viernes, 30 de octubre de 2020

Se oían a lo lejos los ecos

 

    

 

   

 

   

   Se oían a lo lejos los ecos de una vieja canción, “paseando mi soledad por la playa de Marbella/ yo te vi” … como un presagio, y con la chistorra de la tierra siempre consigo se detuvo Bonifacio en un café según caminaba por un bulevar, cavilando sobre la muchacha que conoció en la feria marbellí.

   Las indagaciones que llevó a cabo Bonifacio no le dieron resultado, pese a los millones de pasos que dio. Y tras deliberar sobre el asunto, decidió quedarse a dormir el fin de semana en un hotel de esa calle, con las esperanzas puestas en encontrarla por algún rincón o tugurio nocturno de los que frecuentaron, pero la suerte no le acompañó.

    Sí vio en cambio al mendigo que dormía entre unos cartones junto a un portal semiderruido mostrando un rostro feliz alegrando el día, y recordaba los cigarrillos con que lo había obsequiado, así como los comentarios acerca de la vida y motivos que empujan a las personas a vivir en la calle. El mendigo tenía todos los cálculos configurados en el blog de su vida, así como las posibles rutas a seguir por el horizonte de la existencia.

   Pensaba Boni que la vida es un martirio, un teatro, un montón de contradicciones e imposiciones que a nada conducen en la mayoría de los casos, y que el menesteroso con el perro y la mochila a cuestas no precisaba de nada más para sentirse reconfortado, tan sólo algo que echarse a la boca para matar el hambre.

   Más adelante por veleidades del destino Boni se quedó en la ruina, y emigró a Alemania buscando un futuro mejor, y al poco tiempo de estar navegando por aquellos teutónicos parajes se enamoró perdidamente instalando el nido en Berlín, donde ejercía su trabajo, y se cumplió el refrán, boda y mortaja del cielo baja, encontrando allí su media naranja.

    Estuvieron viviendo en distintos lugares de la ciudad, y finalmente se establecieron en la calle de los Enamorados, el nombre se debe a una leyenda del lugar que habla de unos amantes que vivieron en un período de entre guerras brotando entre la barbarie el amor, quedando como testigo el mencionado topónimo.

   En aquellos años de abundancia la vida le sonreía a Boni, sintiéndose el más feliz del mundo. Todo le salía a pedir de boca, gozando de un paraíso personal, pero tanta tranquilidad y bonanza llegó a empalagar a Boni hasta el punto que ya le aburría, no encontrando algo que le motivara o entretuviese cayendo en el más profundo tedio.

  Un día, sin esperarlo, se personó la policía germana en su domicilio y sin mediar palabra lo esposaron sin más explicaciones, y le llevaron en el vehículo policial a los calabozos del distrito; al parecer se debió a una confusión, por la sospecha de que fuera un testaferro más del mismo Hitler, cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras, pero quedó absuelto a los pocos días.

   Con el paso del tiempo se agrietan los tejados de las casas y ceden los cimientos apareciendo arrugas en la mirada, en los sentires. El caso era que las relaciones de la pareja se fueron enfriando como el viento berlinés generándose entre ellos una montaña de malentendidos, insultos y desaires impidiendo la convivencia, echando cada uno por su lado de mutuo acuerdo.

   Un día de primavera Boni, frisando los sesenta, se encontraba en vías de la prejubilación, cuando le tocó el premio gordo del Euromillón. Tan súbito advenimiento con la ingente cantidad de dinero le pilló con el paso cambiado y perturbó sobremanera, torciéndole los planes, y decidió irse a vivir a Marbella remedando a los jeques árabes, evocando aquella melodía que tantos buenos recuerdos le traían a la memoria.

   Según trascurrían los días no sabía en qué invertir el tiempo ni el dinero, o a qué empresa o actividad dedicarse ahora. En sus relaciones sociales con fiestas, francachelas y guateques puso todo el empeño, pero donde lo tuvo más claro fue en enamorarse de una italiana de ojos tentadores y arrollador estilo llegando a no poder levantarse del asiento ni dar un paso sin su aprobación, comportamiento a todas luces impropio y raro del proceder humano, convirtiéndose en una perturbadora obsesión en su vida.

