domingo, 24 de abril de 2011

Las gafas




O mejor, las recién halladas. Se las encontró sobre aguas genovesas, parlando italiano. Sus hechuras puede que no lo delataran, pero había que reconocer que atesoraban hálitos de cultura latina por su enigmática fisonomía y la confección de la montura romana, o al menos eso fue lo que musitó entre dientes. Tenía gran interés por columbrar el mundo desde otras esferas desde hacía mucho tiempo, como a un niño con churretes o embadurnado de tarta hasta las cejas en la fiesta de un cumpleaños, o saltando de charco en charco por las esquinas hasta caer extenuado dentro, y a renglón seguido sentarse ante una majestuosa pantalla como en el cine, con el mando en sus manos, y agregar, recortar, trasladar, difundir o difuminar rostros, ojos, bustos, cerebros o manos, trasformando lo que más inquina le produjera, cansado como estaba por tanta monotonía, echándose siempre a la cara los mismos cuadros, la mismos escenarios con bromitas de dudoso gusto o manidos saludos sin cuento, en reiteradas panorámicas o elucubraciones; qué horrible pesadez, se decía.
Durante un tiempo se dejó llevar por los impulsos, y viajó incansablemente por tierras y mares, por valles y sierras, en invierno y verano, vestido con grueso abrigo, guantes y bufanda, y otras veces, fue semidesnudo, yendo tras la estela que pergeñaba, y de buenas a primeras, cuando menos lo esperaba, abandonadas las esperanzas en el desván del olvido, se le presentó una salida airosa al caos que lo encadenaba, la gran oportunidad de su vida, la ventura de descubrir un universo virgen, totalmente fresco, recién hecho, llegando a exclamar como nunca había exclamado, eureka, bravo, albricias, pues le resultaba increíble, invadiéndole una sensación como si volviese a nacer, se imaginaba con otros ojos, otros horizontes, otras motivaciones, otros amores, a cuales más pintorescos e irresistibles. Desde ahora en adelante podría sentirse un hombre nuevo, y acariciar diferentes semblantes, más angelicales o ásperos pero originales, según las carátulas que fueran apareciendo en la pantalla a través de los itinerarios de la travesía.
No cabía duda de que la fortuna le sonrió sobremanera aquella mañana, al tropezar con los anteojos, que dormían el sueño de los justos debajo del asiento donde casualmente vino a apoyar las posaderas. En esos instantes una ingrávida gaviota, como si quisiera compartir los destellos del evento, dibujó unos certeros renglones en el apacible firmamento, descendiendo y ascendiendo en el remolino marino con visos lúdicos, como si jugase al pilla pilla o al escondite por las oscuras rocas o las blancas arenas de la playa, en un día de soleado cumplimiento, como tantos que iluminan las costas mediterráneas.
En un principio le llegó un leve aire tristón, sopesando con cierta intriga el color, la dulzura o los parpadeos de los ojos que tras los mismos cristales anteriormente atisbaron el planeta, y poseyeron toda la clarividencia de que fueran capaces, reflejando ahora la que él poseía, para bien o para mal, entre las tormentas del pasado invierno, o los verdes aromas de primavera, pero ello le suponía un titánico esfuerzo, o una infranqueable utopía, al verse obligado a lanzarse desesperadamente a la conquista de tales huellas o suspiros, quizá ficticios, deshilvanando misterios de las peripecias vividas, o recepciones que hubiese concretado en secreto, donde hubieran llorado de alegría o palpitado, respirando sigilosamente en sus respectivas cuencas.
