domingo, 17 de julio de 2011

Los silbidos del viento


En la reunión se escanciaron botellas de sidra y jarras y más jarras de cerveza y sangría, saciando la ansiedad y la sed los asistentes, que permanecían tiesos, casi en silencio, cosa extraña en estos eventos, en medio de un susurro de abejas que sonaba en los alrededores estrujando sus seseras, sumidos en las simas de si mismos, en el subconsciente, surfeando a brazo partido por la superficie de una sinfonía líquida, que les suscitaba diversos cuentos, miles de cuestiones y múltiples sensaciones, y desde aquellos mundos se disparaban ardorosos los corazones, o se escuchaban insólitos runruneos, mezclados con brisas de sal marina, asombrosas pestilencias de granjas cercanas y oscuros sinsabores, que más tarde asperjaban con vino blanco y vino negro sus rostros y las sábanas en las que se solazaban, que en ocasiones se desparramaban por las inmensas sabanas de aquellos parajes como lenguas viperinas, enviando eses o eses (SOS) al viento, a los transeúntes o a los que solicitaban auxilio, a fin de sofocar sus flaquezas, el incendio interior o la exacerbada desesperanza que los subyugaba.
Aquel día no sufrieron ningún descalabro importante, parándose en seco en su presencia toda la instrumentalización orquestada a bombo y platillo, salvándose de la quema lo esencial de sus pertenencias y su sentidos, que en tales momentos estaban en máxima alerta, a sabiendas de que sotto voce les insuflaban sugestivos reclamos, como si fuesen tontos, ofreciendo suculentos productos exhumados de subterráneas salas de ultratumba, con la voluntad de deglutir porciones de inmortalidad, donde se guardaban los más exquisitos manjares para degustación de los espíritus de los faraones o similares en las lujosísimas pirámides, o extraían en su lucha por la existencia celestiales ondas de ultrasonidos perdidos por la atmósfera, que brotaban de las mismas entrañas de la tierra, como lenguas de fuego de un volcán en erupción, aunque sin saber a ciencia cierta si encerraban o no algún sesudo pensamiento, en ese resurgir de las cenizas impulsados quizás por una sabiduría salomónica o por ciertos poderes mágicos, de manera que alzasen el vuelo en pos de sus aspiraciones después de haber caído en los más bajo, sintiéndose aupados a nuevos horizontes, a nuevas metas, aunque estuviesen inmersos en las más resbaladizas contradicciones, de modo que no alcanzaban a succionar el apetitoso zumo que se les ofrecía en el desayuno de un rutilante amanecer, o el sumo bien por el que todos luchaban, sintiéndose asustados y privados de una luz que los iluminase, sin capacidad para salir del túnel o reaccionar, asidos como se encontraban al duro tronco que flotaba río abajo por donde discurrían, o encadenados a sigilosos canes que rabiosos exhalaban heridos ladridos entre negros nubarrones y ásperas sierras nevadas, que se expandían por el bosque, confundiéndose con las malezas, aulagas y romero en un inesperado beso en la espesura.
En los seísmos serios o los más insulsos, que nunca se sabe, masticaban azorados frases rotundas, robándose entre sí palabras o aforismos como, Más allá de la realidad que sufres, te espera la verdad de las cosas. Y así, de esa guisa, se sentaban al fresco en hamacas a las puertas de las casas rumiando entelequias, arañando el más allá, o sobre gruesas piedras que por allí proliferaban configurando colosales eses, despertando la curiosidad de los viandantes, por parecerse al fin de algo o a cintas de la meta de una carrera de sacos de un pueblo en fiestas, y al hilo de los avatares se interrogaban si se habría ideado semejante plan para probar el grado de estulticia o inteligencia de los seres vivos.
Atestaban la zona con inusitado estruendo, como cuando en los campos de fútbol tocan bocinas, silbatos o vuvucelas, o entonan al unísono himnos haciendo la ola contra los sentires arbitrales, propalando en aquellos sectores una resonancia descomunal, y después, sin esperar el final de la contienda, se echaban a la calle siguiendo el zigzag de los silbos de los alisios y el siroco cargado de polvo, que alisaba el terreno que les circundaba, sometiéndolos a sucesivas picaduras de insaciables moscardas y mosquitos o a las salpicaduras de la pertinaz lluvia, sin olvidar las frías corrientes o pulsos del cierzo y el ábrego, o los barridos de la tramontana, que cruzaban los aires ante la insensibilidad de los lugareños.
Muchas veces se asomaban por los ventanucos o balcones de las moradas, y aprovechando la calma chicha de las turbas se sacudían el peso de la insensatez con suma ligereza, llegando en ocasiones a sostener en el aire sus risas, por encima de los lloros, echando un pulso, ya que muchos asentían complacidos o ansiosos, y al cabo del instante por el que transitaban, en ese fugaz presente, aterrizaban felices o torpemente en el tejado de alguna mansión destartalada, o caían de bruces en las urgencias del hospital más próximo, pero los afortunados formulaban otras rutas de vuelo lanzando silbos amorosos, cuando aún sesteaban sin proponérselo, debido a que no asían la respuesta correcta con firmeza, de manera que satisficiese o sanase sus jaquecas, el tardío acné o los desvaríos, explicando en cierta medida la causa de su rebeldía y de los últimos rescoldos, y gestionando con parsimonia las cuentas corrientes con los amigos o con las hipotecas, y templaran las cuerdas del instrumento de viento que los mantenía en pie interpretando la cansina serenata, que fluía de la llama de los ancestros, de tradiciones seculares, señalando sin cesar el norte, el nudo del atolladero, la depresión o migraña que los enmarañaba, usando para ello el sentido común, la verdad de las cosas, aplicándose el cuento, lo que les acarrearía incalculables ventajas, sobre todo yendo a la realidad, como aquella conocida tribu, con su peculiar forma de saludar, yo soy porque somos, habibu, y evocar lo que en un vuelo advertía la abuela, diciendo socarronamente, pies para qué os quiero, y de un bote saltar de entre las tóxicas ortigas, que alguien había sembrado al socaire del risueño balanceo de gaviotas, silbidos de pastores o sirenas de buques que arribaban sanos y salvos a puerto.