   No había corbata, gafas o zapatos por los que no le montase ella una bronca, por considerar que no se adaptaba a la moda o a sus gustos preferidos. Eran tan enormes los problemas e inquietudes que le aquejaban que cansado del mundanal ruido se retiró a un pueblito de la India buscando paz interior haciéndose monje budista, rapándose el pelo y luciendo sandalias y túnica.

   Allí cambió su visión del universo, y los pensamientos iban poco a poco tomando cuerpo, encontrando lo que buscaba, un mundo de aguas tranquilas y la creencia en él mismo, aceptando sólo aquello que le diese sentido a la vida.

   Dos décadas pasó entregado a la meditación y servicio al Supremo Buda, cosa que aceptó de buen grado para desintoxicarse y reencontrarse consigo mismo, y una vez restañados los desconchones síquicos, volver al mundo de los vivos, al ajetreado picoteo de los ecos mundanos y alegres movidas, arrojándose de cabeza a la corriente de los días viajando a los más prestigiosos lugares: Londres, París, Nueva York, las Vegas, etc…, pero donde recaló más ufano y placentero con un espíritu nuevo fue en Marbella.

   Allí se compró Boni un piso de lujo, cosa que no le producía ningún perjuicio pecuniario, y no encontraba tampoco el suficiente tiempo ni alocadas diversiones para fundirlo. Una tarde que invitaba a pasear salió a estirar las piernas por las calles del centro urbano, cuando de sopetón vislumbró en la esquina de una calle a Daniella tan radiante y bella como siempre vendiendo flores en un tenderete el día de los Santos, y se saludaron amablemente, deseándole lo mejor. 

   Mas según pasaban los meses y los años le apretaba más si cabe el zapato a Boni, y los trinos de las avecillas no le deleitaban tanto, acaso fuese por ir perdiendo audición o agilidad mental, no encontrando lo que ansiaba pese a sus desorbitados caudales, y es que hay cosas que ni se compran ni se venden.

   Mientras tanto la vida sigue, y algunos fines de semana fletaba una avioneta rumbo a Venecia o al casino de Montecarlo entreteniéndose en sus juegos preferidos, o echando tal vez una cana al aire, mas es de sobra conocido que los despilfarros no son buenos consejeros, causando cuando menos se espera un fatal desenlace.

   A la sazón le seguía los pasos una mafia de estafadores que se le cruzó en su camino secuestrándolo en el preciso momento en que se disponía a ir a los carnavales de Venecia, exigiéndole una cuantiosa suma por el rescate, acarreándole unas terribles convulsiones y no pocas noches de insomnio. Los delincuentes sabían de buena tinta que Bonifacio nadaba en la abundancia, de manera que le obligaban a desembolsar un dineral, si quería salir airoso del agujero en que lo habían metido.

   Estando preso pasaban por su mente los más extraños pensares y un carrusel de remembranzas de toda índole, como los versos del monólogo de Segismundo de La vida es sueño de Calderón: ¡Ay, mísero de mí, ay infelice!/, apurar cielos pretendo/ ya que me tratáis así/, qué delito cometí/ contra vosotros naciendo/, aunque si nací ya entiendo//” … o la pléyade de escritores que en los momentos más álgidos de su suplicio alumbraron no pocas joyas inmortales, pasando a la historia como lo más saneado de la literatura universal.

   Pero los aires de Boni no transitaban por esos derroteros, pues no poseía arrestos ni el duende para elevar el espíritu y estrujarse las meninges, sacando provecho a las horas muertas que pasaba en la lóbrega mazmorra.

   Las noches se le hacían eternas, e imaginaba en sueños salidas felices a lugares paradisíacos, alimentando envidiables proyectos. Un día tuvo la idea de sobornar a los tres guardianes del confinamiento, dándose a la fuga en un helicóptero con la escolta, y se plantaron en una isla solitaria de las Maldivas rodeándose de fieles servidores, con el lema, poderoso caballero es don dinero, viviendo como reyes tras la rocambolesca odisea.

   Allí trascurrían sus días disfrutando del buen yantar, los encantos del lugar y el benigno clima, pero como el oleaje del mar de la vida es tan cambiante y muda a veces en un suspiro, ocurrió que la ola de felicidad crujió de golpe, y un repentino tornado se los tragó y nunca más se supo de ellos, resultando inútiles los esfuerzos para rescatar sus cuerpos.

   Por tales avatares del destino pasará a la historia Bonifacio con esos insondables rotos, semblanza que a nadie engorda ni enorgullece llevar en la solapa.

