domingo, 12 de septiembre de 2010

Capicúa




La otra tarde estaba como un loco buscando un lápiz para plasmar en el folio unos cuantos pensamientos que andaban revoloteando por los aires en medio del tiroteo que azotaba mi cabeza, con idea de atraparlos de alguna manera, aunque fuese estrujándolos como salchichas o mordiéndolos a bocado limpio, y conformar algunas historias similares a las que aparecen en las revistas literarias o prensa en general de distintos lugares, pero no había forma de lograrlo. Alguna mano negra se había confabulado en una maniobra desleal.
Por última vez, por favor, escúchenme, ¿quién tiene un lápiz? Sólo le pido que me lo presten un momento, y no duden de que de inmediato retornará a su dueño, les doy mi palabra de honor.
Doy por descontado que más de uno querrá satisfacer mi necesidad, porque es casi seguro que todos poseéis un lápiz de sobra en la bolsa por lo que pudiera suceder, incluso diría más, que vais acompañados de montones de lápices de múltiples colores a fin de atender el abanico de emociones que circulen por vuestro mundo, así que no se hagan los remolones, aunque comprendo que estarán ocupadísimos en mil bagatelas intentando salir airosos del tumultuoso oleaje, lo que impedirá que se centren en mi petición.
En primer lugar he de advertir que esta semana la cuestión creativa es tan compleja que palpita en el ambiente, porque si se echa un vistazo a la ristra de asuntos que se han ofertado da que pensar, y es para echarse a temblar si se piensa en serio en la infinidad de lápices de fina punta que harán falta utilizar para conseguirlo, ya que todo es para lo mismo, para montar un andamiaje de personajes y revoltosos personajillos que como el que no hace la cosa deambulen de acá para allá dando la cara o palos de ciego y se desnuden con objeto de enhebrar febriles episodios de lo que les acontece en el devenir de los días, pero a buen seguro que esto encierra una maligna y secreta intención difícil de digerir, tal vez con la artimaña de cargarse a más de uno –sic- al no palpar la carne de los engarces precisos para tamaña cantidad de mimbres en tan reducido espacio, tarea harto ardua como no sea que se tiren al monte y se pongan el mundo por montera, empezando a torear a tumba abierta las reses más bravas en mitad del ruedo a las cinco de la tarde, comenzando por el sobrero o el que más rabia le dé, por ejemplo, capicúa, bien armado de cabeza y cola, de donde procede su denominación de casta, y ahí les quiero ver, con lo peliaguda que anda últimamente la esfera de la economía, con los números desencajados por el temor de no dar la talla en el debe y el haber de las finanzas, saltando por los aires por el derrumbe de la banca, de atrás hacia delante o al revés sintiéndose huerfanitos los números y arrojados al mar de la especulación como simples peleles, 13333…1, ¿hay quien dé más?, figurando para colmo como préstamo lingüístico con la que está cayendo, como si el mundo financiero estuviese para echar cohetes y facilitar préstamos con el oscuro panorama que se cierne sobre nuestras cabezas.
Pero no queda ahí la abigarrada oferta semanal, pues si se sigue oteando el horizonte la estampa con la que se topa uno sin pretenderlo es la de alguien que no trae bañador, que viene desnudo, según se vislumbra a lo lejos, y subido de tono cabalgando en unos zancos para mayor INRI, precisamente nuestro amigo de toda la vida y comparsa de licenciosas noches de parranda, que vivía, si mal no recuerdo, en la misma desconchada esquina donde se ubicaba el bar que frecuentábamos por aquellas fechas, y donde nos tomábamos las cañitas de rigor los sábados por la tarde antes de dirigirnos al desfile de los monumentos vivientes, las chicas de turno con los delicados peinados y sus limpias ropas de ricos colores desafiando a la primavera, y hete aquí que conforme se acercaba no podíamos creerlo, pero ya a nuestra altura verificamos que venía efectivamente sin bañador de la playa del muerto con gran entusiasmo, y no le importaba lo más mínimo que lo contemplasen por el paseo marítimo de Las flores en frente del Calabré, y si alguien osaba insinuarle la causa que lo había motivado, respondía con calmosa sabiduría, muy sencillo, amigo, es que no he traído bañador, lo olvidé en casa, qué quiere que haga.
