lunes, 24 de octubre de 2011

La pausa


Godoy tenía esbozado meticulosamente el camino, además de unas pecas en la cara y la cabeza rapada, de forma que no podía permitir que cualquier intruso le trucara la hoja de ruta, alegando tal o cual pretexto, obstaculizando por mera decisión su marcha, sobre todo si ya de antemano había perfilado con clarividencia las prístinas intenciones de lo proyectado.
Resultaba que desde corta edad, en que su abuelo lo acompañaba al colegio, ya había adquirido, sin percatarse de ello, la costumbre de desplazarse cada día por las mismas calles y plazas, parándose en las esquinas que le apetecía, igual que sucede cuando se pasea al chuche por el parque, -caprichosos que son ellos-, y asimismo pegaba cuatro saltos en los rellanos de las escaleras de su bloque según bajaba cual potro salvaje; había a la sazón una vecina un tanto indiscreta y malintencionada, que fisgaba todas las mañanas por la mirilla de la puerta las cabriolas y los traviesos descalabros del pequeño Godoy, repartiendo posteriormente los mensajes con premura a los demás vecinos, generando una corriente emponzoñada y hostil hacia su persona, hasta el punto de llegar un día a comunicar al presidente de la comunidad tales patrañas, con objeto de que tomase cartas en tan grave y solemne asunto, y lo metiese en las mazmorras, en cintura, reclamando un severo correctivo.
La pobre e ingenua criatura salía de su casa bailando, más contento que unas castañuelas, con la irresistible energía propia de la edad, y necesitaba trotar, relinchar, quemar el veneno que llevaba en el cuerpo cuanto antes, y así poder aplicarse en clase, relajándose, pero ni por ésas.
Cierto día cogió una veloz carrerilla al descender por las escaleras, corriendo el riesgo de estrellarse o caerse por una de las ventanas del pasillo, debido al impulso que llevaba, y entonces el abuelo pegó un grito de desesperación, con el rostro desencajado, y el nieto, como tarzán en el bosque, iba desmelenado, dando tumbos por aquellas frías cataratas de las escaleras, perdiendo totalmente el control, ¡Godoy, Godoy!, exclamó el abuelo, espera, haz una pausa, hombre, párate, respira, que me ahogo y no puedo seguirte, pero ya era demasiado tarde, era tan vertiginosa la velocidad que había tomado, que cayó rodando como una pelota rota, saltando de tranco en tranco, echando sangre por las sienes, y alarmando sobremanera al vecindario, que en esos momentos desayunaba quedamente pensando en las inminentes e inquietas labores diarias que le aguardaba, así como en los atascos que tenía que padecer para acudir al trabajo, e imaginando la enigmática cara del jefe de la empresa con la crisis que le asfixiaba, recordando que el último fin de semana se rumoreaba que había en puertas un nuevo ERE en la empresa de algunos.
Las pausas eran para Godoy toda una pesadilla, pues le rompía el ritmo cotidiano y cerebral, le entraba una especie de negro ictus, algo inexplicable, de tal manera que, siendo persona sumamente sensible, podría causarle cualquier estrago irreparable en su frágil corazón, bien por arritmia o por alguna cardiopatía inoportuna. Y como además era un poco despistado, no asimilaba las enseñanzas de la vida como debiera, tropezando siempre en la misma piedra o transportándola a lo alto del monte cual osado Sísifo, de suerte que en cuanto le tocaban en ese punto, no había forma de conducirlo o amansarlo y hacerle entrar en razón, deshaciéndose lo mejor de sí mismo, que no era poco, como un azucarillo en un vaso de agua.
De ahí que el abuelo lo catalogara como un loco cervatillo o díscolo gorrión, saltando de mata en mata, de peña en peña o de puerta en puerta, siempre volando por el aire, sin tomar tierra, siendo sin duda el más duro de los reproches que le achacaban el abuelo y los familiares, y de esa guisa disfrutar placenteramente durante un rato de un breve descanso en la campiña, en el baño, o jugando entre ellos sosegadamente, pudiendo charlar sin prisas con él de lo divino y lo humano, de los acontecimientos del día a día, de las amistades que tenía, de los deberes del cole, de lo que le disgustaba o más le chiflaba y moría por él, y de paso proporcionarle unas breves dosis sobre el comportamiento, para los embates que se pudiese topar en un futuro no lejano, a fin de fortalecerlo para las horas más crudas, al decidir qué realizar o no, qué caminos tomar, o las complicadas actuaciones en los diversos vaivenes que acaecen a cada paso por la vida.
Godoy era puro nervio, siempre en continuo movimiento, como las olas marinas, tanto en pleamar como en bajamar, con luna llena o menguante, se hallaba inmune a los agentes externos de la naturaleza. Las pausas, los descansos, la quietud no figuraban en su mente, sólo volar, volar y volar sin rumbo, permaneciendo siempre en el aire, en suspensión –como un ángel-, como si su cuerpo hubiese sido hecho exclusivamente de aire, -o quisiese remedar la hazaña de Ícaro-, y no de barro o de carne pura y dura, como el resto de los mortales, que, en determinadas ocasiones, muy a su pesar, se les pone de gallina.
A lo mejor gozaba de unas cualidades raras, algo excéntricas o prodigiosas por algún milagro, nunca se sabe, viviendo en un mundo diferente y feliz, lleno de luz, de estrellas comprensibles, únicas, y más humanas y cercanas, donde no exista la envidia, el estrés, las zancadillas, el odio o las perversas intenciones en los corazones, y que a nosotros nos esté vedado percibir tal beatífica aura, y en consecuencia caemos en una feroz crítica de manera ciega, o sin razón alguna, y con alegre aspereza, amarrados a las insensibles cadenas de nuestra impotencia y cortas luces, nos suene a chino todo ese misterioso mundo de Godoy, que tal vez, en el fondo, sea genial, generoso y fantásticamente creativo, digno de encomio.