Así que no le quedó más remedio que amoldarse con prontitud a lo que la suerte le deparaba, disfrutando de los nuevos ventanales por los que podría volcar las pasiones, restañar heridas, solazarse a sus anchas con la mirada, fisgando o permaneciendo silencioso en mitad de la verde pradera atrapando el vuelo de las aves con tan solo un clic de la cámara digital, o deteniendo el paso de las naves saliendo del puerto genovés, evocando a las célebres carabelas de Colón, que cierto día enderezó rumbo hacia tierras lejanas, que a unos deslumbró por el fulgor y entusiasmo que generó, y a otros, en cambio, les sumió en la más profunda desolación, comiéndoles la moral, y produciendo no pocos quebraderos de cabeza, al toparse muy de mañana con semejantes intrusos, auténticos energúmenos, a las puertas de sus habitáculos armados con la peor intención, en un allanamiento de morada como no se había visto en miles de años, poniéndose morados a costa de los nativos, arrancando sus raíces, los cocos y bananas, las costumbres de los ancestros, hasta el punto de que acentuaban los miedos del vecindario, de jóvenes y mayores, amedrentados por las fechorías, estrangulamientos, hachazos, intimidaciones sin orden ni concierto, blandiendo las espadas al viento con mirada torva, confundiendo el tronco humano con los troncos de los árboles, con la firme determinación de vasallaje, en una merienda de indígenas, donde el pez gordo se cebaba con el chico, imponiendo la ley de la selva.
Por otro lado, ante el feliz advenimiento de que había sido objeto con las nuevas lentes, como rara vez acaece en la vida, llenaría su fantasía de mudo asombro, de esperanzadores crepúsculos y risueños amaneceres, ante la súbita visión de pueblos ignotos en su cerebro, turbado por tanta ignorancia como aglutinaba en semejantes circunstancias, y por la ansiedad por romper la muralla que lo cercaba, y ampliar la percepción en lontananza, pasando página del libro de su vida, que no era poco, puestos los cinco sentidos en lo que fuese descubriendo minuto a minuto, guiño a guiño, a través de los nuevos ojos, toda una aventura por desentrañar.
Porque, como apunta el refrán, nada es verdad ni mentira, sino que todo es según el color del cristal…, y que tan bien cuadraba a sus inesperadas aspiraciones; ahora, con estos nuevas niñas, el empuje que recibía limaba los escollos del mar y de la vida, porque no hay que olvidar que toda la historia ocurría aquí y ahora, en esos instantes, cuando navegaba en el crucero hacia Génova, y luego vendrían las posteriores visualizaciones en tierra firme, cuando se enfrentase a la rutina diaria, a los círculos de siempre, tomar una cañita, un refresco, un tinto de verano o un tinto a secas o un mojito, donde sin querer se cuecen habas, torpezas, picardías casi clandestinas o la pugna por la existencia, estrujándose los paños de lágrimas, o empapándose del apetitoso estado de consciencia más pura.
No sabía a qué carta quedarse, en su juego enloquecido de flaxes, ensoñaciones y entelequias, si coincidía o no con el navegante genovés en el fondo, que por lo visto poseía unas ilimitadas perspectivas, pero de todos modos fue una insólita y enriquecedora sorpresa meterse en carne y hueso en los ojos de otra persona, ojo con ojo, poro a poro, con pelos y señales, y esta estampa no la podía ocultar bajo ningún concepto, porque las gafas habían viajado antes colgadas de otra percha, en otras narices, en otras orejas, y ahora lucían esplendorosas aquí, en su rostro con luz propia, surcando las tranquilas aguas en la barca que le transportaba del mar a la ciudad, a la gran Génova, punto de encuentro de banqueros y navegantes, y enclave de gestas de todo tipo en una abigarrada nómina de pueblos y razas, que fueron desfilando a través del testimonio de las gafas, fenicios, cartagineses, francos, lombardos, bizantinos, turcos, franceses, españoles, catalanes, junto a las rivalidades de güelfos y gibelinos por los parajes de Liguria; pero él iba como viajero, con objeto de visitarla, y así gozar de los encantos, y escudriñar los secretos que tan celosamente se escondían en su dilatada historia, aprovechando la ocasión única que se le brindaba.
