viernes, 29 de junio de 2018

Las entrevistadoras o al pie de los tiburones





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   Era la hora de desentumecer músculos recorriendo unos saludables kilómetros en dirección al Tesorillo, pensaba Norberto, apuntando que no se puede olvidar el papel o embrujo que juegan los nombres a veces en el subconsciente infravalorando o alentando las nobles ansias de volar, como corrobora el dicho popular, quien tiene un amigo tiene un tesoro.

   Al poco de emprender Norberto el vuelo hacia la playa de Velilla por la ruta marcada, según avanzaba organizando pensamientos y proyectos es abordado de repente por dos sirenitas, parándole los pies y casi los latidos, viéndose atado de pies y manos al querer hurgar en sus interioridades, pesares, creencias, heridas o pensares descascarillando el disco duro de su cerebro, cual cirujano en la sala de operaciones, o jugar a las adivinanzas con la bolita de cristal imaginando la mar de aventuras o fantasías.
   Al preguntarle cuál era su misión respondieron que durante la estancia en la Costa Tropical harían entrevistas por encargo del centro granadino donde estudiaban como actividad extraescolar, por lo que se apresuraban a plasmarlo cuanto antes y de la mejor manera, a ser posible con nota.
   Para dicha operación no cabe duda de que podrían haber elegido a alguien de generación nini (que ni estudia ni trabaja), a un clérigo por aquello de la vocación o a un autónomo, pongamos por caso, que atesora bienes o patrimonio haciendo gala de febriles actividades facturando artículos, mercancías u otros productos a diferentes puntos del globo, recibiendo o enviando informes, parabienes, quejas o ingresos por las ventas al por mayor y un largo etcétera, pero eligieron a Norberto, un jubilado de por vida, tal vez porque le vieran ciertas arrugas fáciles de transitar, dándolo de antemano como pan comido, o acaso atisbasen destellos filosóficos en sus pesados hombros o andares, vaya usted a saber, aunque lo que al parecer buscaban eran brotes teológicos acerca del más allá, tal vez por reminiscencias de San Manuel Bueno.
   En los prolegómenos no había techo dependía, según señalaban, de hasta dónde se quisiera llegar.
   Y para llevar cabo tan peliaguda tarea decidieron cortar el paso a Norberto, impidiéndole la marcha, empezando a descargar una batería de cuestiones que extraían del bombo de la agenda que lo dejaban tiritando.
   -Hola, buenos días, señor. ¿sería tan amable en contestarnos unas preguntas?   
   -Bueno, y a todo esto, ¿se puede saber quiénes son ustedes?
   -Tiene usted razón, no nos hemos presentado, pertenecemos a un centro de enseñanza de Granda, y nos han encargado como trabajo académico entrevistar a la gente sobre un cuestionario previo durante la estancia en la costa.
   -Pues mal empezáis, queridas indagadoras, porque, sintiéndolo mucho, puedo caer en la tentación de enunciaros no pocas barrabasadas o raros galimatías por mis superficiales conocimientos, y sean a su vez difíciles de digerir en esta enigmática mañana que nos envuelve, a un paso de los tiburones y la blanca espuma marina, y si no al tiempo.
   -A ver, señor Norberto, ¡cuánta fantasía posee!, no será para tanto, y entrando en materia, ¿ nos podría decir en qué consiste la felicidad?
   -Oh, madre del amor hermoso o de los cielos más celestiales, que diría Santa Teresa, ilustre doctora de la Iglesia, ¿sabéis lo que creo?, pues muy simple, que si lo supiese no me hubierais encontrado tan fácilmente haciendo el camino del Tesorillo, que no el de Santiago que está más lejos, sino que me movería por otros derroteros bien distintos, y tal vez ostentando algún cargo relevante en la sociedad, algo así como obispo si se mira por la vertiente teológica, o acaso rey de reyes o sabe Dios por dónde, quizá viajando por otros planetas más impolutos y humanos; por lo demás, qué os puedo trasmitir desde mis limitadas posibilidades.
   -Tiene usted razón en el fondo, pero ahondando en el concepto, ¿cómo lo desmenuzaría?
   -Pienso que no sabría así a bote pronto, porque la felicidad es frágil, efímera y caprichosa, como apuntan las canciones veraniegas de amor o felicidad, y tanto es así que asusta, al ser tan escurridiza como el pez en el agua, toda vez que cuando se tienen fundamentos serios y reales para sentirse feliz a lo mejor no se siente, al no vislumbrar la luz de la lámpara, no valorando los fehacientes factores o palpitantes y reconfortantes perspectivas en lontananza.
   -¿Entonces, es una entelequia para usted?  
   -Espero que no, no quise decir tal cosa, pero es tan fugaz, subjetiva y voluble que tiembla uno al mencionarla por temor a que se espante.
   -Y si poseyese todo el oro del mundo, ¿lo sería?
   -Bueno, de entrada parece que no, porque como dice el refrán, con pan y vino se anda el camino, recordando que con cosas básicas se puede vivir.
   -¿Y cambiando de tema, cree en la otra vida?
   -A ver, me estáis poniendo en un verdadero aprieto a estas horas tan inmaculadas de la mañana y se me está atragantando la poca saliva que queda, es algo que puede sacarte de tus casillas sin lugar a dudas por su singular trascendencia, aunque para salir del paso se pueden decir cuatro memeces y punto, porque es vox populi que nadie desde los prístinos tiempos de Adán y Eva se ha dignado volver para saludarnos y señalar alguna salvedad o recomendación al respecto ni en invierno ni en verano, ni siquiera al conmemorarse el nacimiento del Niño Dios. ¿Qué ostracismo o secretismos tan sacros se barajan en sus meninges o Sancta Sanctorum, y tan sumamente dañinos o contraproducentes para que no suelten prenda ni los ángeles condenados, ni los santos más dicharacheros, ni tan siquiera los inocentes niños por el día de los Santos Inocentes, que siempre suelen decir la verdad al igual que los beodos antes del delirium tremens. No hay manera de que digan algo sin hacer ruido, habiendo no poca curiosidad por escudriñar en todo ello para tener algo que echarse al cerebro, por si se encontrase la caja de pandora, y salir corriendo por calles y plazas llenos de júbilo gritando como loco, ¡Eureka, Eureka, lo encontré!
   -Pero para ello se precisa la Fe, señor, que mueve montañas.
   -¿Y creéis que todo es Fe? ¿y dónde quedan vocablos como fantasía, ensueño, musa o misterio, así como las empatías o aficiones artísticas, culinarias, estéticas o las obsesiones que en ocasiones nos amedrentan por los caminos?
   -No se digna usted apearse del burro ni bajando por la Cuesta de Panata, mostrando aunque sea una brizna o respuesta de peón caminero o de andar por casa para insertarla en el bocata académico, y nos daríamos por satisfechas, pues tenemos ya apetito a estas horas.
   -Ay, amigas entrevistadoras, sólo sé que no sé nada, y mucho menos de lo que hay detrás del monte de las ánimas o la cortina de los cielos, e incluso de lo que tenemos en estos instantes delante, porque hay que tener en cuenta que los sentidos nos engañan, de ahí los espejismos o bulos tan crueles que nos zahieren cuando menos se espera.
   -Y si se acabase el mundo hoy, ¿qué sensaciones o impresiones desvelaría usted?
   -A ver, el ser humano lleva en el cerebro una maquinaria que funciona a la perfección hasta que falla un tornillo o se cruzan los cables, pues no hay que olvidar que todo el universo humano es un vertedero donde desembocan como en el mar todos los detritus de la vida, y de esa sedimentada podredumbre el genio o artista extrae, recicla o cierne los mugrientos residuos, sacando a flote las límpidas esencias que duermen en sus neuronas.
   -¿Y ve perfecta la creación?
   -Mirad, mujeres sabias, doctores tiene la santa madre ciencia para calibrar en sus justos términos las disquisiciones o calaveradas del cosmos en el que vivimos, toda vez que puede que existan otros mundos y se irían al garete todos los argumentos, y en lo que respecta a mi humilde persona podría sacar los pies del plato soltando la lengua, y largar largo y tendido lo que no está en los escritos husmeando en el panorama místico-músico-astral o vivencial de los mortales, y desde esa atalaya fustigar lo execrable, ensalzar lo loable o ningunear lo repugnante, ¿pero somos capaces de esclarecer las oscuras aguas de los pensares y pozos negros? ¿y el amor, cómo se moldea su misteriosa esencia para que no duela el corazón al untarlo en las llagas de la química, y no perderse por los senderos rodando un tanto desafiantes, bebiendo en cualquier copa los venenos con los que nos obsequia la vida?
   El que esté libre de culpa o debilidades casi insalvables que arroje la primera rosa, piedra o clavel, o calle sin más... pues no está la cosa para tirar cohetes o entrevistas al aire contaminado alegremente así como así, ¿no os parece, palomas mensajeras de la felicidad?

      
                          
 
           

domingo, 24 de junio de 2018

CRÓNICAS SEXITANAS, REVISTA VOCES








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Uno de los cronistas más destacados que situaron su obra en Almuñécar, ha sido sin duda el escritor inglés Laurie Lee (26 de junio de 1914 - 13 de mayo de 1997), quien la recoge y describe entre las páginas de dos de sus más importantes novelas: “Una rosa para el invierno” y “Cuando partí una mañana de verano”, usando en ambas obras el topónimo de Castillo en lugar de Almuñécar –según él mismo dejaría escrito para proteger a sus amigos de Almuñécar de posibles represalias del franquismo.
En la segunda de ellas, cuya trama en Castillo discurre
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durante los meses previos a la sublevación militar de julio de 1936, que dio comienzo a la Guerra Civil Española, narra sus tratos y camaraderías con los proletarios sexitanos afines al Frente Popular, dejando entre sus líneas las simpatías por aquella lucha que parecía venir de siglos, romántica y trágica, en estado puro, con olores a pólvora y sangre. Lucha contra el fascismo y a favor de las libertades que el escritor de Gloucestershire afirma experimentó en carne propia como brigadista y cuyas peripecias dejaría inmortalizadas en algunos de los mejores capítulos de sus libros.
Laurie Lee es por tanto un testigo privilegiado de esos difíciles tiempos para Almuñécar y para toda España.
Como muestra de su crónica de aquella lejana Almuñécar y en recuerdo y homenaje en el centenario de su nacimiento, hemos querido introducir en este libro unos párrafos de su novela Cuando salí una mañana de verano(1), los cuales ponen de manifiesto su sensibilidad poética, su calidad humana y su lúcida mirada de aventurero enamorado de su próximo destino; en esta ocasión: Castillo.
«Recuerdo las mañanas frías y rojas, inmediatamente antes de la subida del sol, cuando los pescadores bajaban a la playa, chapoteando blandamente entre la bruma con sus alpargatas de cuerda o descalzos, sus pies como la tinta. Los barcos se adentraban en el mar adusto, sombras de color añil destacadas sobre el amanecer, mientras los hombres remaban furiosamente, metiendo muy hondo los remos largos y hablándose con voces roncas.
Al menos otros treinta hombres permanecían en la orilla a la espera, mirando fijamente a los remeros con ojos entornados. Los botes hacían carreras con los peces, lanzando las redes con celeridad en un esfuerzo de rodear a los pocos que había. Con
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gran laboriosidad se extendían las redes en la mar, formando una cola larga y fluctuante, después giraban y remaban hacia adentro, arrastrando los dos extremos sueltos, y entonces empezaba el trabajo de los hombres de la playa.
En dos cuadrillas, con los pantalones arremangados, se introducían salpicando agua entre las olas y asían ambos extremos de la fláccida red. Después tiraban a lo largo de una hora, avanzando jadeantes hacia la playa, el espinazo doblado, desgarrando la arena con los dedos de los pies, corriendo los primeros atrás para incorporarse al final de la fila, todos silenciosos, con el rostro inclinado hacia el suelo. Las dos largas hileras de pescadores, saliendo penosamente del agua, podrían haber sido culis o esclavos egipcios arrastrando tres de ellos despaciosamente el peso de una red que abrazaba un cuerpo de milla de mar.
Era un esfuerzo sin piedad, dignidad o recompensa, y los hombres tiraban de la red sin esperanza, resollando todos con ruido gutural, laborando con fuerza en la postura horizontal de la bestia, con la cara pegada a los glúteos del hombre precedente. Era una hora despedazante de fortaleza derrochada, excesivamente animal para siquiera permitir la camaradería. Cuando la red estaba ya en la playa, los hombres se reunían en silencio en torno a ella, mirando los escasos kilos de sardinas, un montón de plata sucia, que agonizaban agitándose sobre la arena.
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Venía el subastador, sin afeitar, en pijama, y se fijaba un precio miserable. Acaso cincuenta pesetas; la mitad, para el dueño de la barca, y el resto, a dividir entre los cuarenta hombres. En ocasiones el precio era tan bajo que no se realizaba la venta, y los hombres se repartían el pescado entre ellos, separando los peces con parsimonia en cuarenta montoncitos, un puñado arenoso para cada familia.
Sobre este telón de fondo, el hotel y la playa constituían una interpolación estridente, desproporcionada y vulgar. Yo seguí trabajando y durmiendo allí y haciendo allí mis comidas, pero pasaba todo el tiempo que podía en el pueblo.
Pero tenía que ofrecer a excepción de sus habitantes, que disponían de todo el tiempo del mundo. Las diminutas tiendas, como cuevas, no vendían más que sandalias y pipas de girasol; por extraño que parezca, había una librería, aunque tan sólo contenía cuatro libros: Milton, Homero, Adreyev, Machado.
Físicamente, los lugareños exhibían una vigorosa sangre árabe que la conquista católica había sido incapaz de erradicar –las ancianas erguidas y negras como matriarcas del desierto, sus cuerpos cargados de malsanas grasas; los hombres pequeños y huesudos, como pájaros resecos, posados con ánimo sombrío por la ribera del agua–. Los hombres pasaban gran parte del día simplemente mirándose las manos distraídamente y chupando cigarrillos hechos con hojas de haya –un humo que levantaba ampollas en la lengua, con un regusto a jugo de caña de azúcar y a una raíz ardiente de los montes–. Las únicas personas con trabajo parecían ser las mozas del pueblo, la mayoría de ellas al servicio de las familias más pudientes, donde, a cambio de una cama en la alacena y un par de libras al año, debían mantener toda la casa en orden y a los hombres alejados de los burdeles. »
(1) Cuando salí una mañana de verano (Ediciones Turner, S. A. ISBN: 84-7506-142-7
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El sueño de Abdul
Silvio Rivas
El viento de Levante engordaba las velas, los siervos trasudando el ritmo de los remos y el martillo implacable les marcaba el compás. Venían los fenicios: marinos mercantes de vestidos púrpura, inventores del alfabeto y sabios navegantes. Llegaban con sus dioses y sus mercancías a levantar ciudades, templos y salazones, a reinventar las monedas y las ánforas; a marcarnos el nombre de sexitanos. Y bailarán los tornos alfareros su danza redonda y el poderoso dios El, bendecirá los
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rituales de Melkart y Astarté; Baal invocará a su madre Asherat del Mar para que le dé más juventud y fuerza, para morir y renacer cada año cumpliendo los ciclos de la naturaleza.
Entre el viento desmelenado y la espuma de las olas inquietas, Abdul el Kebir se ilusionaba con su aldea de Sidón. Pensaba en sus hijos y en su esposa Saha y en todo el venturoso futuro que podría darles. Junto a sus dos hermanos, había dedicado casi toda su vida a amasar una fortuna tiñendo las telas del color de la sangre. Sin el consentimiento de sus socios y traicionando su confianza, había arriesgado todos los bienes familiares en el temerario viaje hacia Poniente. Encomen-dándose al padre supremo El, creador de todos los dioses creadores, zarpó hacia las Columnas de Hércules en busca de las tierras pródigas de Sex, cuya leyenda despertaba todas las fantasías de riqueza y poder de la Fenicia.
–Con la venta de las joyas, telas, perfumes y cerámica que llevo a bordo, conseguiré tierras para cultivar olivos, vides y almendros y haré construir piletones para salar los peces y fabricar el gárum –soñaba Abdul mientras surcaba el inmenso Mare Ynterior.
Cuarenta días atrás había partido desde Tiro, y Baal lo había favorecido con buenos vientos sin tormentas. Ya habían dejado atrás a Ebusus, Cartago Nova y Abdera; sus poderosos remeros impulsaban el gaulós ayudados por la vela, cuando en el cielo brillaban encendidas las nieves de Sierra Gualda, saludándola los navegantes con vítores de alegría.
–El viaje siguiente traeré a mi familia y compensaré con creces a mis hermanos para obtener su benevolencia. Mi primogénito Sadar, ya es todo un hombrecito y demuestra sus finas dotes de comerciante. Las gemelas Zaida y Nahir han heredado la dulce belleza de su madre y sus exquisitas maneras de mujer. Pronto podré casarlas y recibiré muy buenas dotes.
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El pequeño Rachid deslumbra ya con su genio y sagacidad –se ilusionaba el fenicio mientras vigilaba la mar bravía.
