martes, 25 de agosto de 2009

Blanco




Blanca la bruma
Que inunda la playa,
Con la blanca arena
Bañada por la espuma
Blanca de las olas,
Y el blanco de su cuello
Descabalgando los radiantes
Rayos del amanecer.
Subió a lo alto de la colina
Pisando el blanco polvo
Del camino, y llegó a la cumbre,
Palpándola con la blancura
De sus manos y la lengua fuera.
Una blanca paloma
Saltó aterida por entre las matas
De la montaña nevada,
Y el negro se impuso al blanco
Al anochecer,
Recibiendo la tierra mil
Bendiciones al arribar
La encendida alborada.

domingo, 23 de agosto de 2009

Esencias



Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado.
Ponte la flor. Espérame, que vamos juntos de viaje.
Tú tenías grandes pies. ¡Qué tristeza en el aire!
¿Quién se mordía la cola? ¿Quién cantaba ese aire?
Tú tenías grandes pies, mi amiga en seco parada.
Una gran luz te brotaba. De los pies, en concreto, te brotaba,
Y sin que nadie lo supiera te fue sorbiendo la nada.
Un gran ruido se sentía en tu cuarto. ¿A Flori qué le pasa?
Nada, que sus grandes pies ocupan todo el espacio.
Sí, tú tenías la imponderable amargura de un zapato.
Ibas y venías entre dos calientes planchas:
Flori, mucho cuidado, que tus pies son muy grandes,
y la peletería te contrata para exhibir sus hormas gigantes.
Flori, cuántas veces recorrías el barrio
Pidiendo un poco de aceite y el brillo de la luna te encantaba.
De pronto subían tus dos monstruos a la cama,
Tus monstruos horrorizados por una cucaracha.
Flori, tus medias rojas cuelgan como lenguas de ahorcados.
¿En qué pies poner estas huérfanas? ¿Adónde tus últimos zapatos?
Oye, Flori: tus pies no caben en el río que te ha de conducir a la nada,
Al país en que no hay grandes pies ni pequeñas manos ni ahorcados.
Tú querías que tocaran el tambor para que las aves bajaran,
Las aves cantando entre tus dedos mientras el tambor repicaba.
Un aire feroz ondulando por la rigidez de tus plantas,
Todo eso que tú pensabas cuando la plancha te doblegaba.
Flori, te voy a acompañar hasta tu último amor.