No obstante, se le amontonaba multitud de incógnitas e incertidumbres. Por ejemplo, le hubiese gustado descifrar qué paisajes le habrían apasionado más a sus antecesores ojos, o qué borrón y cuenta nueva efectuó por superfluo o por el estado de ánimo en que se encontrara en tales momentos, porque anhelase vislumbrar otros páramos más acordes con su criterio y caprichos, o cuáles degustó con mayor fruición en aquel periplo, o se cruzaron en mitad de la ensenada, o en las calles de cualquier ciudad, cuando deambulaba rascándose el cogote, o distraído por el vuelo temerario de alguna paloma a pique de pisarla; qué retina se acompasaría con la suya en el caudaloso río de la primavera, cuando el hielo se derrite entre embriagadores perfumes, o cuántas sonrisas se habrían esbozado bajo ellas o se habrían besado entre labios de ternura.
No cabe duda, y de hecho se podría afirmar, pues quien las probó lo sabía, que las gafas permanecían activas, a pleno rendimiento, atravesando su mejor momento, tanto era así que le sacaron lo colores más de una vez al nuevo inquilino -no porque fueran fantásticas, que desnudasen a las personas que se cruzaran en su camino al trasparentarse los ropajes-, y de más de un apuro en diferentes frentes, por las distintas tierras, calles y avenidas genovesas en el recorrido protocolario, antes de entrar a saco en sus comercios, museos y palacios, y el posterior retorno por aquellos henchidos mares de amor -Petrarca y Laura, Dante y Beatriz-, o de dantescas correrías de bucaneros, corsarios y piratas disfrazados de mercaderes a la antigua usanza, ataviados de sorpresas, con ricos hilados de las guerras mercantilistas, y pintados de azul intenso por los golpes de luz y mar, que azotaban con denuedo todas las ansias comprimidas, las de los cristales y las pupilas de estreno, que lo transportaban por nuevos puertos en los precisos vaivenes del viaje, tras el hallazgo.
No había concebido hasta entonces que el mundo se pudiese calibrar de otra guisa, tal como se le antojase, como el que cambia de corbata o de peluquín para una fiesta, y verlo al revés, boca abajo o de puntillas, o presentándolo como si suplicara a los humanos que no lo maltraten con tantas veleidades o sustancias contaminantes, engendrando a la postre estados calamitosos o un cúmulo de enfermedades, escorbuto, sífilis, peste negra, tisis, muerte roja, purgaciones o lo que caiga sin previo aviso, por no emplear el sentido común en las acciones.
Se le agolpaba en la mente un sin fin de ideas; aunque no se nutriese de hechicerías ni maniobras milagreras, sin embargo le afloraban una serie de impactos y altibajos a la hora de inclinarse por la realidad que le acosaba y se veía envuelto, aunque cerrase los ojos a cal y canto, interrogándose si en efecto lo que acontecía en su entorno era cierto, o una simple escaramuza o engaño de los sentidos; no obstante, en el peor de los casos, podía endosárselo al color de los nuevos cristales como dice el refrán, pues a veces no advertía las coyunturas a las que se veía abocado por fuerzas mayores. Y todo porque desconocía si algún gafe le había jugado una mala pasada, y tal vez por eso las cosas no le fueran tan bien como quisiera, siendo gafado finalmente en su propia casa.
Antes del feliz hallazgo, él utilizaba gafas de présbita para leer tebeos, cuentos, historias, con las que se retiraba a la letrina en horas intempestivas para aligerar la carga, cuando barruntaba la cruel tormenta, pegando zumbidos, latigazos, rayos y resplandecientes centellas por los estrechos desagües abajo, pero el dique de contención contrarrestaba los mejores ímpetus.