Pasando ya por Xalubania dejaron atrás el delta del río grande y trataron de alejarse de los peñones que acechaban amenazantes cerca de la costa. A esta altura el mar comenzó a mostrar sus dientes y el barco empezaba a encabritarse sobre las olas.
–Si los negocios prosperan podría invertir en las minas de Cástulo. He oído decir a los viejos que allí brotan como de un manantial, abundancia de cobre y estaño para fabricar el bronce –meditaba.
El corazón galopaba en su pecho; la ansiedad no le daba sosiego y el viento hacía rato que había dejado de ser su amigo.
De pronto las blancas costas de Sex le saludaron desde el horizonte. ¡Su destino estaba allí: sobre el lomo escarpado de la península con sus tres peñones y el templo vigilando el pueblo!
Su emoción desbordante no percibía el peligro tremendo de las olas y el viento. El puerto ya estaba a distancia de dos tiros de flecha y su ansiedad no tenía límites. De sus ojos nacían arroyos de lágrimas o de aguamarina. En el fragor de la tormenta, dio orden a sus remeros de aumentar el ritmo; ya casi podía ver los rostros ávidos de los habitantes que movían los brazos como aspas.
–¡Remad con fuerza! ¡Arriad la vela! ¡Vamos, ya llegamos! ¡Remad, por Baal! –vociferaba Abdul febrilmente.
Un estruendo monstruoso y una fuerza titánica lo impulsaron por el aire estrellándolo contra las rocas. Abdul, sólo pudo ver, como un relámpago, su barco aniquilado y sus hombres aterrorizados hundiéndose en el mar implacable. Sus brazos desgarrados se aferraron al arrecife pero otra ola brutal lo arrancó de cuajo y lo destrozó contra las piedras. Después el agua salada entre sus dientes, la sangre brotando como un río
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y el aire huyendo de su pecho. Luego la oscuridad y el silencio rugiente, apenas roto por los graznidos frenéticos de las gaviotas.
Unos maderos huérfanos flotaban perdidos, quizá recordando el bosque de cedros de su origen.
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De renacimiento y olvido
Begoña Ramírez Joya
Todo comenzó aquella noche en las cuevas del Sacromonte, Ana lo vio llegar acompañado de una pareja algo mayor que él. Ella había subido hasta allí en aquel invierno granadino que ya casi tocaba a su fin acompañada de unos amigos, que le habían comentado que no podía irse de Granada sin visitar las cuevas y un buen espectáculo flamenco. Después de caminar por las heladas y empinadas cuestas, el interior de la cueva
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resultó acogedor comparado con las frías callejuelas del Albaicín. Para Ana todo era novedoso y excitante. Por eso mantenía los ojos muy abiertos, expectante ante cada nuevo acontecimiento, esperando con avidez infantil el inicio del baile del que tanto le habían hablado. Era sabido que después se iniciaría la juerga con algunos de los visitantes más reacios a marcharse. Aquellos que ebrios de alcohol apurarían hasta las primeras luces del alba la prolongación de ese anonimato nocturno, la noche española que se exportaba como un aliciente más a los viajeros.
El cantaor comenzó con un hondo quejido que parecía salir de las entrañas mismas de la cueva. Las venas de su garganta se pronunciaban hasta lo imposible queriendo traspasar la piel, al tiempo que su cara se iba contrayendo en una mueca constante de dolor y rabia. Una bailaora salida de la penumbra comenzó a taconear con furia en el improvisado tablao; dibujando en su semblante la misma mueca dolor y rabia inexplicable, en la que todo parecía depender de aquella lucha sin tregua entre la bailaora y ella misma y un algo que sin saber de dónde venía ni a donde terminaba la impelían a seguir bailando. Cuando concluyó el baile desapareció en la misma penumbra de la que había aparecido y el cantaor se acercó a la barra con la guitarra colgando de su mano como un títere inerte.
Ana recordaba vagamente que alguien los presentó y que la pareja que lo acompañaba se marchó pronto. Se llamaba Juan y acaba de regresar de Barcelona. Allí había completado sus estudios de arquitectura. Y ahora esperaba que su padre le buscara una buena colocación. Al parecer era un hombre con muchas influencias.
Como era costumbre los más rezagados seguían pidiendo más cante y más baile, a esas horas en las que hablaba el alcohol
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y callaba la razón y la cueva asemejaba un lugar perdido en el que poder dar rienda suelta a todo tipo de desenfrenos.
Después de aquel primer encuentro, se siguieron viendo en días sucesivos. Una especie de pudor les impedía acercarse demasiado el uno al otro, aunque era evidente la mutua atracción que ambos sentían. En la cabeza de él seguramente rondaba su compromiso con una señorita bien de la ciudad. Un compromiso acordado entre las familias de los dos jóvenes, ambas de excelente posición.
Sin embargo, Ana había despertado en su interior una fuerza instintiva que era desconocida para él. El instinto masculino de seducción y conquista. Y cuando estaba con ella desarrollaba torpemente ese nuevo papel que le hacía sentirse vivo, mientras la estudiaba de reojo y percibía su olor, la cadencia de sus caderas al andar, sus piernas que se presentían firmes debajo de aquella falda algo más larga de lo que él hubiera deseado. Y sobre todo la excitación ante aquello que se sabía prohibido: romper con la vida que te ha sido impuesta aunque se trate de un juego sin mayor trascendencia. Porque muy en el fondo de su ser él sabía que nunca rompería el compromiso matrimonial que le habían asignado, pero era hermoso jugar y dejarse llevar.
Ana por su parte lo espiaba también de soslayo, tan sólo acababan de conocerse hacía unos días y hablaban sin cesar de muchas cosas. Notaba que él le ocultaba algo por ese instinto femenino de continua sospecha, por la forma en la que él miraba a veces a la gente que veían pasar como si temiera que alguien pudiera reconocerlo, porque nunca quería quedarse en el centro de la ciudad sino que prefería los lugares algo más apartados. A ella no le importaba, parte de su educación se había desarrollado en Ginebra, donde sus abuelos fijaron su residencia después de numerosos avatares ocurridos entre el
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final de la guerra española y el inicio de la segunda guerra mundial. En Ginebra había nacido su madre y allí se terminó casando. Y allí había nacido ella también, rodeada de recuerdos de una España que sólo conocía a través de las fotos y los velados recuerdos en los ojos vidriosos de sus abuelos. En parte por eso, su educación había sido más liberal que la de cualquier chica educada en la España franquista. Y le chocaba ese remilgo ñoño que notaba en la mayor parte de las jóvenes de su edad. Su paso por la ciudad sería efímero, apenas unos meses para concluir su trabajo de fin de carrera. Juan la atraía mucho y notaba que era mutuo, pero lo presentía demasiado conservador a pesar de sus años y de su aspecto desenfadado.
Él le comentó una tarde que en una ciudad costera próxima, su padre le había conseguido su primer trabajo y que tendría que marcharse pronto. No estaba demasiado lejos tan sólo a unos escasos noventa kilómetros, pero la carretera era montañosa lo que hacía que el acceso fuera algo más complicado. Se podían tardar dos horas y media para un trayecto que con mejores carreteras se hubiera realizado en menos de una hora. Almuñécar, de cuya etimología se daban varias interpretaciones, una de las cuales apuntaba a “lo que hay que dejar de lado” atribuyéndose quizá a lo complicado de su acceso.
Ana, por su parte, debía volver también a sus estudios de Arte que terminaría en poco tiempo.
No volvieron a verse durante semanas, hasta que una tarde de principios de abril, cuando sólo faltaban tres días para su regreso a Ginebra, recibió una carta de Juan en la que la invitaba a visitarlo y a conocer un maravilloso hallazgo: habían descubierto una antigua necrópolis fenicia.
No sabían cómo proceder porque seguramente las obras de la urbanización que estaban construyendo se verían afectadas
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si se daba parte a las autoridades y se hacía pública la noticia del hallazgo.
Cuando Ana llegó a la pequeña localidad costera se sorprendió de la belleza salvaje de aquel paisaje, de sus acantilados frente al mar, de esa melancolía tan parecida y tan diferente a la que se respiraba en la ciudad. Se encontró con un Juan más envejecido del que había conocido sólo unas semanas antes en la cueva del Sacromonte. Parecía excitado y nervioso. Atropelladamente le contó los detalles del hallazgo.
–No puedes ni imaginarlo –decía Juan entrecortadamente. Es increíble, hemos encontrado una tumba enorme, acaso de algún sufeta y con el ajuar funerario completo; hay piezas de incalculable valor.
–Y ¿quién más sabe de su existencia? –preguntó Ana tímidamente.
–Pues imagínate –dijo Juan algo nervioso–, allí trabaja mucha gente, pero los obreros, peones y demás personal sólo quieren cobrar su salario. Vivimos momentos difíciles. Mi padre me ha comentado que no tiene por qué haber problemas en continuar con las obras. Se ha hecho una inversión importante y nadie quiere perder dinero. Además, en cuanto a patrimonio artístico y cultural, mi padre con sus influencias sabrá sortear los escollos institucionales. Antes de hacer nada hay que valorar el hallazgo, por eso te he llamado también. Quiero que visites conmigo el lugar. Y que me des tu opinión.
A la mañana siguiente coincidiendo con el fin de semana, ambos se dirigieron hacia el lugar de las excavaciones. Ana se quedó maravillada y perpleja por lo que allí había. Debajo de una loneta anclada con pinzas metálicas se encontraba la profunda tumba con el ajuar y las piezas de las que Juan le había hablado.
–Nadie ha tocado nada aún –dijo Juan quedamente–. Pero
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esto no puede mantenerse oculto por mucho más tiempo.
Volvieron a taparlo todo cuidadosamente.
–Esto es mucho más de lo que podía haber imaginado –comentó Ana en el coche de regreso al hotel donde se hospedaba–. Las piezas que hemos visto son de incalculable valor. Cualquier coleccionista daría millones por cualquiera de ellas.
–El lunes hay que tomar una decisión –dijo Juan–. Mi padre me comunicará después de sus gestiones si es o no posible continuar con las obras.
–Pero –dijo Ana alzando la voz–. No se puede construir encima de un hallazgo tan importante y valioso. Es un legado para las generaciones futuras.
–Ya se verá –dijo Juan–. Como te he comentado es mucha la inversión en este proyecto y nadie quiere perder dinero. Si se paralizan las obras de la urbanización los inversores se van a enfadar, cada uno tirará de sus influencias. Para mucha gente esto no son más que piedras antiguas sin ningún valor.
–¿Pero y las piezas de oro? –dijo Ana quedamente.
–¿Cómo sabes que existen piezas de oro? –preguntó Juan sin atreverse a mirarla.
–Soy casi una experta en arte, ¿recuerdas? Y si no ha habido expolio anterior, cosa que no parece probable porque la tumba es demasiado profunda, tiene que haber piezas de oro.
La pregunta quedó suspendida en el aire. El día había sido largo y una vez más esa mutua atracción que sentían desde que se vieran por primera vez en las cuevas de Granada había quedado postergada ante la magnitud de los acontecimientos. Ante el silencio tenso que Juan parecía no atreverse a romper, Ana dijo por fin:
–Me gustaría ver las piezas de oro.
Él la condujo hasta el apartamento con vistas al mar que
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había alquilado para su estancia. Le mostró nervioso el lugar donde guardaba las piezas do oro. Aquello era mucho más de lo Ana había podido imaginar. Un auténtico legado, un tesoro para las generaciones futuras. Juan parecía extasiado contemplando todo aquello, rodeó a Ana con sus brazos y ella se dejó llevar. La desnudó despacio, pero con torpeza .Fue una entrega con demasiadas reservas, en la que ambos parecían buscar en el otro la respuesta a lo que estaba ocurriendo. Cuando Ana abandonó el apartamento, sin ser aún dueña de sí misma, temblaba de miedo y de frío; las luces del alba se esparcían ya por entre los lomos de las altas montañas y el mar parecía una balsa inmensa de un azul ceniciento.
A la mañana siguiente cuando Juan fue a recogerla al hotel para comer algo de pescado en algún chiringuito del lugar, Ana ya no estaba. En la recepción le comentaron que se había marchado temprano.
Como Juan había supuesto, su padre le comunicó el lunes que se podían continuar las obras pero con cierta precaución. Que se acelerara el proceso de afianzar la estructura y se tapara parte de la necrópolis y que ya se informaría más adelante del hallazgo a las autoridades para acallar posibles rumores. Así se hizo y las innumerables piezas que allí se hallaron se fueron repartiendo entre inversores y coleccionistas, bajo la tutela y supervisión del padre de Juan.
Pero lo que jamás se supo fue el paradero del ajuar de oro que Juan le mostrara a Ana durante su visita.
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Cuentos de la Cueva de los Siete Palacios
Francisca Naranjo
Otro día más entré en el Museo Arqueológico “Cueva de los Siete Palacios“. La humedad y el frescor del recinto me sobrecogieron, siempre me ocurría, no me acostumbraba a aquellas sombrías bóvedas, lo cual no quiere decir que no me encontrara satisfecha en ese trabajo, al contrario, ya que me gusta y me apasiona la historia y la arqueología.
Precisamente allí conocí a Asssrakat. Ya sé que parece más una exclamación que un nombre en sí pero es el nombre de mi pequeño amigo.
Septiembre acababa de empezar y la falta de afluencia de turistas se notó, sobretodo, en el museo. Los chiquillos del barrio tampoco acudían en pandilla a visitarme como en pleno agosto y si he de serles sincera me aburría como una ostra (¿realmente se aburrirán las ostras?). Conocía cada vitrina y cada objeto de éstas, de memoria, también me había aprendido unos apuntes que amablemente me había prestado mi jefe
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inmediato, casualmente, arqueólogo; no sé si debo nombrarlo aquí; es de todos conocido en Almuñécar. Se llama D. Federico Molina y creo que a él se le debe mucho en lo concerniente a historia y arqueología. Debo reconocer su deferencia al entregarme parte de esos apuntes que según me dijo servirían para un futuro libro, uno más de los que ha escrito
No soy de Almuñécar pero con los años me siento parte de ella, de su sol, su aire y su mar. Y la historia que les voy a contar ocurrió aquí.
Esa tarde de septiembre, como les decía, empecé a dar cabezadas en la mesa de la entrada. Estaba sola y no había ni un alma por los alrededores. De pronto sentí como un airecillo soplándome en la oreja. Volví la cabeza asustada pero no vi nada. Y otra vez sentí aquel airecillo en la oreja, fui a rascármela pero antes de tocarla oí una vocecilla.
–¡Eh! Estoy en tu oreja, no me aplastes. No te asustes, cógeme con cuidado porque soy muy pequeño y me puedes aplastar.
No sé cómo no me desmaye en esos momentos, me imagino que será como si alguien ve un fantasma o algo parecido. Lo cierto es que respiré profundamente y puse mi mano bajo la oreja derecha esperando a ver qué o quién caería en ella y sorpresa: un ser pequeñito del tamaño de un ratoncillo blanco de los que suelen usar como cobayas, se posó en mi mano. Lo acerqué a mi pecho, era un ser parecido a un nomo pero más pequeño, su ropa era como de raso brillante o sedoso y perlitas diminutas en los zapatos y el gorro. Moreno y de ojitos negros. No me atrevo a calificarlo de gracioso ya que a lo largo del tiempo pude apreciar su seriedad y su mal carácter aunque a veces me hacía reír, sobre todo al principio de conocernos, creo que él se reía de mí, por tenerle miedo.
–¿Quién eres? –le dije.
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–Soy Asssakat un viajero del tiempo del mundo terrenal.
–Me has asustado. Nunca pensé que me pasaran estas cosas. ¿Por qué estás aquí?
–Te hago compañía. Te veo cada día desde que trabajas aquí, veo cómo te interesas por todos los objetos que hay en estas cuevas y tu curiosidad me ha llamado. Los otros empleados no se ocuparon en buscar tanta información, se ve que te implicas y te gusta y estas paredes encierran en cada pieza una historia. Historias de las personas que las construyeron, o las poseyeron, historias de quienes las robaron o las encontraron a través de los años. Estas paredes encierran cientos de vidas, pasajes o cuentos, como tú quieras nombrarlos después.
–Me dejas confusa, no sé si sabré hacer ese trabajo, parece muy complicado.
–Bueno...
–No sé... ¿Qué me puedes contar? ¿Lo apunto todo? ¡Hay Dios mío!
–Tranquila. Llévame a la primera vitrina que se te ocurra y señálame alguna cosa, lo que tú quieras.
–¿Y si viene alguien?
–Me escondo en tu cuello. Pero hoy no creo que venga mucha gente ¿verdad?
–¡Puf!
–Esto de aquí. Te contaré una historia cortita para empezar. Esto es un quemador de aceites aromáticos y aquello de al lado, más pequeño y que han reestructurado completamente, se utilizaba para iluminar, o sea una luminaria de aceite a las que se les ponía una mecha de hilo, para que me entiendas; lo que tú llamas palmatoria.
–Asssakat yo no he utilizado ese tipo de luminaria o iluminación, nací en el cincuenta y seis, el año de la tele en
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color, ya sabes Miguel Bosé… Bueno, en mi casa había electricidad pero sí sé qué eran las luminarias, te estaba vacilando.