lunes, 17 de octubre de 2011

Reunión en el retrete


Casandra, atormentada por los escrúpulos, cual trasunto de una propia nota biográfica que redactase, no coordinaba las neuronas últimamente, de modo que cada una tiraba por su lado, al igual que la cabra tira al monte, y sin más circunloquios, se bloqueó.
En una noche otoñal de luna llena del dos mil once, con las altas temperaturas a las que se veía sometida, Casandra concertó con su cohorte una solemne reunión en el retrete más próximo del palacio de Apolo, no lejos del templo sagrado, a fin de enderezar los entuertos que le llovían desde todos los frentes, pero sobre todo desde la andorga.
No estaba dispuesta a continuar por más tiempo padeciendo la insufrible intranquilidad de semejantes sofocos y violentos apretujones, no ya del pueblo llano, porque no le creyesen las profecías tan nítidas y calculadas que realizaba, como les aconteció a los troyanos por no creerlas cayendo prisioneros en manos del enemigo, sino del mayúsculo ninguneo de que era objeto por parte de los insignes y poderosos dioses del entorno –Príamo, Hécuba y Apolo, entre otros-, que le circundaban en aquella atmósfera divina.
La desventurada Casandra, en contra de su voluntad más puritana, y a pesar de los detractores que la hostigaban con acritud, al verse obligada a deslizarse por las vertientes de lo escatológico más cruel, siendo sin duda alérgica a tales coyunturas advenedizas, tenía que comulgar con ruedas de molino, debiendo incorporarse a periódicas sesiones de espiritismo y catárticas terapias a fin de subvertir las fobias y rémoras que la atenazaban, y aceptarse a fin de cuentas con todas las calamidades que se alojaban en su cuerpo, es decir, tal cual su constitución divina había sido concebida, pero su amor propio se rebelaba sin denuedo ofreciendo las mayores de las intransigencias a tales avatares.
Continuando con la biografía de Apolo, vemos que fue hijo de Zeus y Leto, y hermano de Artemisa, y dios de la luz y del sol. Su hijo Asclepio le ayudaba en la medicina y la curación de las enfermedades. Ejercía dominio sobre los colonos de aquellos territorios; asimismo era jefe de las Musas, y el dios de la música y de la poesía.
En el ámbito amoroso fue el prototipo por excelencia de la galantería y la conquista, superando con creces, a años luz, a los futuros personajes que pululan por las páginas de la literatura engendrados por obra de los mortales. Tuvo relaciones con Dafne, sólo hay que evocar aquellas terribles persecuciones a las que la obligó, pero debido a que se burlaba de Cupido por imitar a los humanos, entonces éste se vengó disparando una flecha a Dafne, logrando que ésta odiase a Apolo, y éste se venga transformándola en laurel, pero consagrado a su persona. Más adelante tuvo unas aventurillas con Lucótee, hija de Orcamo y hermana de Clicia, y posteriormente, como era de suponer, llegaron otros amores, Marpesa, aunque lo rechazaba por ser un dios inmortal –tal vez pensase que el amor no perdura por los siglos de los siglos-, mientras ella con el paso del tiempo envejecería y la abandonaría. Luego vendría la ilustre ninfa, Castalia, pero pronto huyó zambulléndose en la fuente de Delfos, al pie del Parnaso, cuya agua sagrada inspiraba a los poetas en la creación artística.
Más adelante tuvo con Cirene un hijo, llamado Aristeo, que se convirtió en el dios de los árboles frutales y de la agricultura. Con Hécuba, esposa de Príamo, tuvo a Troilo. Luego se enamoró de Casandra, hija de Hécuba y Príamo. Pero no acabó ahí la cosa, pues luego se enamoró de Coronis, cerrando provisionalmente el largo corolario amatorio.
!Pobre Casandra, cuántos devaneos y veleidades tendría que sobrellevar en su débil y frágil cuerpo, por lo que tal vez sus vibraciones intestinales serían una clara somatización de las convulsiones de enamorada no correspondida!
