miércoles, 30 de diciembre de 2020
ILUMINACIÓN NAVIDEÑA
viernes, 25 de diciembre de 2020
Estornudo
miércoles, 2 de diciembre de 2020
El hombre de negro
Salió Álvaro echando chispas de la iglesia tras confesar el último crimen que había llevado a cabo en un lugar sin concretar, apuntando a la sierra de Almijara, y se dirigía en dirección al monipodio, donde se mascaban los secretos de muerte y repartían el botín, aguardando eufóricos los compinches para alzar la copa brindando por la heroica gesta del último ajuste.
Todo lo que espetó Álvaro al sacerdote en el confesionario bajo secreto sacramental
no quería que saliese de esa tumba por nada del mundo, haciendo lo indecible
para no dejar cabos sueltos de su vida.
Álvaro había sido toda su vida un humilde pescador echando las redes por
la bahía malacitana con una vieja barca de segunda mano, que con mucho
sacrificio pudo pagar mendigando por las calles del centro de la ciudad. La
barquichuela no estaba para muchos trotes, y avanzaba renqueante peleándose con
la espuma de las olas, y daba miedo verla haciendo milagrosos equilibrios para
sostenerse en pie y millas a trancas y barrancas, no sabiendo nunca si llegaría
a alguna parte o a un banco de peces, y aguantaba la pobre ya tan arrugada y
despintada, pidiendo a gritos una reforma como el comer.
A
malas penas juntaba lo suficiente Álvaro para sufragar los gastos de carburante
y el sustento de la familia con cinco retoños a su cargo, que se comían a
pavía, y ante tan alarmantes estrecheces y penurias se vio abocado a jugarse la
vida entrando en un grupo del crimen vendiendo muerte por los cuatro puntos
cardinales del globo enviando droga por un tubo, y conseguir la mayor ganancia
posible en poco tiempo y poder llevar en adelante una vida tranquila y decente,
libre de miserias y calamidades.
El tiempo tan negro que vivió sólo lo sabían su abuelo y una tía suya,
que murió de tuberculosis muy temprano.
No podía quejarse Álvaro de los ingresos que obtenía en tales
circunstancias tan delicadas, pues sus cinco niñas iban a los mejores colegios de
la comarca con buenos trajes y sus respectivas motos, pasando unas ricas
vacaciones en los puntos más prestigiosos del planeta, buscando la fórmula para
que sus descendientes viviesen felices y contentos, a salvo de cualquier
contingencia.
Mas la vida da muchas vueltas y
tumbos, ya que nunca se sabe si lo que hoy vale se tornará mañana en veneno
a la vuelta de la esquina.
Un día de horrible temporal, que llovía a cántaros según iba con un flamante
mercedes por la autopista, un vehículo de la guardia civil le iba siguiendo los
pasos, dando la voz de alarma a los otras patrullas policiales, y al verse
Álvaro rodeado de coches por los cuatro costados se dio una puñalada sangrando
como un cochino, siendo transportado por la policía al hospital más cercano
para que le atendiesen.
El jefe de los capos andaba en esas fechas por Barranquilla, y cuando le
llegó la noticia macabra empezó a construir contra viento y marea un fuerte,
una especie de refugio atómico, con idea de no ser capturado por las fuerzas
del orden.
Con el paso del tiempo los actores cambian, y una antigua novia que tuvo
había contraído una grave enfermedad por ingesta de estupefacientes, y quiso
por despecho comunicarle a la policía todos los estragos de la banda a la que
pertenecía ante sus inquietantes remordimientos, no pudiendo por menos de ir a
desembuchar parte de lo que le asfixiaba, aunque temía por su vida, porque en el momento en que se enterase
la banda de la traición no tardarían en ajusticiarla a muerte y callase para
siempre, porque eran sus instrucciones sumarísimas, lo mismo al chico que al
grande, y no se podía dar el chivatazo, porque por la boca muere el pez. Así
suele ocurrir en este sucio mundo del crimen.
No cabe duda de que es harto reconfortante acaparar en dos días un gran capital
que ni en cientos de años trabajando como un negro noche y día lo podría lograr,
como no fuese con la lotería, pero ni tampoco, siendo la coartada acariciada
por Álvaro para dar el salto y alistarse en la familia de la mafia, asegurándose
una desahogada existencia cosechando un envidiable nivel económico y social, bien
lejos de la hambruna.
Su familia no compartía tales ideales, pero cuando le arrimaba buenas
sumas de peculio, le sonreían y abrazaban haciéndole mil carantoñas, deseándole
lo mejor hasta que llegase la nueva remesa tras las sentencias de muerte, con
esperanza de que nunca le tocase a Álvaro, y siguiese en la brecha saliendo
ileso y vivo de los embates del mar de la vida y redadas de la policía.
Compraron varios pisos de lujo y suntuosos chalets por la costa malagueña,
Costa Azul y zona de Mónaco, adonde acudían con frecuencia para invertir en el
juego.
Pese a todo no soportaba Álvaro el color oscuro de su vestimenta,
provocándole no pocas depresiones. Los soleados amaneceres se le tornaban
turbios y gruñones por el parte de vuelo que cada mañana le elaboraba la banda
del crimen.
Últimamente viajaba menos a Colombia
y Sicilia por los contagios víricos entre otros motivos a parte del auge de
controles policiales, pero unas fechas atrás sin embargo iba como pedro por su
casa para gestionar ingresos, aranceles y aduanas para canalizar el clandestino
transporte de estupefacientes en grandes buques de carga, y a veces en barcos
de poca monta, exponiéndose a los más comprometidos peligros en la travesía.
En el último viaje que realizó desde Barranquilla venía el barco con los
motores a medio gas, asfixiado por la inmensa cantidad de sacas que
transportaba, siendo interceptado por los carabinieri a su paso por aguas
italianas, lo que le acarreó pasar cinco años en chirona, hasta que la novia le
introdujo un arma camuflada, y una noche de horrible temporal con truenos y
relámpagos a mansalva, cayendo chuzos de punta, cogió el revólver, y
acercándose a los vigilantes empezó a dispararles cayendo muertos en el acto,
dándose a la fuga en un helicóptero que le aguardaba en la puerta del presidio,
llevándolo a un escondite de la banda.