–Típico... ¿Todavía te dura la noche del sábado? Céntrate, que ya tienes una edad.
–Esta vasija perteneció a una joven romana que vivió en Almuñécar desde el año 96 hasta el 102 d.c. Su historia es la que quiero que conozcas y luego te contaré otra y otra y así hasta que sepas de donde vienen cada una de estas vasijas, ánforas, anclas, bustos etc., mientras estés aquí yo estaré contigo.
–¡Cuenta, cuenta!
–Parte de la política en Roma aún estaba muy revuelta aquel año. Una vez en la Roma de Marco Coceyo Nerva, una joven de nombre Antonina se había enamorado de uno de los guardias que su padre había puesto para su seguridad. El padre de la joven, un importante patricio, de nombre Agripo, que se había casado demasiado viejo con una mujer tan joven como su hija, no vio otra salida mejor que enviarla hasta Sexi Firmum Iulium o sea, Almuñécar de hoy. Por otra parte la situación política en esos momentos en Roma aún estaba en plena efervescencia.
»Llegaron aquí, Antonina, su ama de cría, muy mayor para viajar pero que no quiso dejarla sola en este trance; su fiel criada Amalia, la guardia, y seis esclavos y esclavas para servicio de la casa. La propiedad que poseía su hermano se encontraba en el valle del Río Verde, un río caudaloso por el que los barcos subían hasta lo que hoy es Jete. La casa de dos plantas era grande y muy blanca; a Antonina y a su séquito se le habían construido varios anexos para que se encontrara libre dentro de su cautiverio. El largo viaje dio tiempo suficiente para que incluso un saloncito de esta construcción fuese pintado con figuras de sus diosas y dioses preferidos con
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pequeños azulejos en el suelo que parecían un encaje perfecto por su delicadeza. Un lugar donde ella podría rezar y encender sus luces a Minerva, o cualesquiera dioses. Su hermano Julio Tarsino se había casado con una hija de un rico industrial de salazones. Como ya sabes, en lo que llamáis Parque El Majuelo había una factoría de salazones. Pues J. Josefo era administrador de esta factoría en esta época. Sabrás que aquí ya se acuñaba vuestra propia moneda, esta ciudad era muy importante y el comercio fluía más por mar que por tierra. Pero sigamos con Antonina que rota de amor por Lucio, el guardia del que se había enamorado, llegó aquí apenas con vida ya que no dejó de vomitar en todo el viaje. El olor del barco, de los marineros, la horrible comida, todo sirvió para que ella llegara medio muerta. Su ama lloraba cada vez que la miraba.
»Desembarcaron y al mirar hacia arriba Antonina descubrió una ciudad que se alzaba sobre una colina rodeada de un fuerte muro de piedra y cerrada por una gran puerta de maderas e hierros. Al ver a los guardianes de aquella ciudad-fortaleza recordó a su amor y se desmayó. Amalia rápidamente la sujetó y la subieron a una carroza que las estaba esperando. En otra carreta propiedad de Josefo, subieron los demás y todo el equipaje. La casa estaba lejos del puerto donde habían atracado: Puerta de la Mar y subieron hasta la gran hacienda entre árboles, plantas verdes. A su derecha, sobre un montículo, se encontraba el columbario que hoy llamáis La Albina (para que te sitúes), al frente, traspasado el Río Verde, atravesando el valle de punta a punta, un acueducto de doble arcada semejaba una serpiente de lánguido movimiento y brillante lomo. Aquel caudal de agua llegaba hasta lo más alto donde un castillo, coronaba el cerro, y las casas que poblaban de arriba abajo la montaña podían surtirse de esa agua. Una obra arquitectónica que aún hoy en tu época llama la atención
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de los estudiosos pues hay un gran desnivel desde el nacimiento que surte el acueducto al castillo, hoy de San Miguel. Las gentes que vivían en la antigua Sexi no pasaban mucha miseria porque había abundante pesca y los campos proveían de verduras y frutas a sus habitantes. No sólo existía la compra en moneda, también el trueque en la clase más baja. Quien tenía un producto podía cambiarlo por otro y así este lugar vivió muchos años de apogeo. Pero no para el amor de Antonina que, aunque prendada de la hermosura de los parajes sexitanos, no olvidaba al joven guardia. Presa de ese amor acudía al templo de Artemisa y llevaba ofrendas cada viernes para que él no la olvidara, el sacerdote le aconsejaba que hiciera votos y se convirtiera en sirvienta de la diosa puesto que no podría tenerlo jamás. Pero ella albergaba en su corazón la esperanza de encontrarse con él, y su fe no le permitía engañar a su diosa preferida por muy improbable que pareciera su sueño.
»Pasaron los años. Nuestra amiga salía sólo al templo, a veces a la ciudad, para comprar sedas o algunas alhajas, siempre acompañada de sus criados y su fiel Antonia. Y un día en que fue a visitar a su hermano a la factoría, para hacerle llegar un mensaje para su padre, escrito por su mano, vio a un hombre que medio tapado con una capa blanca y adornos dorados se escondió detrás de un carro. Le dio un vuelco el corazón, creyó reconocer en la mirada de aquel hombre a su gran amor. ¡No!, grito la pobre, pero cuando quiso seguirlo él corrió hacia arriba por la intrincada y estrecha calle que subía hasta el castillo. Como los romanos en aquella época construían hacia lo alto, desorganizadamente y con calles estrechas, los atascos con los carros estaban a la orden del día, por lo que no te debe extrañar que a la pobre Antonina le fuera imposible seguir la pista a aquel desconocido a pesar de que sus ropas
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eran de color blanco y de cierto lujo, ya que el barullo a aquella hora también era grande. Volvió sus pasos y llegó hasta las dependencias administrativas de la factoría, su hermano enseguida la atendió y despachó con ella la mala noticia que le había traído un correo de Roma. “Nuestro padre ha muerto”, le dijo. Antonina se quedó paralizada de dolor, pero al momento una luz se encendió en su interior al pensar que quizá ahora podría estar junto a Lucio. Es más, comprendió que aquella mirada escondida entre una capa blanca era de los ojos de él, no podía ser de otra persona. “El amor no nos puede mentir”, se dijo.
»Disimulando tantas emociones encontradas se abrazó a su hermano y le pidió que se ocupara de todo lo concerniente a la herencia de ambos. También le rogó que la eximiera de viajar a Roma para acompañar al entierro de su padre ya que, al ser éste un personaje tan importante, no podrían pasar por alto el gran acontecimiento sobre todo por la gran amistad de su padre con Marco Coceyo Nerva habiendo sido uno de sus consejeros al principio de su nombramiento.
»Antonina esperó un tiempo de luto a su padre, pero pasados unos meses llamó a Antonia y le contó su experiencia de ese día que estuvieron en la ciudad, y le pidió que enviara a alguien de confianza para averiguar quién podría ser aquel hombre de ricas vestiduras blancas.
»Pasados tres días las oraciones de Antonina y las pesquisas de los sabuesos de Antonia dieron sus frutos. Aquel hombre había llegado a Sexi en el barco fenicio que traía sedas y perfumes para los comerciantes, pero había hecho la travesía escondido en el barco y parece ser que su paradero estaba en algún palacete de los alrededores. Nada se sabía, puesto que las familias que vivían en ese tipo de palacios no tenían mucha amistad con Antonina porque ella nunca quiso salir a fiestas
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sociales y había estado siempre recluida. Pero el amor es más una fuerza que una materia y también Lucio esperó escondido a que pasara el luto y observó los movimientos de la casa de Antonina. De esta manera se cruzaron en el tiempo sus pensamientos y, una tarde al salir al porche, Antonina volviendo la cabeza hacia el sur se topó de lleno con aquellos ojos que tanto esperó. Llorando saltó en brazos de él y así estuvo un buen rato, hasta que las fuerzas ya les fallaban.
»Ya te puedes imaginar cómo termina esta historia, el hermano de Antonina estuvo de acuerdo en el casamiento de esta con Lucio. Volvieron a Roma para hacerse cargo del palacio, a las afueras de Roma, del padre de ella.
»Como te decía al principio, muchas de las cosas personales de Antonina, como esa pieza que está en esta vitrina, las utilizaba para rezar a su diosa preferida; aunque esa otra redonda, era para guardar perfume… ¡Viene alguien! Desaparezco.»
–¿Dónde vas? ¿Cómo te encontraré otro día?
–Yo te encontraré a ti, aquí. Mañana martes estaré aquí contigo.
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El Santo
Juan Diego
Llegó al umbral del misterio. Estaba en la alegría. Abajo quedó un Sheol de piedra, a un paso de todo lo que no era Santo. El cielo caía como una lágrima nueva y el ser llenaba con plenitud el pecho, el cielo y el agua.
Tres rocas, tres peñones y la gracia. Miró el mundo con los ojos nuevos. Allí, en el espíritu, comenzó a llover. Sonaron las
Katherina Andreck Domínguez
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campanas: una de viento, otra de agua, luego de espuma, y se abrió el cielo.
Miró el Peñón de en Medio y comenzó a llorar unas lágrimas tan puras que se abrió el Misterio. Su cuerpo no podía acoger tanta belleza. Sacó el lápiz y buscó la libreta que no estaba. Miró a sus pies empapados y se quitó las zapatillas. Descalzo, bajo las gaviotas, recibió el papel mojado que le llevaba el viento.
Katherina Andreck Domínguez
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Comenzó a subir con él en la mano. Cuanto más subía, más profundo se llegaba al viento, más alto clamaban las olas, más ser, más siendo, más estando. Se sentó al pie de la cruz y sintió el frío. Junto al pie blanco apoyó el papel y empezó a escribir un verso roto, y luego otro, y luego otro. El agua iba borrándolo todo. Él escribía y el agua ensuciaba. Se levantó un viento frío y se llevó el testamento.
Bajó de la roca y se sintió solo. Se quitó la camisa. Mientras se quitaba el pantalón cayó al suelo. Desnudo sonaron las campanas: una de viento, una de agua, otra de espuma, luego de sangre, y se levantó. Al mirar al frente la herida se hizo más grande. Y cuanto más avanzaba más le dolían los ojos. Llegó al final, junto a la barandilla, y miró abajo.
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El fantasma
Fernando de Villena
Por la tortuosa carretera de la costa llegaron los viajantes a la vista de aquel pueblo blanco y recoleto. Enfilaron una recta final flanqueada de altos y frondosos plátanos de Indias y entonces Juanito exclamó:
–¡Por fin estamos en Almuñécar! ¡Menudo mareo traigo con tanta curva!
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–Nunca han sido fáciles los accesos a esta antigua ciudad. La etimología misma de su nombre así lo indica. Almuñécar significa “la descarriada” –le explicó Bernardo dirigiendo el auto a través de callejones con tapias enjalbegadas tras los que asomaban sus verdes penachos los bananeros.
Se detuvieron cerca del Paseo, en una calle cuyas casas presentaban alegres muros de arenisca con caracolas y chinas incrustadas y graciosas torres con balaustres blancos, y buscaron acomodo en la Pensión girasol.
–Este tiempo bueno de junio casi invita a tomar un baño en la playa. Si acabásemos pronto el asunto que nos ha traído, iremos a darnos un chapuzón –propuso Bernardo.
–Pues yo propongo mojarnos por dentro, ya que el vino de la costa con unas buenas sardinas sienta fenomenal.
–¿No eras tú el que hace diez minutos estaba a punto de vomitar?
–Es que el olorcillo que nos llega desde aquel bar me ha asentado el estómago.
–Pues dile a tu estómago que se espere pues lo primero es el trabajo y tenemos que ver a don Ponciano antes del mediodía.
La casa de don Ponciano Celorrio, con sus marquesinas blancas y su terraza sobre el Paseo, era una de las más hermosas del pueblo. Bernardo llamó comedidamente a la puerta y no tardó en aparecer una doméstica que, muy sonriente y coqueta a la vista del buen mocetón que Juanito era, les explicó que don Ponciano se hallaba en su tertulia matutina del Café Novo.
Allá, pues, se encaminaron los viajeros y, conforme andaban, Juanito comentó:
–¡Hay que ver con estos señorones de pueblo que siempre están en los casinos, como si su oficio consistiera en tomar café con churros!
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–Pues con éste no has acertado. Es un señor que ocupa muy altos cargos en el gobierno y casi todo el año vive en Madrid, y hemos venido hoy expresamente porque nos avisó de que se tomaría unas vacaciones.
Llegaron por fin al Café Novo y en torno a una de sus mesas descubrieron a las fuerzas vivas del pueblo que discutían acaloradamente. Bernardo los conocía ya a casi todos de otras ocasiones y fue saludando en rueda al juez de paz Caballero, al buen alcalde Fajardo, al teniente Flores, de la guardia civil, y a don Gerardo, el médico. En seguida le presentaron a don Ponciano y a don Luis, el nuevo párroco, un hombre joven y fuerte de aire campesino y sonrisa franca. Bernardo, a su vez, presentó a su ayudante y ya iba a introducir el tema que lo había llevado hasta allí, cuando el juez Caballero, con su voz grave, le explicó:
–Andamos estos días más preocupados que de costumbre, don Bernardo. Ahora mismo la conversación giraba en torno al fantasma que desde hace más de un mes tiene aterrorizado a todo el vecindario.
–¿Un fantasma? –preguntó con aire incrédulo Juanito.
–Un fantasma, muchacho –le respondió con cierta entonación de enfado el teniente–. Y no hay manera de apresarlo. Todas las noches va el sereno con uno de mis hombres y se vuelven por la mañana con las manos vacías después de andorrear por calles y plazas de Almuñécar.
–Pues ya lo han visto más de cinco personas, dos de ellas cerca del ayuntamiento y las otras en el Barrio del Castillo –añadió el médico.
–Debe de ser alma en pena que sale del cementerio –aventuró el señor alcalde.
Necesario es aclarar que el cementerio de Almuñécar, uno de los más hermosos del mundo en aquellos años, se ubicaba
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en el interior del castillo y sus tumbas, fúlgidas de cal, se asomaban alegremente, enlazadas de hiedra y buganvillas, sobre el Mediterráneo. Siempre que su trabajo llevaba a Bernardo hasta Almuñécar, el buen hombre conseguía sacar un rato libre para subir al cementerio y, avizorando muchos kilómetros de costa hacia el este o hacia el oeste, leer en voz alta algunos versos de Valery o improvisar él mismo algunos en su pequeña libreta.
Terció don Ponciano en la plática y manifestó rotundamente que él no creía en ánimas visitadoras y que el asunto más mostraba trazas de ser obra de algún ladrón que preparase un gran atraco.
Don Luis, a su vez, se ofreció para asperjar con agua bendita todos los rincones del pueblo donde había sido vista la estantigua.
–A doña Emeteria casi le da un síncope cuando estaba regando sus macetas y lo vio cruzar su calle a buen paso, como quien corre hacia su sepulcro antes de que llegue el día –agregó el juez Caballero con indignación.
–Hay que hacer algo efectivo, y considero, señor teniente, que debería usted redoblar la guardia cuanto antes –dijo el alcalde.
–Sólo cuento con dos números a mi cargo y cada noche le toca a uno la vigilia, pero, pues se trata de una emergencia, sepan ustedes que yo mismo me daré también una vueltecita por las noches antes de irme a dormir.
Dejaron por fin el tema del fantasma y Bernardo pudo tratar con don Ponciano el seguro de las mamparras de su flotilla pesquera. Después, los viajantes se dirigieron a la casa de comidas de doña Marianita, una viuda cuarentona, pero todavía muy aparente, que cocinaba como los ángeles.
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En una mesa contigua a la suya almorzaba una francesa rubia con un traje de tenis bastante corto y Juanito empezó a mirarla con descaro.
–¿Ha visto usted que piernas, jefe? –preguntó.
–Sí –le respondió Bernardo- y también he visto que no tienes ninguna educación. Me parece que la estás incomodando con esas miradas de tigre al acecho.
–Usted es de otra época, jefe. A ésa le encanta que no le quite los ojos de encima. Las extranjeras son más fáciles que las españolas. Aquí andan todas medio mojigatas con tantos rezos y tanto confesionario.
–Muy herético andas hoy.
–Yo no sé lo que es eso, pero le aseguro a usted que, si me lo propongo, voy a tener fiesta con esa muchacha.
–No seré yo quien te lo impida.
–Pues ya comprobará usted qué clase de hombre es Juanito
En este punto andaban de su charla, cuando entró en el comedor un hombre alto y corpulento que fue a acomodarse junto a la francesa.
–¡Vaya! Se te chafaron los planes, Juanito –le susurró Bernardo.
–Mala suerte, jefe, pero no me faltarán ocasiones para demostrarle que soy un machote español.
–No me cabe la menor duda de ello. Mira, consuélate, que ya nos trae doña Marianita la cazuela de fideos.
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Por la tarde, mientras Juanito se quedaba durmiendo la siesta, Bernardo bajó a la playa para darse un baño y luego, ya al anochecer, salieron ambos a pasear por el pueblo y sus pasos los llevaron hasta el castillo-cementerio, pero lo encontraron cerrado.