En esas entremedias apareció por aquellos andurriales, alegre y confiado, un borracho, exhalando pícaras frasecillas, chascarrillos o aventurillas amorosas, describiendo al andar, con el vaivén de brazos y piernas, solemnes eses, propias de ilustrados mamotretos medievales, y apostillando con tino para sus adentros, borracho yo, tururú, ps…ps…s…s… entre jipidos.
-Osú, Gervasio, lo bonico que vienes hoy, quién lo diría.
-Pues mira, vecino, sabes una cosa, ps…ps…pos, coño, que me caigo, qué le habrán hecho a la calle que la encuentro tan rara, pues como te decía, ya verás la cantidad de faltas que sacará mi mujer en cuantito me vea.

Había espinosas zarzas y malentendidos por los enrevesados senderos, no era fácil atisbar la otra orilla, faltaban grandes dosis de pundonor, y se arremolinaban en sus regazos o en las piscinas olímpicas que frecuentaban, o incluso cuando viajaban por los canales de Venecia con la imaginación o se centraban en las arterias que irrigaban sus miembros, triturando, como lenguas de sierpes, reconfortantes zanahorias, pútridas lechugas o mortecinas tardes de otoño, o degustando salsas o cubatas caribeños en las islas del ocio, brincando, como las ranas en las charcas, con hipo de borrachera o garraspera, por lodazales lejos del control humano.
Y allí saltaba la liebre, toda sonriente, aunque no siempre, con cara de salsa picante o primavera temprana, enraizada en quisquillosas coqueterías.
Finalmente se fueron deshaciendo como pudieron de las rémoras, remando con furia a sotavento y barlovento, peinando elucubraciones útiles o sensuales, pero asertivas, directas al blanco, a fin de sortear sus sombras o los subterfugios que los aderezaban, desentendiéndose de la rutina, aunque echando mano de serviles despistes o displicentes somnolencias.
Y sin vislumbrar los escollos que les acechaban a la vuelta de la esquina, que silbaban en las cumbres haciéndose señales de confraternización y empatía, o en los socavones del camino que pisaban, se dispusieron a sacudirse los espolones, intentando soterrarlos o recluirlos en un balneario, o acaso averiguar el futuro en una bola de cristal y salir de dudas, donde cupiesen todo lo habido y por haber, enseres y cachivaches, sinos y desatinos, senos y suicidios, tsunamis y sinrazones, sollozos y simpatías, prejuicios y orgullos, saltimbanquis y saltamontes y cuerdas de ahorcados o marineras, o sota, caballo y rey, y a renglón seguido tumbarse en la fresca hierba primaveral o en la ardiente arena de la playa, y recapitular sosegadamente, suspirando por aquello que les sonriese, y sin rechistar envasar en minúsculos frascos o sublimes silos o solemnes ánforas los ansiados vientos que bebían en sus vidas o los pergeñados resultados, los más prósperos y sugestivos, aquellos que les entusiasmaban y nadie haya podido imaginar jamás a través de su intrahistoria.
Dichos factores se irían sumando, paso a paso, para sufragar los desconchones, los altibajos, las turbias zozobras o el caluroso simún, que silbaba sin desmayo por las puertas de las tabernas y las tiernas sinuosidades del espíritu. O bien, como mero pasatiempo, ponerse a escuchar el misterioso oleaje de la caracola marina con la que se toparon en el trayecto, o silbar coplillas con sonidos sibilantes, henchidos de fosforescentes ecos y aires festivaleros de tiempos gloriosos, que, a trancas y barrancas, nos han ido moldeando o inyectando por las esquinas de la infancia o ya en la madurez, a través de las estaciones del tren en el que viajamos, en todo tiempo y lugar, ni menos ni más que lo que el viento se llevó.
