sábado, 29 de junio de 2019

Tú eres el único que vales



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   Había una vez un hombre en una ciudad mediterránea con piernas de alambre, cintura de avispa, ojos hundidos en lóbrega cueva y entumecido cuerpo, que se dedicaba a la venta de hierbas milagrosas de nueva generación con los respectivos aditamentos: flores, semillas, hojas secas, verdes y otros sucedáneos con el marchamo de que lo sanaban todo sin excepción.
   La misión de las prodigiosas infusiones eran dignas de tener en cuenta en todo tiempo y lugar, al no resistirse ninguna dolencia o jaqueca a sus saludables y agresivas garras por muy intrincados o intratables que fuesen los males.
   Ésa era en verdad la teoría o leyenda que corría de boca en boca por el vecindario de aquellos lugares, y vibraba en las mentes de los potenciales clientes, vendiéndose el producto a manos llenas en su relajante y recoleto quisco levantado al efecto.
   Mas en ese abigarrado y fructífero mundo de endiosado sanalotodo, el hombre que lo ejecutaba, conocido con el nombre de Leo, llevaba una vida un tanto rara, como una doble  vida, toda vez que a parte de las hierbas buenas que se crían en la madre naturaleza haciendo el vivir más grato, estaba sin embargo la contrapartida, la existencia de otras matas que matan, no viniendo al caso que nos ocupa las sospechosas setas del bosque que a veces hacen de las suyas, sino más bien otras más sofisticadas, que crecen bien clandestinas o en los lugares más insospechados, y se desarrollan como auténtica cizaña matando en serie o fulminando en serio las mejores intenciones con las que se envolvía, de suerte que Leo vendía una vida sana, casi inmortal, poseyendo una voz de avezado predicador en su púlpito a la antigua usanza poniendo en práctica el dicho popular, "haz lo que digo, pero no lo que yo hago".
   De esa guisa transcurría su vida, bendiciendo lo que vendía en los mercadillos, y a la vez se destruía a sí mismo con su modus  vivendi, al estar enganchado en la dura y asesina hierba, los célebres estupefacientes, sin los cuales no podía dar un paso, pues moría por ellos.
   Contaba el periódico que en una redada policial llevada a cabo en el Campo de Gibraltar fue apresado hace unos lustros, pasando varios meses en prisión preventiva, y las malas lenguas apostillaban que pertenecía a un grupo de peligrosos narcotraficantes en conexión entre otros puntos con el cártel colombiano.
   Por ende, las posibilidades de desarrollo humano de Leo dejaba mucho que desear, encontrándose a todas luces maltrecho y  diezmado en su fuero interno, no pudiendo realizar con garantías los diferentes quehaceres vivenciales, malviviendo y malgastando los caudales que caían en sus manos, sin embargo Rosario, una fervorosa cliente, que presumía de un excelente olfato y tacto para los asuntos más espinosos, y ejerciéndolo a carta cabal tan pronto como se lo permitían las coyunturas, y admitiendo que no erraba más porque no había más hora de sol, o porque enmudecía sin querer en algunos momentos porque no encontraba ninguna salida a su evanescente discurso, y sabido es que en boca cerrada no entran moscas, cosa que hay que agradecer, no obstante reventaba si no exhalaba sus ágiles y sutiles artimañas o cavilaciones a veces tan desvirtuadas que clamaba al cielo, como ocurría en el caso que nos ocupa, que después de todo lo visto y oído a lo largo y ancho de su entorno ambiental, y a la vista estaba, que un ciego lo veía, dijo Rosario de buenas a primeras, toda ufana y altanera: "tú eres el único que vales, Leo".
   Las sorpresas que en ocasiones nos depara la vida superan a la ficción, de modo que las apariencias engañan a los sentidos más de lo que imaginamos, y es mejor callar a tiempo antes que caer en el mayor de los dislates, y para enmendarlo y no atragantarse sin venir a cuento habría que aplicar alguna de las fábulas de Esopo o Samaniego e Iriarte, que aporten una brizna de luz a las a veces enmarañadas y enrocadas actuaciones humanas.