   No hay que olvidar las aventuras del bueno de Boni, que según se supo por unos maltratados documentos encontrados en una redada de la policía por las henrico tabernas, que había sido secuestrado por Eta y confinado en un zulo.

   La vida da tantas vueltas que nunca se sabe a ciencia cierta cuál será la última gota de agonía, o las primicias de una súbita alegría.


          

  

                          

                    

        

 

               

 


                    

        

 

               

 

miércoles, 14 de octubre de 2020

Tormentas

 









                          

 Cuando la borrasca apriete busca un techo protector, y cuando en tu vida aparezca la adversidad busca una mano amiga donde apoyarte.

   En el recinto donde se hallaba Evaristo exhalaba al viento el evanescente humo del cigarrillo, tarareando como la cantante manchega la melodía, “fumando espero…”, aunque no esperase a nadie pues las citas no siempre cuajan, y le tocaba matar el tiempo de la manera más elegante e inocua posible.

   A sus años recordaba Evaristo con nostalgia los tormentos de juventud, las tormentas vitales y los negros nubarrones descargando sobre los campos, tormentas las más sonadas de la comarca en mucho tiempo destrozando los sembrados, las cuidadas huertas con hortalizas y verduras, siendo la despensa a la que acudía para llenar el canasto alegrando la cocina y las apetencias familiares.

   Pero desde un tiempo a esta parte Evaristo se sentía extraño, un extranjero en su predio, en la propia morada, toda vez que no acababa de digerir los mensajes y consejos de políticos y doctores que estaban hasta en la sopa, hasta el punto de quererlo apuntar como conejillo de indias inyectándole una vacuna en experimentación, a lo que finalmente asentía con cierto orgullo pensando que así al menos moriría por una causa noble, dejando un halo de solidaridad y bonanza en su biografía.

   Tal vez quería igualar su tormenta a la del que se quedó manco en la célebre contienda de Lepanto, cuando la pólvora se incrustó en su cuerpo, llevándole a alumbrar posteriormente la inmortal obra, disparándose más rauda que las balas su aura y fama hasta los confines del universo, sacándole el máximo provecho a las adversidades.

   Se interrogaba si el despertar entre Pinto y Valdemoro o entre el malagueño y manchego paisaje conllevaba aires y mundos que precisaban puntualizaciones al respecto por mor de susceptibilidades según las coyunturas climatológicas y anímicas a la hora de aguantar los fuertes chaparrones.

   Los gélidos vientos manchegos podían endulzar las asperezas y maltrechos pasos de Evaristo en el estío poniendo a tono sus pálpitos, en cambio la malacitana brisa marina con su oleaje y las erógenas ramificaciones de las playas de la Costa del Sol junto con el tentador nudismo podrían influir en los embates invernales como fuego o una columna que fortaleciese los músculos del amor, sin dejarse arrastrar por encendidos o truculentos delirios.

   El cambio de aires, el desplazamiento de un territorio a otro airea el cerebro, el espíritu, y orea las heridas del alma alegrando la pena, y levanta los decaídos corazones lanzándose sin paracaídas a la conquista de lo robado o perdido, al paraíso soñado de la infancia.

   Y con las bombas que tiran los fanfarrones hacer borrón y cuenta nueva, planeando, cual lúdicas gaviotas, por la inmensidad del espacio, o posarse en la húmeda roca recibiendo protección y besos marinos soñando en su pétreo regazo.

   Las bombas atómicas o tsunami que a veces acechan en las encrucijadas de los sentires, será bueno transformarlas con sutil savia en bolitas de cristal, interrogándoles con sigilo por sus secretos o debilidades, aturrillándolas con premura con escopeticas de juguete o tirachinas descascarillando el núcleo duro de su robótica, de modo que, cual ufana nave en el océano, naveguemos por nuestro horizonte sin sobresaltos ni remolinos arribando a buen puerto, tarareando el estribillo, “soy capitán de un barco inglés”…, y repostar con el mar en calma chicha en el Peñón de Gibraltar.

   En línea con las envidiables aspiraciones de aminorar las secuelas de las tormentas, los vocablos bello, ético, útil deberían figurar con luz propia en los clásicos frontispicios, primando tales valores en las perspectivas del fluir humano. Y la cobardía, candidez o medias tintas sean el blanco al que hay que lanzar los endiablados dardos sin demora, y echar el anzuelo en el banco de encantos del mar de la vida humana pescando, cotejando y cortejando la variopinta cohorte de inventores, investigadores, pintores, cuentacuentos, poetas y personas libro con las obras literarias que vayan asomando por los picachos del pandémico panorama en el que nos vemos envueltos.