En su negro y largo
historial, tuvo Álvaro que pasar por los distintos grados de la cofradía,
aprendiz, oficial y maestro, y durante un tiempo fue el encargado de darle la
puntilla al elegido para el ajuste de cuentas, ejecutando a sangre fría las
estrictas órdenes.
Un día después de dejar a la novia en las
puertas de un museo,
y regresando a la guarida con sumo sigilo quiso antes de nada ponerse en manos de
un gurú que lo guiase, pidiéndole ayuda y descargar de paso el peso de la
conciencia que le atormentaba, pues no podía conciliar el sueño por los
remordimientos que como ascuas ardiendo le abrasaban hasta límites
insospechados.
Álvaro llevaba
dentro de lo que cabe una vida bastante rutinaria, sin grandes sobresaltos,
pero según pasaba el tiempo se iba haciendo más viejo y dejando por los
senderos muy a su pesar desperdigados cachos de documentos secretos, trozos de
su persona y gotas de sangre caliente.
Cierto
día apareció un cadáver en una playa de Sicilia escupido por las olas delatándole
por los múltiples y fehacientes rastros que encontraron de su persona en ropas
y cabeza del fallecido. Álvaro, ante la inminente detención por la interpol, no
sabía qué hacer para borrar de su currículo tales sospechas, y auspiciar una
primavera tranquila en libertad, mas tal percance precipitó más si cabe su
perdición, porque a las pocas semanas unos sicarios secuestraron al cura obligándole
a vomitar todo cuanto le había relatado a través de la confesión ante la tortura
a la que se vio sometido, refiriendo con pelos y señales todas las desvergonzadas
y atroces fechorías de Álvaro.
En la fiesta de un amigo celebrando una boda en un paradisíaco
hotel en aguas del Caribe fue arrestado ingresando en prisión, no pudiendo ya
seguir con su corolario de muertes y tropelías según denunciaban los informes
policiales, y que al parecer había sido autor material de la muerte de al menos
cuatro personas por los ajustes de cuentas de la banda.
Otra hija suya, al enterarse de la vida que había llevado su padre,
entró en un convento de clausura a hacer penitencia pidiendo por él, pues su
frágil conciencia se resquebrajaba sobremanera sintiéndose en parte responsable
de los criminales y viles pasos de su progenitor.
En una de las
visitas que llevó a cabo la hija a la prisión le cogió un lazo que llevaba en
el pelo, y en menos que canta un gallo entró en el cuarto de baño y con las mismas,
con negras lágrimas en los ojos, se ahorcó con él.
Cuando lo encontraron yacía en el suelo sin vida, y la policía se
puso en contacto con su hija monja para informarle del deceso e interrogarle a
cerca del fallecimiento para esclarecer los hechos, y a la hija sin saber cómo
le entró de repente una convulsión tan severa que cayó sin conocimiento rodando
por los suelos no volviendo en sí, como si hubiese querido dar la vida por su
padre.
En los insondables
rumbos y montañas rusas del vivir nadie está exento de cualquier advenimiento
de luz o apagón repentino de vida, cumpliéndose, como en el presente caso, el
proverbio, “quien a hierro mata, a
hierro muere”.
miércoles, 25 de noviembre de 2020
Serpiente
La efigie de
Dolorcicas, toda pizpireta y con rodete en el pelo evocaba la escena de la
serpiente enroscada en el árbol del Paraíso tentando a Eva diciéndole, toma,
muerde la manzana, y dale al compañero, que seguro que le encantará. Y sin ningún
titubeo lo llevó a cabo.
En esos momentos
soñaba lo que no estaba en las Escrituras, con una lluvia de aventuras disfrutando
a tope visitando los lugares más emblemáticos de medio mundo. No pensaba que
morder la fruta le iba a acarrear tantos disgustos o algún castigo, sino todo
lo contrario, que era lo mejor que podía hacer invitando a su pareja, al que
tanto quería, y que tan ricamente vivían en aquel edén, como unos señores, no faltándoles
de nada, tan sólo que no podían realizar desplazamientos a otros puntos del
globo, cruceros o salir y entrar cuando se les antojase.
En la práctica se
puede decir que se hallaban confinados en su cuartel general, aunque muy lejos
de lo que acontece hoy en día, pero no disponían de medios para efectuar
cualquier capricho, como no fuese escapándose en noches sin luna por algún boquete
o mediante un milagro, mas esos imperiosos anhelos se encontraban tan lejanos
que probablemente nunca lo lograrían.
Y al comer de la
fruta prohibida saltó la liebre o, mejor dicho, la serpiente, ocurriendo que el
Dios Padre se enfureció sobremanera llegando a perder los nervios, armándose la
marimorena en el Reino de los Cielos, y empezaron a afilar los cuchillos
rivalizando entre ellos para exhibirlos más brillantes y certeros, y sacaba toda
la corte celestial su armamento y lo blandían al viento ofuscados, oyéndose a
continuación un espantoso trueno y el globo terráqueo tembló, cristalizándose la
despiadada sentencia contra los indefensos humanos, “ganarás el pan con el
sudor de tu frente”.
Daban a los
terrícolas no poco que pensar los maremotos y algaradas en las alturas, al atisbar
el trato tan desairado por parte del Todopoderoso, pareciendo que
quisiera utilizarlos como cobayas de laboratorio, ensayando con ellos alguna
operación secreta o acaso vacunación masiva por alguna rara pandemia en
aquellos tiempos, echando mano de cualquier cosa, como bote salvavidas, un preludio
del futuro diluvio universal con el arca de Noé varado en el monte Ararat, no
muy lejos a lo mejor del cerro guajareño del Águila.
Lo tenía crudo Dolorocicas,
si quería quitarse el sambenito, como la conocían los vecinos, pese a su empeño
por sacudirse el polvo del camino y resarcirse de la leyenda negra de juventud,
endosándole el apelativo de serpiente.
No obstante hay que proclamar
a los cuatro vientos que desde su tierna infancia había cumplido escrupulosamente
con todas las pautas religiosas con no poco celo: sacramentos, ayunos,
castidad, escotes y demás requerimientos de su director espiritual.
