sábado, 31 de diciembre de 2011

Cuántos lectores precisa un escritor






Era más que probable que la sacerdotisa del tarot fallara en las funciones solemnes, si no tenía la conciencia tranquila, por haber hurgado donde no debiera, al anotar en el mamotreto que sostenía entre las manos errados destinos de criaturas ya difuntas, o dudase a la hora de poner en práctica los ritos en los eventos cruciales estresada por los pliegues del hábito, a lo largo de su dilatada liturgia, sirviendo a los dioses del universo.

Sobre todo los déjà vu (la experiencia de sentir que se ha experimentado antes una situación), en el reiterado transitar por los laberintos ceremoniales que oficiara, y se esté ahora preguntando, quizá llorando como una magdalena, qué pensarán de ella el día de mañana cuando desaparezca, o no dé la talla en un momento dado, y no exhibiera con desparpajo la sabiduría que se le presupone por su rango, referida a las ofrendas de las deidades.

Y no digamos sobre la necesidad de la sacerdotisa de mostrar conjuntados en el amor los latidos del corazón, porque se le torciesen en la psique de mala manera, cual loca veleta, alimentando insólitos regomellos, entre los mustios matojos de la suerte o el sucio hollín de la chimenea donde habitaba, o peor aún que zozobre su vocación sacerdotal, al no dictar con el empaque requerido las certeras predicciones sobre el porvenir de los justos, con las luces de la razón y de los cielos, o dejara de vislumbrarse la seriedad deontológica que se rumiaba en su hoja de ruta.

No podía por menos que desvelar los correctores que iba a aplicar a los desleales o a los que racaneasen a la hora de entonar el mea culpa, al sentirse zarandeados por la desconfianza ante las dádivas prometidas, al pensar que no eran de recibo, por si se guardaba alguna carta en la manga, no descubriendo el futuro ni el horóscopo, exigiendo que se dejase de pantomimas, poniendo las cartas boca arriba, y recondujera los negros augurios que se cernían sobre las cabezas de los humanos.

Y surge entonces la gran cuestión, cómo lo enfocará su lado justiciero, cuando se cerciore de que no se centran en las enseñanzas doctrinales, en las lecturas del más allá, o anden tibios en los decisivos foros celestiales.

Si tal advenimiento acaeciese, a buen seguro que quebrantaría el secreto de las deliberaciones, la identidad de su razón de ser, por muchas caretas que se superponga, no teniendo más remedio que dimitir del sublime cargo o desnudarse ante los ojos de los dioses en la claridad del sol de mediodía, transparentándose sus voluntades y pensamientos, confesando su incompetencia, y puntualizar asimismo las ensoñaciones voluptuosas que le acuciaran, o las delectaciones íntimas, artísticas, estéticas, literarias, amorosas, o las más rutinarias, de andar por casa, desgranando los enigmáticos arcanos, porque en ello le iba la supervivencia de su sagrado ministerio, dado que todo lo que se cuece en los más diversos ambientes es trascendente, incluso lo que hierve entre los fogones.

Por ende no resultaba extraño que tanto la sacerdotisa, con todo su bagaje místico, como el hambriento auditorio aparecieran un tanto desnortados, sumidos en una especie de amnesia afectiva o rara vorágine, sin saber a qué carta quedarse o adónde dirigirse, si al desierto o a los picos del Tíbet, a 40 bajo cero, en busca de ayuda entre tanto tiburón suelto, gurús, falsos hechiceros, chamanes, mentores, guías o maestros como proliferan, quemándose las cejas por salir del atolladero, enfrentándose a tanto descalabro, a las innúmeras incongruencias que se baten en excelsas esferas, o por qué no de novela negra en las calles de Nueva York o en las calles pasionales del crimen, en los arrabales del relato o en las tramas del casco antiguo de la ciudad, más accesibles a la comprensión humana.

Y, llegados a este hilván, se acrecienta la incertidumbre a cerca de si la sacerdotisa bendecirá o no al solitario escritor que se devana los sesos en noches de luna llena o de autos, estando en capilla para la inminente inmolación ante el folio en blanco, a lo mejor sin plan de vuelo ni pistas en lontananza, qué horror de escena, dejado de la mano de Dios, y no teniendo qué echarse a la boca o al cerebro, como no sea pan de palabras o mazapán en las fiestas navideñas, reconstruyendo in extremis alas para volar por las cumbres del texto, y amerizar en mares tranquilos, o no se sabe dónde ni cómo, ebrio o loco de remate, implorando la complicidad de la fría sacerdotisa, anhelando que sea en un atractivo manuscrito, de aventuras y globos de colores, habiendo tomado aliento y cuerpo el cuento y crecido a sus anchas, como las flores del campo o los céfiros marinos.

