombre rico, poderoso, ¿quién como tú?
Imaginé que había dado el golpe del siglo a un banco emblemático, pintando de plata mi vida, llenando el furgón con docenas de sacas de libras y euros, auténticas montañas de oro; lo cual generaría en mí una confianza a prueba de bombas, permitiría afincarme en un tierno paraíso, iluminado por la clarividencia y savia de tus palabras, dormir en los laureles el resto de los días, inmune a la adversidad y abastecido de todo cuanto pudiere precisar para el cuerpo y el alma, sustento, vestuario, sueños, palmaditas en la espalda o caricias, aboliendo dudas y desalientos sin cuento.
Lo más apremiante para él, era, sin duda, purificar el mundo interior, comenzando por coger el toro por los cuernos, las zonas erróneas de la mente, fulminar las avispadas hierbas tóxicas que, en horas de cambio de turno de guardia, escalaron la tapia de la conciencia y han brotado indómitas, durante el otoño; llegan con fuerza de huracán, cual hordas salvajes que atacan a la desesperada, perforando el caparazón de los sesos. Por ello me desplacé muy de mañana al sitio que mencionaste para observar in situ el funcionamiento de la maquinaria y la garantía de los distintos tipos de depuradoras que oferta el mercado, que no se asemejan ni en fondo ni en forma a las máquinas ya consagradas, tragaperras, lavavajillas, o las propias lavativas.
La depuradora de uso personal, al igual que la de la planta depuradora en una gran urbe, precisa de una serie de requisitos para realizar su función; en primer lugar, colocarse en las raíces del problema, en el punto de encuentro de las aguas, que más tarde regarán el cerebro al abrir el grifo cada mañana a la vida, con objeto de filtrar la arenilla pensante acumulada, telarañas, diversos gránulos o empellones de ideas descascarilladas, rotas, que se han licuado por abandono o solidificado por la dureza ambiental, discurriendo sin remedio por las fibras nerviosas a través de sutiles canalillos o enormes acequias, que ahogan los brotes de tranquilidad, de agua clara, que alimenta pensamientos y los más tentadores proyectos.
Me vas a permitir un breve ensayo con la depuradora, antes de incrustarme en las interioridades, poniéndome en sus manos, y una vez que se haya verificado la utilidad y puesta a punto de todos los ensamblajes del artilugio. Siempre con la esperanza de que el experimento tenga un final feliz.
Para abrir boca, no sería descabellado ejecutar unas puntuales muestras, a modo de un descafeinado cásting, con las líneas de algún conocido cerebro de las letras cuyas obras circulan por la red, como el libro – que acaso se ha impregnado de un contagioso virus oriundo de la alta montaña- que cayó en mis manos, y cuyo epígrafe declinaría citarlo en estos instantes por precaución, ya que puede cuasar trastornos pasajeros, y, por ello, te impulsa a que lo acerques a la depuradora para aliviar en lo posible el mal olor, aunque sería mejor borrarlo de un plumazo, y no andarse con rodeos, y se acabaría de una vez con el problema (Libro de Requiems), de Mauricio Wiesenthal:
“Ella tocaba el piano para que yo cantase a Tchaikovski. Y fue ella quien me enseñó a pronunciar en ruso la palabra amor, buscándola en los versos de Pushkin, en las páginas de Dostoievski, en Anna Karenina de Tolstoi y en las cartas de su juventud. Me acuerdo bien: liúbav, liúbov, porque ella cerraba siempre el sonido de la o no acentuada, considerándolo más elegante. Así aprendí que el amor, en ruso, es femenino, igual que el alma, el minuto, el dolor, el papel de escribir y el abedul. Todas las cosas importantes o bellas son femeninas en Rusia.
¡San Petesburgo! Magia de las noches blancas de junio, cuando se puede leer a Pushkin sin encender la lámpara, porque el sol nunca se oculta en el claro horizonte. Milagro de las noches de invierno, cuando las luces de gas se reflejan sobre las calles heladas, cuando se pueden seguir las huellas de Raskólnikov por los alrededores del viejo Mercado del Heno. Alegría de la primavera, cuando las aguas del Neva se rompen, como flores de nieve en un cuadro de Iliá Révin. Silencio sagrado del otoño, cuando los primeros aires tímidos se pasean por las fachadas de los palacios, por los canales dormidos, por las mansiones barrocas de la Moika, donde vivieron Pushkin y Esénin.
Me apasionan los rincones geográficos que tienen alma”...
Una vez que se complete el ciclo de prelavado, lavado y secado de la depuradora, introduciré mi cráneo a través de la gigantesca garganta con la ilusión y la certidumbre de dibujar posiblemente los mejores horizontes e intenciones de los dioses de la primavera.

sábado, 10 de enero de 2009

Relaciones



“Es mejor casarse que abrasarse”…
Corintios 7, 9.