Su conducta en ese aspecto era intachable, y el
currículo viene a aclarar el porqué de la interjección, ¡lagarto, lagarto!, tan utilizada para ahuyentar los miedos por el
mal de ojo u otros entuertos aliviando el sufrimiento por las emociones, y huir de los envenenados influjos de
las serpientes.
Es notorio que los
lagartos gozan de cierta empatía, y si no que se lo pregunten a
Dolorcicas que vivía en sus propias carnes las más atrevida segregación por la
similitud de su semblante con el careto de las culebras, nariz aguileña, alargada
faz y una lengua viperina, así como los gustos en el vestir, afectándole especialmente
en lo anímico, al situarla a la altura de las serpientes, como si les confeccionase
las camisas que mudan cada año, o las preparara para encuentros amorosos o
fiestorras estrenando ropas de moda, y rejuvenecerse con sensuales y seductores
aires.
No cabe duda de que la
expresión del lagarto era el talismán o tubo
de escape más socorrido de las criaturas a la hora de verse ante una súbita
amenaza.
A los
lagartos se les reconoce por sus oídos externos,
párpados movibles, un cuello roto y cola larga, de la que se puede desprender
para protegerse, y se alimentan de insectos.
Es archisabido que las serpientes no son de la devoción de los
mortales, acrecentado por la leyenda de la innombrable manzana (aunque al
parecer no era esa fruta, al errar el traductor) y el aluvión de nombres que
configura su álbum como algo tabú, a saber, víboras, boas, cobras, culebras de
agua, serpientes de pitón, de cascabel, ofidios, de liga, de maíz, de coral,
áspid, etc. … reptando o paseando su cuerpo serrano por los más eximios muros o
privilegiados espacios, a pesar de carecer de párpados, oídos externos y patas
delanteras, siendo sin embargo muy prácticas al engullir íntegra la presa, y estando
al tanto de cuanto se cuece en derredor.
Dolorcicas
tenía mucho gancho en las conversaciones callejeras, saliéndose siempre con la
suya, aunque no buscase guerra ni desease mal a nadie o ser la novia de la
muerte, como en el himno de la legión, pero no se quedaba atrás en los envites
al disponer de un sexto sentido, semejándose más si cabe a los ofidios, así como en otros puntos,
como dando puntadas con la aguja en las prendas con rotos y descosidos.
Disponía Dolorcicas de unas
maneras de coser o charlar muy suyas, no permitiéndole llevar un paso uniforme en
marchas nupciales o marciales, y menos aún en espacios cuadriculados o
perimetrados por algún confinamiento.
Vivía a su aire, feliz y contenta,
en su morada bañándose con la serpiente en la bañera como si tal cosa,
disfrutando y respirando vientos rurales, sin más preocupaciones que la labor
del campo y el sustento de los animales.
No le cuadraba el neologismo perimetrar, gestado con los
mimbres víricos actuales en los mentideros sanitarios, cuando vamos a
bordo del barco en el que navegamos (quédate en casa, yo me quedo), que por
cierto no se parece en nada a un crucero de placer donde se respiran nuevos
mundos, y goza de hechizados horizontes, ricos caldos o excelencias culturales cultivadas en los campos del saber.
Los lagartos deambulan por terrenos
más trillados sembrados de ojos curiosos, aunque con improvisadas reacciones de
la gente, pero no siendo tan severas y discriminatorias en el trato; a las
serpientes en cambio se les mira de una forma más turbia, con ojos abiertos
como platos, como si estuviesen hechas de maléfica madera, y amamantadas con una
leche asesina.
Las serpientes son inteligentes, y
están pertrechadas para el ataque repentino en cualquier momento, y donde ponen
el ojo ponen la bala, por lo que hay que sentirse un afortunado cuando al
toparse con una por los descampados escapamos indemnes, ya que no se andan con
chiquitas.
Dolorcicas, con su aureola
serpentina y áspera voz hundía puentes sin despeinarse, tronchando los tiernos tallos,
carantoñas o besos de corazón.
Con sus airados movimientos de ponzoñosa
basilisco fundía los comunicativos hervores hiriendo de muerte las partes más delicadas
de las personas, dando sonoros bofetones, patadas o escobazos por los rincones
de los días, sembrando en ciertos ámbitos y perfumados arriates un molesto
hedor o el cenizo, destripando sueños o empatías de bocas ansiosas por saborear
nuevos manjares, las primicias de fresca fruta de la huerta derramándose en los
regazos, en sus vidas, alentando los buenos deseos en cumples y efemérides, mas
Dolorcicas no estaba por la labor.
Con su mirada de serpiente
cercenaba lo sencillo, lo saludable, dejando en la cuneta o tiritando al más
pintado.
Al cabo del tiempo le salió un
novio indiano, que había retornado a su terruño construyendo un casoplón, y contrajo
matrimonio con todo lujo de detalles invitando a la fiesta a todo el vecindario,
llegando a superar los records del libro Guinness.
Dolorcicas era dicharachera, anárquica
y arquitecta de heroicidades y de los más inverosímiles desplantes descolocando a
cualquiera. Le gustaba contar cuentos y a veces se explayaba con historietas en
sus horas de aliño culinario, como en Master chef, o enhebraba bruscas instantáneas
quitándose la máscara, brotando sus lindezas listas para servirlas en bandeja de
plata, y picasen en el anzuelo que amarraba muy corto desde su orilla, con idea
de darle un susto al poco avispado al menor descuido, dejándolo plantado, clavándole
el aguijón o dándole un mordisco, cual vampiresa, y al cabo se alejaba haciendo
mutis por el foro.
Y de esa guisa agenciaba Dolorcicas
los fondos y trapos sucios en el teatro de la vida, utilizando su rasero de
medir a la espera de que una mano negra o necia hiciese alguna de las suyas, aunque
con disimulo, inoculando a los presentes, cual serpiente de cascabel, el
virulento líquido sin temblarle el pulso, con sutiles tejemanejes y martingalas para rematar la faena, fulminando los sueños a los que aspira cualquier
hijo de vecino con dos dedos de frente.