Hasta que cierto día, desbordado por los apretados embarazos a que se veía sometido, dijo:
-Oye, tía, sabes que he estado más de una hora sentado en la taza del wáter, esforzándome a más no poder, y no había forma, vamos que no podía vivir. Escucha, recuerdo la anécdota que un amigo relató en circunstancias parecidas, que creo que aclarará algo del estrés por el que se pasa cuando esto acontece. Y dice así, el novio espetó a la novia, en una tarde gris y plomiza, mira, Dorotea, te quiero más que a mi vida, y a todo lo que tú más quieras, y mucho más que a una panzada de cagar; la susodicha no esperó ninguna aclaración, y de repente, con las mismas se dio media vuelta y lo dejó plantado en su huerto, cogiendo las de Villadiego.
Al cabo del tiempo, en el devenir de los avatares Dorotea reculó en cierta ocasión, y se arrastró por unos tránsitos muy similares a los de su antiguo amor, y fue entonces cuando ella, muy entusiasta y perspicua, acudió a recuperarlo de la soledad y el tremendo desaire que le dispensó, pero ya era demasiado tarde, pues él había rehecho su vida con otra apareja, que comprendió al momento las penurias y sufrimientos de tales situaciones, los sudores de muerte en tales atranques.
Ahora él, acaba de enterarse de la afición de Dorotea por la lectura de revistas y novelas en la letrina remedando su antigua costumbre, donde en las dulces mañanas de abril, que incitan a dormir, cuando el sol asoma por los ventanales y después de haber ingerido el vaso de leche y la tostada con aceite, ajo y fruta, se retira a su lugar favorito con el cigarrillo de piper menta entre los labios describiendo ávidos ochos, extrayendo un aroma especial, oliendo a libro, pasando ratos de relax en el retrete leyendo, a la espera de que las esclusas se dignen abrirse.
El día que se quebraron los cristales de las gafas, portadoras de la nueva visión que había disfrutado durante un tiempo, se quebró en gran medida su mirada más creativa y sensible, y murió la parte más enriquecida de su ser por la diversidad de conocimientos y sensaciones, paisajes y vivencias, que le habían hecho ilusionarse y acompañado en su desvarío por el proceloso universo en el que vivía, y las campanas de su corazón repicaron a muerto.
Cuán fugaz es la hermosura de la ilusión humana, de la indeleble pintura de lo nunca transitado.

martes, 12 de abril de 2011

El concepto del tiempo




Al despertarse, Rogelio rompió la quietud de las sábanas que permanecían casi intactas tras el profundo sueño, y de un salto se arrojó a la vorágine de la vida. Bebió un trago de energía y se dispuso a emprender la marcha hacia las diferentes obligaciones que le aguardaban. Nunca se había encontrado tan pletórico como en esos instantes para llevar a cabo todo cuanto debía acometer. En esos efluvios prístinos en los que flotaba construía su mundo idílico, un interminable viaje por lugares inhóspitos, ubérrimos, vírgenes, disfrutando como un niño en una playa desierta, revolcándose loco de contento en la blanca espuma de las olas que acariciaban su cuerpo.
Mas poco a poco, acaso en consonancia con los ciclos de la naturaleza, y cumpliendo sus aviesos veredictos, todo el vigor matutino se fue desmoronando como un castillo de naipes.
Tenía muy asumido que no necesitaba reloj para ubicarse en los distintos vericuetos por los que transitaba, pues todo su ser reflejaba en el silencio sosegado las horas exactas y los cuartos que precisaba, aunque al volver de la esquina a veces se cuartearan las ilusiones en el frío vaivén, al contacto con la intemperie y las desvaídas sensaciones que percibía, creando torbellinos de impaciencia que lo zarandeaban, o bien le obstruían el paso a la hora de ganarse el pan.
Tales avatares le impulsaban los horarios del sufrido respirar por aquellos vados, en los días sin agraciado tiempo, subiéndosele la incertidumbre a las barbas al atravesarlos, aunque fuese con la cabeza bien alta, pero el cerebro pendía del desasosiego que lo embargaba, desconociendo si aquella mañana sería la despedida del mundo de los vivos, debiendo abonarse al declinar de la tarde, discurriendo como un río hasta el mar.