Las flores

Los síntomas no apuntaban a que le fascinasen los temas románticos, torreones medievales, esqueletos estrangulados, edificios en ruinas o cementerios pintorescos ornados con flores casi como un jardín de un chalet en la Costa Azul o en las Costa Blanca. Nadie podía vislumbrar desde esa atalaya el veredicto final o explicar a las futuras generaciones ni por asomo un futuro tan misterioso.
Resulta complejo desvelar el hecho de que en la madurez se convirtiera en un enamorado de la flora, acaso por coincidir con la diosa itálica de la vegetación que presidía la eclosión de las flores en primavera, aunque en la infancia mostrase predilección por la fauna, bichitos enrabietados e insectos enclenques realizando instantáneos trasplantes en sus partes más sobresalientes.
En los años de estudio académico en los distintos centros por los que pasó ya se había topado César en los diferentes estadíos por donde discurrió con obras literarias de todo tipo, porque así lo requerían los programas del grado o máster que llevase a cabo, Cementerio marino, Las flores del mal, El monte de las ánimas o la poética del rebelde Espronceda cuando dice, “Me agrada un cementerio/ de muertos bien relleno/, manando sangre y cieno/ que impida el respirar/, y allí un sepulturero/ de tétrica mirada/ con mano despiadada/ los cráneos machacar”…, y un largo etcétera de mamotretos que permanecían apilados en las estancias o colocados en las respectivas estanterías o en librerías de ocasión para los amigos del libro antiguo, coleccionistas empedernidos creando su propio dormitorio o cementerio de libros acompañados de búcaros de flores, en ocasiones entre sus páginas, a lo mejor flores del bien antes que del mal, porque a ver quién tiene la certeza de ello para poder afirmar públicamente que las flores son malas en alguna estación de la vida.
En principio se puede arrancar de la frase que ya ha hecho su agosto, adueñándose de la psicología humana, y que hace furor entre la multitud, “dígaselo con flores”, y la costumbre se ha extendido como el fuego por todo el orbe, y así las circunstancias o compromisos o eventos se solventan con flores, pues no cabe la menor duda de que perfuman la vida, encienden los corazones y encierran poderes mágicos, pudiendo brotar la semilla en los sitios más intrincados e inverosímiles como las cristalinas aguas de los veneros en los picos de las sierras.
Ya las cultivaron los poetas románticos y fueron parte de su alimento, obligando a trabajar al cerebro y la pluma a toda pastilla atrapando sus esencias y aromas de forma asombrosa.
Todavía debe de andar revoloteando por el baúl de los recuerdos estudiantiles de César algunos versos de las Flores del mal, como La muerte de los amantes, “Tendremos un lecho de suaves olores/, divanes profundos como sepulturas/, y en tallos y búcaros nos darán las flores/ aromas extraños bajo albas más puras”.
En las mañanas de euforia César entonaba cancioncillas pegadizas de las últimas décadas, que se hacen famosas entre la gente como las ya conocidas como triunfadoras, con el insigne epígrafe de canción del verano, que al entonarla hacía más radiante y fresca la alborada, “Manda rosas a Sandra que se va de la ciudad, manda rosas a Sandra y tal vez se quedará. A su lado yo viví y jamás fui tan feliz, pero un día me dejó…”. El estribillo lo tenía grabado en la memoria desde los años mozos, y nunca pensó que un buen día le transmitiese un algo especial más allá del tarareo rutinario, o le fuese a calar tan hondo a través de las vicisitudes de la existencia o los puntuales cambios de luna.
No podía elucubrar que en los avatares del camino, sin comerlo ni beberlo, el sino, como un raro vientecillo que caprichoso retornara a los orígenes rebotando en el frontón del tiempo, y a él le fuese a ocurrir algo semejante transportándolo a unos parajes tan esquivos y olvidadizos como los que le había tocado hurgar.
Su pareja se fue un día aciago y se quedaron los pájaros cantando, como la canción de Sandra, cuando menos se lo esperaba, y según van cayendo las hojas del calendario llegaron las nuevas golondrinas, pero ella no regresaba, pues se hospedó en el dormitorio eterno, el cementerio más cercano, quedando en plena soledad.
Su amor voló con todos los requisitos y los pertrechos necesarios para un viaje sin retorno. Se instaló durmiendo con todos los sueños y las más variadas fantasías, y César para mantenerla viva y revivir cada mañana sus períodos de felicidad quiso recuperarla en buena armonía, y pensó que lo mejor sería expresarlo y evocarla con flores.
Las flores, como cualquier criaturita, se deprimen, exhibiendo la ternura de que están hechas y con el transcurrir del tiempo, quizá con más contundencia que los humanos, se marchitan, como le sucede a la rosa, que al poco de ser cortada perece, flor de un día, y no digamos si en el hábitat les falta mimo o agua como cualquier ser vivo, entonces es más complicado que perdure.
A veces las labores cotidianas se agolpan en el cerebro y acaban anulando los distintos roles pendientes de ejecutar, y sin pretenderlo se acumulan los descuidos jugando una mala pasada, menos mal que en determinadas turbulencias del viaje aparece un ángel, una mano caritativa que anima y arrima el hombro, casi un prodigio, acudiendo en auxilio del necesitado, y riega las mustias carencias al sentirse impelida por la proximidad del habitáculo, y los ojos comprensivos y la caridad cristiana hacen el resto, empezando a resucitar las maltrechas flores plantadas por la mano del amado con esmero y a ser regadas con tanto cuido que brotan con una fuerza inusitada, hasta el punto de contagiarse las almas, convirtiéndose casi en almas gemelas, emitiendo un ardiente chisporroteo entre las flores.
En los últimos días de estío, cuando las jornadas aprietan con saña, sucediéndose pegajosas y lentas y crecen las picaduras de mosquitos y moscardas, haciéndose notar con mayor ruido en el silencio de la soledad, entre el crujir de las hojas secas y las ausencias afectivas, todo ello va generando un viscoso flujo que al fin fluye con insólitos tintes,
-Oye, ¡tengo un regomello cuando la veo! ¿Sabes que con esa muchacha estoy en deuda?
-¿Con quién?
-Con aquella que está sentada en esa mesa de atrás.
-¿y eso?
-Sí, tío, porque cuando atiende a sus flores en el camposanto le pone agua a las otras.
-Pues que se las ponga, joven.
< -Bueno, son actos que te tocan la fibra… y no sé cómo agradecérselo.
-Tranquilo, joven, no seas tan romántico, pero eso se puede zanjar con un ramo de flores, un apretón de manos o un fuerte abrazo.
-Uf, uf…esta maldita mosca, con las calores, no me deja en paz.
-Qué remedio te queda, tío, dale un manotazo y sanseacabó. No obstante es de bien nacido ser agradecido.