Un viernes de febrero en que soplaba un viento agradable cargado de tibieza primaveral y desfilaban algunas nubes por el cielo, Eulogio compró un ramo de flores y lo llevó a casa para ofrecerlo a su mujer. Un rito, con sus fechas –aniversario de boda y fiesta de los enamorados– iniciado en los principios de su relación que había abandonado desde años y que al resurgir, sin embargo, no cabría atribuirlo al simple sentimiento. Pues Elvira, con quien llevaba casado ya lustros, habiéndole dado tres hijos y otros apreciables parabienes, en la intimidad –suspiraba hacia sus adentros– mostraba la peor compostura: un ardoroso empaque rayano en lo bárbaro, bien por su naturaleza compacta o por raros pretextos indescifrables, desvaneciéndose con prontitud las joviales veladas hasta desmoronarse cual castillo de naipes. Sin rumbo, pegando bandazos iba su aparejamiento. Guerra y Paz encubiertas, encerrados en la rutina doméstica.

Se sentía él doblegado por una casi permanente zozobra, –una insospechable equivocación, pensaba– como enquistada, resultándole más áspero el invierno en que vivía. A veces, la dinámica conyugal le infundía destellos de autocomplacencia, capaces de alentar el ánimo y generar corrientes de ilusión, o al menos sentir acariciarle resurgentes afanes. Mas en el rellano del corazón, suspiraba, con veleidades de dar un portazo al futuro incierto, hasta cenagoso, que se proyectaba en el horizonte.

Aquella noche Elvira llegó a casa cansada, sin fuerzas para moverse. La jornada había sido agotadora, se le veía en la mirada, por lo que era mejor olvidar todo intento de acercamiento. La afluencia de pacientes ese día había sido inusual, como no se recordaba en mucho tiempo. No se encontraban argumentos o pesquisas creíbles que lo justificasen: como por supuesto un furibundo brote de cólera, una pandemia o, acaso, generalizados contagios entre los más indefensos de la población, semejantes a los que últimamente circulaban por el ambiente, gripe aviar, insuficiencias anímicas u otras patologías recónditas aún sin desgranar.

Desechando de raíz catástrofes como las de antaño, cuyos vocablos sólo nombrarlos nos taladran el pensamiento, se hubiera podido elucubrar una multitud de factores a propósito del suceso. Y sólo evocarlos no solucionaría la cuestión.

En esos momentos era prematuro averiguarlo y todavía no había pasado por la cabeza de Elvira aquello que le tenían reservado: los planes del equipo directivo de un diario de la provincia para someterla a una interviú informativa sobre distintos puntos de su profesión y las relaciones laborales con el resto de la plantilla. Sin duda la dirección del periódico –al querer acertar en su elección– había pensado en ella debido a los excelentes resultados cualitativos y estadísticos procedentes del centro que regentaba como modélico. Con el propósito de poder presentarla como un ejemplo y un espejo donde mirarse otras trabajadoras de la comarca.

Se preguntaba Eulogio cómo podría entrar como paciente en dicho centro hospitalario para, si fuese posible, tener la oportunidad de beneficiarse de tantos cuidados y no ser menos que los demás en cuanto a recibir ese generoso derroche de amor y ternura; fruta, por más señas, prohibida en el paraíso conyugal.

Elvira se fue reponiendo al poco rato. Cuando se desembarazó de lo urgente que le apremiaba, observó en el móvil unas señales de mensajería, lo que le impulsó a leer el contenido. Vio que la notificación procedía de un diario de la capital solicitándole una entrevista por su honrosa reputación y las buenas noticias que de ella habían recibido, acarreando gran expectación por sus pensamientos y declaraciones…a pesar de que había en el coro alguna disonancia.

-¿No seré yo uno de esos tres doctores del equipo que están descontentos? –pensaba él–. Pero si yo no trabajo en ese centro, es imposible que se refiera a mí.

Al leer al día siguiente la entrevista que le hicieron a Elvira, no sabía si él entraba en el lote del animalario: dos perros, un gato, tres peces, una tortuga y un canario.

