sábado, 20 de julio de 2013

La vida natural








                          


   Aquella mañana madrugó más que de costumbre, batiéndose el cobre como nunca lo había hecho, pugnaba por la vida natural, echando por la borda los pesares, los pesados kilos de más y las arritmias que desde el último invierno se habían instalado en su parcela, en las laderas de su corazón.
   Nunca había sido adicto a ninguna rara teoría u obsesión o a la vida sedentaria, cumpliendo a rajatabla los cánones de la Biblia del atleta o persona razonable, pero después de lo que le aconteció a un vecino, se alarmó sobremanera, evocando el proverbio, cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar, ya que después de tanto lavarse las manos y tomar verduras y fruta fresca de la huerta y caminar varios kilómetros al día, de pronto se fue el santo al cielo, o mejor dicho, al otro barrio, llegando a la conclusión fehaciente de que la vida sana merece la pena, si la alegría ahoga la pena.

   Y entonces, en mitad de la zozobra de la nave, exclamó, ¡ah, la vida!, y ¿nadie me responde?...   

martes, 16 de julio de 2013

El músico







                                      


   El polvo del camino concentraba más si cabe al músico en las órbitas de los arpegios por las ásperas cuestas de la vida. Mas los negros nubarrones que se cernían sobre su cabeza, se echaban a temblar ante la pujanza de las armónicas emulsiones que fluían de la flauta.
   Llevaba varios días caminando por aquellos lugares, como si hiciese el camino de Santiago, y no vislumbraba ningún oasis o destartalada cabaña donde reposar o saciar la soledad y la sed del alma; pero a pesar de las frágiles composturas, el escueto atuendo, las limitadas perspectivas, y las franciscanas chanclas que calzaba, se iba transfigurando paulatinamente, tomando cuerpo y una entrañable consistencia, y conforme avanzaba, exhalaba envidiables dulzuras de sones y compases copando las aristas del firmamento, los resquicios  de la naturaleza, extendiendo una ensoñadora y reconfortable alfombra por el espinoso entorno que transitaba.
   No se turbaba ante la precariedad que planeaba sobre su horizonte, y él mismo no daba crédito a lo que sentía, ignorando que los bríos y la eufonía vital y la  energía que le chorreaban por los cuatro costados se los infundirían los preñados efluvios de la melodía, ahuyentando los enrevesados y envenenados sinsabores del trayecto, y lo amasaba cual otro Orfeo con las fieras del bosque, aunque en este caso las fieras mostraban otras señas de identidad, un rostro distinto, hambre, sed y desesperanza.
   Y de esa manera, según subía el volumen de las rítmicas notas del corazón y de la flauta, se notaba más entero, más persona, con un singular encandilamiento que subyugaba las flores de los campos,  los espíritus, y ablandaba los forúnculos y las asperezas de los riscos que se rebelaban a bordo durante la travesía.
   Y figuraba en su sutil escudo, grabado a sangre y fuego, algo semejante al verso machadiano, Cantando la pena, la pena se olvida, y de esa suerte se le hacían más suaves y llevaderos los sobresaltos y el rigor del sendero.         

      