Allá por la era de la magia en el mundo primitivo, ser sacerdotisa era el sueño de cualquier doncella que se tuviese como tal, y acunase en sus sienes llegar a los más altos peldaños de los designios divinos. Ella había nacido en la orden de sacerdotisas, se había criado allí y debía vivir en cuerpo y alma para la orden, procurando ser un dechado de sacerdotisa. Los padres eran miembros del consejo por imposición de los diablos del averno, que se hospedaban en los alrededores del trono divino. Y empezó a cortejarla un mago recalcitrante, con grandes dosis adivinatorias, que había conseguido burlar los estrictos controles de la divinidad y de los agentes infernales, habiendo ingresado recientemente en el escalafón de la orden.

Todo estaba impregnado de puro hechizo, pero ella se negaba a comulgar con un mundo de magia. Quería vivir libre como el viento, fuera de cualquier presión, que significara una orden o leyes férreas. Para su sorpresa, el pretendiente la abandona al alba, al enterarse de sus planes de fuga, y a renglón seguido los padres la encierran en una celda con dos cancerberos en la puerta, a fin de que jamás se le acerque nadie o pueda escapar.

Pero la sacerdotisa, impaciente, y con el corazón deshilachado, al ver que todos a quienes en su día amó con locura la habían traicionado, realizó un último y desconcertante conjuro, que la transformó de pies a cabeza, encarnándose en todos los seres vivos de la naturaleza. Entonces ella ya no era una persona independiente, única, sino agua, viento, fuego, tierra, espíritu. Podía controlar la vida de cada uno de lo seres, pero a cambio entregó el alma, el corazón, su aliento. Y se condenó a una pobre vida, sin poder saber nada de descendencia, de arte, ni del amor.

Miles de años después, vendrá al mundo un joven, que lo cambiaría todo. Al igual que ella, no quería ser hechicero, su sueño era ser mensajero de primaveras y sorpresas. Y acude a la sacerdotisa, para que le otorgara una vida mejor. Y la sacerdotisa, sin proponérselo, en ese joven se pudo reconocer a sí misma. Y todo lo que anteriormente desechó, volvió de golpe a ella.

La nostalgia, la familia y el amor se adueñaron de ella, al ver al galán de los ojos azules como el agua de los océanos, del mismo material del que estaba hecha. Poco a poco, fue pasando más tiempo en compañía del joven, con objeto de lograrlo tomó el cuerpo de una bella jovencita, y como una tonta enamorada seguía los pasos del joven. Ambos se enamoraron perdidamente, y con el tiempo se descubrió la auténtica realidad.

Como último acto de amor, él renunció a su vida para unirse a ella y estar juntos de verdad. Y como la misteriosa sacerdotisa tenía prohibido amar y amó, besar y besó, abrazar y abrazó, su destino se truncó, al ver morir a su amor de pronto. Dejó de ser una diosa envidiada por todos, y se convirtió en una entelequia, en un vano recuerdo, lo mismo que él. Y cogidos de la mano, los dos enamorados, caminaron juntos hacia otros mundos desconocidos.

Al hilo de la magia de los hechiceros, cabe preguntarse, qué desenlaces le aguardan a la escritura, o atendiendo a qué factores alguien se puede considerar escritor, qué cánones lo dictaminan o qué currículos debe aportar para figurar en el libro de hechiceros de la creatividad, del mundo mágico de las fábulas. Se trata casi de una misión imposible, si se quiere concretar con precisión el escueto cimiento en que se sustenta la mayoría pensante, sobre la cantidad mínima de lectores que debe tener un escritor.

Así habrá quienes apuesten por una cuota exacta, no inferior a quinientos once, que les encandilen los encantos del mismo libro o autor, luchando para elevarlo a los altares de la ficción, y otros, los detractores, partiéndose el pecho por hundir sus naves, dado que hay tantos gustos como colores. Así dice al respecto Larra, “Terrible y triste me parece escribir lo que no ha de ser leído”… en carta a Andrés desde las Batuecas del Pobrecito Hablador.

Por ello, abundando en el rompecabezas libresco, unos propondrán ex cátedra que con cuarenta lectores ya es suficiente, otros, menos exigentes, dirán con quince o con veintidós y medio, y otros puede que se sientan recompensados con menos, así que la pesadumbre mayor recaerá sobre aquellos que escriben y les devore con más saña la avaricia, no dándose por satisfechos con ser ellos mismos los lectores de sus obras, o, todo lo más, un puñado de amigos.

Lo tienen bastante mal tanto unos como otros, en esta panorámica tan versátil de vértices opacos, harto subjetivos y caprichosos. El chileno Nicanor Parra señala, con no poca ironía: “¿Best seller? La KK se come: tanta mosca no puede estar equivocada”.