-Me quedo con el perro –se dijo él–, y tendré un amigo...

viernes, 9 de enero de 2009

Agua de luna


Fuego líquido,
Transparencias infinitas,
Insaciables abanicos agitando
Sus lenguas en la hoguera
De tu rostro.
Incendios nocturnos,
Gotas ebrias de luz, de asombro,
Asomando por la rendija
De tu mejilla rosa.
En el agua salada
De tu mirada reverberan
Canastillos encantados,
Caracolas con ecos de sirena,
Y embaucadoras olas
Con espuma roja.
Se aglutinan blancas lluvias
De primavera,
Que van surcando -agencias
De viajes de luna de miel,
Diseños de cafeterías inteligentes,
Hotelitos de fin de semana-
Las fantasías lunares,
Discurriendo por meandros
Hilvanados de suspiros
De novia.
Pensamientos inquietos
Revolcándose en el rebalaje,
Columpiándose en los cabellos
De la luna.
Unas burbujas
Brotan aletargadas, frías,
Del manantial,
Otras saltan nerviosas, hirviendo,
Vigorizando la maltrecha piel.
La vida.
Ríos que ríen en las cumbres,
Rompiendo el cascarón
De inhóspitos riscos,
Luego fluyen y reptan
Por valles y majadas,
En una solitaria travesía,
-Cataratas de luna, chispazos
De amor en el agua
y un fragor de tambores silenciosos -,
Cruzando eróticos atajos
Atraídos por la danza
Del vientre del arroyo;
Y discurren por el cauce
Hasta posar los huesos
En la verde hamaca
De la marea azul;
Un ritual apasionado,
Casi milagroso
De besos, guiños, arrumacos
Al arrullo griego
De Artemisa, Selene,
O del propio romance de la luna,
Con toda su cara, de luna llena,
Resplandeciendo ardiente y endiosada,
Rompiendo los corazones del agua.

viernes, 2 de enero de 2009

La foto



Abrázala como se merece,No la despintes
Ni la retoques,
Nada de coloretes,
Así, al natural,
Como amante de la vida
Y punto. Puro corazón,
Hecho de caramelo.
Sangría milagrosa de Granada
Abierta de par en par;
Surcando la savia
El pecador canalillo,
Y discurriendo corriente abajo,
Por las faldas del castillo rojo;
Amasada con levadura de divino
Mestizaje, mudéjar, cristiano, árabe,
Judío, budista, hindú, taoísta, universal.
Que nadie pueda propalar
Que la foto es plagiada,
O manipulada, sino tal cual.
Y el lienzo de tu cosecha está colgado
En la pared principal
Del Siglo XXI;
Por la ventana se cuela
El encanto endiablado
De la alborada y los rayos
Ladradores del sol,
Que se estrellan verticales
Al mediodía en toda la cara;
Luego asoma en el desfile
La luna llena derritiéndose
Entre espuma y esperma
De olas blancas
Sobre la espalda marina del dibujo;
En el pecho una sinuosa playa
Con globos de colores
Rebosante de hechiceras sonrisas,
Y arriba el bosque despeinado,
Perdido en las copas
De los pinos, sin nido de pájaros,
Volando por las nubes,
Espiando por entre las ramas
Los secretos suspiros;
Los indómitos ojos se revuelcan
En la órbita cósmica, y se tiran
Sin paracaídas por peligrosos
Latidos heridos partiéndote por la mitad;
Una ardiente lava brota
Del volcán de la boca,
Invadiendo libidos, sinos, cielos,
Ganando terreno y aplomo en el trapecio
Cual pinito de oro, con turbadores
Parpadeos que trenzan danzas
del vientre a través de las ventanas;
Los efluvios del sexo se desinflan
Ante la actitud pulcra y ponderada de su pose,
Esbozada con el pincel de su pulso,
Enredándose en el negro pelo-
-Parloteo- contoneo jaranero y díscolo,
Que cincelan zanjas de guerra
En medio del ameno canal,
Con flechas de Cupido rociadas
Con arrobado fulgor...
Uy, qué hechizos, qué estremecimiento,
Profusión de candidez bullendo
En el tarro coloquial,
A pique de reventar el cuenco
Crepitante de miel, y de repente
Fulminar al personal,
Montando orgías
De fuegos artificiales - quizá
Virginales o báquicos,
(No soñarás o desearás, no hurtarás...) -;
Por la angosta vereda que,
En mitad del lóbrego diluvio,
El indigente viajero va.
Y entre dos luces se oía el leve
Son de un piano lejano...
"Todos los días paso por tu calle
A ver si te veo.
Me gustas mucho...
Carmen, Carmen, Carmen,
Voy a tener que emborracharme,
Porque si no nunca voy a hablarte"...
Y ella, al momento, cantando
Responde, yo soy Carmen.