La vida sigue. El resquemor de la fiebre humana se dilata y crecen las ampollas de la sensibilidad y la pasión. El tiempo todo lo cura, las heridas y orfandades o las reabre, pero cuando una puerta se cierra incluso in aeternum, otra se abre al instante; si bien no está probado que en todos los episodios acontezcan idénticos desenlaces.
El caso es que las florecillas del camposanto sonrieron, echaron raíces, tallo y al final del proceso, con las aguas de abril y un poco de suerte, han dado su fruto: el alumbramiento de un nuevo amor.
Es evidente que siempre las malas compañías no fueron malas, aunque hablando en plata, lo suyo hubiese sido un nuevo diagnóstico de la situación, o no.

domingo, 16 de agosto de 2009

Sensaciones





Qué sientes en las entrañas,
Tal vez el silencio de los campos,
El crujir del viento en la alborada,
Las veladas tiernas del cariño que anima,
O acaso la casa echando fuego por los ojos
Sin rumbo en el horizonte,
Cascadas de sensuales gorjeos y no saborearlos
En la alcoba sosegada.
O la pradera verde y llena de remansos de agua brava,
O las dulces pinceladas de fresa pidiendo ser devoradas
Por unos dientecillos melosos apelmazados
En el blanco del corazón solitario.
Si abres la ventana saltarán volando los asfixiados arrebatos
Y aplaudirán a cuatro carrillos bailando en las mejillas
Regadas con gotas de rocío destilado de las pupilas de
Tu incienso celeste.
Cuando llega la noche se cubre el cielo de buitres
Y saltamontes mezquinos atrincherados en motoncitos
En la alevosa oscuridad
Y suspira por un ansiado amanecer, refulgente y hermoso;
Tu caracola con la mía dentro de la bola
De cristal en donde se lee,
Sí, voluptuosamente -volo-
Quiero la voz de las alturas, lo angelical de acá abajo;
Añoro tu sombra ardiente y muero envuelto
En la plenitud de tu encendida luna,
En las explosivas filias -Ars amandi ovidiano-
De tu ternura.