No le faltaba razón en ello, dado que los años del estraperlo, en los que le tocó vivir, se presentaban muy dolorosos para salir a flote, y mantenerse en la superficie de la corriente o en la brecha de la vida, pero tirando, bien que mal, por acertados senderos, aunque se burlase de las quimeras conceptistas y los desaires temporales. Ello no le permitía bajo ningún motivo encuadrar el horizonte en una fórmula mágica, pero rechazaba que le pusiesen puertas a la fantasía, impidiéndole volar por insondables parajes, o reencarnarse en aquello que le apeteciera.
En los días de asueto, quedaba con los amigos para dar un paseo y tomar una copa, pero ese día fue a visitar a un amigo que vivía en el otro extremo de la ciudad, que hacía dos veranos que no veía, no teniendo noticias suyas, pese a los móviles y a internet, pues ocurría, según confesaba en privado con arrogancia, que le había pillado ya mayorcito para semejantes exquisiteces, y le daba largas a todo cuanto oliese a nuevo, que llegase con el sello de modernidad e innovación, y se colocaba en un terreno agrio, hostil, desdeñando la cordura y los buenos modales, careciendo de ellos a pesar de haber sido agasajado en multitud de ocasiones con toda clase de artilugios de tecnología punta, pero siempre se las arreglaba para rechazarlos, impidiendo la entrada en sus dominios.
En cierta ocasión, no siendo ni tarde ni temprano, conforme caminaba por la acera como tantas otras veces las cosas se le torcieron de repente debido a una inoportuna chinita que se coló dentro del zapato, de suerte que le iba incomodando cada vez más, debiendo efectuar reiteradas paradas en el trayecto intentando restañar el roce y la figura, y desasirse de la broma que lo martirizaba sobremanera.
Rogelio siempre fue enemigo de toda clase de relojes, cuya única misión consistiera en pesar por arrobas o medir en litros el tiempo, los consideraba auténticos verdugos de la humanidad, que algún desaprensivo inventó sin duda para torturar a los semejantes –homo homini lupus-, por lo que abominaba de ellos por ser una pérdida de tiempo, ya que no aportaba ningún rayito de luz o provecho al entretenimiento o a los pasatiempos, dominó, oca, escenas amorosas, crucigramas, damas, lecturas, armados con sus minúsculas ramificaciones arbóreas, que, cual serpientes asesinas, serpentean por los subterráneos de la esfera inyectando veneno, y no satisfechos con eso alargan los tentáculos dentro de la breve urna, debiendo intervenir los expertos en última instancia, echando mano en los talleres de inconmensurables lupas, ensimismados en el lóbrego habitáculo de un alma en pena, y que a la postre, para mayor INRI, la gente exhibe ufana en la muñeca, de oro o plata, con gran ostentación y boato desfilando por suntuosos platós, opíparos banquetes o solemnidades palaciegas como ínclitos trofeos, o antaño en el bolsillo del chaleco con la cadenita, como talismán, mano de Fátima o blasón de nobleza.
Lo tenía muy claro, el sol amanece siempre para todo el mundo, y por mucho que uno se oculte o se desentienda, acabará siendo abrazado y mimado por él, y se percatará de que camina a su lado, e irá pulsando con maestría el timbre de los estados de ánimo, hambre, alegría, fatiga, pena o excitación sexual, según caiga vertical o se vaya deslizando por tejados, terrazas, montañas, valles, alcobas o por las cabriolas del océano, donde se sumergen los buzos a la caza y captura de peces inéditos o tesoros perdidos de antiguos pecios. Pareciera que los rayos solares alentaran a los intrépidos exploradores del fondo abisal, azuzándolos a la conquista subacuática sin miedo, sin escafandras o batiscafos, ligeros de equipaje, que ellos se encargarán de todo lo demás, limar escollos, arreglar arrecifes o tentadores corales, que acudieran solícitos a saludarle en la travesía.
