sábado, 30 de enero de 2021

ENTRE NUBES

En los caminos de la vida, Augusto no estaba en las nubes, sino a ras de tierra muy atento a los aconteceres vitales, defendiéndose en las aguas turbias como gato panza arriba. Cuando peligraba el entendimiento entre los habitantes de la comarca por algún litigio lindero de bancales o ancestrales roturas del terreno, ponía toda la carne en el asador como mediador, y con no poca facundia y dándole las vueltas precisas a las espinosas situaciones dialogando zanjaba las desavenencias, procurando que no llegase la sangre al río. Cuando se tensaba demasiado la cuerda lo cegaba todo, y se convertían las criaturas en auténticos tigres de la selva emulando a Caín, acaeciendo lo peor. Hubo no pocos casos luctuosos a lo largo de la historia, tal vez más de lo que se piensa, dado que en ocasiones las fechorías las tenían al alcance de la mano, tan fácil como coger la escopeta que dormía en la cámara de la casa (que tan buenas piezas se había cobrado en cacerías) y bastaba con apretar el gatillo. Brillaban con luz propia las buenas artes de Augusto como moderador en las intrincadas querellas entre vecinos evitando trágicos desenlaces, no obstante, cuánto se echaba de menos en algunas situaciones sus puntuales y balsámicas intervenciones. No es de recibo que por un quítame allá unas pajas o piedras como mojones a la vera de un camino o esquina de parcela, asome caprichosamente la muerte para ajustar cuentas por aquellos pagos tan relajantes y fructíferos a lo largo de los lustros. Normalmente los negros nubarrones en la borrasca los solventaba Augusto de la mejor manera, poniendo los puntos sobre las -íes con magistrales decisiones que tomaba sobre la marcha. En cambio, en otros escenarios y circunstancias de la vida los sucesos presentaban otro color, eran más halagüeños, llegando finalmente a darse la mano. Uno de los eventos en los que todo le salió a pedir de boca a Augusto fue en la despedida de soltero, que marcó un hito en el municipio rompiendo moldes, hasta el punto de no poder imaginar nadie los extraordinarios preparativos que llevaría a cabo como antesala del casamiento, sorprendiendo a propios y extraños. Al poco llegó el día de la boda. Aquello fue lo nunca visto, como el día grande de la patrona del pueblo con toda clase de atracciones, juegos, serpentinas, globos de colores, puestos de dulces, fuegos artificiales y banda de música, y como colofón contrató a unos payasos que hicieron la delicia de los más pequeños, y lo hizo con el fin de que guardasen en su memoria la efeméride de la boda, cuando Augusto derretido por el cariño de la novia dio el sí quiero, pasando de célibe a la vida de casado. De todos los divertimentos y actos ofrecidos en el convite, quizá fueron los columpios lo que más hondo caló en el alma de los chiquillos, acaso por las fervientes ansias de los humanos por volar como las aves. No cabe duda de que lo pasaron en grande tanto jóvenes como mayores, pese a las reservas de la gente mayor para zambullirse en las aguas de los jolgorios y algarabías de la bulliciosa juventud. Tras la despedida de soltero y las sagradas bendiciones al uso, aunque no comulgaba apenas con tales formularios, emprendió el viaje de luna de miel con Rosa al Caribe volando entre nubes, enfrentándose en las alturas a unas escenas dantescas, incontrolables para su conocimiento apegado como estaba a la tierra firme, yendo con el animal tirando del ronzal o a lomos de su envergadura, y no resultando el vuelo tan romántico como lo había soñado por mor de la incertidumbre e incomodidades a causa del cúmulo de turbulencias durante el vuelo. No hay que olvidar que Augusto era hombre de tierra dentro, habituado a desplazarse por el terruño pateando caminos de la comarca y poco más, que ninguna falta le hacía, saludando sobre la marcha a chicos y grandes en olor de multitudes. Y mira por donde se le troncharon de la noche a la mañana los arraigados pilares de su modus vivendi con el planeado viaje de novios, familiarizado como estaba con aquellos vericuetos transitando por verdes caminos, siendo para él un paseo por la vida, un baño en la