sábado, 15 de agosto de 2009

El marca páginas



Estaba leyendo la carta de Laura cuando se le vino el alma a los pies al leer, “ya no te quiero, hemos terminado”, y le insinuaba que se buscara a otra pues no tenían nada en común, y proseguía, “ya llevamos demasiado tiempo para conocernos y no coincidimos en lo fundamental, por lo tanto lo mejor es cortar por lo sano antes de que sea tarde”, y con esa decisión a buen seguro que evitarían muchos sufrimientos a gente inocente, que los futuros retoños no tuviesen que pagar por algo que no tenían culpa, y no crear a conciencia una familia desgraciada, sin una luz que les guíe por la vida; por consiguiente consideraba que lo más aconsejable era arrojar la toalla echando cada uno por su lado y suspender las relaciones.
Tales reflexiones le nublaron el pensamiento, careciendo del suficiente arrojo para seguir leyendo.
El marca páginas, que mostraba el dibujo de unos novios felices y contentos, lo sostenía en la mano izquierda pesándole como el plomo mientras leía la contrariada y pesada carta. Y sin querer extrapolarlo, sopesaba el contenido tan distinto de ambos mensajes. La imagen del marca páginas le infundía tal satisfacción y sosiego que temía que se difuminase si rozaba la carta y se contagiase de ella; resultaba que sin proponérselo estaba reviviendo los oscuros subterfugios o los enigmáticos laberintos que había vivido y respirado en las aristas de sus dilatadas lecturas por múltiples terrazas o al abrigo de una sombrilla en la playa, donde pululaban las aventuras más rocambolescas contadas por los narradores en los bosques de sus libros, abandonos, asesinatos, incompatibilidades, engaños, desgracias incomprensibles. Esta trama le entusiasmaba y entretenía sobremanera en los libros que leía, pero nunca imaginó que se hallaría metido de pies y manos en tantos charcos ejecutando la propia tramoya, y que su vida se vendiera a tan bajo precio, viéndose envuelto en dimes y diretes, en idénticos o similares episodios que los antihéroes o los héroes de la novelística de todos los tiempos, pues lo encontraba como algo nauseabundo y sangrante abominándolo de cabo a rabo.
Sin embargo hay que reseñar que todas las historias no terminaban lo mismo, pero no recordaba casi nunca las que acababan bien.
El marca páginas tenía su pequeña gran historia, dado que era el que utilizaba en la lectura de las obras por él seleccionadas, donde se paseaban por sus escenarios de terror o bosques encantados los personajes más célebres por sus grandeza de espíritu o la mayor de las miserias, por sus aficiones exquisitas o las bajezas más viles en su devenir por el mundo creativo.
Por eso procuraba guardar las distancias, ya que le hubiese encantado que al abrir la carta colgase en el interior una cinta de oro adherida en medio bordada por ella como la que llevan los libros de lujosa encuadernación, que está sujeta en la parte superior, y permite marcar la página donde se interrumpe la lectura para retomarla más tarde con facilidad, y ello hubiera sido una de sus grandes conquistas pese a la brevedad de la misiva, y de ese modo no erraría el recorrido cuando quedara embelesado por los halagos o perdido entre las redes del breve manuscrito al exprimir el jugo de las frases, las entonaciones o el doble sentido, de suerte que por donde transitase no corriera el menor riesgo, disponiendo de las pertinentes ayudas, un báculo o un faro que lo alumbre a fin de no derrapar por los distintos párrafos.
Prefería verse como la afortunada pareja del marca páginas a la hora de desnudar la carta encontrándose en un estado de gracia, recién peinado, oliendo a rosas, el cuello de la camisa impecable y disfrutando de las mismas sensaciones que exhibían aquellos novios, en donde ella lo abraza con fuerza borrando parte del lunar que se había pintado adrede junto a los labios.