–Me alegro de que esté cerrado, jefe, pues a mí no me gusta tontear con las cosas del más allá y menos aún después de lo que nos han contado hoy del fantasma –dijo Juanito.
–¿Pero tú no blasonabas de ser un machote español?
–Yo no le tengo miedo a nada, pero los asuntos del otro mundo prefiero dejarlos para cuando me llegue el momento. Ahora me parece más acertado buscar una taberna que seguir aquí donde no se oye ni el rinrín de los grillos.
Descendieron, pues, hasta el centro del pueblo y buscaron refugio en la bodega de Frasquito donde entre vaso y vaso de vino de la costa les dieron las doce de la noche. Y ya regresaban hacia la Pensión girasol, cuando, al pasar junto a la casa de comidas de doña Marianita, descubrieron al fantasma, que intentaba trepar al primer piso de la casa.
–¡Válgame el cielo! –exclamó Bernardo–. Era verdad lo que contaban. Y se va a meter por el balcón, que está abierto.
–No lo permitiré yo –respondió Juanito a quien el vino había infundido valor, y, rápidamente, se dirigió hacia el fantasma gritando:
–¡Alto ahí, bribón!
La extraña figura, al oír las voces, saltó a la calle y comenzó a correr, pero la sábana no se lo facilitaba precisamente.
Juanito fue tras él y, dos calles más adelante, se le echó encima con verdadero arrojo y con toda su corpulencia y ambos vinieron al suelo.
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Cuando Bernardo llegó, Juanito ya había despojado al fantasma de su cobertura y miraba con ojos atónitos a don Luis, el cura que aquella mañana le fue presentado en la cafetería Novo.
El asunto resultaba demasiado evidente y no fueron necesarias muchas explicaciones. Doña Marianita por su parte y don Luis por la suya sentían las exigencias de sus respectivas naturalezas y, temerosos ambos de escandalizar al pueblo, acordaron que él entrase subrepticiamente en el domicilio de ella a altas horas y ensabanado para que nadie lo reconociera.
El párroco, quejándose de la violenta acometida, se levantó y rogó a los viajeros con muy vehementes palabras que no comunicasen a nadie su descubrimiento y que él se comprometía a no reincidir.
Con su tolerancia habitual, Bernardo lo sosegó asegurándole el silencio y, antes de separarse, le aconsejó que en el futuro no solamente prescindiera de la sábana, sino que además colgase los hábitos. Después, se separaron precipitadamente pues ya se encendían luces en los balcones de vecinos curiosos por saber lo ocurrido.
Lejos de allí y ya solos, Bernardo le comentó a Juanito:
–Verdaderamente esta noche me has demostrado que eres un machote español, pero poco más y dejas baldado de por vida al cura pillín.
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Los sueños inacabados…
Fernando Cabrera
¡Tengo unos sueños más raros!
A mí los que más me gustan son en los que viajo a las selvas tropicales; qué arboles más hermosos; una vez pasé una hora rodeando un solo tronco, y la copa se veía a unos cientos de kilómetros conquistando las alturas reservadas a los vientos, que pasan con las mochilas repletas de chaparrones.
Cierto día me encontré en medio de la maleza una especie de gorila cocinando un pecarí en un horno de butano, y al acercarme a su lado con mucha precaución, de pronto se levantó, dándome un gran abrazo que me hizo ver estrellas, estando el cielo nublado; y me dijo en andaluz con tono desenfadado: Ma legro verte, Fernando, hace que no te vía unos tres o cuatro años. A mí la voz me sonaba,
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pero cómo imaginar encontrarme en una zona profunda del Amazonas a mi amigo José Planas, de Almuñécar, calentando un pecarí en un horno de butano, y a su lado una anaconda que tocaba una guitarra y cantaba con la voz de Joselito en sus tiempos. Me contó que hacía unos meses que llegó mientras soñaba y que no quiso volver, porque en la selva encontraba la felicidad más pura.
–Mira a tu alrededor –me dijo con una pierna en la mano del pobrecito animal, la cual acababa de sacar de una olla de barro parecida a la que venden en tiendas de la Alpujarra.
–Tengo agua, hay comida, y tengo una choza hecha de hojas de platanero, con cocina y cuarto baño, un salón, tres dormitorios y una piscina enorme en la que crío pirañas, para que me arranquen los callos que salen en los talones de tanto andar descalzo. ¡Y es mejor lo que no tengo!: no tengo que pagar luz, ni agua, ni alcantarillado, ni el impuesto del IVA, ni declarar la renta, ni pasar lista en el paro. Voy y vengo cuando quiero, cuando tengo hambre cazo, si tengo sed voy al rio, y me tiendo si me canso donde me dé la gana, sin pedir permiso a nadie. ¡Aquí soy feliz, Fernando!
Me ofreció un trozo de carne, clavada como un pinchito en una rama afilada que cortó de la maleza, y le dije sonriendo: “¿Es que no te acuerdas ya, de que soy vegetariano?” José me miro a la cara y le dio un ataque de risa que se cayó por el suelo; cuando al rato se calmó me dijo medio riendo: “¡Cada día estas más tonto!, con lo buena que es la carne para el calcio de los huesos.” Lo dijo tan convencido, y más aun conociendo que nunca lo entendería ni aunque naciera de nuevo, que no me pude aguantar y terminé riéndome a carcajada limpia, de tanto conocimiento de la anatomía humana.
–¿Qué es lo que haces aquí? ¿Has venido a quedarte como yo?
–¡Ya me gustaría a mí quedarme en este Shangrila soñado, convertido en un jaguar! (que no comiera animales).
–Tú siempre has estao tocao. Anda vente conmigo un rato, que te voy a presentar a una tribu que encontré en un claro de la selva
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cuando exploraba el lugar.
Me llevó por un sendero donde la vegetación era de un verde escarlata, con lianas que caían de lo alto de los árboles, desde donde se escuchaban los chillidos de un tití que saltaba por las ramas, persiguiendo a otro tití, que le disputó la hembra, y no lo pudo consentir. Un poco más adelante, vi a un orangután que conducía un Ferrari, con unas gafas de sol y un sombrero de paja, muy parecido al que lleva un cabrero en Lentegí, cuando sale con sus cabras por parajes abiertos donde crece más la hierba a procurarles alimento. Al pasar por nuestro lado (no sé cómo andaba el coche si no había carreteras), nos saludó amablemente con el sombrero en la mano y moviendo la cabeza desde arriba para abajo. Le pregunté a José Planas, que quién era ese tipo, si lo conocía de algo, y me dijo que tenía plantaciones de café al norte de Mozambique, hoteles en Venezuela, casinos en Monte Carlo, y una fábrica de puros en una isla del Caribe cuyo nombre no recuerda. “¡Sí que estás relacionado!”, le dije a mi acompañante que miraba ensimismado lo que corría el Ferrari por la carretera nueva, que apareció de pronto con su asfalto reluciente.
(No se olviden los que lean esta disparatada historia que en los sueños todo vale, que lo mismo da decir que me encontré a una hormiga con unas gafas de aumento, que leía El País en el Parque del Majuelo o que vivo en un país donde somos las hormigas las que producimos riquezas, pero son las sanguijuelas las que chupan el dinero y lo guardan en bancos de paraísos fiscales. Todo es mentira o verdad, según el ojo con que mires la otra parte del cristal).
Seguimos nuestro camino entre arroyos de agua limpia que tenían el sabor refrescante de la menta; los guacamayos pasaban rozándonos la cabeza con sus plumas de colores, como queriendo expulsarnos de tan bello territorio, donde éramos extraños. Vimos a los colibríes extasiados por el néctar delicioso de las flores, bailando junto a la briza el Vals de la Primavera en el teatro del aire, y abejas que construían sus fortalezas de cera en el hueco de los árboles.
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Llegamos por fin al claro donde vivían los indígenas tapados con taparrabos; los niños nos perseguían a donde quiera que íbamos y las mujeres venían ofreciéndonos sandias sin pepitas de La Mancha, melocotones en almíbar, mandarinas de Granada y unas uvas moscateles de la Ajarquia de Málaga. El jefe era el más alto, por eso lo escogerían, porque aparte de lo alto lo único que le distinguía de los demás de la aldea, era un hueso que colgaba del lóbulo de la oreja y un tatuaje en el pecho con la cara de Cristiano. Al rato de estar charlando ya cantábamos al unísono el grito de ¡Campeones, campeones!, por la liga que ganaron este año 2012. ¡Era más simpático el jefe! Me invitó a una bebida que no sabría decir a qué sabor me recordaba, aunque luego me enteré que la hacían de raíces mezcladas con escupitajos, que dejaban fermentar en el caparazón de un galápago.
Después entró en una choza y sacó una cachimba que medía medio metro, se sentó junto a la hoguera donde estábamos nosotros y todo el poblado entero, y llenó la cazoleta con unas yerbas oscuras; después cogió una ramita de las que había en el suelo, la llevó hasta la lumbre y una vez que estaba ardiendo, la acercó a la cazoleta y le dio cuatro chupadas, una detrás de otra, lo que levantó una humareda que me recordó aquel film de Gorilas en la Niebla. Yo no sé lo que era aquello, pero el jefe se quedó con los dos ojos en blanco y un hilillo de saliva le colgaba de las comisuras de los labios. Después se la pasó a José, que aunque no fumaba, le dio una caladita por no despreciar al jefe, que por cierto se llamaba Quecebollazotengo que en su idioma significa “El que se pone ciego”. Me la pasó mi amigo, que a pesar de haberle dado una sola caladita, ya tenía una sonrisa escapando de sus labios y movía la cabeza como si estuviera escuchando el Is this love, de Bob Marley.
Yo, por dármela de macho, le di otras cuatro caladas como lo hizo el jefe, intentando demostrarle que yo era un hombre de mundo. No pasaron diez segundos cuando comencé a notar que estaba como flotando, y creo que adiviné la figura del chaman bailando con
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cuatro monos, esa canción que dice: “Dale a tu cuerpo alegría Macarena.” Unos momentos después pasó algo extraordinario: me vi cerca de las nubes, incluso una toqué, y mis dedos se mojaron con unas gotas de lluvia que acababan de nacer; casi lloré de alegría, el origen de la vida ante mis ojos nacía y yo lo podía ver.
Estaba tan entusiasmado con el acontecimiento, que no llegué a darme cuenta de que me había convertido en un ave que volaba. Soy un águila, pensé, me he convertido en mi “Thoten”. Pero me di cuenta de que era algo más pequeño; que mis alas eran pequeñas, el pico era pequeño… Las garritas se parecían a las de un pobre pajarillo que un día vi en una jaula meciéndose en su columpio; si no lo recuerdo mal, era un pobre gorrión que se debió caer al salirse de su nido, para escuchar el revuelo alegre de las golondrinas, persiguiendo a los mosquitos. Un alma caritativa que pensaba que la vida era un milagro constante, lo recogió de la acera, lo acurrucó en su regazo y le dio un beso pequeño impregnado de ternura en su pequeña cabeza; después lo puso en la jaula para que al llegar su madre trayéndole la comida, lo pudiera alimentar, y darle la libertad cuando tuviera las plumas dispuestas para volar.
No crean que me desanimé, prefiero ser un gorrión y alimentarme en los parques y terrazas de los bares de las migajas que caen, que ser águila poderosa que debe vivir matando conejillos y lagartos para seguir viviendo.
Cuando se pasó el efecto, era ya noche cerrada y seguían con la pipa, dale que te pego. A José lo vi adentrarse en la selva misteriosa precediendo a una muchacha de una espléndida belleza; yo me marché sigiloso en medio de la humareda porque quería escuchar los sonidos de la noche.
En un lugar apartado donde sólo se escuchaba la música del silencio, vi a un chiquillo sentado sobre un tronco carcomido, que estaba mirando al cielo; me acerqué pausadamente y me senté a su lado para ver en compañía las estrellas que caían, para pedirles deseos. A una que venía del norte, le dije que deseaba tener la
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sabiduría primitiva de la piedra, la paciencia del cauce seco de un rio, el valor del alacrán, la voluntad del salmón luchando con la corriente, la prudencia de la niebla.
Un leve rayo de luna nos llegó de entre las ramas y pude ver en su cara los rasgos de la inocencia. ¡También soñaba con vuelos! ¡Hasta el más libre de los hombres va arrastrando sus cadenas!
En un momento sagrado, se puso el niño de pie con el rostro emocionado, señalando con el dedo a dos estrellas fugaces que cogidas de la mano surcaban el universo dejando estelas doradas. Abrió de pronto los brazos, dejó los ojos cerrados y sin moverse del suelo comenzó a mover el cuerpo, como si estuviera volando por la inmensidad celeste. Al apagarse los astros, volvió a sentarse en el tronco con evidente tristeza. Yo que soy un soñador y conocía su anhelo; le dije a aquel chiquillo con la voz entrecortada por la emoción del momento: “¡Aunque no todas las aves pueden levantar el vuelo, debes perseguir tus sueños!” En ese preciso instante, una hoja se caía columpiándose en el aire y al ver cómo la miraba le volví a decir al niño:
–¿Ves esa hoja que cae derribada por el tiempo?, pues tienes que comprender que hasta el cóndor de los Andes regresará algún día a fundirse con la tierra.
Algunas veces el cielo es azul como las plumas azules del guacamayo, en otras se vuelve negro, se enfurece, se aborrasca, pero sigue siendo el cielo, y al marcharse la tormenta todo regresa al azul y al verde de terciopelo, donde las gotas se quedan atrapadas en los vellos vegetales de las hojas. Si llevas en tu corazón el revuelo de unas alas, coge una gota de agua del rio por la mañana, y dásela de beber a una mariposilla blanca que tenga dos corazones de color rojo de sangre, pintados con acuarela; verás cómo se detiene y te dará un beso blanco y un poema que versa de flores que se secaron porque nadie las miraba. Habla también con la fuente, con las ranas de las charcas, con la piedra que rodando abandonó la montaña y se quedó en el barranco de parapeto del musgo, cuando lo que más
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quería era ser piedra de fondo sosteniendo a los corales. Yo una vez hice lo mismo, y al preguntarles qué harían si pudieran algún día ir a conocer el mundo a través de la mirada, me dijeron sorprendidas: “¡Levanta del suelo un pie y si tienes en tu alma grabada con sangre y fuego las ansias de conocer ese mundo que se oculta debajo de tus sandalias, mira esa brizna de hierba que pisaste sin querer, detrás de su insignificancia, late un corazón verde, corre un manantial de savia, sus raíces se dispersan como las ondas del agua, y se alimentan entre las hebras del humus, de la esencia de las hojas que nunca volverán a ser, parte de la bóveda verde.”
¡No dejes jamás la Jungla! En el mundo de donde vengo escudriñan las galaxias buscando en otros planetas algún vestigio de vida, mientras millones de niños se mueren en la miseria. Este es el lugar sagrado de la madre naturaleza, aquí vino a descansar después de crear las plantas y todos los animales; aquí creó también al hombre, después de crearlo todo para que fuera feliz, viviendo en armonía con las criaturas del bosque. ¿Sabes qué quiero decir? Conoce los fundamentos primordiales de la orquídea, aprende a descifrar el idioma de los pájaros, y cuando llegue la niebla bajando de las montañas, abrázate a su espíritu y pídele que te cuente el origen de la seda con la que tejen las arañas la tela de sus cazaderos.
Cuando sepas las respuestas, comprenderás al fin que todas las criaturas son pequeños universos y en cada universo existe un mundo ignoto, donde podrás comprender que conocer es amar, que amar es reconocer al otro como tu hermano, ya sea de la raza humana o de la raza animal.
No sé cuánto tiempo estuve calentándole la cabeza con tanta filosofía; solo sé qué se durmió al abrigo de aquel tronco, de puro aburrimiento. La llamada de la madre en el dialecto nativo, me recordó que el pequeño no entendía nuestra lengua. Lo tuve que despertar revolviendo su cabello, ya que la madre esperaba en el límite del poblado, y por el tono de voz parecía preocupada. Se levantó contrariado porque quería dormir bajo el manto
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transparente de la luna. Me miró antes de irse y me dijo unas palabras que traduje al otro día buscando por Internet:
¿Queréis saber que me dijo?: “Eres un coñazo tío, anda vete y que te den”. La verdad es que me reconocí en el niño que yo era, cuando prefería ir a perseguir cigarrones en vez de ir a la escuela.
Cuando regresé a la fiesta estaban todos dormidos bajo un árbol de ceiba, a causa del curaré y del güisqui irlandés que el orangután les daba, a cambio de unas guayabas y unas pieles de panteras, o las de unas jirafas que llegaron en el sueño de un cazador furtivo y colonizaron la selva lluviosa del Amazonas.
Al acercarme al lugar donde dormía José revuelto con los indígenas, tropecé con una raíz que sobresalía del suelo y me caí de la cama, claro, y acabé despertándome.