sábado, 13 de julio de 2013

Las sandalias












No le gustaban las sandalias tan anchonas que le había regalado el amigo en el cumple. Hubiera preferido un calzado deportivo, una mochila o un MP3, que al menos le amenizaría las horas de ocio de los fines de semana haciendo senderismo, y así quemar los troncos de colesterol y aliviar el estrés de las duras horas de trabajo durante la semana.
   Soñaba con tomarse unas vacaciones próximamente, yendo por parajes agrestes, en plena naturaleza, y alojarse en una casona de turismo rural, y para ello necesitaba algunos enseres y prendas deportivas tales como, chándal, tenis, sudaderas, calcetines, cantimplora, etc., y mira por donde le regala unas sandalias, una sandez a todas luces, pensó, y con dos números por encima de la talla de su pie.
   No podía ser mayor el despropósito. Sin embargo, pelillos a la mar, y puso en práctica el lema, a caballo regalado no se le mira el diente, apechugando con la cruz de las sandalias.
   Estuvo toda la noche dándole vueltas al affaire, navegando con la imaginación por mil mares, buscándole una aplicación útil, y, hurgándose en la nariz, olisqueó ideas que tenía soterradas, decidiéndose al fin por una solución un tanto salomónica, colocarlas en el salón, y nada menos que en el mueble estrella, donde guardaba los mejores recuerdos de su vida deportiva, los más estimados por él de los tiempos de juventud, cuando jugaba en el patio del colegio o en la arena de la playa, y luego, más tarde, en el equipo de baloncesto de la localidad, donde lograría múltiples galardones y trofeos.
   Un día, la madre se quedó perpleja, al observar unas sandalias dentro de la impoluta vitrina, y deshilvanaba con no poco asombro qué no renombrado trofeo sería aquella reliquia que relucía con luz propia en el lujoso mueble, no llegando a calibrar la maternidad del fiasco o la materia prima del utensilio en cuestión, no obstante se inclinaba por la consideración de que serían unas sandalias únicas, de algún artístico y prestigioso diseñador o pintor en boga ( Botero, Warhol, Picasso, Chillida, Barceló o Tàpies), de plata u oro, una réplica simbólica de los juegos olímpicos, traída de algún lugar remoto.
   Pero un buen día, la mujer de la limpieza de la casa, acostumbrada a ordenar y tirar  y sacudir el polvo de los diversos muebles y pertrechos, junto con los bibelots de los ancestros, crujieron al cruzar el quitapolvo por encima, y cayeron de súbito, chocando unos con otros, rodando por los suelos, y los diminutas figurillas quedaron hechas añicos, y llegaron, por azar, a envolver a cal y canto las sandalias, de forma que no había ojo humano que las reconociese, ni siquiera la madre que las hizo, y en los vaivenes de incertidumbre y ofuscación, creyendo la mujer que eran los desechos de una hecatombe ( como el sacrificio de los cien bueyes a los dioses), ponderaba de qué manera algún ingenuo o desaprensivo, bien el nieto, o el niño tan travieso de la tercera planta, o vete a saber, los habría trastocado adrede, y lo colocaron en donde no debían, al borde del altar por fastidiar, habiéndolo esbozado con un disimulado envoltorio de paja, como las frágiles figurillas de un belén (la caja con San José, el Niño, la Virgen, los pastorcillos, las ovejas, el buey y la mula entre otros, aunque estos dos últimos no se sabe a ciencia cierta si estaban o no invitados), y para que no saliese del armario, con sus amores clandestinos con el amigo, le sirvió de coartada, y se convino en hacer el paripé del descalabro fortuito, impidiendo que se desvelara el entuerto, sin soltar prenda, y los restos los depositó la mujer con premura en el contenedor de la comunidad colindante, a fin de nublar los entreverados hilos de los avatares, la sórdida sospecha.
   En su fuero interno no paró mientes en ello, al rememorar raudo un chascarrillo, que era vox populi, y se relataba por aquellos parajes, a cerca de un labriego que, cada vez que visitaba la capital de la provincia, echaba una cana al aire, y para camuflar el veredicto, a la pregunta sobre qué impulsos le habían obligado a ir a la capital, echaba mano del santo y seña ya acuñado por los más antiguos del lugar, la perífrasis metonímica, fui por la compra de unas sandalias, pero asimismo podría haber aducido la visita a la cripta de fray Leopoldo en los jardines del Triunfo
   Los renglones o caminos de la vida son torcidos, y a veces hasta esclarecedores de recónditas beldades o ficciones.             