En el fondo habrá que darle una oportunidad a
Dolorcicas, y esperar a que madure el fruto de sus elucubraciones, pudiendo propalar
al orbe que somos frágiles y tiernos, por ende es preciso respetar los cariños
y puntos de vista de la buena gente, y los salvajes se reciclen en un crisol,
reformatorio o fragua a fuego lento, y entre carta y cuento del juego de azar zanjar
las vilezas o salidas de madre, dado que somos de carne y hueso, porque entre
los mayúsculos gritos del silencio a veces duele hasta el aliento.
viernes, 30 de octubre de 2020
Se oían a lo lejos los ecos
Se oían a lo lejos
los ecos de una vieja canción, “paseando mi soledad por la playa de Marbella/
yo te vi” … como un presagio, y con la chistorra de la tierra siempre consigo se
detuvo Bonifacio en un café según caminaba por un bulevar, cavilando sobre la muchacha
que conoció en la feria marbellí.
Las indagaciones que
llevó a cabo Bonifacio no le dieron resultado, pese a los millones de pasos que
dio. Y tras deliberar sobre el asunto, decidió quedarse a dormir el fin de
semana en un hotel de esa calle, con las esperanzas puestas en encontrarla por algún
rincón o tugurio nocturno de los que frecuentaron, pero la suerte no le acompañó.
Sí vio en cambio al
mendigo que dormía entre unos cartones junto a un portal semiderruido mostrando
un rostro feliz alegrando el día, y recordaba los cigarrillos con que lo había
obsequiado, así como los comentarios acerca de la vida y motivos que empujan a las
personas a vivir en la calle. El mendigo tenía todos los cálculos configurados
en el blog de su vida, así como las posibles rutas a seguir por el horizonte de
la existencia.
Pensaba Boni que la
vida es un martirio, un teatro, un montón de contradicciones e imposiciones que
a nada conducen en la mayoría de los casos, y que el menesteroso con el perro y
la mochila a cuestas no precisaba de nada más para sentirse reconfortado, tan sólo
algo que echarse a la boca para matar el hambre.
Más adelante por veleidades
del destino Boni se quedó en la ruina, y emigró a Alemania buscando un futuro mejor,
y al poco tiempo de estar navegando por aquellos teutónicos parajes se enamoró perdidamente
instalando el nido en Berlín, donde ejercía su trabajo, y se cumplió el refrán,
boda
y mortaja del cielo baja, encontrando
allí su media naranja.
Estuvieron viviendo
en distintos lugares de la ciudad, y finalmente se establecieron en la calle de
los Enamorados, el nombre se debe a una leyenda del lugar que habla de unos
amantes que vivieron en un período de entre guerras brotando entre la barbarie
el amor, quedando como testigo el mencionado topónimo.
En aquellos años de
abundancia la vida le sonreía a Boni, sintiéndose el más feliz del mundo. Todo le
salía a pedir de boca, gozando de un paraíso personal, pero tanta tranquilidad
y bonanza llegó a empalagar a Boni hasta el punto que ya le aburría, no
encontrando algo que le motivara o entretuviese cayendo en el más profundo tedio.
Un día, sin esperarlo,
se personó la policía germana en su domicilio y sin mediar palabra lo esposaron
sin más explicaciones, y le llevaron en el vehículo policial a los calabozos
del distrito; al parecer se debió a una confusión, por la sospecha de que fuera
un testaferro más del mismo Hitler, cosas
veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras, pero quedó absuelto a los
pocos días.
Con el paso del
tiempo se agrietan los tejados de las casas y ceden los cimientos apareciendo
arrugas en la mirada, en los sentires. El caso era que las relaciones de la pareja
se fueron enfriando como el viento berlinés generándose entre ellos una montaña
de malentendidos, insultos y desaires impidiendo la convivencia, echando cada
uno por su lado de mutuo acuerdo.
Un día de primavera
Boni, frisando los sesenta, se encontraba en vías de la prejubilación, cuando le
tocó el premio gordo del Euromillón. Tan súbito advenimiento con la ingente
cantidad de dinero le pilló con el paso cambiado y perturbó sobremanera, torciéndole
los planes, y decidió irse a vivir a Marbella remedando a los jeques árabes, evocando
aquella melodía que tantos buenos recuerdos le traían a la memoria.
Según trascurrían
los días no sabía en qué invertir el tiempo ni el dinero, o a qué empresa o
actividad dedicarse ahora. En sus relaciones sociales con fiestas, francachelas
y guateques puso todo el empeño, pero donde lo tuvo más claro fue en enamorarse
de una italiana de ojos tentadores y arrollador estilo llegando a no poder levantarse
del asiento ni dar un paso sin su aprobación, comportamiento a todas luces impropio
y raro del proceder humano, convirtiéndose en una perturbadora obsesión en su
vida.
No había corbata,
gafas o zapatos por los que no le montase ella una bronca, por considerar que
no se adaptaba a la moda o a sus gustos preferidos. Eran tan enormes los
problemas e inquietudes que le aquejaban que cansado del mundanal ruido se
retiró a un pueblito de la India buscando paz interior haciéndose monje budista,
rapándose el pelo y luciendo sandalias y túnica.
Allí cambió su
visión del universo, y los pensamientos iban poco a poco tomando cuerpo,
encontrando lo que buscaba, un mundo de aguas tranquilas y la creencia en él
mismo, aceptando sólo aquello que le diese sentido a la vida.
Dos décadas pasó
entregado a la meditación y servicio al Supremo Buda, cosa que aceptó de buen
grado para desintoxicarse y reencontrarse consigo mismo, y una vez restañados
los desconchones síquicos, volver al mundo de los vivos, al ajetreado picoteo de
los ecos mundanos y alegres movidas, arrojándose de cabeza a la corriente de
los días viajando a los más prestigiosos lugares: Londres, París, Nueva York,
las Vegas, etc…, pero donde recaló más ufano y placentero con un espíritu nuevo
fue en Marbella.
Allí se compró Boni
un piso de lujo, cosa que no le producía ningún perjuicio pecuniario, y no
encontraba tampoco el suficiente tiempo ni alocadas diversiones para fundirlo.