Por consiguiente, lo mejor será conformarse con lo que la diosa fortuna les depare, y, en todo caso, augurar un ubérrimo futuro, donde ondee en sueños el rótulo de las célebres corridas de toros, hoy, lleno hasta la bandera.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Una polémica abierta












Empezaron a repicar las campanas y había un jolgorio de chiquillos en sus enredos y cabriolas por las esquinas, semejando gorriones saltando de poyo en poyo o de rama en rama entre los árboles y las sombras de la plaza, cerca de una fuente, y en mitad de aquel desorden compacto, con la sesera bien emperejilada, venía el hombre, el de todos los días, al igual que el pescadero, el panadero o el vendedor de chuches (garbanzos tostados, chicles, pirulís, polvorones, peladillas y otras golosinas), y lo zaherían los muchachos sin piedad, con ásperos epítetos y piruetas y lajas, que silbaban por encima de las cabezas de los advenedizos, vociferando sin cesar, a pique de reventar las venas del cuello, el loco, el loco, que viene el loco…, y todos se ponían en derredor, en pie de guerra, protegiéndose detrás del muro de sus caretas, clavando la mirada en los más insignificantes detalles, rasgos del cutis, tics nerviosos, muecas, cómo alzaba los ojos para mirar o los pies al caminar, o cómo se limpiaba las enquistadas legañas o las narices cuando, por culpa de la alergia, estornudaba con gran estruendo.




¡Cuánto le costaba al hombre respirar en esos momentos!, y sin embargo transmitía un aire sereno, siempre en su sitio, pensativo, envuelto en una especie de aureola extraña, entre el furioso oleaje que lo saludaba, permaneciendo en sus cabales, ajeno a las voces y gritos que al unísono entonaba el coro apiñado en la plaza del pueblo; otros, evocando personajes similares de los ancestros, le increpaban por la espalda, Macharaviaya, Macharaviaya, viejo intruso, vete a tu pueblo, que nos das miedo con esas barbas tan grandes, porque no podían realizar sus juegos, y lo reiteraban con sorna, o acaso tocados por cierta tristeza, desparramándose la incontinencia de las gargantas infantiles por el entorno.




A veces, las acometidas subían de tono y las más bruscas, al desequilibrarse con el empuje del brío, rodaban por los lugares más insospechados, yendo río abajo, transportadas al mismo mar, adonde la vida de los ríos y de los mortales acaban, siempre que antes no sean sepultados en el camino por el fango de las aguas, al ser llevados en volandas y atravesarse por entre los enormes palos y patas de alguna acémila, que casualmente vadeara el río grande, el más caudaloso de la cuenca, ya que en ocasiones venía con los bigotes exaltados, formando turbios remolinos en la superficie del agua, bailando dramáticos tangos en los huérfanos inviernos, abiertas las fauces fluviales para devorar carne fresca.




El hombre iba con el flequillo inclinado sobre el ojo izquierdo, hurgando en su sabiduría, en los males del mundo, en las complejidades de las personas, sus raras filias y fobias, los subidones de ánimo, subido en flaco borriquillo, todo esplendoroso, con el sombrero de paja como corona, tan pancho, con el cigarrillo de chasca preso entre las rejas de los labios, fundiéndose en un tierno abrazo con el aliento, en un horizonte oscuro, inundado de negro humo, de manera que no se diferenciaba de las chimeneas de las fábricas, pues el impulso con que lo lanzaba era de tal calibre que el pobre jumento que lo transportaba rezongaba con dificultad, y se las veía y deseaba para sacudírselo con el rabo, en un desconcertante y persistente meneo, descompuesto por la premura de llegar a tierra firme, a su establo.




El loco no apuntaba indicios de fatiga, ni de venganza o impaciencia por las avinagradas diatribas que le disparaban. El jolgorio no decaía ni un instante, tenía fuelle para rato, y seguía incrustado entre la vorágine de las rotas gargantas, contagiando el ambiente, los sufridos olivos, los destartalados almendros y las mortecinas higueras del campo, compartiendo los avatares de la pétrea efigie del loco, configurando todo el marco de su conspicuo y sagaz carácter, que no jadeaba ni exhalaba queja alguna. Era un dechado de locura; ojalá nos contagie, pero no caerá esa breva.