Pero a lo largo de su dilatada vida, resultando sumamente difícil poner puertas al campo, y más aún si la lascivia se abre en carne viva, Apolo también gozó de amantes masculinos. Las circunstancias mandan, como decía Ortega, yo soy yo y mi circunstancia, y así sucedió en aquellos idílicos parajes y melifluos ambientes, donde a la sazón Apolo era el dios de la palestra, lugar donde los hermosos jóvenes se reunían para practicar atletismo, y siempre iban desnudos, lo que abría el apetito de los sentidos, aunque fuese acaso un placer efímero –lo bueno si breve…-, pues al poco tiempo sufrirían algunos trágicas muertes. Tuvo, entre otros, a Jacinto, un príncipe espartano, de gran belleza, mas cuando lanzaban el disco fue desviado por el celoso Céfiro, golpeándole en la cabeza con tan mala fortuna que Jacinto falleció, y en castigo Apolo lo convirtió en viento, para que no pudiese detenerse ni relacionarse con nadie. Luego tuvo a Cipariso, que le regaló un ciervo domesticado como compañero, pero lo mató accidentalmente, y solicitó a Apolo que sus lágrimas rodasen eternamente por valles y campiñas, éste accedió y lo transformó en ciprés, de ahí que simbolice la tristeza, dado que su savia forma gotitas que asemejan las lágrimas.
Con el paso del tiempo, se le atragantó a Casandra de tal forma la poca estima que le profesaban todos ellos que, no aguantando más, tuvo que acudir al gurú de turno de los mismos dioses que reinaba con múltiples prebendas por aquellos lares, y le expuso minuciosamente las cuitas, ultrajes y debilidades sin ambages ni tabúes, no reservándose el misterio de las horribles colitis que la azotaban sin reconcomio, y más si cabe al coincidir unas y otras, las desafecciones más íntimas, humanas y divinas, de lacayos y congéneres, con la nutrida nómina de crónicas e indescriptibles gastroenteritis agudas, que la llevaban a mal traer, y siendo persona precavida –pues lo llevaba en los genes-, con olfato de elefante o de buen oráculo, averiguando lo que le fuese a caer encima, el enigmático obrar del vientre, advirtió a todo el séquito sin excepción, los habilitados ujieres y bedeles encargados del distinguido evento, que el mejor lugar o escenario para entrevistarse con los mandamases, arúspices y demás selecta corte de los dioses era la letrina, pero eso sí, debidamente adecentada por expertos criados en tan delicados menesteres, y todo ello en prevención por la eventualidad de algún advenimiento no deseado, y de esa guisa encontrarse a salvo de cualquier extravagante indiscreción o impronta acometida, que tramasen las díscolas vísceras en tan singular y trascendente confluencia, ponderando en su justos términos el lastimoso trance por el que muy a su pesar transitaba.
Los dioses de su firmamento, aunque eran comprensibles y campechanos en cierta medida, no cayeron en la cuenta sobre las preferencias de Casandra por estar distraídos elucubrando sobre los amores frustrados en que se habían visto envueltos en anteriores citas, simposios y convenciones, donde cada cual llevaba el agua a su molino, achacándole al otro la falta de entrega, afecto o correspondencia en dádivas y desvelos y cuidados dispensados, ya que todo lo más que imaginaban era que las prístinas razones de la proposición serían políticamente correctas, y que todo se debería acaso al albur de ser un tanto caprichosa como la abuela, o tal vez porque estuviese embarazada, o por simples casualidades del azar, cosa extraña no obstante para la sutil mentalidad de los dioses, que lo saben todo, pues sabido es que habitan en escrupulosos y suntuosos palacios, rodeados de las comodidades más sofisticadas, baños térmicos, lujos y egregios oráculos, brillando todo como los chorros del oro.