Una tarde que invitaba a pasear salió a estirar las piernas por las calles del
centro urbano, cuando de sopetón vislumbró en la esquina de una calle a
Daniella tan radiante y bella como siempre vendiendo flores en un tenderete el
día de los Santos, y se saludaron amablemente, deseándole lo mejor.
Mas según pasaban
los meses y los años le apretaba más si cabe el zapato a Boni, y los trinos de
las avecillas no le deleitaban tanto, acaso fuese por ir perdiendo audición o
agilidad mental, no encontrando lo que ansiaba pese a sus desorbitados
caudales, y es que hay cosas que ni se compran ni se venden.
Mientras tanto la
vida sigue, y algunos fines de semana fletaba una avioneta rumbo a Venecia o al
casino de Montecarlo entreteniéndose en sus juegos preferidos, o echando tal
vez una cana al aire, mas es de sobra conocido que los despilfarros no son
buenos consejeros, causando cuando menos se espera un fatal desenlace.
A la sazón le seguía
los pasos una mafia de estafadores que se le cruzó en su camino secuestrándolo en
el preciso momento en que se disponía a ir a los carnavales de Venecia, exigiéndole
una cuantiosa suma por el rescate, acarreándole unas terribles convulsiones y no
pocas noches de insomnio. Los delincuentes sabían de buena tinta que Bonifacio
nadaba en la abundancia, de manera que le obligaban a desembolsar un dineral,
si quería salir airoso del agujero en que lo habían metido.
Estando preso
pasaban por su mente los más extraños pensares y un carrusel de remembranzas de
toda índole, como los versos del monólogo de Segismundo de La vida es sueño de
Calderón: ¡Ay, mísero de mí, ay infelice!/, apurar cielos pretendo/ ya que me
tratáis así/, qué delito cometí/ contra vosotros naciendo/, aunque si nací ya
entiendo//” … o la pléyade de escritores que en los momentos más álgidos de su suplicio
alumbraron no pocas joyas inmortales, pasando a la historia como lo más saneado
de la literatura universal.
Pero los aires de
Boni no transitaban por esos derroteros, pues no poseía arrestos ni el duende para
elevar el espíritu y estrujarse las meninges, sacando provecho a las horas
muertas que pasaba en la lóbrega mazmorra.
Las noches se le hacían eternas, e imaginaba
en sueños salidas felices a lugares paradisíacos, alimentando envidiables proyectos.
Un día tuvo la idea de sobornar a los tres guardianes del confinamiento,
dándose a la fuga en un helicóptero con la escolta, y se plantaron en una isla solitaria
de las Maldivas rodeándose de fieles servidores, con el lema, poderoso caballero es don dinero,
viviendo como reyes tras la rocambolesca odisea.
Allí trascurrían sus
días disfrutando del buen yantar, los encantos del lugar y el benigno clima,
pero como el oleaje del mar de la vida es tan cambiante y muda a veces en un
suspiro, ocurrió que la ola de felicidad crujió de golpe, y un repentino
tornado se los tragó y nunca más se supo de ellos, resultando inútiles los
esfuerzos para rescatar sus cuerpos.
Por tales avatares
del destino pasará a la historia Bonifacio con esos insondables rotos, semblanza
que a nadie engorda ni enorgullece llevar en la solapa.
No hay que olvidar
las aventuras del bueno de Boni, que según se supo por unos maltratados
documentos encontrados en una redada de la policía por las henrico tabernas, que
había sido secuestrado por Eta y confinado en un zulo.
La vida da tantas
vueltas que nunca se sabe a ciencia cierta cuál será la última gota de agonía,
o las primicias de una súbita alegría.
miércoles, 14 de octubre de 2020
Tormentas
Cuando la borrasca apriete busca un techo protector, y cuando en tu vida aparezca la adversidad busca una mano amiga donde apoyarte.
En el recinto donde
se hallaba Evaristo exhalaba al viento el evanescente humo del cigarrillo, tarareando
como la cantante manchega la melodía, “fumando espero…”, aunque no esperase a
nadie pues las citas no siempre cuajan, y le tocaba matar el tiempo de la
manera más elegante e inocua posible.
A sus años recordaba
Evaristo con nostalgia los tormentos de juventud, las tormentas vitales y los negros
nubarrones descargando sobre los campos, tormentas las más sonadas de la
comarca en mucho tiempo destrozando los sembrados, las cuidadas huertas con hortalizas
y verduras, siendo la despensa a la que acudía para llenar el canasto alegrando
la cocina y las apetencias familiares.
Pero desde un tiempo
a esta parte Evaristo se sentía extraño, un extranjero en su predio, en la
propia morada, toda vez que no acababa de digerir los mensajes y consejos de
políticos y doctores que estaban hasta en la sopa, hasta el punto de quererlo
apuntar como conejillo de indias inyectándole una vacuna en experimentación, a
lo que finalmente asentía con cierto orgullo pensando que así al menos moriría
por una causa noble, dejando un halo de solidaridad y bonanza en su biografía.
Tal vez quería igualar
su tormenta a la del que se quedó manco en la célebre contienda de Lepanto, cuando
la pólvora se incrustó en su cuerpo, llevándole a alumbrar posteriormente la
inmortal obra, disparándose más rauda que las balas su aura y fama hasta los
confines del universo, sacándole el máximo provecho a las adversidades.
Se interrogaba si el
despertar entre Pinto y Valdemoro o entre el malagueño y manchego paisaje conllevaba
aires y mundos que precisaban puntualizaciones al respecto por mor de
susceptibilidades según las coyunturas climatológicas y anímicas a la hora de
aguantar los fuertes chaparrones.
Los gélidos vientos
manchegos podían endulzar las asperezas y maltrechos pasos de Evaristo en el
estío poniendo a tono sus pálpitos, en cambio la malacitana brisa marina con su
oleaje y las erógenas ramificaciones de las playas de la Costa del Sol junto
con el tentador nudismo podrían influir en los embates invernales como fuego o
una columna que fortaleciese los músculos del amor, sin dejarse arrastrar por
encendidos o truculentos delirios.
El cambio de aires, el
desplazamiento de un territorio a otro airea el cerebro, el espíritu, y orea las
heridas del alma alegrando la pena, y levanta los decaídos corazones lanzándose
sin paracaídas a la conquista de lo robado o perdido, al paraíso soñado de la
infancia.