Menos mal que tales eventos se fueron espaciando en el tiempo y guardando cierto recato en los procedimientos, sin embargo los desaguisados no cesaron, y a los pocos días aparece otro colega por el bulevar bailando de alegría porque había dejado los hábitos plantados en el convento con toda su aureola de silencios; tal espectáculo fue una pesadilla para más de uno, y si hay dudas de ello nada más que interrogarle de súbito al prior del cenobio, a ver cómo lo describe, que será digno de escuchar, ya que de repente, estando en el reclinatorio al lado del altar mayor cubierto hasta la coronilla con la capucha y por abajo hasta los tobillos con el hábito se había despojado de todo el atuendo y a continuación decidió desplazarse a la playa a darse un chapuzón, pero le ocurrió lo mismo que el anterior, que no había traído bañador, sin embargo no quería desaprovechar la ocasión para refrescarse, ya que se hallaba a tiro de piedra de la playa, casi en el rebalaje, y con los sofocantes calores del verano su cuerpo se lo agradecería, reponiéndose de la asfixia que traía incrustada en las entrañas con tanto fuego de incienso unido al roce del hábito en hombros y costados.
No obstante, las rocambolescas coyunturas de nuestros personajes no finalizaron aquí, pues parecía que no fuese su mejor día, dado que la casa que habían alquilado para solazarse y dormir a pierna suelta durante una buena temporada con el propósito de reponer fuerzas y olvidar los sinsabores del camino resguardándose de las inclemencias del tiempo o de la acometida de animales salvajes no funcionó, no se sabe el porqué de tanta desgracia, o mejor dicho, nunca se supo a ciencia cierta si los siniestros contratiempos andaban al acecho por los tejados, pues resultó que la casa en la que se albergaron tenía dos puertas, y sin quererlo rememoraron lo que auguraban los ancestros cuando eran unos bebés, casa con dos puertas mala es de guardar, pero entonces no alcanzaban a digerirlo; no se habían tomado jamás en serio semejantes augurios y menos aún las advertencias de los abuelos, pero aquella noche, la noche más larga, cuando la luna se posaba placenteramente en el tejado con todo su esplendor unos hábiles atracadores que rondaban por allí hambrientos y medio exhaustos se lanzaron a tumba abierta por el precipicio del terreno y aprovecharon la ocasión para penetrar por la puerta de atrás de la vivienda, por donde nadie cruzaba y la forzaron en un instante en la soledad de la noche, apoderándose de lo único valioso que disponían en tales circunstancias, aunque hay que reseñar que con las prisas no se cumplieron al cien por cien sus planes, y no sólo eso sino que además les fue totalmente imposible lograrlo puesto que el resto de enseres y componendas no figuraban en el recinto, dado que faltaban el bañador, los hábitos, y las operaciones bursátiles de capicúa, que con tanto esmero habían esbozado en aquella borrascosa noche de tormentas interiores.
Al cabo de un tiempo les vino a la memoria todo aquel rosario de peripecias que les habían ocurrido en la vida, y no lo comprendían, por lo que se cuestionaban una y mil veces, cómo era posible que se les acumulasen tantas adversidades, como si su vida fuese una película de ficción con todo ya planificado por el director, con todos los ingredientes predeterminados, donde los personajes estuvieran diseñados para ejecutar tal rol, pero en el caso que nos ocupa, en que los avatares son verídicos, no es tan evidente su demostración, y no se puede afirmar que hayan perdido la razón como un vulgar quijote, o alegar que acaso sean de otro planeta, porque de lo contrario sus mentes no captarían tal amalgama de sucesos, fútiles o no, pero ciertos, y ahí están los hechos y los personajes, de carne y hueso, que lo pueden atestiguar a quien se les ponga por delante, sea magistrado, juez, policía o forense. Las cosas son como son y no como a uno le parezca.
No cabe duda de que tales contingencias no les hubiera ido así de haber deambulado por otros derroteros, pero como resulta que existió el convento, la playa, la escritura de los guarismos y el temor a dormir de manera insegura en semejante casa, de ahí surgió todo cuanto acaeció después, dándose fraternalmente la mano hábitos, bañador, capicúa y casa con dos puertas, que al parecer configuraron la estela del destino (pues si hubiera tenido sólo una seguramente les habría sido más fácil atrancarla y en unas condiciones óptimas), y no los hubieran desplumado.
Es obvio que la vida no existiría ni nadie hablaría de ella si no fuese porque aparecen dibujadas innumerables escenas en alguna roca, o escritas en alguna tablilla o papiro inmortales andanzas de los mortales, para bien o para mal, que nunca se sabe, y que todo ello en el fondo dependerá del color del cristal con que se atisbe, o a lo mejor cosas más sorprendentes alumbrarán los lustros venideros.