   Y mientras tanto, para frenar las tormentas existenciales, cerrar el paso a quienes intenten enquistarse en el devenir de nuestros días generando ansiedad, desidia o hecatombes, o vayan vendiendo humo por púlpitos, catacumbas o politizados meandros empeñados en engañarnos por todos los medios, saliendo a la luz del día como fresco e impoluto rocío irrigando los pensares con reparadoras esencias, exornándose con pendientes de oro en pasarelas de moda desafiando al mundo, prometiendo lo que no está en los escritos, burlándose del tiempo, la ley de gravedad o la inteligencia, y decirles bien alto ¡basta!, y se vayan a otra parte con su música, abriendo la gente los ojos a tan semejante farsa.

   Como talismán contra las tormentas del espíritu y para fomentar el progreso, la educación y la cultura evocar como un espejo en el que mirarnos al insigne Giner de los Ríos, pedagogo a carta a cabal, que se dejó la piel en ello, y con el que se debe caminar sin máscaras ni mascarillas de hipocresía por los caminos del saber, y en un juicio sumarísimo exigir que rindan cuentas a las tormentas.

   De la cuna a la sepultura, del venero al mar, del orto al ocaso, toda la vida discurriendo por el curso del río entre chopos, pedregales, acantilados, lamas o charcos.

   A pelear por una excelencia de vida invitan los impulsos humanos, y desplazarse por angostos senderos dejando las huellas en el tejer de los días, gozando de encajes de ensueño en hábitos, crepúsculos e indumentaria del alma.

   Y celebremos el carpe diem con la parafernalia requerida para la ocasión, en una fiesta de delicias compartidas, arrojando a la hoguera las tormentas tanto las meteorológicas como las interiores, que ahogan el alma, exclamando con altura de miras, viva la vida, viva la libertad, retozando como potrillos desbocados por esos mundos de dios sin ataduras ni reclamos por muy serios o sólidos que parezcan.

   Y se quedó leyendo Evaristo la novela Ofrenda a la tormenta de Dolores Redondo, con el firme propósito de estar vigilante ante la posible llegada de Inguma, el terrorífico genio maléfico.

 

 

 

 

              

      

  

  

            

 

 

              

      

  

  

            

 

              

      

  

  

            

  

            


viernes, 2 de octubre de 2020

Sor Virginia

 





   Iba sor Virginia con la cruz a cuestas por la calle de la amargura, cual otro Cristo, cruzando uno de los parajes más pintorescos y sugestivos de la ciudad, pero no era el momento propicio para deleitarse contemplando bellezas sudando como iba la gota gorda, resultándole harto pesada la carga, y no encontrarse físicamente en los mejores momentos.

   Quizás unos años más joven el lastre hubiera sido muy distinto, superando con otros aires más frescos y halagüeños sarampiones, cuestas u onerosos costes, pero las circunstancias mandan. La Comunidad la esperaba aquel día, cual pajarillos hambrientos en el nido, ansiosa por olisquear las golosinas, entremeses e imperiosos manjares que transportaba.

   Por la cabeza de Sor Virginia a buen seguro que pasarían toda clase de pensamientos tales como, si hubiera tenido la suerte de los pastorcillos de la Virgen de Fátima otro gallo le cantaría. Esa creencia la guardaba interiormente como oro en paño, porque la aureola y fama de los afortunados videntes habían traspasado fronteras, estando en boca de todos los púlpitos, cenáculos y devotos del orbe, auspiciado y llevado todo en volandas por la fe de la gente en la Virgen de Fátima.

   Sor Virginia no podía subir a los altares de ninguna de las maneras por muy bajitos que fuesen, ni por muchos viajes que realizase acarreando comestibles u otros enseres que le reclamasen las obligaciones de la Orden a la que pertenecía.