De todas formas no estaba conforme con el rumbo que llevaba, pues unos días se sentía navegando por las cumbres de lo placentero y otras mordía el polvo de la derrota, y ansiaba cambiar de aires, abrir la mente a otras posibilidades más enriquecedoras, a otros universos desafiando la gravedad si fuera preciso, desplegando al máximo sus habilidades en los más variados ámbitos, pero casi siempre caía en la trampa y surgía un no sé qué, un obstáculo que anulaba su caudal humano impidiendo llevar a la práctica sus entelequias más realistas.
No cabe duda de que se sentía como un petrarca enamorado locamente de Laura, del porte, de su estilo, del hoyillo de la mejilla derecha, pero fallaba a la hora de tomar decisiones firmes; necesitaba un empujoncito, un algo que le marcase los tiempos hacia ella, rellenar las páginas que aún permanecían en blanco en su corazón que suspiraba por sus vientos, y juntar un puñado de cartas de amor de manera que configurasen la obra, un libro de enamorados, una réplica de Calixto y Melibea, y leerlo los dos juntos en carne y hueso con un marca páginas especial, incombustible, cogidos de la mano como los que aparecían en el dibujo.
¡Qué sudores tan fuertes y tentadores le embargaban!
No encontraba la ocasión de vestir las páginas de su vida con los colores, los sonidos y las expresiones que a él le hubiesen gustado y enmarcarlas dentro de unas relaciones estables donde derramar la tinta del cariño y construir rascacielos de caricias sin fisuras, por las buenas o por métodos caciquiles apoderándose como un vulgar caco de la valija del cartero y sustraer los arrumacos y besos de todas las cartas de amor que transportase en el día de San Valentín y así confeccionar una auténtico album de cartas acorde con sus obsesiones.
Laura le escribía una carta lejana y fría como si residiese en una desangelada y desértica estepa a miles de kilómetros o llevase a cabo un viaje por los picos de los Andes y no pudiese incrustar en los espacios del papel el calor o la temperatura ardiente de las palabras y los sentimientos que estaba esperando.
Al abrir la última carta que recibió no pudo contener las lágrimas de rabia estrellando el marca páginas contra el suelo en un acto de rebeldía por la ausencia de alma en lo que le transcribía y sobre todo por la situación en que se encontraba cuando se lo decía reflejando el estado anímico, descalza, despeinada, sin pintarse los labios y los ojos enrojecidos por el doble juego, escribiendo como si tal cosa, a sabiendas de que mentía, pues se reprimía a la hora de plasmar en el folio las emociones más sinceras sin máscaras ni tapujos y decir de una puñetera vez las cosas claras, al pan pan y al amor amor, y no lo que se le escapó subliminalmente, la tachadura, que la borró con tal torpeza que aún se podía averiguar con la lupa, decía, “no puedo vivir sin ti”, ahí se le descubrió el engaño quizá por el efecto de los fármacos ingeridos que le jugaron una mala pasada.
Donde indicaba azul no era lo correcto, confundiendo los colores tontamente como en un juego de niños distraídos, cuando debería reseñar lo contrario según sus latidos más íntimos.
En el fondo del espíritu moría por él, pero las ansias de poseerlo le traicionaban al pronunciar, “te adoro, contigo iría al fin del mundo o nos montaremos nuestro propio paraíso”, donde hirviese el cariño y las aguas cálidas de la ternura derritieran los témpanos de frialdad que le atenazaban.
Por todas estas dislocaciones Laura lo traía por la calle de la amargura, no sabía a qué carta quedarse, tanto así que si le sonreía ignoraba si lo realizaba de veras o era puro humo, simples fogonazos para huir de la quema.
Cuando evocaba los tiempos en que paseaban por el parque agarrados a la cintura le notaba como un sudor raro, gelatinoso, casi maloliente y las pulsaciones por las nubes, como si necesitase un marcapasos porque la muerte estuviese llamando a la puerta de su corazón…o quizá hacer una fuerte inversión en el negocio farmacéutico acaparando los fármacos más rentables y milagrosos para su maltrecha salud, o encomendarse a poderosos elixires y de esa guisa ahuyentar el mal de amores.