Y con las bombas que
tiran los fanfarrones hacer borrón y cuenta nueva, planeando, cual lúdicas
gaviotas, por la inmensidad del espacio, o posarse en la húmeda roca recibiendo
protección y besos marinos soñando en su pétreo regazo.
Las bombas atómicas o
tsunami que a veces acechan en las encrucijadas de los sentires, será bueno
transformarlas con sutil savia en bolitas de cristal, interrogándoles con sigilo
por sus secretos o debilidades, aturrillándolas con premura con escopeticas de
juguete o tirachinas descascarillando el núcleo duro de su robótica, de modo
que, cual ufana nave en el océano, naveguemos por nuestro horizonte sin
sobresaltos ni remolinos arribando a buen puerto, tarareando el estribillo,
“soy capitán de un barco inglés”…, y repostar con el mar en calma chicha en el
Peñón de Gibraltar.
En línea con las
envidiables aspiraciones de aminorar las secuelas de las tormentas, los
vocablos bello, ético, útil deberían
figurar con luz propia en los clásicos frontispicios, primando tales valores en
las perspectivas del fluir humano. Y la cobardía,
candidez o medias tintas sean el blanco al que hay que lanzar los endiablados
dardos sin demora, y echar el anzuelo en el banco de encantos del mar de la vida
humana pescando, cotejando y cortejando la variopinta cohorte de inventores,
investigadores, pintores, cuentacuentos, poetas y personas libro con las obras
literarias que vayan asomando por los picachos del pandémico panorama en el que
nos vemos envueltos.
Y mientras tanto, para frenar las tormentas
existenciales, cerrar el paso a quienes intenten enquistarse en el devenir de
nuestros días generando ansiedad, desidia o hecatombes, o vayan vendiendo humo por púlpitos, catacumbas o politizados
meandros empeñados en engañarnos por
todos los medios, saliendo a la luz del día como fresco e impoluto rocío
irrigando los pensares con reparadoras esencias, exornándose con pendientes de
oro en pasarelas de moda desafiando al mundo, prometiendo lo que no está en los
escritos, burlándose del tiempo, la ley de gravedad o la inteligencia, y decirles
bien alto ¡basta!, y se vayan a otra
parte con su música, abriendo la gente los ojos a tan semejante farsa.
Como talismán contra
las tormentas del espíritu y para fomentar el progreso, la educación y la cultura
evocar como un espejo en el que mirarnos al insigne Giner de los Ríos, pedagogo
a carta a cabal, que se dejó la piel en ello, y con el que se debe caminar sin máscaras
ni mascarillas de hipocresía por los caminos del saber, y en un juicio
sumarísimo exigir que rindan cuentas a las tormentas.
De la cuna a la sepultura, del venero al mar,
del orto al ocaso, toda la vida discurriendo por el curso del río entre chopos,
pedregales, acantilados, lamas o charcos.
A pelear por una excelencia
de vida invitan los impulsos humanos, y desplazarse por angostos senderos
dejando las huellas en el tejer de los días, gozando de encajes de ensueño en
hábitos, crepúsculos e indumentaria del alma.
Y celebremos el carpe diem con la parafernalia requerida
para la ocasión, en una fiesta de delicias
compartidas, arrojando a la hoguera las tormentas tanto las meteorológicas como
las interiores, que ahogan el alma, exclamando con altura de miras, viva la vida, viva la libertad, retozando
como potrillos desbocados por esos mundos de dios sin ataduras ni reclamos por
muy serios o sólidos que parezcan.
Y se quedó leyendo Evaristo la
novela Ofrenda a la tormenta de Dolores Redondo, con el firme propósito de
estar vigilante ante la posible llegada de Inguma, el terrorífico genio
maléfico.
viernes, 2 de octubre de 2020
Sor Virginia
Iba sor Virginia con la cruz a cuestas por la calle de la amargura, cual otro Cristo, cruzando uno de los parajes más pintorescos y sugestivos de la ciudad, pero no era el momento propicio para deleitarse contemplando bellezas sudando como iba la gota gorda, resultándole harto pesada la carga, y no encontrarse físicamente en los mejores momentos.
Quizás unos años más
joven el lastre hubiera sido muy distinto, superando con otros aires más
frescos y halagüeños sarampiones, cuestas u onerosos costes, pero las
circunstancias mandan. La Comunidad la esperaba aquel día, cual pajarillos hambrientos
en el nido, ansiosa por olisquear las golosinas, entremeses e imperiosos
manjares que transportaba.
Por la cabeza de Sor
Virginia a buen seguro que pasarían toda clase de pensamientos tales como, si
hubiera tenido la suerte de los pastorcillos de la Virgen de Fátima otro gallo le
cantaría. Esa creencia la guardaba interiormente como oro en paño, porque la aureola
y fama de los afortunados videntes habían traspasado fronteras, estando en boca
de todos los púlpitos, cenáculos y devotos del orbe, auspiciado y llevado todo en
volandas por la fe de la gente en la Virgen de Fátima.
Sor Virginia no
podía subir a los altares de ninguna de las maneras por muy bajitos que fuesen,
ni por muchos viajes que realizase acarreando comestibles u otros enseres que le
reclamasen las obligaciones de la Orden a la que pertenecía.
A veces cuando subía
las duras rampas del trayecto evocaba todos los santos del cielo y de la tierra,
y el día en que tomó los hábitos solemnemente a los pies del altar convirtiéndose
en Sor Virginia, aunque en las horas de oración y presencia del Santísimo y la
Virgen de la Consolación y de Fátima recibía venturosas caricias, energías y
unas benditas vitaminas que le impulsaban a proseguir en la brecha por el áspero
camino, purificándose de las impurezas que siempre, a pesar de su abnegada vida
de sacrificio, se resistían, y en ocasiones le faltaban las fuerzas, como le
ocurrió un Viernes Santo cuando tuvo que ir a comprar víveres para la Comunidad,
a pesar de los calambres y estragos del riñón que sufría, no pudiendo
desentenderse de tan apremiantes menesteres, ya que hubiese sido una bofetada a
la Comunidad de la abadía.