fragancia del campo, saliendo de la cueva o casa donde residía, sonriéndole todo cuanto encontraba a su paso, incluso las flores del campo le rendían pleitesía quizá por una mutua empatía. Daba alegría ver cruzar a Augusto montado en la acémila, cuando el campo sacaba pecho exhibiendo el esplendor de la cosecha y se vendían a buen precio los productos, permitiéndole ponerse al corriente con los deudores, que le asfixiaban sin descanso. En ciertas épocas del año ganaba un dinerillo con el estraperlo si bien a minúscula escala, llevando unos pellejos u odres de aceite de oliva a la costa con la bestia, pudiendo darse con un canto en los dientes porque, aunque fuese reducida la ganancia con la venta en churrerías y bares en época de alto consumo, al menos era una grata ayuda que le venía como agua de mayo. Gracias a tales arrimos y unos cuantos saquillos de almendra de los secanos junto con la aceitunilla de rebusca por desfiladeros y balates podía el hombre ir tirando y criando a la prole, así como a gallinas, cochinos, cabrillas y algún conejo. Como no es orégano todo el monte resultaba que había años de malas hechuras en que los frutos escaseaban, aunque subiesen los precios, y no sacaba ni para hacer pan de higo, cazuela mohína o la rica matanza con morcilla, chicharrones, lomo de orza y longaniza, debiendo apretarse el cinturón, porque las circunstancias mandaban. Para sobrellevar el temporal económico había que acudir a las gabelas, echándose en brazos del usurero de turno, toda vez que antes de nada hay que comer, y los tiempos no daban para otra cosa. Un día compró Augusto un décimo de lotería, y tuvo toda la suerte del mundo pillando un buen pellizco, que le vino como caído del cielo, permitiéndole tapar algunos agujeros. Y en ésas andaba Augusto en tales fechas con la resaca de la lotería, disfrutando de los apetitosos bocados de los días felices, y saboreando los navideños mantecados y almendraíllos con pasas. En un alto en el camino le asaltó un pensamiento del futuro, si con el paso del tiempo los hijos quieren o no a los padres cuando ya son una carga, y si les prestan la atención debida al hacerse mayores, como una obligación filial y rutinaria dentro de la familia, y se quedó pensando mirando al horizonte… Y el viaje seguía su curso. El vuelo del avión llegó felizmente a las aguas del Caribe, donde había reservado un hotel de moda, y estando en plena luna de miel con Rosa la felicidad le chorreaba por los cuatro costados, siendo lo que más ansiaba Augusto, so pena de que se le cruzasen los cables a la naturaleza y ocurriese algún seísmo (como en Granada) o venganza súbita que enturbiase las claras aguas del viaje. En la estancia caribeña llevaba a cabo múltiples visitas a centros culturales y paseos por la ciudad. Y un día fue de excursión en un ferry a explorar aquellos parajes, y contemplar las envidiables aguas azules, arboledas y sensuales panorámicas del entorno, extasiándose ante tan hermoso espacio cósmico. Mas una noche ocurrió de pronto algo no esperado, surgió de repente un horrible tornado echando pólvora incendiaria y por alto toda la calma chicha reinante, saliendo la gente corriendo despavorida a la calle con algunas pertenencias, al ver que el edificio se desmoronaba como un castillo de naipes, y cuál no sería su estupor al contemplarlo sin poder hacer nada por su parte, y se interrogaría Augusto farfullando entre dientes si en tan críticos momentos le permitirían los nervios tener la serenidad para llevar a cabo el restablecimiento de la cordura y sensatez requerida en tales casos de caos, como solía hacer con los exaltados labriegos en su municipio. Aquel escenario parecía el fin del mundo, la playa quedó sembrada de las pertenencias de los turistas, zapatos, toallas, albornoces y ropa de toda clase nadando como pececillos muertos, siendo arrastrados de un lado para otro, de una negra roca a la otra por la furia del oleaje, que no respetaba a nadie, ni siquiera la luna de miel de Augusto con su acariciado y entrañable ceremonial. Y a la sazón de los acaecimientos del vivir viene al caso el adagio: ¡qué poco dura la alegría en la casa del pobre!