Una semana después del sueño inacabado, me encontré con José Planas que compraba longanizas en un puesto del mercado, ya bien peinado y sin barba. Al verme me dio la mano, con la fuerza de un gorila de montaña, y me dijo en el oído con cara de cachondeo: “¡Me gustaba más la pierna jugosa del pecarí que me comí allí en la jungla! Y baya ciego que pillé con el curaré y el güisqui que el pilla peo del Jefe decía que era irlandés, yo leí la etiqueta y ponía que era Dic de la fábrica de Segovia”. Nos volvimos a reír, y después de despedirnos, cuando dejaba el mercado, lo vi medio embelesado mirando tras la vitrina una pierna de cordero.
Nunca logro terminar las aventuras que sueño, y pocas son las que recuerdo, cuando el ayer es un pasado tamizado por el tiempo, en el que sólo resisten los que me hicieron más daño reviviendo los calvarios que la vida nos regala, o los que llegaron más hondo en la psiquis del deseo.
Para terminar, os voy a contar la historia de otro sueño inacabado que me pasó esta mañana, una hora y media antes de que el despertador tocara. Me encontré en una playa debajo de unas palmeras tomándome un ron Montero fabricado en Motril, con cola y mucho hielo. Era una arena coralina tan fina como la harina, el
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agua tan trasparente como el cristal de Bohemia, el aire tenía el sabor del yodo encarcelado en moléculas de sol, y allí estaba yo en mi hamaca bebiéndome mi cubata de ron añejo de caña. A lo lejos vi llegar (me pareció un espejismo) a una diosa de ébano desnuda como nació pero más desarrollada, con los pechos que oscilaban a cada paso que daba sobre la arena caliente. Se detuvo a mi lado y me dijo sensual: “Acaríciame moreno”. Sentí un escalofrío que me corrió todo el cuerpo de los pies a la cabeza. Me levanté aturdido pues no podía creérmelo y al acercar mis dedos a la cúspide de los pechos, comenzó a ladrar mi perro que dormía en el salón; había escuchado los lamentos de un grillo que cayó dentro del fregadero, donde llegó dando brincos cuando estaba en la terraza paseando entre los tiestos de las macetas que florecen todo el año, pero más en primavera.
Si no os gusta la historia de sueños inacabados, amenazo con volver dentro de un millón de años cuando me hayáis olvidado, y los sueños sólo sean las reliquias de un pasado guardados en un CD que acabó fosilizado en lo alto de una cumbre, a causa de la colisión de unas placas tectónicas que tuvieron un combate, discutiendo sobre a quién le tocaba ir por debajo hasta el punto de fusión del núcleo de la Tierra. Y al chocar en la disputa, crearon una montaña que sueña ser cordillera acompañando a las cumbres eternas del Himalaya.
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Recuerdos íntimos
Gonzalo Villa Ruiz
Soy consciente de proceder de un solo vientre,
el de la noche, fértil, amorosa y maternal.
Con las alas plegadas pasaba el cometa, Fénix migratorio de la lejanía, oteante y seguro, fecundando galaxias y sombras. Guiaba su séquito de fieles hacia el principio, meta de los viajes.
La tierra, atrapada en la euforia de la gloria, jadeaba orgiástica, exhalando arcos iris en su atmósfera sudorosa y tensa.
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¡Padre! ―saludé con mis transmisores de más y menos. Y el pretérito perfecto se adelantó con su estela de posibilidades sonriendo su única respuesta.
Mis rayas y cruces se ordenaron en arco y pude así rastrear su curso hasta distinguir sólo el extremo de su cola, que titilaba cual estrella lejana cuando aprueba que la admire. Y fui.
Llegué allí para consolidar mi alianza con el orden permanente. Había sido despedido con el júbilo binomial de las potencias simples. El arco iris había expuesto los colores y los matices de todas sus combinaciones. Estrellas sabias habían saludado al binomio con destellos diamantinos y, el Silencio, con su fidelidad más oportuna.
Las partes celebraron el triunfo de su encuentro con el abrazo cromosómico de las unidades dobles. Y nací.
Progresaron mi cuerpo y mi archivo de mensajes amorosos. Gocé y sufrí con ella. Podía ver por su sangre en todas las direcciones bajo la cúpula de sus meditaciones maternales, que llevaba por mitra una estalagmita milenaria de cáscaras de huevo y por remate un pincel de dóciles antenas peinadas sobre sus hombros desnudos, hasta tocar la arena del lugar elegido por ella para sentarse y acariciar los meridianos de un eclipse triple: el de su vientre planetario con la tierra y el sol poniente. Entonces buscaba yo tiernamente a través de sus ojos, y veía al cielo devolverle las caricias con chispas de hogar sereno, y veía al cometa seguir mostrándome el rumbo con sus luces de popa.
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Por ver detrás de la estalagmita opaca me despedí de mi estación de gravitante en agua bendita y del maternal recinto. Seguí mis intuiciones de siempre; corté el símbolo, aspiré la nueva libertad, perfume que conservo, y nadé... y nadé. Nadé sobre ondas. No había palpado antes exterior ninguno, y mis mejillas rozaban de pronto sinuosidades incitantes, blandas.
Dichoso aceptaba ya este cambio en el arte de los vínculos, cuando mis labios recibieron el premio de estímulo al esfuerzo. Y yo, me hallé en la Vía Láctea, que viajaba con sus alas plegadas hacia el centro del principio.
Dormí el sueño de la piedra que cae en aguas profundas, comprendí la intermitencia diurna y nocturna de mi estrella favorita, y sentí las ondas partenogenéticas de mis sueños extenderse concéntricas, rompiendo sus cáscaras de huevo a cada instante.
Años más tarde, poco antes de despertar, pregunté a la piedra por su nombre. Se llamaba Verdad y se había convertido en mujer. Ordenó mis electrones con los eclipses de sus esferas y transmutó su belleza en cercanía ante mis ojos extasiados. Y fuimos Uno. Me dio perfumes: propuse acordes. Y cedimos el mando al entendimiento etéreo, voluptuoso. Me tomó en su centro de gravedad. Y por el ojo de su ombligo, agujero en estalagmita milenaria de cáscaras de huevo, reconocí los colores de nuestros ojos formando el arco iris del abrazo.
Y la lejanía estaba aquí, en Almuñécar, primavera sin años.
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Un cabrero sexitano
Mª Luisa Sánchez-Chaves Galindo
Se llamaba Fernando. Era moreno, de recia barba y ojos brillantes como la luna llena. Su voz áspera gritaba a cada instante mientras tiraba piedras hacia las cabras que iban hacia donde él no quería que fuesen. “¡Toó Avelína, tira pa ya!” Era un sencillo cabrero que iba monte arriba y monte abajo con sus catorce cabras y un borrego de debió de ser blanco al nacer.
Cada cabra tenía su nombre, por el que las llamaba con un irritable cariño. Su voz sonaba en el seco monte con un: “¡Pintá, sigue pá´lante; Quebrá, mira que te voy a matá!”
Desde el alba hasta el anochecer, Fernando seguía a cada una de ellas con intensa mirada. Conocía cada movimiento, cada maña, cada gesto, cada respiro de cada una de sus catorce
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cabras sexitanas, que eran su vida cotidiana.
Decía que nadie ni nada, le cambiaría su aireada vida. Mientras decía esto, miraba al mar allí abajo, tan bajo que un mal pie sobre la tierra le hubiese hecho rodar hasta él y hallar la muerte. Pero como sus cabras, Fernando era de ágil. “¿Verdad que sí, Negra?” Y Negra lo miraba con sus inexpresivos ojos, mientras rumiaba una hoja de higuera.
Con ellas hablaba de sus sueños y de su canto de libertad, también de sus incomprensiones, que ellas entendían dentro de su mutismo. Su recia mano se apoyaba sobre una derecha y tosca rama de árbol que él mismo talló como un bastón. Con éste hacía señales a las cabras, dibujos en la tierra seca y tiraba piedras como si fuese un palo de golf, juego que no conocía ni de nombre. También le servía para apoyarse en él, como siempre hacía. Sin mentar a sus cabras, el bastón era su otro compañero del campo.
Las luces empezaban a encenderse cuando él entró en el pueblo con su piara pasando por las estrechas y tortuosas calles. Una moto hizo la visión bíblica de entrar en el siglo XXI, parándose ésta a un lado para dejarlas pasar. Las cabras no tienen tiempo en la historia. El tiempo es el mismo siempre, pasen los años que pasen las cabras pasarán delante de la gente, los camellos, los caballos, los coches, las motos y hasta los tanques.
Su casa estaba en una empinada y asfaltada cuesta, único sitio donde las cabras resbalaban al subir y bajar por ella. La puerta de dos hojas, tenía sólo una abierta tapada por una floreada cortina para apartar las insistentes moscas al interior del recinto. El corral estaba detrás de la casa; al lado de ésta e incorporado al edificio de dos plantas, estaba el bar. Fernando tenía un negocio, porque como él mismo decía: “Las cabras eran sólo su ocio.”
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El bar era una habitación grande con un mostrador largo y luces fluorescentes en el techo. Unas cuantas mesas y sillas de aluminio, componían todo el mobiliario, dando un aspecto poco acogedor. Aurora, su mujer, llevaba el negocio de vender vino con tapas de morcilla o pescaito frito a los campesinos o pescadores que llegaban fielmente al bar para descansar un rato, hablar de sus cosas o jugar al dominó. Detrás del mostrador, como soldados en fila y mal heridos, estaban las botellas que un día tuvieron auténticas bebidas y ahora, a fuerza de llenarlas de ginebra, ron o anís a granel, habían perdido parte de sus etiquetas irreconocibles ya. Sobre la pared al fondo, colgaba una enorme fotografía de Fernando, su monte y sus cabras sexitanas. Se la había hecho y regalado un amigo americano, decía mirándola orgulloso. También le regalaba buenos puros que juntos fumaban despacio y con deleite, mientras miraban al Mediterráneo desde el monte, hablando de sus vidas.
Una vez entradas las cabras en el corral por la noche, dados un puñado de sal y un cubo de agua a cada una de sus catorce cabras, para producir más leche al otro día, atado el frustrado macho con peto sobre su vientre y hecho el ritual de su propio aseo, Fernando pasaba a su trabajo nocturno por unas horas, remplazando a su mujer en la tarea. Un vaso de vino detrás del mostrador, le aclaraba la seca garganta de su silencio y sus gritos durante el día, mientras hablaba con los clientes o miraba la televisión, que sobre una ruda tabla clavada alta en la pared, daba las últimas noticias funcionando todo el rato en el que el bar estaba abierto.
El brazo de Aurora acarició el desnudo pecho de su hombre, que con un suave empujón se le acercó en la cama, mientras cubría sus cabezas con la manta en la noche fría del invierno.
–Fernando, deja las cabras, hombre. Los niños apenas te
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conocen y yo te necesito. Estoy harta del bar, de la cocina, del olor a vino, que se agria bajo mis pies, del pescado frito, de las risas y las voces que no son tuyas. Hazme caso, deja el monte y las cabras, si fuesen mujeres, ¡las mataría a todas! Pero ellas, como yo, sólo te siguen a donde tú nos llevas, por precipicios, por pastos verdes donde rumiar, por secos senderos que nos llevan a la nada, para terminar dándote la sangre de mis venas y ellas la leche de sus ubres; pero al menos ellas escuchan sus nombres cuando las llamas, yo en cambio me seco por dentro mientras tú pareces cada día vivir más la primavera. Vuelve a mí y vivamos juntos mientras brilla el sol. Soy esclava de tu libertad.
Aurora sintió la áspera mano del hombre entre sus muslos, que se abrieron más por costumbre, que por pasión.
Pero Fernando volvió al día siguiente y al otro y al otro a su monte. A Aurora le sobraba la rabia y le faltaban las fuerzas para llevar el matrimonio a solas. A Fernando le sobraba silencio y le faltaba más libertad. Allí en sus montes, frente al infinito mar azul y las nubes blancas sobre su cabeza de soñador sexitano, todo era suyo. El viento era su música junto a la que silbaba haciendo coro, las salvajes matas del terreno que rozaban sus pantalones de pana y arañaban sus recios y morenos brazos, eran las únicas caricias que él esperaba cada mañana al despertar en los brazos de otra nueva aurora.
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El trenecito
Alejandro García Boyano
Enrico Marco Redondo acabó de tomar el café, pagó y salió marcialmente del bar.
El señor Marco Redondo, por rara casualidad, no tenía que asistir aquel día al despacho de abogados, donde trabajaba para resolver los procedimientos en que estaba implicado el Ayuntamiento.
Al verse libre respiró con placer el aire puro de aquella espléndida tarde almuñequera, tarde hermosa en la que el cielo azul, sereno y limpio semejaba un universo dosel de purísimo azul.
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–Bueno, pues me voy a dar una vuelta en el trenecito turístico, pues me da sensación de poderío y así calmo mi alma viajera.
El trenecito tropical es uno de esos coches trenecitos que tienen sus bancos divididos en asientos para varias personas. El trenecito en cuestión circula con distintas cantidades de vagones, cuando hay pocos clientes se desenganchan algunos y así la empresa arrendataria ahorra combustible.
Ya en San Cristóbal, una vez en el tren, tomó asiento y observó con satisfacción que a su lado se había sentado una lindísima joven.
Lo primero que llamó su atención fueron dos de sus tres ojos. Ojos negros, bonitos, rasgados, preciosos, admirables, dulces, seductores, soñadores, impresionantes, inquietantes, bellísimos, irrepetibles, hermosísimos, excelsos, hechizantes.
Miraba Marco Redondo los adjetivados ojos de su vecina compañera de viaje y ya no pudo dejar de contemplarla extasiado. Agradábale mirar tan de cerca a la bella joven y a su orejita fina y rosada como gamba lavada. Tanto admiraba aquel lindo perfil que se olvidó de disfrutar del paseo con su mar inquieto, los bares y chiringuitos, los africanos vendedores de gafas, camisetas y relojes, y los hoteles del moderno paseo sancristobaleño.
“¿Irá sola?”, se preguntó el caballero Marco Redondo, cuando una señora de bastante edad que estaba sentada cerca, se dirigió a la damisela de los increíbles ojos para decirle:
–¿Vas bien?
–¡Sí! –contestó ella, desvaneciendo la duda de Marco.
El tren llegó al final del trayecto y Marco Redondo se bajó y se dispuso a seguir a las mujeres. ¡No se le escaparían! Pero observó con tamaña sorpresa que el trenecito emprendía de nuevo otra vuelta al pueblo, ¡llevándose a las dos damas
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referidas, más dos turistas belgas!
Marco echó a correr presuroso, subió al tren y se volvió a sentar en el mismo sitio, dirigiendo a la dama miradas duces y melancólicas. La contemplaba ávidamente, se fijaba en la blusa blanca y en lo que se insinuaba bajo la blanca blusa y en la falda de paño azul por encima de las rodillas y cómo no en las rodillas y pantorrillas.
Entonces ocurrió un hecho que Marco Redondo jamás hubiera esperado ni querido que sucediera. La dama de los ojos de asombro miró con desprecio a Marco y le asentó la siguiente estocada:
-¿Qué miras, macaco? ¿Tengo monos en la cara? ¡Gilipollas! ¡Vete a mirar a Maradona! ¡Qué cara de idiota tienes criatura!
Marco, apenadísimo, lanzó un alarido y se tiró en marcha del trenecito a la altura del Hotel Helios.
Un niño que contemplaba la escena exclamó:
–¡Mira, mami, se bajan del tren como en el Oeste!
La madre le reconvino:
–¡Tómate el bocadillo y cállate, Billy el Niño!
Nuestro fracasado héroe, entristecido, se dirigió lentamente a una plaza célebre por sus buenos vinitos, chupitos, mojitos y demás traguitos, conocida como Plaza Kelibia.
La mujer del tren, la de los ojos maravillosos estaba allí, con su madre y unas amigas, y un vendedor de “compas” a pie de barra. La mujer, al ver al hombre del trenecito, exclamó delirante:
–¡Otra vez mi marido! ¡Es que no me lo puedo quitar de encima! ¡Coñazo de tío!
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El globo
(… desconocido y olvidado para siempre en el que fuera su pueblo durante años)
Fco. Javier Martín Franco
–¿Pero qué haces?
–Me voy.
–¿Pero dónde vas?
–Me marcho.
–¿Y qué voy a hacer yo sola, con una niña chica, y encima embarazá.
–Te prometo que volveré… Lo más pronto que pueda.
La última frase de Fulgencio cayó en saco roto. Amparo, su mujer, no pudo o no quiso oírla. Un fragor lejano de cañones
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sonaba al mismo tiempo que se produjeron todas las despedidas. Abrazos, algún beso y silencios de amargura e impotencia. Los últimos hombres, entre los que resoplaba Fulgencio, brincaban a los camiones casi en marcha. Las mujeres, entre las que sollozaba Amparo, se quedaban en la cuneta con los niños a horcajadas de la cintura o agarrados del delantal.
Decenas de adioses todos acallados por la maquinaria bélica de los golpistas. Habían entrado en Málaga y venían avanzando y bombardeando a miles de refugiados, la mayoría columnas indefensas de civiles, andando la carretera adelante, estrecha y tortuosa, con dirección a Almería.