Aquel día acaecieron
innumerables contratiempos y una horrible tormenta que le pilló por lo más
peligroso de la travesía complicándole aún más las cosas, mientras las monjitas
permanecían en sus celdas esperando el toque de campana para acudir a la
capilla a la meditación, y luego entonar villancicos, hosannas, el Gaudeamus
ígitur, llevando a cabo los rezos del Ángelus y demás oraciones pertinentes.
A tales ejercicios
religiosos no llegó a tiempo ese día, pese al titánico esfuerzo por aligerar la
marcha cortando por las trochas, y asistir a los actos religiosos de la Comunidad
uniéndose al fervor del resto de las compañeras.
No obstante le
estaban traicionando por la espalda los pensares a Sor Virginia, elucubrando acerca
de sus aspiraciones, si hubiera sido ella la pastorcilla de Fátima a quien la
Virgen se le apareció en cuerpo y alma para darle la buena nueva del estado tan
catastrófico en que se hallaba sumido el mundo, como cuando llegó el turbulento
tiempo con el duro golpe del diluvio universal otra música sonaría, en tal caso
podría estar en los altares con toda probabilidad recibiendo plegarias, ramos
de flores y haciendo milagros a mansalva, siendo la admiración de propios y
extraños, acrecentando en los corazones de los creyentes la fe y la esperanza, mezclándose
lo milagroso con las ganas de comer, con el pan nuestro de cada día, imaginando
que más temprano que tarde sería atendida con creces en sus necesidades más
urgentes, como la enfermedad del Covid 19 o en las penurias económicas, no
llegando a pasar las de Caín, con el ambiente tan lamentable que le tocaba
vivir peligrando el rancho diario, porque de lo contrario tendrían que acudir a
un centro de caridad y auxilio social para saciar los estómagos de la Comunidad
en medio de la pandemia y el miedo reinante, sin fuerzas ni garantías para
seguir viviendo como Dios manda.
A veces sopesaba Sor
Virginia que hubiese sido mejor haber colgado los hábitos, y haberse dedicado a
salvar almas currando por los campos de la vida, y haber creado un dulce nido
con la pareja cumpliendo con el mandato divino, creced y multiplicaos, trayendo
criaturas el mundo, y de ese modo habría recibido una mayor estabilidad
emocional, y a lo mejor una independencia de la que ahora carecía, más acorde
con sus debilidades psíquicas y soñados ideales, no estando sometida a la presión
de los votos que había profesado de pobreza, castidad y obediencia.
Había momentos en
los que se sentía reconfortada y feliz sirviendo a Dios, reflejándose en su
semblante, porque le iba dictando los pasos a seguir, aclarándole tanto los derechos
como los torcidos, que a través de los días iba tejiendo, aunque en verdad eran
muchos los obstáculos y adversidades que tenía en su contra, incluso de las
mismas compañeras de la Orden por rencillas, celos u otras pueriles zarandajas.
-EL otro día por
poquito si no cuelgo los hábitos –farfullaba ella, porque un joven sacerdote con
el que se confesó la trató con tanta ternura y delicadeza que le trasmitió un bálsamo
cuasi divino, hasta el punto que se derritió en el confesionario llegando a no
poder articular palabra, ni enderezar el esqueleto o mover las extremidades
inferiores, encontrándose en un estado de éxtasis, y tuvo que levantarse a toda
prisa el padre espiritual y llevarla en brazos a un reclinatorio, y al recibir
el aliento del Espíritu Santo en tan comprometidas coyunturas fue reviviendo del
penoso estado en el que se hallaba, no sabiéndose a ciencia cierta la causa, si
fue por anemia o por unos efluvios místicos que le inoculara el padre confesor en
las más sensibles fibras de su corazón, donde se cuece el guiso más suculento, la
molla y otros irresistibles condimentos aún más exquisitos que hacen milagros, levitando
las almas, llegando hasta el cielo, al paraíso de la felicidad…
miércoles, 23 de septiembre de 2020
No perder el norte
"Se equivocó la paloma, se equivocaba,
por ir al Norte, fue al Sur"... (R. Alberti)
No
quería que le pasara como a la paloma, y puso todo el empeño en que así fuese.
Hay quien pierde los estribos al ir al Norte
por encontrarse con una cortina de agua fina en el camino de Santiago, o no
señalar el GPS los nobles enclaves del itinerario.
No falta quien al
menor estornudo tira la toalla y entrega el alma al diablo menoscabando su
valía, cayendo por el acantilado.
Elaborando un
informe que englobe los pistilos y cálices del concepto de deforme con todas las estribaciones de su esencia hasta lograr estandarizar el término, no saldrá
airoso si los sentimientos juegan su papel, ya que su validez se desvanecerá de
súbito si se ponen puertas a la fantasía,
haciendo aguas por todos los rincones empezando por la comisura de los labios,
sobre todo si a gustar convidan.
Es sabido que los
sentidos nos engañan, unos más que otros según por quien beban los vientos, y si
recapitulamos su espectro, en el fondo no hay enemigo pequeño ni deficiencia que con sus energéticos impulsos
y duende no crea un nido de cielo, rubricando los acariciados anhelos de los
seres humanos.
Durante un tiempo discurría
por las mentes privilegiadas la sentencia,
si las piedras hablaran, apostillando
sin ambages su esencia inanimada,
hasta que con cordura y sigiloso juicio se ha impuesto por su propio peso el arte, las vibraciones del alma, vocalizándose
en sus labios los ritmos más emotivos como, ay
amor que despiertas las piedras, donde se da por hecho que escuchan las
cuitas de los mortales, haciéndose eco de sus querencias o desafíos, y no
digamos si se contemplan los magistrales lithoramas rebosantes de vida que
danzan por las galerías de arte con sus sentidas texturas creativas trasmitiendo
el embrujo de los corazones, y sin llegar a perder el norte.
En los estadios de
sitio en que nos hallamos hoy en día, asediados por un ejército inhumano e
invisible, que se ceba con los mayores, no hay más remedio que armarse de valor
y combatirlo a sangre y fuego, no dejándole ni un resquicio o pista que delate nuestros
secretos mientras dormimos.