domingo, 9 de agosto de 2009

Instantáneas




Estaba cansado de estar solo
Llenando ceniceros de cenizas y almíbar en la cocina,
El almíbar de sonidos que imaginaba
Forjados en el pensamiento.
Luz que llegaba a sus oídos y podía tocarla,
Eran gotas que sonaban por los acantilados como el viento.
Llovía en esos momentos con más fuerza en las mejillas.
Y luego caía mansa deslizándose por los toboganes del aire,
Y llegaba a esta ventana abierta a la vida
Que se encendía esperando una respuesta
A los sinsabores que crujían desvencijados.
Observaba los dedos, las uñas, el vello
Pintados de jirafa, la figura disfrazada de ave del paraíso,
Envuelta en un velo transparente y a veces opaco,
Y no podía poseerla.
Respiraba hastiado de la distancia
Aunque de vez en cuando la sentía cercana,
En esta mesa, en el ruido del pasillo...
¿Adónde ir?
Y no acababa la espera.

sábado, 1 de agosto de 2009

Chequeo




No sospechaba Anselmo que un día fuese a caer por un terraplén o en la ratonera sólo por un simple chequeo rutinario, ya que deambulaba de aquí para allá por parajes saludables, sembrados de verdor y era impensable que el destino le tendiese una emboscada con la vida tan estricta y sana que llevaba, siendo la envidia de conocidos y vecinos que lo encumbraban por el interés que siempre había exhibido por estar en plena forma ya desde su juventud, comentarios que hacían sentados en la puerta de las casas mientras tomaban el fresco, a la luz de la luna, durante las largas tardes del lento verano.
Lo consideraban una persona modélica en dicho aspecto. Y daban fe de ello las acometidas que realizaba cada día poniéndose manos a la obra contra viento y marea, gimnasio, frutas, verduritas, carnes y pescados a la plancha y un sinfín de infusiones cumpliendo escrupulosamente las recomendaciones que aconsejaba el dietista para conseguir el equilibrio.
Por ello el informe médico que le acababan de entregar lo dejó grogui; lo interpretaba como una puñalada por la espalda, un dictamen propio de un centro sanitario tercermundista, catalogándolo en su fuero interno como algo enigmático y sin sentido, un manotazo de los dioses que hubiesen amañado el norte de la brújula confabulando los elementos contra su figura quebrando los cristales de la existencia.
Los resultados de la resonancia y el escáner no reflejaban el estado real de Anselmo, al parecer eran falsas alarmas, bien por un fallo del cerebro de la máquina o por un inoportuno corto circuito en el momento de la exploración, pero a ver quién era capaz de coger el timón del barco con la que estaba cayendo y enderezar el rumbo.
Tales acontecimientos le echaban por tierra los sueños que acariciaba, la luna de miel que tenía aplazada de mutuo acuerdo con su pareja por los fiordos noruegos y posteriores escapaditas a Londres o Atenas como solía hacer a menudo. Y no atisbaba en el horizonte el modo de sobreponerse, saliendo del bache y batir al advenedizo enemigo.
La aberración se nutría de la seudo lectura de las superficies examinadas, de suerte que donde aparecía el signo más correspondía el signo menos, y donde recogía la negra mancha apuntando a un tumor cerebral de consecuencias imprevisibles debían refulgir vibrantes puntos de luz anunciando la buena nueva, un bello amanecer despejando así los vericuetos de la duda, mostrando que en aquellas zonas nunca declinaban los vivificantes brotes de salud, debido a las chispeantes ilusiones que titilaban en el mar de su vida y se percibían con nitidez en los ojos de Anselmo pero que en estos momentos aparecían denostados por tamañas brutalidades dibujadas con malévola saña en esas partes del cuerpo.
Por lo que se deduce de todo este affaire la máquina amaneció ese día con los cables cruzados apuntando al paredón de fusilamiento o a ninguna parte en concreto pero con el veneno en el engranaje, porque en el tremendo yerro en que cayó le iba a Anselmo la posibilidad de seguir o no viviendo.
Cuando el doctor se acercó a la cama nº 68 donde yacía maltrecho Anselmo zarandeado por las mil cábalas que llovían sobre su cabeza, con la ansiedad por las nubes y las dudas que lo asaltaban por conocer a fondo lo que le acontecía, los perversos augurios que se cernían sobre su cerebro, necesitando disipar todo tipo de sospechas o prejuicios, pues se sentía sumamente inquieto, arrastrado por la servidumbre de las informaciones, a pesar de haber acudido al centro para un breve chequeo por su libre albedrío y estar dispuesto a cargar con las consecuencias que se derivasen del reconocimiento, pero jamás calculó que le espetasen postrado en el lecho tan indignantes noticias, muerte inminente, que tenía los días contados, que hiciera declaración de herederos o consignase su último deseo en vida o algo por el estilo: eso jamás se lo podía imaginar por nada del mundo.
Quería las cosas claras. No obstante le comunicaron que permaneciera tranquilo, que acaso fuese un pequeño quiste que hubiera reverdecido y atravesado con tan mala fortuna en la lectura de la resonancia, aunque no las tenía todas consigo por si resultaba ser algo más raro que pasara desapercibido para los oncólogos, pero le insistían en que siempre quedaba la dulce esperanza de la intervención y no perdiera la confianza en los milagros que con frecuencia llevan a cabo los cirujanos.
Recordó vagamente que no era la primera vez que le ocurría algo semejante, pues cada vez que entraba por la puerta del centro hospitalario le azotaba la incertidumbre de que algo extraño le encontrarían incluso por algún craso error.
Por ello al cruzar el umbral del hospital se consideraba una especie de gladiador romano que se enfrentaba a la muerte bajando los escalones del anfiteatro para enfrentarse a las fieras expresando el célebre saludo, Ave, Caesar, morituri te salutan (Dios te guarde, César, los que van a morir te saludan), con la convicción de que su vida se la jugaba cada vez que pisaba esos terrenos como el torero en la plaza peleando con un miura.
Se rebelaba contra todo cuanto le acaecía. No era posible que tuviese tal sino sin más cuando él hizo siempre todo lo posible por llevar un excelente estilo de vida ajustándose al dicho popular, “dime lo que comes y te diré lo que eres”, o aquel otro de los latinos “mens sana in corpore sano (Mente sana en cuerpo sano)”. Por todo ello no se explicaba la causa de la supuesta enfermedad.
A decir verdad los tintes del verano nunca le fueron propicios, las altas temperaturas, la hipotensión, la astenia lo dejaban K.O., plantado cuando menos se lo esperaba y no llegaba a alcanzar los frutos que perseguía, quedándose casi siempre a mitad de camino. Y no sería porque no le echase ganas, que en eso no había quien le aventajara empezando a maquinar mil estratagemas para sobrevivir llegando a desbordarse como un río en época de lluvias alimentando proyectos a más no poder, convencido de que nunca una enfermedad tan desconcertante llamaría a su puerta, pero ese día la indolente máquina se propuso lo peor, trastocar los resultados de la exploración dando el perfil de un tumor cerebral según se reflejaba en la prueba. Al cabo del tiempo se comprobó que todo fue causado por un exceso de calor, tal vez por acción del cambio climático estando a las puertas de la misma muerte según el diagnóstico de los facultativos.
En las últimas fechas acaba de firmar un manifiesto de principios vitales donde lo único que pretende es no aparecer por un hospital ni vivo ni muerto, y cuando muera sus cenizas las arrojen a las corrientes marinas a fin de que convivan con la realidad de la madre naturaleza, y saluden a los peces y aves del cielo en plena libertad sin ningún margen de error.