Los días de fiesta el hombre se deshacía en parabienes con los transeúntes ya desde la alborada; las gotas de rocío le abrían el apetito y los sentimientos, las sensaciones más hondas, y era cuando el loco mejor se lo pasaba, con las cachazas que tenía, paseando por su escenario vital, sin prisas, sin mordeduras humanas o de mosquitos impertinentes que le impidiesen ser él mismo, con las viejas abarcas y el sombrerete agujereado, tarareando estribillos de melodías de los años de supuesta cordura, cuando moceaba, en que le gustaba salir de la taberna a mear detrás de la tapia, y los pósters y canciones de Marisol, Brigite Bardotte, Palito Ortega, Rapfael o Frank Sinatra, y rememoraba los ritmos, tales como, “Yo soy aquel que cada noche te persigue, yo soy aquel que por quererte ya no vive, el que te sueña”…o “Tú eres lo más lindo de mi vida, aunque yo no te lo diga, aunque yo no te lo diga, si tú no estás no tengo alegría, tú eres como el sol de la mañana, que entra por mi ventana”…, o “Háblame del mar marinero, háblame, que desde mi ventana el mar no se ve”…, o “Extraños en la noche”..., no desafinando en los compases de la música ni de los chupitos o cubatas que tomaba, desafiando al resto de los cuerdos, enfangados en sus afanes de conquista de locos tesoros, dando muestras de una sensatez exquisita, porque perdía la cabeza por lo sencillo, por lo meritorio, entregándose con todas sus fuerzas, orillando hipocresías, ruindades e injusticias.




Era increíble cómo se zambullía en los vaivenes de la algarabía y la alegría que lo nutría, balanceándose en los columpios de su pensamiento, con el aplomo y el tino de un auténtico malabarista, cual plomada de alta precisión.




No obstante, siempre que cruzaba la plaza o las callejas colindantes, se oía el tierno eco del griterío desgranándose en el aire, mezclándose con el polen de las flores de las macetas que chillaban a su manera, placenteramente, colgadas de las ventanas o en los portales y patios de las casas, y era un eco reiterativo, cansino, como el de todos los días, el loco, el loco, que viene el loco…




Había sin duda una polémica abierta en torno a la persona y al comportamiento, ya que los destellos de ciencia oculta en su cerebro mostraban bien a las claras que su locura engendraba la ciencia infusa, las creaciones más genuinas, los pasos más firmes y sugerentes, en medio de la anodina y adocenada melancolía reinante, destilando en sus actuaciones y silencios la encarnación de las esencias más nítidas y florecientes que imaginarse pueda.




Y nientras tanto, tú como yo, en manos de un barbero cualquiera, un verdadero loco, que cobra caro, con la crisis que crepita, estando uno expuesto a que de un viaje se lleve por delante el gaznate o la testuz, cobrando, el muy loco por el dinero, un pastón.




A buen seguro que el pelado no iba a salirle a uno barato, una ganga de las rebajas de enero, sino todo lo contrario, iba a ser la ejecución más tonta que hayan visto los siglos a manos de alguien que se hacía pasar por un loco de remate, dándoselas de listillo de barrio, estafando miserablemente al personal.







jueves, 8 de diciembre de 2011

La soledad del dragón



Según reza en el legajo hallado en las ruinas de un vetusto convento, el dragón es un animal fabuloso, producto del miedo imaginario de los antiguos, representado como un extraño reptil de cola de serpiente, garras de león y alas de águila, exhalando un olor pestilente.


Es el símbolo de la animalidad, enemigo primordial del género humano, un genio maligno, que se encuentra en los pueblos de Oriente y Occidente. En las representaciones plásticas, quienes evocan la espiritualidad o el bien, aparecen en encarnizada lucha contra el dragón; así, Cadmo, Apolo y Perseo, en la mitología griega; Sigfrido, en la nórdica; San Jorge y San Miguel Arcángel, en la cristiana.


Los dragones esculpidos en los monumentos bizantinos encarnan las calamidades públicas, tales como el hambre y la peste. Otros opinan que el dragón es portador de determinados obstáculos en la vida, dificultando el descubrimiento de las maravillas del inconsciente a causa de los lazos tan estrechos que nos atan a lo consciente.


El nombre deriva del griego derkein, que significa ver, y por su fuerza, agilidad y vista extraordinaria es considerado como el guardián vigilante por antonomasia; así, la diosa Juno encargó a un dragón la custodia de las manzanas de oro en el jardín de las Hespérides.


El arte chino y japonés ha generado múltiples dragones, que son verdaderas maravillas de composición y ejecución.


Desde el Renacimiento se le representa, pictórica o escultóricamente, como símbolo del diablo. En heráldica se le pinta con alas de murciélago, y figura en el escudo, el yelmo o el casco.


