sábado, 26 de junio de 2021

Un poema o al abrigo del mejor amigo del hombre

Ser o no ser parecía ser la bandera que enarbolaba Virginia en aquella disputa tan singular, semejante a la Razón de amor del agua y el vino en tiempos del medievo, a cerca de cuál de los dos era más útil a la Humanidad, connotando el agua el amor puro, y el vino el sensual. Y las aguas volvían a su cauce cuando aparecía por entre medias la alegre perrita hipnotizando al personal, cayendo en semejantes momentos rendidos a sus pies, como arrastrados por un complejo de cánidos. Lo tenía muy claro Virginia, sólo suspiraba por hincar el diente en la molla, ver plasmados en un folio por dónde discurrían en noches de aviesos vientos los tejemanejes de la pareja, los pálpitos o íntimos subterfugios. Su objetivo consistía en descascarillar el núcleo duro de Lucio, abriendo en canal el melón de la farsa o frívolas bagatelas que se guareciesen en su trastienda, al estimar que remedaba al papa de Roma con apotegmas (cosas agraciadas y donosas como las que recopiló el viejo Catón) o dogmas, siendo el fondo de la cuestión palpitante. Dicho y hecho, pensaba. Y bullía todo en una especie de hermético frasco apostando por llegar hasta las últimas consecuencias en sus pretensiones, señalando que los hálitos de Lucio se cimentaban en una aparente solidez, que no mostraban los fidedignos sentires de lo que se entiende por un abnegado y auténtico poeta que se precie de ello, rubricando en sus versos los charcos, incógnitas o secretos que se apilan en la mochila de los días. Las cosas así de entrada, con tales guiños y huraño rostro tenía bemoles y unas retorcidas aristas, no sabiendo a ciencia cierta por dónde meterle mano a los mantos de hojarasca o borrascosa convivencia que germinaba en ese campo, al no encontrar fehacientes cimientos o frutos maduros para su discernimiento, ni la hora justa del reloj que llevaba en la muñeca para sentarse tranquilamente, pedir un café y poner el reloj en hora. Eran a veces esperpénticas cuñas o situaciones que dormían en el ambiente y que a nada conducían por ambas partes, unos días por ser tarde y otros por demasiado temprano, o tal vez sonaba el teléfono, pero nadie respondía. Todo se iba convirtiendo en un barrizal difícil de cruzar, ya que la mugre de los pensamientos trepaba por el árbol de sus vidas alimentando el desconcierto, las intrigas o necios desvaríos. Lo que realmente quería Virginia era desenmarañar de una vez el pastel que tenía delante, saciar las ansiosas inquietudes que vivían en el limbo, vegetando como la maleza que crece en los terrenos silvestres y no tiene hartura, desplegando las garras como envenenadas fieras intentando acapararlo todo, y fulminar al otro con torpes movimientos o inanes argumentos, no habiendo por dónde cogerlos. Nada frenaba los impulsos que entraban en juego en la pareja con el sonsonete de tú más o yo no soy responsable de nada, y de esa guisa los encontrados encuentros terminaban casi siempre como el rosario de la aurora, aunque se esmerasen en no pocas veladas poner al día y pelillos a la mar, firmando la paz, pero se difuminaba el arcoíris del buen tiempo, disipándose las esperanzas tan pronto se abría la puerta a los pensares en turbias tardes de incoherencia, porque se esforzaban por buscar certidumbre y concordia incluso en las horas de recio incordio, y brotaban los malentendidos o rencillas a la vuelta de la esquina apostillando, nunca me traes flores, no tienes ninguna atención conmigo, sólo disfruto de los geranios y pensamientos del balcón ornados con el caldo de cultivo de los estados de ánimo y cambios de estación, aunque los alérgicos berrinches me fustigan con saña no dejándome en paz, -argüía ella-. Y no había forma de que aflorasen los negros pensares despojándose la pareja de las máscaras al subir por los peldaños de su horizonte, y de esa manera pudiese Virginia respirar tranquila y feliz, desentrañando en un plis plas lo más escurridizo de la identidad de la pareja. Un día sin pensárselo mucho pero con la alegría en el rostro, fue la pareja harto animosa a mostrarle la obra a Virginia, aprovechando un claro de lluvia de reproches llevando en las manos ensimismado y todo eufórico un poema, y con mucho mimo y empatía empezó a leerlo, escuchándolo ella con los cinco sentidos, incluido el sexto, que andaba perdido por los rincones, y escuchaba toda radiante y animosa sin nada que ensombreciese su desarrollo, ningún