Los conceptos asimismo no le reportaban nada digno de mención, le provocaban grima, anginas cuaresmales, porque no le ofrecían muestras fehacientes de algo palpable, por donde pasar la yema de los dedos, sino una auténtica cortina de humo, abstracta e inmaterial, cosa que no cuadraba con su espíritu práctico y sensible. Aunque se esforzaba hasta límites insospechados, poniendo todo el acento en la representación mental de los objetos y de los actos, siguiendo las recomendaciones de las nuevas corrientes lingüísticas y semánticas, sin embargo escapaba siempre descalabrado, rodando por la pendiente teórica abajo o le caía alguna teja encima, y sin extraer del parlamento ni una pizca de sustancia o meollo que echarse a la boca.
Desde luego que había que tener ganas de complicarse la existencia, para empeñarse en ahondar tanto en tales nimiedades o quisicosas, que a buen seguro a nadie repararán unas cataratas de ojos, ni le resolverán el más mínimo problema. Y mire usted por donde, con la enorme cantidad de comentarios, opiniones, teorías y debates sobre lo que encierra o abre al mundo el término tiempo y el críptico concepto, resulta increíble.
Pero podría surtir efecto si se introdujeran ambos vocablos –tiempo y concepto- en la misma cápsula digital, y propulsarla al espacio interplanetario en amigable compañía con algún animal, salvaje o doméstico, u otra criatura, a ver qué acaecía al cabo del viaje, o envasar la cápsula con sustancias curativas y dejarla caer por el esófago abajo y esperar el resultado al cabo del tiempo, como acontece con los pacientes que no pierden la paciencia en su pulso con la enfermedad –del tiempo- y la toman religiosamente por infartados o por cualquier otra herida coyuntural.
Y prosiguiendo por estos derroteros, habrá que reseñar que a través de los siglos ha habido mil y una tertulias, academias, universidades y toda una pléyade de filósofos y teólogos de todos los continentes y credos que se han devanado los sesos metiendo el bisturí a los átomos y a las microscópicas células del concepto del tiempo, escapando mayormente con los pies fríos y la cabeza ardiendo, situándose al borde de las puertas del psiquiátrico por no ir más lejos.
Los más avezados en tales litigios mentales rubricaban en los objetos más inverosímiles que vislumbraban, calabazas comestibles o no, papiros, arenas calientes, aguas tranquilas, tablillas, lajas, muros o calabazas de agua los cuatro puntos cardinales de la cuestión palpitante, con muecas, fechas o señas temporales o aquilatando hitos, y rotulaban como en el globo terráqueo los extremos, denominándolos polos de la esfera cronométrica, en mitad de la panza se dejaban llevar por el ecuador –intentando ser ecuánimes- y los meridianos, y así hasta los hemisferios, las isobaras, los paralelos, los cuadrantes, las estaciones, los husos horarios, los años, el bisiesto, y las lunas llenas con el hallazgo de las medias lunas –tan ricas, que están para chuparse los dedos-, pero al final, con tanta dinamita especulativa el tiempo volaba por los aires, y sucedió lo que tenía que suceder, que los unos por los otros la casa sin barrer.
De forma que se fue erigiendo una torre de babel, “si no me preguntas qué es el tiempo, lo sé, pero si me lo preguntas, no lo sé, amigo”; otros amagaban con otra patraña no menos ingeniosa, algo así como “el tiempo es el espacio comprendido entre la sucesión de un antes y un después, retozando por el rebalaje donde fenecen las olas en un presente que al instante es arrollado por el futuro, que a su vez se ha llevado por delante al pasado”.