domingo, 5 de septiembre de 2010

No siempre




Un vecino solía enchufar la radio a todo volumen sin ningún reparo, y lo preparaba a conciencia, como si se tratara de publicitar algún prestigioso producto de los que se pregonan por las calles a voz en grito o con potentes altavoces, poniendo en pie de guerra desde su atalaya las somnolientas aguas matutinas del vecindario, al horadar muros y tabiques inundando habitaciones, salitas de estar o los más intrincados recovecos de la vivienda.
Se conectaba como un autómata, con todas las de la ley, en aquello que le parecía en tales coyunturas sin consultar a nadie y sin otra preocupación que alimentar su ego, colmando los antojos más disparatados.
La mayoría de las veces los fulminaba con música ramplona y pegajosa, cual engorroso chicle pegado en la suela del zapato que no te dejase caminar, y en contadas ocasiones se dignaba cambiar de canal inclinándose por algo más cuidado. En ese aspecto no se complicaba el intelecto, por lo que unos días se oían las vibrantes notas de la raspa, salsa o ritmo rockero y otros, los menos, oberturas clásicas, siempre sin respetar el descanso ni nada que se le pareciera, sumergiéndose en el veneno de las ondas como un auténtico melómano, yendo a su bola y pasando de todo lo que le rodeaba, pese a haber sido apercibido en multitud de ocasiones por el presidente de la asociación de vecinos después de la correspondiente asamblea llevada a cabo mediante la oportuna misiva, en la que se le exponía con todo detalle los dictámenes acordados, y sin embargo, ante el estupor general, hacía oídos sordos, no habiendo forma de poner coto a tamaño descalabro de insignes conciertos, gamberradas o sensuales serenatas.
Por lo tanto, y para no hacer mudanza en la costumbre, prosiguió con las manías musicales acordes con las pulsaciones de su corazoncito, y pertrechado en ese frente aquella mañana sonaba en la radio una canción de Julio Iglesias, acaso haciendo honor a secretas vivencias difíciles de dilucidar, “…Y es que yo amo la vida, amo el amor, soy un truhán, soy un señor, algo bohemio y soñador”… la canción, como lluvia fina y persistente, le fue calando los huesos y sin apenas darse cuenta le subió de pronto la moral hasta límites insospechados, recuperando el estado anímico que buena falta le hacía, debido al mal trance por el que estaba pasando por una ingrata amigdalitis que le arañaba la garganta y lo tenía prendido en sus redes con todo el dolor de su alma, precisamente cuando se disponía a rasurarse o restaurarse la rebelde barba que le cubría la cara tiempo ha con aires de auténtico santón hindú, pero resultó que de buenas a primeras una inexplicable alergia –cosa rara en él, pues estaba curtido en mil batallas- lo dejó en la estacada abrasándole el rostro y poco a poco se fue expandiendo por el resto del cuerpo, lo que le obligaba a deshacerse de ella sin más contemplaciones.
La amigdalitis se le complicó en exceso de la noche a la mañana, con las complicidades de una fuerte gripe que se le unió al proceso sin saber cómo, siendo la etiología desconocida por los expertos hasta aquella fecha, por lo que no suministraban ningún fármaco capaz de contrarrestar el avance de la enfermedad, y entre unos factores y otros, se veía sumido en una horrible depresión, impidiéndole realizar las actividades más rutinarias del día a día para seguir enganchado a la vida.