No obstante, después de tan dilatado y proceloso currículo, no puede uno por menos que preguntarse, qué culpa tiene el sufrido animal de todo cuanto se ha urdido a sus espaldas, en ese patio de monipodio, sin enterarse de la negra leyenda, y todo por un afán recaudatorio o legendario de la estirpe humana, anhelando figurar en los frontispicios y anales de la historia como mentores de nuevas razas o de los seres más misteriosos, y quizá lo explique claramente el hecho de que como no tenían otra cosa más interesante en que entretenerse en las cavernas, se dedicaron a idear y pintar monstruos u otros inocentes seres, y, después de siglos de vagancia y pertinaz contumacia, se han atribuido unos poderes que no les corresponden, hilvanando miles de historias y batallitas sobre el dragón sin venir a cuento, dándole bofetadas hasta en el cielo de la boca, erigiendo envenenados monumentos a su costa, echándole en cara todos los desconchones y catástrofes del globo terráqueo, filmando series vergonzosas de televisión, con anacrónico e irrisorio tramado, que clama al cielo y al suelo que pisan los dragones, al atisbarse la indignidad de los ilustres arúspices que lo alientan, que no benefician en nada a estas indefensas criaturas, tan dóciles y benignas, ansiosas de paz, que desean arribar a tierra firme, a su refugio, sin meterse con nadie, con su peculiar y genuina estampa.


Al dragón, en su fuero interno, le encantaría llevar una vida corriente, sencilla, sin sobresaltos, tomando unas copitas con los amigos, entre bromas, chistes y chascarrillos, o pasear por las callejuelas del casco antiguo de la ciudad, o viajar por los sitios más sugestivos del planeta, solo o en pareja, en cualquier época del año, si los ahorrillos así se lo permitiesen, pero mira por donde no lo dejan en paz, lo traían a mal traer, arrancándole los ojos del alma, el fuego de su inteligencia, las crestas que le nacieron al venir al mundo, despellejándolo, escribiendo en la mentes de las personas auténticas barbaridades, manchando su hoja de servicios con infamias, atrocidades y ultrajes, siendo a la postre el pararrayos de todos los desaguisados que se cuecen encima y debajo del firmamento como, desprendimientos o choques de cometas, asteroides, meteoritos, o el promotor de los puntos negros, los tsunamis, los tornados, e incluso de las tormentas que brotan en la convivencia humana, y el pobre dragón se ha arrugado, viéndose en la necesidad comulgar con terribles ruedas de molino, no pudiendo resollar incrustado en el iglú, sin lanzar cantos o chinas con la onda, siniestras miradas o escupitajos contra los maltratadores, y se encierra en su soledad, en la lobreguez del instinto, viéndose obligado a mudar la costumbre, el hábitat, haciendo las maletas cada dos por tres, en invierno o verano, haciéndose pasar por un extraterrestre o un perro vagabundo, callejeando sin cesar por nocturnas plazas o espeso bosque a las claras del día.


Después de muchas cavilaciones, se ha refugiado en su casa, su dulce hogar, no queriendo intervenir en los foros que proliferan por la red, ni en los mass media, porque le tiembla el espíritu y tienden trampas por doquier, y desconfía de los gerifaltes que maquillan la escena, y ha llegado a la conclusión de que el tiempo es oro, y no está dispuesto a perder ni una brizna de su existencia en fútiles garrucheos o necias mezquindades, que a nada conducen, absteniéndose de concurrir a los distintos foros, poniendo los puntos sobre las íes, aunque tenga toda la razón del mundo, y esté dotado de poderes sobrenaturales, como atestiguan las dinastías chinas, –de ahí viene la envidia encarnizada que despierta- para hacer eso y mucho más, pero como es una criatura paciente, comprensiva y sensata, no quiere entregarse o rebajarse a esos tejemanejes, que tanto venden en la sociedad actual, y pasa de todo, como un hippie cualquiera, porque viene ya de vuelta, y entiende que sus profanadores no están capacitados para aprehender sus argumentos, ni asumir el papel que les incumbe en este mundo, convencido de que es precisamente lo contrario de lo que se le acusa.