Y cabe preguntarse al respecto, habráse visto tamaña osadía en algo tan quisquilloso y fugaz como es el caso que aquí se ventila, donde tanta sangre y masa gris y materia prima se ha invertido por privilegiados cerebros, que con tanta contumacia y ardor urden los laberínticos viajes interplanetarios. Al socaire de ellos, figuran por derecho propio los fantásticos sueños de luna de miel en edénicas arcadias, que ya se están hilvanando entre bastidores para los posibles fans que ansíen soltarse el pelo y la pasta, o algún avispado vecino en trance de casarse, y quieran disfrutar de tales esparcimientos en lugares pintorescos junto a acantilados marinos, o en los rascacielos que se alcen, remedando a los colosos de Dubai donde en el aterrizaje de la aeronave se pone a prueba la pericia del piloto, en la Luna o Marte, o donde encarte, porque el espacio, al contrario que el viento y los espíritus y el tiempo (y el amor cuando se olvida no se sabe adonde camina), va a tener dueño y pronto, como cualquier islita en el Pacífico o una parcela en Marbella, en Benidorm o en cualquier punto de la Costa Azul.
Lo que peor sobrellevaba Rogelio era la copia fiel o plagio descarado del corazón estampado en la estricta esfera digital con las correspondientes pulsaciones, los enigmáticos sístole y diástole, que según los arrestos que pongan en su cometido envalentonarán o humillarán a los humanos en las horas felices o en lo tremebundo de las taquicardias, o quizá la siniestra manecilla alargue la mano hacia otra parte por carambola, por una turbia diabetes o un acné primaveral, sin límite de edad ni tiempo.
De nada vale la vida que vivimos ni las frutas de la infancia o de la mocedad, cuando el tic-tac de la indolente máquina se descuajeringa por el deterioro de las fibras y las fiebres maquinadas en la trastienda, porque las raíces del árbol que lo sostiene se seque, o el tronco hendido por el rayo de la enfermedad que le aqueje vaya (con la expiración a cuestas en una cofradía cualquiera o la inspiración lírica de quien lo plantó o lo inmortalizara) a parar a una chimenea cualquiera para reconfortar los fríos huesos, o atemperar las dislocadas pulsiones.
A Rogelio a veces se le escacharraba el reloj del corazón con arritmias puntuales, que de súbito le teñían de negro las horas matutinas, risueñas y azules, recalando muy a su pesar en la UCI de cualquier ciudad una tarde cualquiera de otoño.
Después de innumerables estudios y consultas a los arúspices, los más insignes meteorólogos y expertos en la materia a lo largo de la historia –gurús de tiempo intemporal- repartidos por el cosmos, Rogelio ha llegado a la conclusión, si se puede registrar así el concienzudo raciocinio, de que el tiempo y el concepto y todo conjuntamente es un agujero negro en la mente de los pensantes, que les quema las pestañas y deja soterrada la refulgente savia de quien quiera asomarse por la ventana a ver lo que se cuece en la otra orilla, pues si se le olvida vislumbrarlo después de unos cuantos lustros de clímax y cambio climático, puede que se sorprenda por el lunar, que tanto acariciaba y resaltaba su rostro y tanta gracia le hacía, al haber sido fagocitado por Kronos en un pantagruélico festín en el umbral del jardín de su rica mansión en amena charla con distinguidos dioses del entorno, de tal forma que no habría manera de ponerse a jugar a las canicas peinando las canas del tiempo, o a descifrar unos palabros, toda una antigualla, tan lastrados por su longevidad, y que vapulean con retintín en todo tiempo y lugar, generando la mutación de la faz de la tierra y de los humanos con ilustres atisbos de gnosis suplantada con travestidos ropajes de alzhéimer, demencia senil o tal vez la siembra del terror entre patricios y plebeyos de todo el orbe montando desastres atómicos. Mientras tanto hay una turba de espíritus empujados por la hambruna y la tempestad del inmemorial tiempo, sin nada para picar, y unos sátrapas, en los que se ancló el tiempo, con la andorga llena, impartiendo dádivas desde fatuos púlpitos, y solazándose cual momias ancestrales en brazos de la eternidad con sus cuencos y perfumes y joyas y todas las pertenencias personales, donde figura su noción del tiempo –tempus -non- fugit-, deambulando bien regalados por la feria del malherido planeta.