sábado, 23 de enero de 2021

Mi mejor maestro

No se podía explicar cómo afloraban profusamente en su cerebro, cual flores en primavera, pensamientos o añoranzas que no loasen al maestro de sus primeros pinitos por el camino de las letras, don Antonio. Al magister de la infancia lo contemplaba Manolito como en una sublime urna de oro en sus pueriles ocurrencias o desvaríos. Lo consideraba un Séneca de cuerpo entero, sabiéndolo todo. Un ser cuasi divino, como un Espíritu Santo que viniese con su sabia lengua de fuego cada vez que acudía a la escuela unitaria infundiéndole por todos los poros del entendimiento el maná de la ciencia, del conocimiento a través de sílabas, guarismos, operaciones de cálculo, silogismos, caligrafía, dibujo ... Retumbaba con energía su voz cascada por el verdugo del tiempo, y tronaban los vocablos que exhalaba, siendo un fértil árbol que daba fruto generosamente. En sus pensares el muchacho rumiaba aventuras y vuelos infinitos parangonando al maestro con emblemáticos personajes de la historia del mundo. Un sabio Salomón en persona, un rey Midas hecho y derecho, un prestigioso gurú o chamán domador de serpientes envenenadas en el trascendente proceso docente-discente del aprendizaje hasta hacerse un hombre. Porque el alumno, inválido como se encontraba en ese hostil territorio del conocimiento, no había manera de que se quitase la pajarita de la ignorancia en la escuela. Algunas tardes el agua caía con furia sobre los vetustos ventanales dañando los espacios reservados o marquesina, al estrellarse furibunda contra los cristales del pensamiento. Cómo se las arreglaría Manolito para ensalzar la labor callada de su maestro, don Antonio. Su voz, mirada y gestos lo seducían, y lo atisbaba como caído del cielo, sintiéndose él tan poca cosa con unas armas tan endebles, como pajarillo hambriento en el nido, con el pico abierto piando con el onomatopéyico sonsonete del pío pío en noches de fría espera, ¡oh!, y al hacerse la luz se extasiaba sobremanera. Ni los Reyes de Oriente por mucho que se esmerasen con los solidarios camellos llevándole atractivos obsequios estaban por encima, y caía presuroso Manolito en la melancolía evocando la robusta voz de su maestro henchido de conocimientos, pues se lo sabía todo de cabo a rabo, apostillaba Manolito, pateando y saltando con alma sobre el duro suelo. No podía entender cómo sabía tanto su maestro, incluso si el padre venía roto de hacer la labor y bregar tanto por el campo. Y así un día y otro siempre en la brecha don Antonio, puntual como un reloj, y regaba aquellas tiernas plantas enderezando los tallos para que no se torciesen, ni viciasen tan temprano cogiendo ELA, sarampión, ostracismo o algo vacuo se colase a nadar en su límpida savia infantil o sangre vigorosa que hervía en las venas de Manolito, sobre todo cuando explicaba el maestro los puntos cardinales en el mapa de la vida colgado en la pared, por donde en un futuro no lejano tendría que ganarse los garbanzos, el sustento, pero siempre se conducía con la estela ilustrada de la mirada, aliento y aplauso del maestro aquel que le enseñó a abrir la caja de pandora, a transitar por los pendientes senderos de la vida y del saber, como geometría, abecedario, honor, solidaridad, esfuerzo, esencias de las flores y grietas del vivir, procurando pisar con pies de plomo ahuyentando insectos, monsergas, mosquitos o las trágalas que nos quieran inocular, cual vacuna contra el covid 19, los gerifaltes de turno. A trabajar, vamos (y tronaba la voz del maestro machadiano), cinco por cinco veinti…, a repetir de nuevo, cinco por cinco veinticinco, cinco por diez cincuenta... -Bravo, Manolito, ya puedes coger tu barca y hacerte a la mar por las isobaras o derroteros del mapa de la vida. -Gracias inmensas, don Antonio, y deje que le diga que fue mi mejor maestro.