Por otro lado, no quiere tocar las manzana de la discordia ni las de oro, al no admitir que se parezca lo más mínimo a una serpiente, a un gigantesco cocodrilo o un verde lagarto, y menos a un murciélago, ni haber pasado tan siquiera por su imaginación en ningún momento; es más, cuando los servidores del bosque le pasan las minutas de los trabajos, los menús de los empleados, los honorarios, las facturas de la compra en el corte chino, o las referencias de los habitantes del planeta Tierra se monda de risa, al comprobar la poca valía que exhiben los mortales, sobre todo en alegaciones y argumentos ad hominem para destronarlo de su pedestal, para cargárselo en una palabra, y otras veces, se hincha de llorar por el continuo descalabro en que se encuentran sumidos los terrícolas, enredados como están en un río de veleidades, insultos y bofetadas, cebándose con él, tildándolo de malvado, traidor y mullidor de infernales trapisondas, manchando su impecable historial, habiendo mantenido siempre el tipo y el coraje, con las manos limpias en todo momento, quedando indemnes su prestigio, sus andares por los lugares más comprometidos del Olimpo, del Tibet o del Parnaso, o los palacios de oriente o por las duras rocas de la misma Petra, respetando a vikingos, mongoles, chinos o japoneses, a pesar de la incesante tortura a que lo han sometido en interminables exposiciones, teatrillos y desfiles, llegando a mofarse en sus barbas de los gustos y costumbres, aunque a veces reconoce in péctore sentirse reconfortado y feliz siendo transportado en andas, a hombros o en carrozas por los bulevares y plazas orientales, vomitando fuego por los ojos y la boca de modo infernal, dado que él lo asume plenamente como un juego, sintiéndose autocomplaciente en tales circunstancias.


Por encima de todo es una criatura encantadora, agradecida, y se la cae la baba a la menor carantoña, y a renglón seguido, utilizando todos los medios a su alcance, se lo hace saber a toda su corte del bosque, donde ahora vive, soltando un grito estilo tarzán, que la gente no percibe, pero que retumba en la espesura de los bosques como una bomba, sintiéndose liberado de las ásperas cargas.


En el fondo es una persona de buen corazón, sensible, respetuosa, amiga de sus amigos, y no quiere armarla, pasando por alto tanta humillación, y pasar por este mundo sin ser notado, aunque nadie apueste un centavo por él, tanto es así, que hay momentos en que le dan ganas de disfrazarse de mendigo, o ladrón de estrellas o payaso de circo, recorriendo plazas y palacios, o apontocarse en la puerta de una iglesia con objeto de recabar unas migajas de cariño, con idea de que la honda pena mengüe, y de ese modo cicratizar las heridas que le embargan.


Y a todo esto, no quiere ni pensar en cuando llegue el día en que tenga que contárselo a los descendientes, a sobrinos, nietos, biznietos, taratanietos y requetetaratanietos, pues vaya usted a saber lo que dirán, al escuchar las monstruosidades que propalan a los cuatro vientos los desaprensivos de su mítico requetetaratabuelo, el famoso dragón, que antaño se paseaba ufano, pletórico de facultades por las tórridas estepas y montañas rocosas, cubiertas de blancas toneladas de nieve allá por aquellas prehistóricas épocas.


Ahora prefiere permanecer enclaustrado en su casa, la casita mía, como le gusta denominarla, pronunciándolo con peculiar acento, entre chino, mongol y japonés, en el idioma de las deidades ancestrales del bosque umbrío, entre el susurro de abejas y el aullido del lobo, recalcando el trabajo que le ha costado aclimatarse a esa vida terrenal, renunciando a otras prebendas y a los banquetes de los dioses en celestiales bacanales y opíparas orgías.


El otro día le telefoneé a altas horas de la madrugada, y me atendió con suma delicadeza, ofreciéndose para lo que fuese menester, preocupándose de los más nimios detalles, si me encontraba económicamente colgado por alguna compra o mordida de última hora, coche, cortijo o isla desierta, porque puestos a pedir no hay quien nos gane, ya que para él todo vale lo mismo, y con los ojos draconianos que tiene entreve a mil leguas lo que el ojo humano no ve, de forma que apabulla al personal, descifrando los intrincados pensamientos que bullen en los desvencijados cerebros.


Por lo tanto se puede afirmar que los dragones son los auténticos guías y guardianes de los elementos primordiales de la existencia, Tierra, aire, Agua, Fuego y el Espíritu.

   
