Cuando llegaron los fascistas italianos y los falangistas que habían quedado en el pueblo salieron de sus madrigueras, a algunas mujeres las raparon al uno; y a dos docenas de hombres, acusados de rojos, los fusilaron en la ladera de la Albina, delante de las zanjas que ellos mismo cavaron entre almendros y olivos. Meses después se oyeron los gritos de una mujer que paría sola, como todas las mujeres, y de una criatura entre las manos coloradas de la vieja partera Remedios. A su hijo recién nacido, Amparo, como una premonición, le puso Jesús, como al niño Dios a quien crio un padre que no era el suyo.
Por entonces la guerra pasaba como una maldición crónica de estas tierras ibéricas, y duraba mes tras mes, cosecha tras cosecha, penuria tras carestía. Llegaron al cine Coliseo los primeros NODOS colmados de propaganda, desfiles marciales y primeros planos de Franco. Pero al fin, una mañana de primavera, Amparo oyó por la radio de la modista algo sobre los rojos, cautivos y desarmados… y que la guerra había terminado.
–¿Qué significa eso de cautivo y desarmado, doña María? –
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le preguntó a su jefa la costurera, levantando la vista de una larguísima puntada.
-Que los han cazado como conejos, y a los pocos que se han salvado, los tienen presos como a pájaros perdices. Y desalmados significa que no tienen alma. ¡Cómo van a tener alma esos comunistas!
Amparo volvió la vista a su costura, y prosiguió trabajando. Su marido, que ella supiera, no era comunista, sino maquinista de la fábrica, y lo único de política que había hecho en su vida, había sido en el teatro, no en el gran teatro de la vida, sino el teatro proletario de la Juventud Libertaria de Almuñécar, pues su amigo Manolo López lo había convencido para formar parte del grupo y preparar la obra “Arriba los pobres del mundo”, de Jacinto Sánchez. Obra que estrenaron con éxito artístico y gran euforia obrera y revolucionaria en el Coliseo de Almuñécar y luego fueron invitados para representarla en Motril, en el Cinema Francisco Ascaso de la FAI, el día 19 de enero de 1937, dos semanas antes de subirse al camión de milicianos. Y Amparo recordaba, lo que le había dicho en aquel fatídico día, que se marchaba para luchar por el bien de ellos, y por la libertad de todos, porque aunque el gobierno de la República era legítimo y había que defenderlo, la revolución del pueblo se hacía ya inevitable. Palabras que fueron manchadas de sangre, que ahora parecían no tener sentido y eran rotundamente inconfesables.
Había llegado aquella paz silenciosa, llena de miedo y vacía de hombres. Y Fulgencio seguía sin dar señales de vida. Amparo no sabía a dónde preguntar por él, ni se atrevía a ir en su busca donde se enteró que habían ido otras mujeres, aquellas que años atrás raparon al uno. Prefirió aguardar en silencio lo que le deparara el destino, viendo crecer a su hijo Jesús, y con la esperanza más flaca que las piernas de su hija
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Lucía, de la cual decían las lenguas a escondidas que rozaba el raquitismo.
En esas circunstancias la espera y la esperanza acabaron reñidas, se pudrieron las cepas de su raíz común y Amparo, que aún estaba de buen ver, se confeccionó a deshoras, trabajando hasta de madrugada a la escasa luz de un perico, un vestido que le había cortado su patrona y que quería estrenar para el baile de la noche de San Juan.
En aquel baile, cuando los curas dieron la vuelta para acabar con la cazuela mohína, sonaron los pasodobles más tiernos y algunos hombres, la mayoría guardias de paisano venidos de Motril, se acercaron a las mozas casaderas y a las hembras en general, entre las que figuraba Amparo con su vestido nuevo de generoso escote que dejaba al descubierto la canal de los deseos. Un guardia de aquellos, el cabo Pinillas, se encaprichó de aquel canalillo y le pidió a su dueña que bailara con él. Aquel fue el comienzo de un pasodoble que terminó en boda por lo civil, a expensas del papeleo de la desaparición del marido para el postrero paso por la vicaría. Ya habían pasado mucho más de los dos años prescriptivos para darlo por muerto.
Amparo nunca se sintió más amparada que entonces, pues el cabo Pinillas, ya ascendido a primero, la cuidada como a una verdadera civila. Y su hijo Jesús, como el mismo Dios, tuvo un padre de verdad: ese señor alto y de uniforme que ostentó con orgullo a los compañeros el primer día que pisó la escuela.
Pasado su segundo año de ascenso, el cabo primero Pinillas fue destinado por un tiempo a Ceuta; y allá se trasladó con toda la familia. En África se enteraron de que los alemanes habían perdido definitivamente la guerra mundial y que la paz traería incertidumbre al régimen y a sus fronteras. Sin embargo, pasado lo que no fue sino un susto, un año después de aquello,
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fueron trasladados de nuevo a Almuñécar.
Corría el año 1947. Era primavera y la monda estaba en su apogeo en toda la costa de Granada. Los jornaleros necesitados iban en grupos, con sus mujeres y niños, hasta los barracones de las vegas de Motril, Salobreña y Almuñécar. El olor a bagazo podrido sobre el cemento, y del humo de la molienda de las fábricas, impregnaba todo el ambiente con un dulzón augurio.
Una mañana de esas llegó un hombre al Ayuntamiento, al departamento de Registro Civil. Llevaba un globo de goma, de esos que suben por el gas, anudado a una mano y un paquete debajo del brazo. Preguntó en el mostrador por Amparo López Rivas, mujer que tendría en la actualidad unos treinta años, y que era madre de una niña de unos trece años y de otro hijo, acaso un niño, que tendría nueve o diez.
–¿Quién pregunta por ella?
–Soy su marido, Fulgencio Vázquez… Bueno, no sé por dónde empezar… seré con usted franco –dijo bajando el volumen de su voz–. Las guerras me han tenido años lejos de aquí, muy lejos. Primero la nuestra, de la que nada tengo que ocultar. Y luego la mundial que me pilló por medio y bien pillado. Mandé varias cartas a este ayuntamiento, la primera hará casi dos años, cuando salí del infierno… Bueno, ya sabe usted que las guerras…
Fulgencio no quiso confesar delante del funcionario que había estado encerrado dos años en el campo de concentración de Mauthausen en Austria. Allí, junto con otros tantos paisanos, de los que muchos, la mayoría, perecieron, llevaba zurcido sobre el pijama de rayas las iniciales RS, rojos de España.
–Entiendo –dijo atento el funcionario que buscó al punto sobre la larga lista del censo que sacó de un cajón del registro–. Aguarde un momento… He de comprobar en este padrón.
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Minutos después, siempre detrás de sus gruesas gafas, fue a consultar con un notificador del cual decían que se sabía de memoria el nombre y apellidos de todos los almuñequeros vivos y muertos (y quién sabe si el de los nacidos en el futuro). Con su respuesta, que parecía positiva, se fue diligente aunque visiblemente circunspecto hacia donde Fulgencio lo esperaba con impaciencia.
–Yo también le seré franco, amigo. Conocemos a esa Amparo López y figura censada en Almuñécar. Verá… –titubeó un poco mientras se ajustaba las gafas para mirar a Fulgencio de cerca–. A usted parece que lo dieron por muerto. En una guerra, pasados más de dos años y a petición de su familia, tal cosa le puede suceder a cualquier desaparecido. Su mujer a día de hoy, y se lo digo de manera extra oficial para que se ahorre rellenar la solicitud, sigue viviendo aquí en Almuñécar; pero según me confirma el ujier, está casada con un cabo de la guardia civil de este mismo municipio. Lo siento.
Fulgencio sintió un escozor más venenoso aún que el que sentía cuando escuchaba el fragor y el silbido de los disparos perdidos en la guerra o en los campos de concentración en los que estuvo, cuando en esa tierra podrida, a sus pies, caía rendido un compañero atenazado por el frío, la fiebre y la extenuación vital. Se quedó sin voz y se marchó sin hacer más preguntas. Aquella era su última derrota y el último desconsuelo de una guerra que para él nunca quiso acabar.
Salió a la calle y anduvo sin rumbo. El hambre que no se podía tapar, ni acaso distraer, brotaba de todas las casas humildes y de los rostros famélicos de los vecinos. Y creía reconocer a algunos cuando se los cruzaba, pero ellos parecían ignorarlo viendo sólo el solitario perfil de un forastero. Se sintió desconocido y olvidado para siempre en el que fiera su pueblo durante años.
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–¡Estoy aquí! –decía a voz en cuello, pero para sus adentros, y por eso mismo las palabras, que no eran de reproche, ni siquiera de autocompasión, le escocían aún más por dentro de sus redaños.
–¡He vuelto! Estuve preso campo tras campo, construyendo muros en Francia y luego en el infierno de Austria, hasta que abrieron los cerrojos los americanos. ¿No visteéis mi foto en los periódicos mascando chicle?
Dicen que lo vieron abandonar el paquete que llevaba bajo el brazo sobre un buzón de correos. Que luego anduvo por el pueblo sin soltar el globo de la mano, hasta que lo dejó ir justo antes de subir al destartalado autobús de La Alsina. Dicen también que aquel globo ascendió y el viento lo llevó hasta el patio de la escuela donde un niño llamado Jesús se quedó mirándolo no sólo por curiosidad sino como si tuviera algo que ver consigo. Al momento lo vieron alejarse, subiendo y subiendo, hasta llegar a esa parte del cielo donde la atmósfera es tan fina y fría que sirve de fresquera a los ángeles.
Y por aquella franja voló kilómetros hasta llegar a Barcelona. Allí, perdido su gas, descendió directamente hasta caer al asfalto. El mismo asfalto donde Fulgencio, diez años después, caminaría hasta el hangar de la fábrica donde producían esos pequeños coches utilitarios que en pocos años llenarían las calles y carreteras del país con sus motores de 600 centímetros cúbicos.
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La cabra montés
Cristina Monteoliva
Aunque en mi familia se conocían varios casos, la noticia de mi enfermedad me cogió totalmente por sorpresa. Así, aquel día de mayo, en la consulta del doctor, sentí que estaba viviendo un mal sueño. Una horrible pesadilla de la que no podía despertar. Simplemente, era incapaz de asumir lo que me pasaba, de creer que la china del destino me había tocado a mí.
Aquello era injusto, terriblemente injusto. Y triste, muy triste. Absolutamente desolador.
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En lugar de pensar en el tratamiento que me esperaba y las esperanzas que los médicos me ofrecían, me sumí en la depresión y la autocompasión. Durante días, fui incapaz de levantarme de la cama. Nada de lo que me dijeran mis familiares y amigos conseguía que mi ánimo mejorara lo más mínimo. Me sentía derrotada, y pensaba que si lo peor tenía que pasar, que fuera cuanto antes mejor.
Un día, sin embargo, cansada de apenas pegar ojo en toda la noche, y sin saber por qué, me levanté, me puse cualquier cosa y salí a la calle.
Era una mañana fresca y luminosa de finales de mayo. El verano estaba a la vuelta de la esquina y se notaba en el aire. Y no sólo en el aire, sino también en la manera alegre que tenía la gente de saludar a los demás, de mirar al cielo o sencillamente de pasear por el soleado paseo marítimo.
Mis pies me llevaron al Peñón del Santo, ese gran monte rocoso situado entre el mar y la tierra y presidido por una gran cruz. El escenario en el que tantos años antes los de la serie Verano Azul enterraran a Chanquete. El sitio en el que de pequeña pasaba las mañanas de domingo. El lugar donde vi por última vez a mi amiga Lourdes.
Lourdes y yo nos hicimos amigas el primer día de bachillerato. Las dos vivíamos cerca del exótico parque El Majuelo, y aunque nos habíamos visto muchas veces por la calle, nunca habíamos hablado. Aquel día, ambas coincidimos cruzando el río Seco para subir al Instituto Antigua Sexi por El Cerrillo, el polvoriento atajo que atraviesa el monte entre campos de chirimoyos. Tras un saludo algo tímido por mi parte y efusivo por la suya, Lourdes comenzó a hablar de lo que esperaba de aquel primer día de clase, de lo mal que le habían hablado sus primos de ciertas asignaturas, de las ganas locas que tenía de que llegaran las vacaciones… Yo, mientras tanto,
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la miraba embelesada. Además de elocuente, Lourdes era la niña de larga trenza rubia y ojos oscuros más guapa que había visto en mi vida. Por un momento, quise ser como ella. O al menos ser su mejor amiga. Y mi deseo se cumplió.
Durante tres años, Lourdes y yo compartimos pupitre, estudiamos juntas montones de cosas aburridas (y otras que nos encantaron), descubrimos las primeras noches de marcha en el pub El Rastro, nos enamoramos de nuestros primeros ídolos musicales (y nos peleamos por ellos), fuimos a la playa cada día de verano, nos lo pasamos bomba en el Aquatropic cuando nos dieron entradas gratis, hicimos cientos de fotos en el viaje de estudios y comimos infinidad de helados delante de la tele.
Ella era extrovertida, yo era más callada. A mí se me daban bien las Matemáticas, ella era perfecta en Lengua. Ella era genial haciendo amistades con nuestros compañeros, yo era buena relacionándome con los profesores. Éramos sencillamente el dúo perfecto y las mejores amigas del mundo.
Llegamos a lo que antes se llamaba C.O.U. (el curso previo a la universidad) con muy buenas notas. Aun así, el último curso me daba un poco de miedo. Todo el mundo decía que era mucho más difícil, y que las pruebas para entrar en la universidad, muy duras. Temía no ser capaz de mantener las buenas calificaciones, aunque confiaba poder apoyarme, como siempre, en mi mejor amiga. Poco sospechaba entonces que las cosas iban a cambiar tanto para ambas.
Lourdes empezó a ausentarse de clase a los pocos días de empezar el curso. Durante todo el verano se había sentido un poco mal, aunque yo no pensaba que fuera nada grave. La misma vehemencia que la llevaba a defender sus posturas, el mismo convencimiento, la hacía a veces exagerar lo que le pasaba. Y si un resfriado se convertía en un tifus, un simple
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arañazo requería amputar una pierna o un orzuelo conllevaba perder un ojo, ¿cómo iba yo a pensar que esta vez las cosas iban en serio?
Llamé a su casa varias veces para preguntar por ella. Al otro lado del aparato me esperaban siempre con palabras vacías, evasivas, puras excusas. Nadie quería o podía contarme qué era lo que estaba pasando. Tampoco lo hicieron cuando me presenté delante de la puerta de su casa una tarde.
La madre de Lourdes me abrió con ojos llorosos y cierto temblor en las manos. Tras un par de frases cordiales pero inútiles y nuevas excusas, prácticamente me dio con la puerta en las narices.
Yo me quedé ante aquella casa muy preocupada. No sabía qué hacer. Tenía que contactar con Lourdes, saber qué era eso tan terrible que no podían contarme; pero no tenía ni idea de cómo conseguirlo.
De pronto, justo cuando me disponía a marcharme, la puerta volvió a abrirse y mi amiga sacó la cabeza tímidamente por la apertura abierta, un gesto nada normal en ella. Estaba más delgada, y muy pálido, aunque su tono alegre fue el mismo de costumbre cuando me dijo:
–Quédate ahí mismo un momento, que ya salgo.
Tras una pequeña discusión con sus padres dentro de la casa, de la cual apenas entendí cuatro palabras, la bellísima aunque un tanto desmejorada Lourdes salió vestida con un largo y vaporoso vestido rojo de tirantes, justo como si fuera a la fiesta de fin de curso.
Después de darme dos sonoros besos en ambas mejillas, mi amiga me sonrió, me cogió del brazo y me condujo calle abajo en dirección a la playa.
–Lourdes, ¿qué te pasa? ¿Y por qué te has vestido como si fuéramos de fiesta? – pregunté temerosa.
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–Te lo contaré cuando lleguemos al Peñón del Santo –me contestó con la vista clavada en el frente y una firme sonrisa dibujada en los labios.
Lourdes subió la cuesta del peñón corriendo, saltando, riendo como una niña pequeña en un parque de atracciones. Yo la seguía a la zaga mientras pensaba que se había vuelto loca. No sabía que mi amiga sencillamente se había propuesto disfrutar de cada momento como si fuera el último. Porque la vida, tal y como me contó una vez arriba, en la explanada, con la mirada perdida entre las olas que chocaban contra el pequeño Peñón de en Medio y el paraíso de las gaviotas llamado Peñón de Afuera, se le escapaba de las manos a pasos agigantados.
Efectivamente, mi amiga estaba muy enferma. Iban a ponerle un tratamiento, pero los médicos no daban muchas esperanzas. No se lo habían dicho claramente, aunque ella lo sabía. ¿Por qué si no iban a estar tan derrumbados sus padres y sus hermanos?
–No voy a volver al instituto –concluyó con firmeza y sin borrar la sonrisa de sus labios–. A partir de ahora, tú sacarás las mejores notas por mí.
Yo no supe qué contestar. Me había quedado de piedra, tan rígida como la verdosa estatua del célebre Abderramán I que hay a los pies del Peñón del Santo.
–Bueno, pero ya verás cómo te curas –dije con torpeza. Las palabras salían de mi boca atropelladamente.