El ser humano es
frágil, y cualquier repentina torpeza puede echar por tierra todo un imperio, el
entramado de una vida construida golpe a golpe, trago a trago, a través de los vaivenes
vitales y duros aguaceros que operan por los senderos, y de los que nadie está
exento. Por ende, envueltos en el maremágnum de los imprevisibles avatares, a
veces, por un quítame allá unas pajas, nos la jugamos, y se desvanecen los andamiajes
existenciales, los sueños, perdiendo el olfato de la esencia que nos sustenta,
tanto del cuerpo como del espíritu, precipitándonos en un pozo sin fondo, donde
sanguinarios y subrepticios cocodrilos o cobras se cobran la pieza, deshilachando
las ilusiones más queridas y sinceras.
Por ello la mesura y
prudencia en ese juego de malabares son trascendentales, no perdiendo el norte
ni de vista la aguja de nuestro horizonte, agarrándonos si es preciso a un
clavo ardiendo, a la dirección que señalice la brújula que manejamos.
Hay quien piensa que
el vocablo (brújula) o instrumento al uso no es fiable, leal, alegando que habla
por boca de ganso, tildándola de veleta, que va para donde la lleva el viento,
sin unos principios firmes que sustenten los pasos, las estructuras
existenciales.
De cuando en vez hay
quien se aferra a lo infructuoso ninguneando el rédito, lo valioso del fruto, del
hallazgo que salva vidas, como es el caso que nos ocupa; no obstante nada más
asomar por los cerros de la historia de la Humanidad temerarios navegantes se hicieron
a la mar, yendo al albur, a la buena de Dios, y la brújula los guiaba evitando
lo peor, sorteando peligros, liberándose de tiburones u otros raros ejemplares
famélicos merodeando por la zona.
Es de sabios
rectificar, no perder los nervios, la esperanza, el rescoldo ancestral, al
mejor amigo del hombre, el can, o al canario en la jaula que ameniza las
mañanas y derrama sonrisas ahuyentando los negros nubarrones trasmitiendo
mensajes nuevos, reconfortantes al destinatario, cual palomas mensajeras.
No cabe duda de que
la vida es imprevisible, aunque ornada en ocasiones de dulces arco iris, con tormentosos
rayos e inesperados tormentos a la vuelta de la esquina, mas si nos instalamos
en el puesto de mando de la nave con la cabeza bien alta y la mansedumbre en
las manos del alma podremos exclamar a los cuatro vientos el gozo, incluso a los más turbios y acérrimos
contratiempos que el rumbo de la vida lo lleva uno a buen puerto, a la felicidad,
que para eso nacemos, pese a los lúgubres obstáculos marinos o desairados
tejemanejes.
No perder el norte
encierra tamaña enjundia y rigor en las arterias vitales, que a bote pronto se
desparrama a izquierda y derecha como la siembra en los campos, cuando el
agricultor realiza la labor allanando el terreno y depositando la semilla con
la esperanza de que un buen día germine, y se conforme un nuevo cuerpo con sus pálpitos,
aromas y propiedades nutritivas.
En el variopinto
mundo en el que nos movemos hay quien por un oído le entra y por otro le sale
todo, haciendo caso omiso de los consejos, como mascarillas, lavado de manos o
guardar las distancias. El ego lo tienen tan subido que no cabe entre el cielo
y la tierra. Se palpa que no se aviva el seso, contrariando la voluntad de
Jorge Manrique, no despertando las ansias de conocer tal o cual descubrimiento,
diseño o vacuna, todo aquello que valga la pena para evitar males mayores.
Es importante no ser
uno pan comido o carne de cañón, donde cualquier trepa haga su agosto, y se caiga
ingenuamente en las más absurdas contradicciones, perdiendo no sólo el norte,
sino los cuatro puntos cardinales, no sabiendo hacia dónde se dirigen sus pasos.
No perder el tiempo
en bagatelas u otras monsergas no es baladí, sobre todo cuando se da uno cuenta
de que la vida va en serio, porque el tiempo es oro como apunta el proverbio y
se nos va de las manos, a no ser que emulemos al rey Midas con sus maravillosos
prodigios, y alejar el fantasma de verse en la extrema pobreza el día de mañana.
La hormiguita cumple
el lema religioso “Ora et labora”, al menos el segundo, tanto en invierno como
en verano, teniendo siempre cubierto el granero. Y más en esta época de vacas
flacas, y se sentirá la persona eufórica y feliz, riéndose de las plagas y
demás calamidades del mundo.
Tales pensamientos deberían
ser la brújula que nos guíe por los
ásperos mares del vivir. No obstante hay quien lo tiene muy claro, y monta en
el mulo una vez aparejado poniendo rumbo a su destino sin artilugio alguno. La
ruta la tiene impresa en la piel del alma a machamartillo, y nada ni nadie podría
borrársela.
Así solía ir Juanico
por los caminos de la vida, a las faenas del campo o a la tienda de
ultramarinos de la capital de la costa granadina, llevando en las alforjas un
pan con engañifa pero sin líquido alguno, porque de eso se encargaba personalmente,
haciendo el vía crucis por los ventorros de la ruta.
El dócil mulo, todo
obediente, apenas se quejaba ni soltaba prenda, en todo caso daba algún
respingo o berrinche in extremis pidiendo alguna caricia o trago de agua en la cuesta
de la fuente del pueblo, siendo a veces un calvario el trayecto por los fríos y
fuertes vientos que doblegaban las copas de los olivos o al mismo jinete, cuando
cabalgaba algo alegrillo por efectos del último trago ajeno a la frialdad del
invierno o las tórridas horas del estío.
Un día bebió más de
la cuenta entrándole un sueño de muerte, durmiéndose en los laureles, en lo
alto de la bestia, yendo cual otro Cid Campeador comandando la tropa, aunque él
no luchaba contras huestes enemigas sino consigo mismo.
Una vez, cuando
echaba el penúltimo trago en la barra del ventorro, oyó hablar por la radio de
entonces de los viajes transoceánicos, que cruzaban los mares más enfurecidos
de una parte a la otra los grandes buques guiados por la brújula, y en su
ensoñación movía la cabeza disconforme, al relacionarlo con asuntos celestinescos
o de hechicería propios de belcebú, sintiéndose feliz…