En los equinoccios más comprometidos se tejían filamentos consistentes a base de sones, sonsonetes, sonrisas, castañuelas, suspicacias, sabañones, simios recién paridos en su evolución y un rosario de alargadas flautas y acordeones cargados de seseos latinoamericanos, andaluces, o canarios, de todos los colores y tamaños, con aires otoñales, sonando cual claros clarines por las torrenteras, valles y conciencias con radiantes y estelares signos.
El sigilo de las siglas y acrónimos inundaba los cementerios (R.I.P.) y la vida (O.M.S., F.A.O.,U.N.E.S.C.O., U.N.E.D, U.N.I.C.E.F.) incrustándose por entre las insignificantes redecillas de las sienes sembrando siemprevivas o pensamientos más o menos marchitos, como fieles siervos adscritos a la gleba, al servicio de una siembra tal vez torpe, aunque con riegos de rebosante agua potable, y a veces sentado raciocinio, antes o después de la siesta acostumbrada, aunque a veces les cojiese a media siesta la despedida definitiva, o ya mayorcitos, o acaso por suerte se dedicaran a leer libros verdes o pseudocientíficos, bien sea en enero o en agosto, a la vera de un sauce o de un pino, encendiendo las velas del entusiasmo y saboreando la savia de la lectura y ahuyentando el soborno más cruel o el sobeo al soberano en su soberbia urbe, soslayando lo sublime, o cayendo en la satrapía, sin percatarse de que una brizna de sustancioso bocata basta a veces para amueblar el intelecto, siguiendo el consejo de aquel amigo, leed, para que sabiendo sepáis discernir el bien del mal, aunque el estómago se quede a oscuras, ejercitándose en el oficio de pensador.
Con la singular envergadura de la ESE (S) – con vocales o consonantes-, pronunciando o dibujando tan solo su sinuosa caligrafía, se cuecen millones de guisos, escritos y sesos o sobresalientes rabos de toro recién traídos de la corrida cotidiana o de la plaza, o sellando el compromiso nupcial con el Sí quiero seguido del nervioso beso, o al descubrir al culpable, ése, ése, ése...

sábado, 9 de julio de 2011

El montículo





No había un alma en el montículo, parecía que los habitantes del lugar hubiesen sido exterminados por un potente artefacto o bomba atómica, no dejando ni rastro de sus límpidas almas.
Aquello ofrecía un aspecto desolador. Estuvo durante un largo período indagando, escarbando en las arrugas de las rocas y en las grietas del tiempo que a malas penas recordaba, y no hallaba ni una aplastada lagartija o fragmentos de alguna hormiga asesinada por la voracidad de algún hambriento enemigo, o acaso vislumbrase a la más afortunada deambulando atontada después de la acometida de un lado para otro, luchando por la supervivencia. Sin embargo aquello era un auténtico desierto, semejante a un cementerio plagado de infinidad de oscuros nichos, donde probablemente yacían los restos de los últimos moradores.
Hubo un momento en que en el azul del firmamento se atisbaba alguna mueca o un leve y remoto resurgir de vida, quizá el vuelo de alguna paloma camuflada que se hubiese salvado de la catástrofe, del horrendo bombardeo, pero en el fondo persistía la incertidumbre y se percibía como un espejismo, aunque interiormente el corazón incubase la firme esperanza de palpar vida en los alrededores, en ciertos subterfugios perdidos por la sabana y alejados del centro de radiación, de modo que alguien, por los enigmas del destino, respirase aún con furia entre insondables ruinas sepultado por la impotencia más extrema…