–Ojalá. Sé que esto es un fiasco para ti. Yo también tenía muchos planes para el futuro, muchas cosas por hacer juntas –contestó mi amiga, la vista siempre fija en el mar embravecido–. Pero no te preocupes. Siempre voy a estar contigo. Y jamás, te prometo que jamás, dejaré que te pase nada malo.
Aquella mañana de mayo, tantos años después, llegué a la
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explanada del peñón, pensando en aquellas últimas palabras de mi mejor amiga. Lourdes murió tan sólo dos meses después de pronunciarlas y sin que hubiéramos vuelto a vernos, por expreso deseo de unos padres demasiado protectores. Su desaparición me dejó sumida en un vacío tan grande como el que sentía tras conocer mi propia enfermedad. Un dolor tan profundo, tan terrible, tan inconsolable…
¿Dónde se fue mi amiga? ¿Por qué jamás sentí su presencia, si me prometió que nunca me abandonaría? ¿Por qué me hizo una promesa que era imposible de cumplir?, pensé entonces con rabia y desesperación mientras las lágrimas amenazaban con empezar a derramarse por mi rostro.
–Mirad, ¡una cabra montés!
El grito de un niño me sacó de mis pensamientos. Instintivamente, me acerqué a la reja de protección orientada hacia la diminuta Playa de la Caletilla, más próxima, y la del Paseo del Altillo, un poco más allá. Lo que vieron mis ojos era totalmente increíble. Pero no, ni el niño rubio que gritaba ni mis ojos me mentían: ¡había una pequeña cabra montés trotando por el paseo en dirección al peñón!
Se trataba de un ejemplar joven, tan sólo una cabra, de color pardo y cuernos cilíndricos y puntiagudos. Sus patas se movían ligeras por el pavimento, como si aquel camino lo hiciera todos los días. Ignorando totalmente al niño curioso y a otros sorprendidos transeúntes, la cabrilla emprendió la escalada por la ladera del peñón, justo hasta llegar al otro lado de la reja.
La cabra y yo nos miramos a través de los negros barrotes de la verja. Fue una mirada larga, casi eterna. Era como si una fuerza extraña nos mantuviera unidas. Una fuerza que me hacía creer que aquella cabra podía leer mis pensamientos, que oía los gritos desesperados de mi cabeza. La misma fuerza que me hizo sacar una mano por entre los barrotes y acariciar sus
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barbas, sus mejillas, sus orejas durante unos breves instantes, justo hasta que el niño del paseo subió al peñón y espantó con su presencia al animal, que enseguida emprendió su camino de vuelta a casa, a saber dónde.
–¿Te ha dejado tocarla? –preguntó el niño mientras ambos mirábamos cómo la cabra trotaba y trotaba allá a lo lejos.
–Sí –contesté totalmente desbordaba por aquella sensación de paz, de sosiego, con la que me había dejado la cabrilla.
–¿Por qué te ha dejado tocarla? –insistió extrañado el chiquillo.
–Porque es mi amiga –dije con lágrimas en los ojos, pero sonriendo–. Porque es mi amiga y ha venido a saludarme y a decirme que todo va a salir bien.
Por supuesto, el niño me tomó por loca. Como todos aquellos a los que les conté mi historia más tarde. Aunque loca o no, todo el mundo se alegró de que por fin estuviera mucho más animada y lista para encarar mi problema.
Poco después, comencé el tratamiento. Fue muy duro, pero nunca me sentí desanimada. Tenía mucha gente apoyándome y muchas ganas de superar la enfermedad. Y, al final, todo salió bien.
He ido muchas veces a esperarla al Peñón del Santo, pero la pequeña cabra montés nunca más ha vuelto a visitarme. No sé si alguna vez volverá a hacerlo. Me gusta pensar que sí, que regresará para llevarme con ella. Para llevarme con mi amiga Lourdes, allá donde ella esté, y así volvamos a ser de nuevo el dúo perfecto. Porque aunque mi amiga prometió protegerme, llegará el día en el que lo inevitable suceda.
Aunque confieso que espero que eso sea dentro de mucho, mucho tiempo.
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El jardín zen - La voz
Joaquín López Martín
Al final del verano mi hermana decidió remodelar y transformar la parte oeste del jardín de arriba de la casa de Cabria.
Éste se halla dividido en dos partes con un sendero central rectilíneo, a la izquierda se levanta un viejo guayabo y un pino; al fondo un laurel. Según una antigua leyenda china en el palacio de la luna crece un árbol de laurel, por lo que a esta se le llama “el espíritu del laurel”.
En otro lado una palma busca el cielo en perfecta verticalidad, junto a ella hay una planta cuyo nombre
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desconozco que produce inflorescencias blancas muy olorosas; y frente al guayabo, una datura o trompeta de los ángeles.
De pequeño me intrigaba el nombre de Cabria, por desconocer su significado, más adelante busqué en un diccionario enciclopédico y encontré que viene del latín caprean, cabra montés
Y es un aparato que consiste en dos mástiles de gran solidez levantados en forma de ángulo con poleas, que sirve para levantar pesos y se coloca en buques y barcos. De todas no me quedó muy claro lo que aquello tenía que ver con la playa.
Como tuvimos que realizar unas obras, para asegurar el muro de contención, que nos separa de la propiedad colindante, el cual se estaba resquebrajando, hubo que picar y reconstruirlo
Ya puestos mi hermano, que junto a un ayudante se encargaba de ello, decidió tirar la baranda de enfrente pues estaba dañada, se levantó una nueva de casi dos metros de altura con celosías de hormigón, todo pintado de blanco.
El suelo del jardín quedó cubierto de cascajo, este fue el detonante para comenzar el proyecto. Yo me encargué de recoger el cascajo y echarlo en varias espuertas negras colocadas a lo largo del pasillo central.
Pasó el otoño y después de navidad mi hermana se puso manos a la obra, con constancia y mucho esfuerzo: Recogió grandes piedras grises de la rambla que subió hasta la casa, buscó también cantos rodados blancos de buen tamaño en la playa y guijarros blancos y grises redondeados en gran cantidad. Compró gravilla, una vez reunidos estos materiales; limpió el jardín, arrancó las plantas, bulbos y cactus que podían ser trasplantados. Eliminó toda la mala hierba. Había comprado una especie de arpillera plástica, para extender como una moqueta sobre la tierra con el fin de impedir que
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crecieran de nuevo los indeseables matojos, sobre ella extendió la grava gris.
Alrededor de los árboles, colocó las piedras grises de la rambla formando un cuadrado que rellenó con las piedrecitas blancas de la playa, excepto un pequeño cuadrado de guijarros grises en torno a los troncos, dibujando un mandala. Entre el guayabo y el pino puso una fuente rodeada de cantos rodados blancos, flanqueada por una maceta de helechos y otra de papiros. La fuente de color pizarra, tiene forma de monolito rectangular con un pilar en su base, el agua sale desde arriba y resbala hasta la pila, es un circuito cerrado que funciona mediante un pequeño motor eléctrico.
Al fondo dispuso dos maceteros cuadrados de madera en los que introdujo dos grandes macetas con bambúes de hojas verdes y puntiagudas. Entre la palma y la datura hay un banco de hierro blanco tras el que unas cañas de bambú gruesas y secas a modo de enorme ramo están en un recipiente lleno de chinas blancas. Seis farolillos de energía solar completan el conjunto. Así fue como mi hermana mayor dispuso y decoro su jardín zen. Un rincón tranquilo y diferente con personalidad propia y belleza sencilla.
En el lugar donde se encuentra el banco, al sol de la tarde, me gusta sentarme tranquilo sobre unos cojines y sentir la leve brisa y el olor del pino mientras leo o me relajo. Aquí, un tibio crepúsculo, rememoré algo que había ocurrido años atrás y que esa misma noche transcribí bajo el epígrafe de “La voz” y es lo que relato a continuación.
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La voz
Como cada mañana, poco después de la salida del sol, entré en el interior del invernadero para comenzar mi jornada laboral. Mi trabajo consistía en calibrar el tamaño y constatar la tonalidad del color para el tipo de tomates y berenjenas que cultivábamos.
Apenas si presté atención a la voz, que desde varios altavoces tácticamente colocados, leía o más exactamente recitaba un poema de un escritor reconocido. Normalmente era la voz bien modulada y agradable al oído de algún prestigioso actor o actriz de la escena española.
No recuerdo el poema, hablaba de labios, aire y luna.
Pasadas unas horas, salí para tomarme el bocadillo, mientras en el interior las plantas se enriquecían culturalmente.
Cuando yo era un muchacho, un día dando un paseo por San Cristóbal, dos ancianas me llamarón y me invitaron a entrar en su casa. Eran hermanas, me hicieron pasar a una habitación con el techo artesonado de madera oscura y muebles a tono de una rancia elegancia; me sirvieron una deliciosa merienda, no paraban de hablar y de hacerme preguntas, me enseñaron una fotografía enmarcada en plata de un joven sobrino, fallecido, al que ambas recordaban con tierna tristeza.
Al acabar la merienda me mostraron el resto de la casa, conduciéndome al jardín en donde me explicaron que ellas hablaban con sus plantas y por eso crecían tan lozanas, pues les decían cosas agradables y ellas lo agradecían con su verdor y sus flores.
Pasados los años leí diversas teorías sobre estas temáticas
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calificadas como paranormales.
Hace unos años, llegaron al invernadero un equipo del Departamento de Botánica de la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad de Granada, para efectuar in situ, un estudio interdisciplinar sobre diversas especies de vegetales y cultivos de plantas subtropicales que crecen en los valles fluviales de Río Seco y Río Verde.
Los experimentos se prolongaron durante una temporada, y una de las conclusiones a las que llegaron fue que la palabra ejercía un efecto positivo en el crecimiento de las plantas y en la calidad de los frutos obtenidos. De ahí que decidieron instalar un circuito de altavoces conectados a un ordenador que reproducían grandes obras de la literatura.
Una vez terminado mi tentempié volví a entrar para continuar con mi labor, mientras escuchaba poemas de Cernuda.
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Yo camino, tú caminas…caminando
Jesús F. Gasulla Roso
Así dice la conjugación del verbo caminar. En presente: «camino, caminas, camina, caminamos, camináis, caminan». En futuro: «caminaré, caminarás, caminará…». En condicional: «caminaría, caminarías, caminaría, caminaríamos, caminaríais, caminarían». Pero claro, una cosa es saber conjugar bien los verbos y otra es ejercer la acción que nos indican. Dicen que quien mueve las piernas mueve el corazón y esa fue, en parte, una de las razones por las que tomé la decisión de caminar una hora diaria.
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Aproximadamente un año atrás me había apoltronado en mi maravillosa zona de confort, y notaba algunas molestias. Después de la consulta al galeno y tras comprobar los resultados de la analítica, ¡cataplás!, resulta que los niveles de colesterol subieron algo, la glucosa también presentaba niveles de diabetes que aconsejaban la ingesta diaria y continuada de pastillas. Diabético de pastilla en las comidas. También me aconsejaron hacer ejercicio continuado. Eso fue lo único que me gustó pues ponía en mi voluntad una de las soluciones. Conjugar el verbo caminar, en presente, futuro y saltándome el condicional, me resultaba agradable, máxime cuando para concluir he intentar quitarle hierro al diagnóstico me daban esta solución como alternativa para paliar los ni-veles elevados que se reflejaban en el análisis. No contento, del todo, con esa consulta busqué otras opiniones. Recurrí a la homeopatía. Un buen amigo, médico y homeópata, después de comprobar, de nuevo, los resultados de la analítica y con los nuevos valores de nivel en sangre, que venía tomando cada dos días al levantarme de dormir, en ayunas, me recetó un total de cinco productos diferente con tomas muy diferentes también y a horas poco comunes. Todos los productos se presentan en forma de bolitas. Al terminar el tratamiento sumado a la práctica diaria de ejercicio (una hora mínimo), comidas sin grasas, ni azucares, verduras, frutas… los controles de glucosa presentaban niveles normales y la desaparición del colesterol. La conjugación efectiva del verbo caminar la seguí y la sigo como si se tratara de un remedio de apotecario.
A las 7’15 o 7’30h salimos de casa mi mujer y yo, el termómetro de la farmacia nos dice la temperatura ambiente, la más baja que hemos visto fue de 8 gr. en invierno y la más baja, en verano, de 24 gr. Si salimos hacia la derecha es de subida y de bajada en caso contrario. Bajamos paralelos al Río Seco. Las estrellas todavía están colgadas del cielo, la humedad del rio se respira por doquier
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pero su frescura destapa las vías respiratorias. Antes de llegar al paseo un fuerte aroma de bollería recién salida de horno nos saluda. Al llegar a San Cristóbal se levanta el telón y un cielo de azul intenso como en degrade, descubre la luna en cuarto menguante, cerca de ella un punto muy luminoso, que siempre está, dan paso al resplandor del Sol que se adivina por entre los peñones. Respiras el aire fresco y limpio del amanecer llenándote del ozono marino que desprenden las olas. Nos cruzamos con algunos paseantes de perros, habituales, algunos turistas con sus coloridas ropas de de-porte. Nos deseamos un buen día, cada cual en su lengua. A la altura de JR un concierto de píos, píos pajareros hacen las voces agudas con el ronquido de las piedras al chocar entre ellas por efecto del oleaje y la orquesta en pleno saluda el resplandor del Sol que ya despunta. Durante el camino arreglamos la vida de medio mundo, hasta la nuestra, al tiempo que vamos pasando lista de las personas que saludamos deseándonos buen día, cada mañana. “Hoy no hemos visto a la señora que habla sola”, “Se habrá dormido”. Por allá se ve al señor tan peculiar que siempre viste con pantalón corto y camiseta de manga corta, sea invierno o verano, su gorrita y sandalias. Se sienta en el banquillo de piedra frente al hotel y allí saluda a todos los que pasan. Nosotros decimos que controla a los caminantes y después pasa la lista diaria al ayuntamiento, por control, claro está. ¡Mira!, la señora del chándal rojo con la flor en el pelo, y el grupito de cuatro a siete señoras que siempre caminan juntas y hablando todas al mismo tiempo. En ocasiones se las oye antes de verlas. El viento, gaviotas, charranes y gaviotines, también suelen unirse al goce del camino. Llegando frente al hotel donde se sienta el señor peculiar, ella, mi mujer, se queda haciendo estiramientos, torsiones, y flexiones, mientras yo sigo caminando hasta el final del Paseo de Cotobro. De regreso nos encontramos en el mismo punto donde nos separamos y seguimos caminando. Al llegar a
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la altura de la China subimos por la calle de la casa del barco donde el perro que la vigila también nos da los buenos días con sus ladridos. Empezamos a resoplar y sudar con buen ritmo, la subidita es para los que están en buena forma.
Serán sobre las 8’15 o 8’30 h más o menos coincidiendo con la hora de entrada de los colegios. Manadas de adolescentes sustraídos en sus cuitas se nos vienen de frente sin hacer casi algún caso ni a los coches que circulan en doble dirección ni a las personas que les vienen de frente, apenas ni a los guardias municipales que trabajo tienen para empujarlos al interior de las aceras. Con ese barullo y sin apenas percatarnos llegamos al punto más alto. La bajada es el regreso a casa.
En días festivos y para diferenciarlos de los ordinarios acostumbro a regresar siguiendo el camino del Paseo de S. Cristóbal pero al llegar al puente sigo ruta pasando por el Peñón del Santo, Paseo del Altillo, cruzo el puente del rio Verde, la parte exterior, tocando al mar, de Acuatropic que desemboca en el nuevo Paseo de Velilla, el Tesorillo, y llego hasta el final donde una rotonda me invita a dar la vuelta para seguir mi caminata dominical. A la altura de las Góndolas subo hasta el nuevo ambulatorio, paso por el Estadio Municipal llegando hasta donde se están instalando los puestos del mercadillo de lo usado. Carrera de la Concepción, saludo al señor metálico que con el sombrero en la mano se seca el sudor y por fin enfilo la subidita de retorno a casa.
Hace más de trece años que el amor y el lugar me instalaron en este paraíso. Es el clima, sus gentes, ese saber vivir, la paz que respiro en sus calles, el color, la luz, ese aire limpio sin apenas humos. La energía que emana del lugar es tan fuerte que me tiene atrapado en esa sensación de plenitud que da la vida sana.
Con menos frecuencia de la que me gustaría retorno a mis orígenes. Barcelona es una gran capital, llena de gentes, todos
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corren, ruidos de motores por todas partes, encontrar un lugar silencioso es casi una odisea. Los hay, sí, tiene parques y sitios de tranquilidad, pero tienes que conocerlos e ir allí a propósito, no ocurre como en Almuñécar que lo más difícil es encontrar lugares de mucho ruido.
