sábado, 30 de octubre de 2021

Añoranzas

Añoraba en su fuero interno los crepúsculos de la infancia y cerros que enarbolaban su mente bajo un cielo azul, iluminando su aureola infantil. Las amarillas y celestes mariposas volaban sonrientes ofreciendo sensuales danzas en el teatro de la naturaleza ejecutando inverosímiles cabriolas. Evocaba el florecer de los almendros que con joviales pinceles decoraban el horizonte, y el chisporroteo de golondrinas barruntando la primavera. Los almendros reverdecidos solícitos alargaban los brazos y ramas cuidando sus pasos, las jóvenes miradas, amasando sueños y vigorosos aires vitales. Eran eternos instantes, primaveras inmortales, apenas si se movían las manecillas del reloj, momentos perennes, incólumes, que se cernían sobre sus cabezas en invierno y verano. Añoranzas del ingenuo juego del escondite, donde dormía el tesoro de la felicidad, los traviesos baños en las pozas del río, las correrías escalando balates por los bancales, la cosecha de ancas de rana, la cacería de cigarrones, los nidos en los árboles, la trilla en las eras, los higos chumbos, los perdigones por las lomas, las cerezas, las almecinas en las copas subiendo como trapecistas de circo a lo alto del árbol. Y salía todo a pedir de boca, todo a las cinco de la tarde o a cualquier otra hora, sin problemas de hora, siempre carnaval en los labios de sus pupilas; bullicio, expansión a tope por las cuestas de la vida, de Panata y de los corazones humanos. Con sus ambientales esencias de infancia cultivaban los terrenos del alma, los pensares, las utopías, y llenaban las alforjas de la mula de frutos del campo, yendo y viniendo por regatos, alcores, valles o altozanos deteniéndose a descansar en las oquedades o cavernas prehistóricas. En la infancia todo lo cubría el esplendor en la hierba, la primavera. No había una cañada, un secano de higueras, de sarmientos u olivo por donde no se oyese un grillo o el goteo de una fuentecilla o manantial donde llenar el abrevadero o cantimplora, y limpiarse las legañas o las raras maquinaciones en horas desquiciadas. En los truenos y relámpagos de antaño brillaba una ciega esperanza, el atisbo de un beso, un te quiero a fondo perdido, sin echarle cuentas a los intereses bancarios. La pulcritud de los corazones de aquellos otoños se tejía de corazón, vislumbrándose su fulgor tras los cristales de su cara. La ropa, la pena, y si perdidos al río, todo se recomponía allí, lavando y frotando en la corriente con mucho sudor, jabón lagarto y algún suspiro. Las retahílas de asnos, cual vellocino de oro, llevaban en sus lomos divertimento y sustento con la ilusión y el contento de los chiquillos asaltando al rebaño de jumentos en pleno acarreo de caña de azúcar a la fábrica de turno, endulzando la industria del vivir.