Se sentía atado de pies y manos al no poder desplegar las velas para navegar por los distintos derroteros, y menos aún presentarse de esa guisa ante el amor de su vida, la novia que adoraba y le aguardaba impaciente cada tarde (tan escrupulosa y delicada como era, pero que sin embargo en los momentos menos oportunos lo obsequiaba con exquisitas sorpresas mirándolo a los ojos, y profería extemporáneas reflexiones que lo herían profundamente, no soporto las melenas ni tu luenga barba, o con esa camisa pareces un fantoche con las bolsas que se balancean sin cesar como globos de feria o de un cumple, o incluso cualquier prenda que estrenase con la mayor ilusión del mundo, indicándolo casi siempre de mala manera y sin el menor miramiento.), pero ella, no obstante, lo esperaba de todos modos, aunque con la mosca detrás de la oreja, después de que pasaran algunos días sin verse, arrastrada tal vez por la loca corriente de los celos, que se fundamentaban en parte por su natural talante, dado a la conversación y, según insinuaba ella, al poder de seducción de la mirada, del que hacía gala, mientras ella yacía como un flor abandonada en medio del jardín, sin ningún trino ni nada con que entretenerse, lo que aumentaba su soledad, echando en falta los encantos y las certeras opiniones sobre los acaeceres mundanos, y no porque buscase algo en especial, una frase lapidaria para esculpìrla en un lugar privilegiado de la mansión, pero en el fondo le faltaba un no sé qué que le inyectara un soplo de energía, los estigmas de su sonrisa, contemplarlo de arriba abajo, con su olor a hombre, deteniéndose en el lunar del cuello que tanto le atraía, o la graciosa cicatriz en el mentón izquierdo, como un campeón de boxeo al acabar un combate en el ring, y que lo identificaba con un actor famoso del que estaba enamorada en su juventud. La cicatriz se la produjo un día que iba de excursión con los compañeros del colegio y caer rodando por una torrentera que se alzaba a las orillas del río durante el descenso por un despiste o jugando con algún compañero; por todo ello necesitaba asearse aprisa y corriendo, pues el tiempo vuela, pensaba, aunque en verdad las apariencias no le quitaban el sueño, dado que apuntaba a la esencia de las cosas, que lo valioso al igual que las personas se debe evaluar por la valía objetiva de los hechos que haya pergeñado cada cual, lejos de alharacas o florituras externas.
Sin embargo los tiempos cambian, y le surgía el resquemor de que no iba por el camino adecuado, le bullía en la cabeza que no hacía los deberes como debiera, llevando casi siempre las de perder en los dimes y diretes en las relaciones de pareja, se quejaba de que no podía argumentar sosegadamente con silogismos contundentes, y en consecuencia intuía que tal vez le tendiese alguna emboscada con el mayor sigilo, por lo que desconfiaba de su sombra al pensar que se extralimitaba en la confianza depositada en ella, y al rememorar ciertas veleidades que rondaban por el cerebro, como el hecho de que ejecutase por su cuenta y riesgo atrevidas incursiones por lugares apartados y zonas peligrosas de la ciudad sin ninguna necesidad, que no ofrecían las mínimas garantías de seguridad, y desplazándose sola a deshora, alegando pretextos poco creíbles, puras bagatelas, intentando cubrir el expediente, como ir de compras, contemplar escaparates en época de rebajas o alguna librería solitaria y poco más, pero nada de esto le convencía, y la bola de la incomprensión se fue agrandando por momentos de un tiempo a esta parte, agravado por las sucias tretas que urdía la futura suegra (que lucía más vello que el difunto marido que en gloria esté) mayormente en su ausencia, minando las supuestas buenas intenciones de la hija.
La madre era una mujer díscola y de armas tomar, asustaba a las vecinas con estruendosos aullidos cuando le llevaban la contraria, y llegaba a mofarse de los méritos del futuro yerno, de suerte que un día tras una rutinaria discusión con las mismas agarró las tijeras e hizo añicos la foto del novio que exhibía la hija en la vitrina del salón. No se conformaba con negarle el saludo, llegando a humillarlo delante de Loles, musitando el refrán de los ancestros, “tanto tienes tanto vales”, aludiendo al caudal que pudiese aportar al matrimonio si algún día se efectuaba, y nunca se achantaba ante nada por muy grueso que fuese, mostrando unos humos incendiarios que quemaban su paciencia y lo llevaban a mal traer.
En su fuero interno pugnaba por mantener la relación con Loles, procurando olvidar al resto de la familia, un aserto que no siempre lograba. Pero
por otro lado la convivencia entre ellos se fue deteriorando vertiginosamente, cuando descubrió de pronto que engañaba a la madre trasmitiéndole falsos mensajes, que abundaban en el borrascoso trato que le dispensaba la pareja, o que hacía tiempo que ya no se veían, y así un rosario de necedades, como que había roto con él para satisfacerla, y que en este tiempo se relacionaba con otra persona más apuesta y acaudalada e investida de sus mismas virtudes y beldades, por lo que la madre respiraba tranquila y feliz sacando pecho, y la llenaba de bendiciones y carantoñas, prometiéndole en herencia el oro y el moro.
En vista de los contradictorios avatares que se fueron sucediendo, y percatándose del paripé dibujado en el horizonte por Loles, se dijo, ahora o nunca, y complacido con el criterio que había adoptado, poniendo tierra de por medio, exclamó con inusitado entusiasmo, “no hay mal que por bien no venga”, y dirigió los ojos rumbo a otras miradas anchas como la mar.