miércoles, 19 de noviembre de 2014

Bofetadas de la carestía









   Ya voy, mamá, contestó Carmencita acurrucada en un rincón de la casa, cerca de la cuadra donde dormían el mulo y las gallinas.
   Estaba reclinada sobe la mecedora como de costumbre, sola y un tanto apesadumbrada.  Se abrazaba a los anhelos y a su desdibujado cuerpo, trepando por las ramas de la fantasía tapando su tierno y paliducho rostro y los enredados cabellos sudorosos por la ausencia de aseo.
   Llevaba el vestido arrugado y desteñido con la costura de las mangas descosidas, y algún que otro sabañón en los deditos del pie. Sin comida a la vista, las tripas le crujían vertiginosas dando fe de la precariedad estomacal, aunque se había ido habituando en parte al calvario del hambre, delatándola la delgadez del cuerpo, con unas uñas enjutas y agrietadas por el desamparo.
   Había días que ya no le quedaban réditos para llorar o reír o incluso respirar. El líquido elemento era tan solo lo que precisaba para renovar las lágrimas. La brisa acariciaba su frágil y acongojada silueta en los descarnados peldaños de la soledad, que se hospedaba en el vacío que la envolvía, sin visos de un porvenir. La causa la tenía bastante clara, y sencillamente no se lo interrogó jamás convencida de que la respuesta no llegaría a ningún sitio.
   El agente promotor de la trama macabra estaba cantado, y apartaba la idea de búsqueda convencida de que daba lo mismo, porque no le serviría de nada. Y las tripas le volvieron a crujir puede que por última vez, acaso advirtiendo de la inminente despedida.
   La pequeña tomó contacto con el insensible y frío suelo cayendo tras la pérdida del conocimiento, buscando quizá en su regazo lo que nunca tuvo. Aquellas postreras lágrimas tal vez le anunciasen el fin del sufrimiento, el temido e ingrato final.
   Y si se interrogaba por el paradero de los progenitores le producía una alergia asmática mayúscula, pues la suerte estaba echada. Los abuelos ya habían volado al cielo. En semejante tesitura no le valía la pena cuestionárselo, dado que sin querer lo averiguaría. Y sólo le aguardaba el toque de trompetas con la llegada del último trance, que sin apenas demora vendría a recogerla con los brazos abiertos.
   Al fin su viaje lleno de mezquindades y penurias, se habría confabulado contra ella convirtiendo los pasos vitales en polvo, en nada.
   Ya voy, mamá, descuida, y espérame en donde crece el ciprés, junto al fuego de las sombras.     
           

       