                          



miércoles, 3 de julio de 2013

Nada




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   La Nada daba calabacinazos en su cabeza hueca, como una hueca calabaza de agua, donde se conservaba el agua fresca, y bebían todos a caliche laborando en el campo, cuando segaban el trigo o sacaban la parva en las eras durante los duros días de la canícula.
   Los sudores les chorreaban por todos lados, sintiéndose extenuados por los rigores de las altas temperaturas y la pesada flama, sin apenas fuerzas para finiquitar las labores agrícolas del día.
   En ocasiones nadaba en la abundancia de la Nada, en la inane existencia, como le ocurre a cualquier hijo de vecino, y se cuestionaba el nombre y apellidos, la dirección, el genoma, y andaba perdido por enmarañados cerros, cayendo en la más sórdida vaguedad, y daba tumbos sin cuento por los pozos de la duda, de la incertidumbre o de la más descarnados trancos de la confusión, ya que, motivado por el intríngulis de su misterio, quería descubrir el escueto núcleo de la Nada, abrirlo como se abre una nuez, un huevo o una castaña, sin quedarse en el follaje de la superficie, en lo anecdótico o accidental, pero, según iba tocando fondo, la propia sustancia de la nada le rebotaba, parecía que retrocedía, que chocaba contra un grueso muro, nadando en un mar lleno de ingrávidos vacíos, repleto de seres acéfalos, sin miembros reconocibles, como en un extraño astro planetario, y no había forma de desenmascarar o romper el cascarón del esqueleto estructurado, la arquitectura paleontológica o ideológica del concepto.
    La Nada campaba por sus respetos, y a la vez hacía aguas por los cuatro costados en mitad de la oscuridad, pese a que lo intentaba en todas las direcciones y posturas, boca arriba, boca abajo, de canto, de lado, empinada, al norte o al sur, sin embargo siempre surgía un contratiempo, un cigarrón huraño, una impronta, y se introducía por los orificios más inverosímiles la temible Nada, arrollando como una tremenda ola, o como una pícara y juguetona rata, que penetrase por algún escurridizo boquete, no sabiéndose nunca el paradero y menos aún cómo meterle mano.
   Algunos días pensaba invitarla a un opíparo festín en su refugio, o a una buena merendona por si era más de su agrado, guarnecida con productos exóticos de allende los mares caribeños, o elixires de los Andes o de los picos del Tibet, pero siempre una rara alergia lo delataba, aletargándolo  y lo llevaba al disparadero, a mal traer, echando por tierra los sigilosos proyectos, entrándole una tiritera de muerte, una brusca melancolía o frustración triste, como todas las frustraciones, al no poder hurgar en la textura íntima, en la niña de los ojos o en las sonrosadas mejillas de su hermoso rostro, y se quedaba a la luna de Valencia, a la postre de piedra, al comprobar que todo era puro espejismo, que lo sacaba de sus casillas, y lo volvía loco, mas un día una lucecita se le encendió de pronto anunciándole que la Nada, con mayúscula, así a secas, lo era todo para él, y que Todo era la Nada, es decir, el Amor que tuvo en su juventud, cuando recibía el fuego de la amada en las tardes frías de invierno estudiando las húmedas y negras rocas, los minerales, antracita, hulla, lignito o turba, que por cierto se turbaba sobremanera al pensar en las curvas que encubría, al ensamblar los cables de la premisa del silogismo con los de la conclusión, y no había manera por la fragilidad humana, debido a que, en la intimidad, a su Amor la llamaba cariñosamente Nada, un hipocorístico tierno, que derivaba de su auténtico nombre de pila, Natalia.

   Oh, qué traidor y ambiguo el intelecto, y qué flaca la memoria –reflexionaba para sus adentros-, al no valorar las mejores cosechas de la existencia, o dudar de la propia esencia de las cosas y de los sentimientos, de la psique que gobierna todo, y lo había configurado en toda su monumentalidad vital, aunque no le había tenido mucho aprecio al numen, aquello que llevaba tatuado en el alma, nada más y nada menos que Nada, su primer balbuceo de Amor, la mismísima Natalia de carne y hueso. Nada lo era Todo en su vida.