Mis caminatas cuando estoy en Barna las hago por la Diagonal, desde la plç. Fsc. Maçia hasta el parque de Cervantes, La Rosaleda, es todo recto, en subida, suave, pero subida, claro que después es de bajada. Salgo en la misma oscuridad que lo hago en Almuñécar, el Sol aparece antes, pe-ro no calienta, los edificios, altos, altísimos, proyectan sus sombras sobre el paseo. Hay muchas personas, todas con caras de enfado, me cruzo con montones de gentes; nadie se saluda, unos corren y tienen un carril para correr. Si caminas no te metas por el carril de los corredores, ni el de las bicicletas, te gritarán o llamarán la atención para que vayas por tu zona y no irrumpas en otras vías. Nadie te sonríe, ni te mira, todos visten de oscuro o negro. Otros corren para subirse al autobús, que dicho sea de paso es un desfile continuado de autobuses de servicio público. Por el centro circulan cinco vías, por cada lado, llenas de humos de los coches que circulan como la corriente de un rio, a toda velocidad. Si tienes que cruzar al otro lado tienes menos de un minuto pues en cuanto se pone verde el semáforo para los coches, si te pilla en medio no llegaras al otro lado hasta el próximo semáforo rojo para los coches. Sudar, se suda, más por el estrés de la caminata entre gentío y circulación que por el esfuerzo del ejercicio.
Sigo prefiriendo las caminatas de Almuñécar que en ocasiones son rutas de senderismo entre paisajes de flores silvestres, donde con un poquito de suerte si caminas hacia Cerro Gordo, pueden dejarse ver algún que otro rebaño de cabras salvajes que corretean por nuestros montes. A esa inyección de salud fresca de lo natural le podemos añadir la alimentación de los campos llenos de
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frutales que se compran, por no mucho, en cualquier frutería del pueblo, producción propia de chirimoyos, aguacates, naranjas, mangos, níspolas, y un interminable surtido de todo tipo de frutas tropicales durante todo el año.
Recordando a Machado, a pesar de hacer los mismos recorridos siempre es camino nuevo donde no vale mirar atrás, ni buscar las huellas que no volverás a encontrar. En verano al salir de casa de mañanita el amigo Sol ya está calentando motores. Las gentes también son otras, no es tan fácil encontrar a los caminantes habituales pues también se pierden entre la multitud de caminantes que madrugan. Suele apetecerme más salir sobre las 20 h con las puestas de Sol preciosas que se pintan desde el paseo de S. Cristóbal, pero también corres el riesgo de tener que caminar sorteando paseantes de bastón, mamás con cochecitos de bebes, o grupos de forasteros que a su pasito contemplan y gozan del mismo momento que yo estoy gozando. Esa energía compartida me da nuevos bríos y ocurre, que a veces, alguien me adelanta caminando y como insuflado de nuevo gas, aprieto el paso y lo adelanto yo, pero oigo por detrás el roce de sus zapatillas que pretende darme alcance, entonces aprieto el paso convirtiéndolo en paso de marcha atlética, que ya no aflojaré hasta llegar de nuevo a casa. Es tonto pero sirve de un acicate más para las caminatas y me da la sensación de competir conmigo mismo permitiéndome un baremo de fuerzas que me complace.
Así pues es cuestión de olvidarnos del condicional, para tomar la ruta del corazón en marcha. No creo que sea casual que aquí se dé un número considerable de poetas, escritores, pintores y amantes de todas las artes, pues tanto el paisaje como el paisanaje invitan a ello.
Salud a los vivos.
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Recuerdo apócrifo de Almuñécar
Miguel Ávila Cabezas
La primera vez que fui a Almuñécar lo hice de la mano de mi padre en su camión de la CAMPSA. Llegamos al atardecer y recuerdo, con la transparencia con la que en la mente de un niño se quedan grabados los hechos inolvidables, que lo primero que hicimos fue acercarnos a la playa de San Cristóbal. Han transcurrido ya cincuenta y ocho años de aquel instante en que el mar se instaló en mi memoria y desde entonces (¿o acaso fue desde siempre?), ese momento único me acompaña adonde quiera que vaya. El mar, como dijera el poeta, es la memoria de la infancia. Mi padre, un hombre bueno y, como tal, sabio y generoso, quiso que yo conociera el mar a esa edad temprana en que los sueños no son propiamente sueños sino la realidad misma. Era entonces, ya digo, la tarde, y la noche comenzaba a insinuarse en los reflejos del agua cadenciosa. Yo me hallaba frente al mar, asido de la mano de aquel hombre rotundo (y sin
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embargo, tan frágil; eso lo habría de saber más tarde) que me infundía seguridad, una mano serena hecha al volante de su camión de la CAMPSA por aquellas viejas carreteras de la provincia de Granada. Junto a Almuñécar, Salobreña y Motril acuden ahora a mi memoria los nombres de otros pueblos a los que, en el límite de los recuerdos, llegaba mi padre con su añejo y destartalado camión: Guadahortuna, Alomartes, Íllora, Guadix, Baza, Algarinejo y hasta el término oriental de la provincia, hasta la Puebla de don Fadrique (La Puebla), llegaba mi padre para repartir el gasóleo en aquellos enormes bidones que él descargaba junto con su ayudante, el Pepín (sí, el hermano de la Felisa, la Titabel y el Colás).
Fue allí, frente a la mar en calma de Almuñécar, donde yo descubrí, sin saberlo, la inmensidad del ser reconocido en la contemplación de su origen. El mar de Almuñécar significó entonces mi primer contacto con lo absoluto. Yo y el mar. El mar y yo para siempre, eternamente juntos. Inseparables de por vida. Recuerdo con plena nitidez que aquella tarde, que entre lusco y fusco jugaba a fundirse en nuestras miradas, la expresión de mi padre era la de quien se siente en paz consigo mismo y, por extensión, con el ancho y ajeno mundo que callaba a nuestras espaldas, y a nuestro alrededor se detenía, para que pudiésemos sentir en lo más profundo la plenitud del instante. Era serenidad y amor lo que mi padre me transmitía a través de aquella mano suya modelada por sus treinta años de vida y sus, a buen seguro, más de diez al volante de aquel infatigable camión de caja abierta.
Pasados los años, y a estas alturas, aún, de mis aconteceres, con fiel puntualidad Almuñécar siempre regresa a mí y en la distancia se materializa en esa esplendente medida en que mi imaginario de niño la forjó para siempre, hasta para más allá del tiempo y sus olvidos. El mar, el padre mar. La madre mar
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conmigo, siempre eterna.
Yo, que más que etimológico era por aquellos grises entonces un niño analógico (y, a qué dudarlo, un lingüista en ciernes), mantuve con mi padre el siguiente diálogo:
-EL NIÑO QUE YO ERA (Boquiabierto ante la contemplación del mar.): Papá…
-MI PADRE: Dime, hijo mío.
-EL NIÑO QUE YO ERA: (Mirando muy fijamente al mar.) Papá… El mar… Almuñécar.
-MI PADRE: ¿Qué quieres, hijo? ¿Te gusta el mar? (Luz difusa.)
-EL NIÑO QUE YO ERA: Sí… papá. Pero, ¿por qué Almuñécar se llama “Almuñécar”?
-MI PADRE: Ahora no lo sé, hijo mío. (Breve silencio. También mira muy fijamente al mar.) Pero se lo puedes preguntar a él. Seguro que él lo sabe. Anda. Adelante.
-EL NIÑO QUE YO ERA: ¿Sí? ¿Pero él me va a contestar?
-MI PADRE: ¿Por qué no? Vamos. Pregúntale.
-EL NIÑO (ANALÓGICO) QUE YO ERA: (Al mar.) Mar, ¿por qué Almuñécar se llama “Almuñécar”?
(Silencio. El mar no responde. Expresión desolada en el niño (analógico) que yo era.)
-MI PADRE: Vamos. Inténtalo de nuevo.
-EL NIÑO (ANALÓGICO) QUE YO ERA: ¿Sí?
-MI PADRE: (Decidido.) Sí.
-EL NIÑO (ANALÓGICO) QUE YO ERA: (En tono casi de enfurruñamiento.) Mar… mar… ¿por qué Almuñécar se llama “Almuñécar”?
-EL MAR: (Abriendo uno de sus mil ojos semicerrados.) Por eso que tú piensas. Por eso que tú piensas. (Vuelve a cerrar el ojo.)
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-EL NIÑO (ANALÓGICO) QUE YO ERA: (Mira alternativa-mente al mar y, en contrapicado, al padre que lo lleva asido de su mano.) ¡Ah!
Padre y mar prorrumpen a la vez en una risa tierna y profunda.
Y CONTINÚA…
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Crónica sexitana o paisaje con figuras
José Guerrero Ruiz
Todo empezó con una copa de vino tinto en las Bodegas Calvente. Fue una charla informal entre barricas, al abrigo del vino y de los libros.
–Me permite una pregunta, señor Calvente, ¿cómo se inició en la elaboración del vino?
–Pues como casi todo en la vida, se empieza de la nada y paulatinamente se van incorporando sugerencias, elementos, saberes, uvas, experiencia y sensaciones provenientes de distintos puntos, sobre todo de donde ya se han asentado la confianza y la prosperidad comercial, como ocurre con el vino bordelés.
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–¡Qué sorpresa!, me está usted traduciendo al español las sabias lecciones del inigualable vino de Burdeos.
–En realidad no deja de ser un desafío montar una empresa de estas características en esta ubérrima tierra de aguacates, papayas, chirimoyas, mangos…, urgiendo estudiar al detalle los pros y los contras para no dar un patinazo a la vuelta de la esquina.
–No cabe duda, le felicito por ello, y le adelanto que se confunden o interfieren mis orígenes con los del afamado vino que mienta.
–Me está apuntando que coinciden las madres de las cepas, las copas y las piezas teatrales…
–En efecto, le podría embalar una caja de ricas botellas de vocablos ensamblados con el mejor buqué y solera de mi tierra, que, aunque esté hecho de ferruginosas arenas en accidente geográfico, y no de barro, enarbola unos sensibles aires de mar y ostricultura acaso única en el mundo.
–Perdone la osadía, me encantaría probar tales ostras, pero ¿me está sugiriendo que es un escritor?
–No está bien que lo diga, pero a la corta edad de diez añitos, en la escuela del pueblo el maestro me designaba con el apelativo de poeta: la redacción tiene ribetes de poeta, apostillaba. Aunque yo no entendía nada de la trascendencia o el discernimiento de la sospecha.
–Pues con el paso de los años el sombrero de hollejos de la uva va aportando al vino tinto color, aroma y sus taninos, mejorando el sabor al paladar. Y se supone que al igual que el currículo del vino, usted, a estas alturas de la vida, debe asimismo exhalar un buqué selecto, de gran cortesía, en los relatos y poemas.
–Le diré que la batalla creativa la tengo ganada, y en lo referente al vino me va la botella con el epígrafe de Guindalera,
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la denominación de origen, pues quizá sea la que más armonice con los ritmos de mi música temática y métrica libre y burbujeante, que bulle en los corazones y hierve en el cerebro, incrustando las esencias de las tres emes: mar, mujer y muerte, que es el vivir y el soñar más perspicaz y reconfortante.
–Entonces, usted vive y escribe aquí en estos lares sexitanos, según se deduce de su conspicuo escanciar parlamentario.
–Verá, por el Mare Nóstrum, no lejos de la Sirenita en playa Puerta del mar, arribaron a la antigua Sexi los más diversos pueblos, si bien, con las vueltas que da el mundo, sic, nunca se sabe los intrincados enigmas que aguardan detrás de la puerta por las veleidades del destino. Y en el transcurso de lunas llenas y menguantes, del orto al ocaso, a buen seguro que yacen bajo estas aguas vestigios fundados de una Sexi atracada por hordas corsarias, que, empujadas por el hambre o un golpe de mar hacia cualquier parte, bogasen perdidas por el mar de Alborán, y, perdiendo el vínculo del cordón umbilical de Oriente y el rumbo, diesen de bruces en estas playas, teniendo en cuenta que no disponían de las modernas tecnologías para calcular los mares –corrientes, vientos, reglajes-, y peor aún si se les asoció todo un ejército de famélicas bromas perforando la madera de la embarcación en medio de una furiosa tempestad.
–Por el argumentario intuyo el rico acervo hispanista que rezuma.
–No tanto, señor, y me interrogo algo confuso, cómo atemperar o contrarrestar las acometidas o bravuconadas de la tripulación durante la inquieta travesía, acaso echando mano de algún raro ansiolítico, con objeto de evitar o aminorar en lo posible los excesos o despendoladas orgías en el desnortado periplo, en que creyendo ir al norte, iban al sur, queriendo cada cual montar su numerito o bailar con la más sexi y, abrazados
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a la zozobra, embarrancaran en las rocas y salientes sexitanos, y cegados por el desconcierto cayesen exhaustos en brazos de Morfeo, y al despertar en tan tentadores parajes se sintiesen tocados por una energía tropical, y tras la frenética caída de las hojas y de las noches sin cuento se encasillaran allí, encariñándose perdidamente de la flora y la fauna o de alguna aborigen, despertando en ellos un no sé qué, una atracción fatal o morbosa curiosidad.
Más tarde llegarían otros pobladores, atraídos tal vez por el aura y el espíritu aventurero al socaire de lo ignoto, conviniendo en perpetuarse por estos pagos el resto de sus días, y explotar las bondades de la Punta de la Mona, Cantarriján, la Playa del Muerto, de San Cristóbal, de Velilla, El Majuelo o la Galera, refrescándose en la blancura de las olas, recalando en estas hospitalarias tierras harto contentos y felices. No obstante, se respiraba en el escenario no poca incertidumbre, si tras el abordaje harían una de las suyas, perpetrando irreparables daños en el medio ambiente, o si por el contrario, se establecerían de manera pacífica y confortable en su regazo, respetando lo autóctono, y en un futuro no lejano generar prósperas factorías con industrioso comercio –el garum entre otros -, y así sorprender al mundo conocido, aportando los mejores frutos
–Mire, señor…, vislumbro que en la escuela no perdió el tiempo, enfrascado en mapamundis y venturosos viajes telúricos, pero dígame, por favor, vive usted escribiendo o escribe para vivir…
–Antes de nada le manifestaré que en los escritos soy reconocido por Guillermo X y Juan Bruca. Y bien, señor Calvente, debo remarcarle a propósito del fruto del dios Baco, quien contó con la ayuda de Sileno para plantar viñas y de las Musas para instruirse en el canto y la danza, que otro tanto
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acontece con su riqueza enológica al brotar de los veneros galos mediante el oportuno asesoramiento de la vitivinicultura. Y asimismo, siguiendo la estela del Río Verde que riega la fértil vega sexitana, de la misma manera, con la limitaciones precisas, fluían las aguas líricas de EL Ventanal –revista cultural y literaria de Almuñécar-, que inundaba de sueños y frescor la vida, con la colaboración de toda una pléyade de genuinos caballos de Troya, estrategia acertada sin duda, alguno con melenas de león, habiéndose dejado la piel en sus páginas, en las brisas ardientes del entorno, hilvanando innumerables y sugerentes aventuras con no poco talento.
Y en ese pulular de plumas, concursos, premios, veladas en el Martín Recuerda, en el café de Mila, entrevistas radiofónicas, artículos periodísticos y revistas –como la invulnerable Voces-, de esa guisa, unos, creadores de aquí, otros, de lejanas tierras, y todos en bloque se confabularon para aportar su granito de arena a la noble causa, levantando una torre de palabras enlazadas sin necesidad de intérpretes ni más historias, conformando un corpus artístico de primer orden, que se puede consultar o paladear en las redes, hemerotecas o en los más privilegiados rincones sexitanos.
–Muy agradecido por su cortesía, señor Bruca, ah, por cierto, me podría reseñar los autores que más le han pellizcado en su mundo intuitivo.
–A bote pronto, le mencionaré tres nombres, Antón Chejov, por los magistrales relatos, como “La señora del perrito”; Malcolm Lowry, por la hondura de las creaciones narrativas, siendo un náufrago en la vida que vivía, debajo de un volcán etílico, y sus ebrios versos, “La única esperanza es el próximo trago”…; y el lusitano Fernando Pessoa, que plantea el problema de la doble personalidad con un abanico de heterónimos, pseudónimos y ortónimos en el universo poético,
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rebosante de filosófico e irónico escepticismo, y así destila el licor en sus versos, “Empiezo a conocerme. No existo/, soy el intervalo entre lo que deseo ser y los demás me hicieron”… “O no somos más que nuestras propias sensaciones”.
–Y como cierre, perdone la intromisión, ¿podría decirme por qué le pone un diez a Guillermo?
–Muy sencillo, monsieur Calvente, usted que es generador de felices alborozos y despierta las afecciones más placenteras, ahogando los pesares y las soledades de las criaturas, lo entenderá pronto, pues le seré sincero, por redondear la dinastía del Príncipe de los poetas, Guillermo IX, y de esa suerte siga ella viva…
–No quiero marcharme sin romper una lanza a favor del delicioso caldo, como hace el refranero: “El vino alegra el ojo, limpia el diente y sana el vientre”.
–Señor Calvente, le sugiero que tome una copita de vino con nueces, y eche en el macuto algo de lectura, ah, y no lo eche en saco roto…
En un día gris o trasparente, lo mejor tal vez sea tomar un copa de vino acompañado de un buen libro, que con su magia permita conocerse a sí mismo y a los demás, viviendo más vidas que un gato.