sábado, 3 de diciembre de 2011

Vivir es un asunto urgente






Como habían llegado a la conclusión de que vivir era un asunto urgente, sin más dilaciones ni suspicacias se pusieron manos a la obra.
Empezaron por los faunos, las ninfas, los centauros y el Minotauro, acaso atraídos por los vívidos bocetos de Picasso en sus torrenciales años de creatividad y alegría de vivir, en que la sexualidad explotaba en los lienzos, los desbordaba, viviendo para el placer, tanto estético como sensual, desmontando miembros entremezclados, genitales, hímenes, y desmenuzando las raíces, los misterios que encierran estos seres, descifrando la genealogía. Así, catalogaron al Minotauro como el toro de Minos, el rey semilegendario de Cnossos, un auténtico monstruo nacido de los amores del toro con Pasifae, la mujer de Minos. Mitad toro y mitad hombre, que se alimentaba de carne humana, y residía en el laberinto de Creta, hasta que acabó con su vida Teseo. El Minotauro supone, simbólicamente, el predominio de lo animal sobre lo espiritual en el hombre.
La concepción griega del toro humano antropófago, según algún crítico, preside una teoría: la de la enemiga entre toro y hombre, generadora del espectáculo taurino, en el que el hombre burla y castiga al toro como un desquite por su antropofagia. Esto sería la interpretación mediterránea del mito, que algunos artistas han plasmado con caprichoso concepto, como Picasso en sus dibujos, El Minotauro en familia, o El Minotauro musa de casa; curiosa interpretación familiar y casera del mito.
Ningún artista plástico ha convertido en símbolo tan recurrente la iconografía del minotauro como Pablo Picasso. Este animal híbrido aparece en muchos de sus trabajos, especialmente en los que corresponden a la década de los 30.
De esta manera, el minotauro se convertiría en una especie de “alter ego” del artista, por medio del cual éste retrata los avatares de su vida íntima. Cabe destacar que la identificación del pintor con figuras de sus lienzos es común: en su “época rosa” proyectaba sus experiencias en el personaje del “arlequín”, mientras que en los años 50 se identifica con el protagonista de la serie de El pintor y la modelo.
Según otras fuentes, es una personificación solar, a la vez que una de las antiguas leyendas sobre el primitivo culto al toro.
De todos es sabido que la fiesta de la muerte del toro viene a corroborar, en parte, estas hipótesis, que estriba en la artística mofa del animal con temerarios pases de pecho, desplantes y enfervorizados olés en un clamoroso flamear de pañuelos, concluyendo con su derrota –la tragedia sería a la inversa-, cayendo en redondo en la arena ante la mayestática imagen del maestro entre una lluvia de aplausos, flores y trofeos.
No cabe duda de que en el devenir de los días andamos perdidos, nos sentimos movidos por otras mordidas, por otras cornadas, ajenos a lo que en realidad reina en la grandeza humana y en las memorables páginas de la vida; ya que si se atisbasen meridianamente los fogonazos, a buen seguro que no figurarían en el altar del olvido, en la soledad de los cementerios, sin afecto, sin primavera, algo impropio de personas ansiosas por desentrañar las singulares remembranzas y efluvios más plausibles del cosmos.
Las mentes se adocenan, instalándose en unos parámetros a ras de tierra, sin prometedores empresas y sugestivos arco iris, como no sean los de su propia denigración por el prurito de que lo han engullido en algún foro, y se dejan llevar por los suspiros de reptiles que se arrastran por lodazales y escombreras, luciendo los brillos de los detritus, encorsetados a veces en voluptuosos labios de un perfil estirado o de blanqueados famosillos de poco pelo, que suben y bajan como un tío vivo, que aparecen y desaparecen por las aguas de la pantalla, embaucando a la inexperta clientela con la pérfida estela que destilan en francachelas o rancias y nocturnas norias u oscuras parrillas, unas veces eructando con la boca llena de monsergas, otras, comiendo pizza o la manzana de la discordia, tergiversando los ecos mundanos, las prontas lecturas, los viles devaneos de auténticos comparsas, que, como buenos amigos, incomprensiblemente se arañan, besan o desean la destrucción o la muerte de manera zafia, sin hilvanes que vengan a cuento, impregnándose las paredes y las miradas, el cielo y el suelo de mugre, de trocitos de mordida envenenada, o de lo que escurre de las comisuras de los labios, acumulando gavillas de desaires, cobardías y desechos, desembocando en el sencillo público, un auditorio propicio que traga a manos llenas, distraído, surgiendo posteriormente la brutal algarabía, el sublime estruendo, disfrutando a la postre del rico maná, con el que se sustenta el espíritu, y monta endiablados saraos, espectáculos florales o veladas, aunque vaya el buque a la deriva o cargado de vanas promesas, donde no baila la beldad ni la bondad, ni se come el pan tierno de toda la vida, o el candoroso cordero, ni se levanta la copa de oro de la utopía, que enciende la lámpara de los siglos de las luces, de los grandes despertares, de filósofos e ilustres pensadores que en la tierra han sido, como los enciclopedistas y filósofos franceses, Diderot, D´Alemberg, Voltaire o Montesquieu, o el infatigable Cicerón, con la famosa Catilinaria “ Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra” (Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia), o los ínclitos helenos, Parménides, Aristóteles, Sócrates o Euclides, y un interminable retablo de lumínicos faros que duermen el sueño de los justos.