respingo o estornudo importuno por parte de ella. Pero según fue transcurriendo el tiempo de la cadencia y carrera literal de las líneas, lo que era aquiescencia cortesía por su parte, de buenas a primeras empezó a soplar un viento huracanado arrancando las flores del jardín del solemne acto, al cerciorarse Virginia de la autoría, rasgándose ipso facto las vestiduras, como si fuese una estafa o un tiro rozando su frente, al descubrir en aquel frente poético otro nombre distinto de su pareja, cayendo como una bomba atómica en sus afanes de ensoñación, que era nada menos que el insigne Antonio Machado. Y cuál no fue el repudio que exhaló, no lo pudo evitar, que una pelusa que se movía dislocada por el aire fue a posarse en su ojo izquierdo causándole de pronto un abundante goteo lacrimal acompañado de llanto y gritos de espanto, gritando a los cuatro vientos: ¡yo quería el tuyo, yo quería tu poema! Y se enzarzó en improperios y la mala ventura contra la persona del celebérrimo poeta, enrareciéndose de tal modo el ambiente que evocaba las peleas y zarpazos de las andanzas de don Quijote con una tormenta de salivazos y dimes y diretes, que el propio Machado no lo habría creído, y no digamos si se tratase de otros poetas como, Góngora, Quevedo, Lope, García Lorca, Ladrón de Guevara o el mismo Pepe Hierro con su poema definitivo, “Después de todo, todo ha sido nada/, a pesar de que un día lo fue todo” (.), diciéndolo como si estuviese brindando con un vaso de buen vino, como el prístino y célebre Berceo, por los dioses del Olimpo o poetas del Parnaso. Pobre Machado si levantase la cabeza, no sabemos cuál habrían sido sus palabras en tales circunstancias, o qué memeces en las redes se exhibiesen al hilo de lo vivido o urdido, tal vez sintiesen celos, pena o tristeza o una especie de acoso de género literario por sentirse ninguneado, acaso por el parlamento de Juan de Mairena o Campos de Castilla o las tardes con Leonor por las verdes sendas de Soria: “Soñé que tú me llevabas/ por una blanca vereda/, (.), Sentí tu mano en la mía/, tu mano de compañera/(…), como una campana virgen/ del alba de primavera (.). Y aterrizando en la semántica del poema, ya es vox populi que es una composición literaria en verso donde el autor se desnuda derramando emociones, sentimientos, pensares, de ahí los suspiros de Virginia. Y en otro sentido el vocablo poema apunta a algo cómico, esperpéntico, como, el traje que llevó a la fiesta era todo un poema. El poema por la etimología apunta a la creación, al mundo literario, siendo de tomo y lomo su areola, campando a sus anchas por campiñas líricas o intrincados lodazales destripando las estrías del alma, la que maneja el timón de la barca en las idas y venidas por los mares de la vida, sacando pecho a la luz de la luna a veces, y con la savia subiendo por las venas más íntimas del ser humano. Y mientras tanto dormía la perrita a los pies de sus dueños, sencilla y querida por todos con sus legendarias raíces, asomándose al mundo a través de los ojos de la ventana con acicalada dulzura y amorosos aires de fidelidad y lealtad, regalando vida y sembrando empatía a chorros con los dueños y vecinos del barrio al cruzar sus dominios. En la ventana brillaba su excelsa mirada aplacando los malos humores, y proyectaba escenas bucólicas, como si a pocos metros pastasen unas blancas ovejitas, y con su fino olfato e instinto extendiese en lontananza sus mágicos y entrañables prismáticos limando asperezas, allanando escollos o marcando las pautas a las criaturas en su labor solidaria colaborando con los necesitados, invidentes o tullidos en cada trance o acontecer del vivir. En el poema El perro cojo de Manuel Benítez Carrasco, la pena y compasión del animal hierven en la tinta del poeta cuando asevera, “El perro me entiende, sabe/ que maldigo la pedrada/: aquella pedrada dura/ que le destrocó la pata/ y con el rabo me está/ acariciando la lástima (.). Ahora ya sé por qué está/ la noche agujereada/, ¿estrellas?, ¿luceros? ¡No!/, es mi perro que cuando anda/, con la muleta va haciendo/ agujeritos de plata. Charles Burden, muy dolido por el asesinato de su perro lo denunció a las autoridades, y fue objeto de burlas por ello. La defensa del abogado George Graham Vest fue la primera piedra del cambio de escenario, constituyéndose el corpus jurídico de los derechos de los animales. Nunca es tarde para aprender, y más si la dicha es, a todas luces, buena.