sábado, 8 de noviembre de 2014

La vida











                          
      Ah de la vida, ¿y nadie responde?
   Nadie le respondía, metido como estaba en mil zanjas e inesperados remolinos, luchando a cara de perro contra viento y marea por el río de la vida o acaso de la muerte, vaya usted a saber, porque el lodazal en que había caído sin sospecharlo según avanzaba por las márgenes del río era tétrico, y por mucho que inquiría sobre tan funestos avatares no se lo explicaba, hasta el punto de sentirse perdido y tratado como un mueble viejo que lo llevan de un lado para otro sin miramiento o unas alpargatas rotas que nadie aprecia, llegando a verse arrumbado en los rincones de la desidia más atroz o de la mansión donde se cobijaba totalmente olvidado, triturado y desprovisto de las señas de identidad; y la cosa crecía a borbotones pese a que creía que eran meros espejismos, mas, no obstante, en un acto de amor propio, se tentó los pálpitos y notaba que aún permanecía entero, con las botas puestas y las ganas de caminar y todas las partes del cuerpo se conservaban en orden y al completo, ojos, manos, pies, lunares y lo más trascendente, los sentires y pensares, aunque un tanto diezmados por los temporales.
   Y al llegar a este controvertido estadío tomaba aliento, pero reventaba de indignación y rebeldía, cual volcán en erupción, al estallarle en las propias manos la ceguera y la indignidad de la creación, ya que las ideas, los ideales, las perspectivas que atisbaba a un palmo de su cerebelo no los alcanzaba, como un Tántalo cualquiera, de manera que todo le hervía entre pecho y espalda, entre las corrientes del ayer y hoy, no respirando como le hubiese gustado los fehacientes aromas de recuperación, de levantar cabeza, y  abrazarse a una burbujeante e ilusionada vida, dado que nadie echaba cuentas con él, y tan sólo le espetasen, alto, quién va, la bolsa o la vida, toda vez que los quereres nadie se los podía hurtar.
   Aquella mañana se levantó muy temprano acariciando la cara ante el espejo y un nuevo proyecto, y quería a toda costa llevarlo a la práctica, que en pocas palabras consistiría en no jugar alegremente con la vida, al darse cuenta de que la vida iba en serio, pensó, y que hacer pocicas en las calles tras la lluvia o meterse en los charcos o jugar a la gallina ciega o al pilla pilla desnudo y sin armas, ya no computaban en los tramos que marcaban las manecillas del reloj a estas alturas de la vida, el verdugo del tiempo, debiendo hacer borrón y cuenta nueva. 
   Los aires que inhalaba por aquellos valles y alcores por donde merodeaba no suministraban sonrisas ni solvencia alguna ni tan siquiera un ápice de confianza o verosimilitud, al no gotear el grifo ni una brizna de esperanza o caricias que saciasen la sed existencial que le amordazaba, y después de un higiénico lavado de cerebro como medida preventiva, decidió quedarse siempre que podía en la fuente del barrio que le vio nacer, echando suculentos tragos de fresca y cristalina agua para limpiar la mirada y las impurezas, las turbias acciones y aminorar los calenturientos y melancólicos momentos, que le humillaban ante la impotencia y latían bulliciosos en los riscos del convulso recorrido, estando atento a los cantos de sirena o no rozar en horas bajas las ásperas fronteras de la alexitimia.
   Y de cuando en vez respiraba un no sé qué, como si anduviese girando noche y día en torno a la noria, masticando hastíos, advenedizos resquemores, obsoletos frutos o tal vez verdes sueños aún no hechos pasándose de rosca, que acaso trataran a hurtadillas de hacer un pacto con sabe dios quién, tatuando los  tic-tacs de sus sienes, las ansiedades, espachurrando con furia los anhelos, los más tiernos brotes, unos, más díscolos, y otros, aún sin una presencia reconocible por incipientes o por carecer de experiencia, dejando de ser apetitosos para echarse a la boca, y sin posibilidad de olisquear un oasis donde restañar los desconchones de la estructura ósea o mental.
   Las copas de los árboles y de la vida le daban la espalda o la sombra, así como latigazos de incomprensión, horadando los intersticios más expuestos de las heridas diarias, ahondando en las celdas de sus querencias, en los impulsos más sensatos y sostenibles que alimentaba contra las acometidas de los contratiempos o disfrazadas fruslerías en su afán por palpar la fragancia de mejorías anímicas, pero raudas se esfumaban como humo impulsado por los más raros vientos.
   Todo era como un día sin pan o de difuntos, o como la rama del árbol que se desgaja de la savia del tronco, de las íntimas entrañas que la sustenta, y se cuestionaba atónito y desnortado o apesadumbrado en mitad del desierto que pisaba, ¿y mi madre dónde está?, si ayer la vi partir rumbo a la capital por ese sendero, y no hallo estelas en la mar, ni columbro las mágicas artes que peleen por rescatarla o concertar una cita con ella, por muy enrabietada que esté conmigo u ocupada por el cúmulo de encargos y visitas familiares o de amigos que tenga, o a lo mejor ver tiendas y más tiendas, buscando gangas o las últimas rebajas de la cuesta de Panata (donde se sudaba o tiritaba de lo lindo) o de enero, no se entiende, mascullaba entre dientes, pues ya tendría que haber aparecido, porque las manecillas del reloj cantan que el tiempo ha volado, aunque veinte años no sean nada como en el tango, y que ella ha volado asimismo tiempo ha, no dejando ni rastro de los suspiros, su memoria y cariño, porque con ella voló todo aquel día tan nefasto y tirano, cuando le dijo adiós todo compungido y esperanzado esperando volver a verla pronto.
   Era un día gris, de parkinson, tuerto, digno de que el dios Cronos lo hubiese exterminado con la guadaña, y se notaba en los sones que no carburaba, que no tenía bien la cabeza ni lo mínimo que hay que tener y dar la cara ante el mundo, con los ojos abiertos de par en par, y al llegar a ese punto, de súbito y sin más rodeos, alzó la voz y le dijo al día cuatro cosas bien dichas, traidor, truhán, mezquino, mendaz, dejándose llevar por los embates del mayor rechazo y desprecio, tildándolo de vil serpiente que se enrosca en los dulces bailes de los corazones infantiles, en las derruidas lágrimas de un  indefenso que pierde de repente todo lo que más quiere en este mundo, atestiguando que ese día su alma enmudece, pena y casi muere. 
   La vida no bullía en sus entrañas como debiera, se veía como armario viejo heredado de padres a hijos o nietos o expuesto al mejor postor, y nadie conocía sus interioridades, lo que llevaba grabado entre las cochuras.
   Y las encrucijadas, pinzamientos y pesares iban goteando paulatinamente como gotas de lluvia por los desfiladeros de su existencia, sin permitir echar una cana al aire, subirse a los columpios de la feria del barrio o patinar por las ternezas maternas, olvidado de la divina providencia o tal vez de las tinieblas, que nunca se sabe, y de los tiernos ecos y los requiebros humanos.
   Y en medio del carrusel de la vida, no cabe duda de que su currículo estará lleno de anécdotas de todo tipo y condición, de anécdotas que harían sonreír o suspirar al más pintado o empedernido de los viajeros que circulan por los aeropuertos buscando a un amor o discurren por los lechos de los ríos cotidianos con o sin rumbo, a la deriva, pero que sin embargo los habrá que se consideran gerifaltes o arúspices de los acaeceres más distinguidos, que mueven los hilos de los entramados generacionales y las más íntimas pulsiones de las voluntades.
   Y entonces, cabe insistir en la interrogante, ¡ah, de la vida!, ¿y nadie responde? Y las maquiavélicas maquinarias del poder siguen triturando a toda pastilla las sentidas emociones, los pacientes troncos de los árboles del bosque, las historias más entrañables del ser humano, y todo cuanto encuentran a su paso vale, tanto montando guerras sin piedad, como asfixiando gargantas o apagando la luz de vidas inocentes.