Las loas parece que muchas veces son caprichosas, van al son del viento, al norte, al sur o al sol que más calienta, ya que los elogios pueden multiplicarse subjetivamente hasta el infinito, y de esa forma, la ceguera, la necedad, la pedantería, la pereza, el placer, la ebriedad, la contumacia, la intemperancia, la solidaridad, la locura, el altruismo, las crisis, los amores, puede que paradójicamente coadyuven a caminar, aportando cada uno su granito de arena, cada uno a su aire, después de muchos tiras y aflojas, y todo ello, tal vez, nos conduzca a los parajes más límpidos y transparentes de la consciencia humana, porque quién no pone en duda, a bote pronto, que dar la vida por alguien o quitarse el bocado de la boca para dárselo a otro no es de locos, o desprenderse de un órgano para salvar a un semejante o arrojarse a la mar bravía entre tanto tiburón para rescatar a un náufrago no es pura vesania.
Por ende la locura en el fondo amamanta las motivaciones de las criaturas, es la madre que nos protege sin percatarnos de ello, que ayuda a vivir de una forma más urgente, descubriendo exuberantes y ubérrimos frutos, que después la humanidad sabrá agradecer trasmitiéndolos sin recato de padres a hijos, y de ese modo se incrementarán las ansias de luchar por la vida y la concordia, y se saciará la sed de justicia de los pueblos, que piden con desespero sustento, ayuda, soplos de consuelo y agua para regar el estío interior.
Por lo tanto, no hay que titubear más, vive, y piensa, que es gratis, y se abrirán las ventanas por donde entren los rayos de esperanza, del buen obrar, penetrando en la oscuridad de las tinieblas, en los cerebros atiborrados de pútrida mescolanza, que pulula por los muladares más sofisticados, donde apenas luce el sol ni compensa estacionarse ni un instante. Por ello, es preferible pensar, pensar en libertad en mitad de los altozanos, en los valles, o donde a cada cual le plazca, reencontrándose en la soledad consigo mismo, discerniendo lo abstruso de las esencias, de las certezas contrastadas, que nos legaron los numerosos sabios que por el mundo han transitado.
En cuanto al logro de la longevidad, en la pugna por un vivir urgente, se perfilan como algo aleccionador ciertas pautas de conducta, que a buen seguro ayudarán a tal fin, como son, darle sin miedo al zapato, tener mucho trato y retirarse a tiempo del plato. El hecho de poner en práctica estos axiomas abrirán las puertas al funcionamiento de la maquinaria humana, vísceras, pulmones, cerebelo, páncreas, corazón, impulsando el acoplamiento de los motores y el engrase interno, resultando la vida más tierna y llevadera, discurriendo por unos vericuetos lúcidos, limpios de ripios, de virutas, apareciendo enjutas las travesías, al ser empapado el sudor de la pena, y de esa guisa se permitirá el libre intercambio de transeúntes, viajeros, peregrinos, que acaso sea lo que verdaderamente enriquezca la música de nuestros violines, de nuestras visiones de ensueño, de cálidas alboradas o románticos atardeceres en marítimos acantilados o en playas de cálida arena, siendo acariciados por los besos de las olas, que van y vienen en un acto humanitario, de perro fiel, que obedece las delectaciones del dueño.
Otras veces, tal vez suspiremos por el libre albedrío, tumbados al sol, ensimismados en insondables elucubraciones, rompiendo moldes o los fríos hielos de invierno, o sacudiéndonos el intruso que se ha enquistado en nuestro hábitat, emponzoñándonos la existencia con disparatadas musarañas, cayendo en lo contrario de lo que a toda costa se quiere evitar.
Ahora que las crujientes castañas se ofrecen como alternativa al rutinario silencio de las tardes deshojadas, sombrías de otoño, surge la oportunidad de degustar los nuevos placeres, el Carpe diem, las envidiables y secretas sorpresas que se esconden tras los musgos, el murmullo y las amapolas de los muros, o merodean por lugares solitarios, y luego se expenden por rincones, calles y plazas, en risueños tenderetes, por un módico precio de empatía y autoestima, siendo preciso armarse de valor y abrir los ojos del alma, de la comunicación, de los pesares y pensares del precario monedero y comulgar fugazmente con ellos, en un acto de buena voluntad, de hermanamiento con la madre naturaleza, echando las campanas al vuelo y a la basura los sinsabores, y navegar por el cauce de una savia renovada, de un exultante vivir, paladeando salsa y merengue cubano, pimientos del piquillo o rabos de lagartija, soltándose el pelo, cantando bajo la lluvia, mojándose el culo, investidos de viva sensatez, de las sustancias que nutren el área de descanso de la mente, cimentándonos en la firme confianza de nosotros mismos.
Sólo resta informar a la tripulación y a los pasajeros del vuelo 1980 de Etihad a las 17´30 rumbo a Dubai, a cerca de los consejos del proverbio latino, Primum vivere, deinde philosophari (Primero vivir, luego filosofar).