   A veces cuando subía las duras rampas del trayecto evocaba todos los santos del cielo y de la tierra, y el día en que tomó los hábitos solemnemente a los pies del altar convirtiéndose en Sor Virginia, aunque en las horas de oración y presencia del Santísimo y la Virgen de la Consolación y de Fátima recibía venturosas caricias, energías y unas benditas vitaminas que le impulsaban a proseguir en la brecha por el áspero camino, purificándose de las impurezas que siempre, a pesar de su abnegada vida de sacrificio, se resistían, y en ocasiones le faltaban las fuerzas, como le ocurrió un Viernes Santo cuando tuvo que ir a comprar víveres para la Comunidad, a pesar de los calambres y estragos del riñón que sufría, no pudiendo desentenderse de tan apremiantes menesteres, ya que hubiese sido una bofetada a la Comunidad de la abadía.

   Aquel día acaecieron innumerables contratiempos y una horrible tormenta que le pilló por lo más peligroso de la travesía complicándole aún más las cosas, mientras las monjitas permanecían en sus celdas esperando el toque de campana para acudir a la capilla a la meditación, y luego entonar villancicos, hosannas, el Gaudeamus ígitur, llevando a cabo los rezos del Ángelus y demás oraciones pertinentes. 

   A tales ejercicios religiosos no llegó a tiempo ese día, pese al titánico esfuerzo por aligerar la marcha cortando por las trochas, y asistir a los actos religiosos de la Comunidad uniéndose al fervor del resto de las compañeras.

   No obstante le estaban traicionando por la espalda los pensares a Sor Virginia, elucubrando acerca de sus aspiraciones, si hubiera sido ella la pastorcilla de Fátima a quien la Virgen se le apareció en cuerpo y alma para darle la buena nueva del estado tan catastrófico en que se hallaba sumido el mundo, como cuando llegó el turbulento tiempo con el duro golpe del diluvio universal otra música sonaría, en tal caso podría estar en los altares con toda probabilidad recibiendo plegarias, ramos de flores y haciendo milagros a mansalva, siendo la admiración de propios y extraños, acrecentando en los corazones de los creyentes la fe y la esperanza, mezclándose lo milagroso con las ganas de comer, con el pan nuestro de cada día, imaginando que más temprano que tarde sería atendida con creces en sus necesidades más urgentes, como la enfermedad del Covid 19 o en las penurias económicas, no llegando a pasar las de Caín, con el ambiente tan lamentable que le tocaba vivir peligrando el rancho diario, porque de lo contrario tendrían que acudir a un centro de caridad y auxilio social para saciar los estómagos de la Comunidad en medio de la pandemia y el miedo reinante, sin fuerzas ni garantías para seguir viviendo como Dios manda.

   A veces sopesaba Sor Virginia que hubiese sido mejor haber colgado los hábitos, y haberse dedicado a salvar almas currando por los campos de la vida, y haber creado un dulce nido con la pareja cumpliendo con el mandato divino, creced y multiplicaos, trayendo criaturas el mundo, y de ese modo habría recibido una mayor estabilidad emocional, y a lo mejor una independencia de la que ahora carecía, más acorde con sus debilidades psíquicas y soñados ideales, no estando sometida a la presión de los votos que había profesado de pobreza, castidad y obediencia.

   Había momentos en los que se sentía reconfortada y feliz sirviendo a Dios, reflejándose en su semblante, porque le iba dictando los pasos a seguir, aclarándole tanto los derechos como los torcidos, que a través de los días iba tejiendo, aunque en verdad eran muchos los obstáculos y adversidades que tenía en su contra, incluso de las mismas compañeras de la Orden por rencillas, celos u otras pueriles zarandajas.

   -EL otro día por poquito si no cuelgo los hábitos –farfullaba ella, porque un joven sacerdote con el que se confesó la trató con tanta ternura y delicadeza que le trasmitió un bálsamo cuasi divino, hasta el punto que se derritió en el confesionario llegando a no poder articular palabra, ni enderezar el esqueleto o mover las extremidades inferiores, encontrándose en un estado de éxtasis, y tuvo que levantarse a toda prisa el padre espiritual y llevarla en brazos a un reclinatorio, y al recibir el aliento del Espíritu Santo en tan comprometidas coyunturas fue reviviendo del penoso estado en el que se hallaba, no sabiéndose a ciencia cierta la causa, si fue por anemia o por unos efluvios místicos que le inoculara el padre confesor en las más sensibles fibras de su corazón, donde se cuece el guiso más suculento, la molla y otros irresistibles condimentos aún más exquisitos que hacen milagros, levitando las almas, llegando hasta el cielo, al paraíso de la felicidad…