Finalmente, la reunión se llevó a cabo en el retrete, como se había anunciado anteriormente por los emisarios del reino, con todo el boato y pompa de las grandes solemnidades, sintiéndose toda la comitiva harto satisfecha y confiada y contenta por tal determinación, ajenos como debían estar a la probable presencia de insoportables insectos voladores y moscas, hedores y otros furtivos aromas y factores, que por una brizna de pulcritud conviene obviar.
Los claros clarines de la corte de los dioses comenzaron a difundir sus alegres sones y aleluyas, en ese raro cielo en el que se cobijaban, echando mano de gruesas y luengas túnicas y bastones de mando, con el pecho ornado de brillantes medallones logrados en ínclitas intervenciones a lo largo y ancho del cosmos, marcando hitos, en auténticas gestas, en encarnizados enfrentamientos con otros dioses, de tirios y troyanos, habiéndolos humillado en su propio territorio, y posteriormente borrados del mapa, de su propio hábitat, cumplimentando sobradamente su envidiable hoja de servicios, subiendo a las cumbres del cielo y de la fama, cerca de los astros y satélites más influyentes, que pueblan el firmamento celeste, compartiendo casa, bienestar y bocados divinos.
La inmortalidad era lo que menos valoraban, toda vez que ya lo son per se, como la mosca posee patas, cabeza y ojos.
Casandra, figurando como el símbolo de las personas clarividentes por antonomasia, aunque rodeada de una pléyade de incrédulos por expreso mandato de su amor Apolo, no podía fallar en sus deliberaciones por nada del mundo.
Y dicho y hecho. Cuando más ensimismados y enzarzados en los asuntos se hallaban los eximios dioses reunidos en el retrete, empezó una furiosa y chocante cohetería de fuegos artificiales, con pronóstico reservado –remedando la erupción del volcán de la isla canaria-, un estruendo de viento y pedorretas y eructos y raras soflamas huecas e incandescentes, de suerte que se oscureció el día y el ambiente reinante hasta límites insospechados, debiendo salir huyendo Casandra, cual animal acorralado y despavorido –siendo mujer tan pulcra y tierna y delicada, amante de los dioses-, rodando por las escaleras, por supuesto que sin despedirse, y sin haber gozado del suave placer de utilizar el papel higiénico que por allí le aguardaba, siendo la comidilla en las tertulias del reino hasta los primeros atisbos del canto del gallo durante muchos, muchísimos otoños, como otras belenes estébanes, cotilleando en los tronos de oro de toda la deidad celestial.
Y es que no hay peor profecía para acallar y satisfacer a los incrédulos, al auditorio, que la de la inminente necesidad de la micción o la súbita evacuación de vientre.

martes, 11 de octubre de 2011

Escritura en acción en los jardines de Lola


Espensipo
Espensipo apostaba por la vida, por la sencillez de una tarde en el campo, con unos cuantos amigos, comiendo cerezas y peras y aguacates o higos de pascua, o bien saboreando algún licor en cualquier barecillo típico del pueblo. Porque aquel verano se había propuesto vivir a secas, pero vivir en toda la amplitud del término, y declararle la guerra a la indiferencia, a los actos insensibles, que de un tiempo a esta parte lo deshumanizaban, de suerte que rehuía el placer más alentador, las alegres sonrisas de la vida, tropezando muy a su pesar en las mismas banalidades un día sí y el otro también, reiteradamente, como si quisiese remedar las funciones de otro Sísifo, en este caso urbano.
Finalmente adoptó la drástica medida de enterrar en una fosa común y bien profunda todo lo que presentase algunos ribetes de lo que más desdeñaba, la insensibilidad.

Rumor
Las mañanas se le torcían sobremanera, casi verticalmente, cuando se subía en la montaña rusa, por el mero hecho de evocar la áspera infancia, en que con otros zagales y zagalas zigzagueaba por el recinto del ferial con el firme propósito de divertirse. Algunos días se iba a la fuente que había a la entrada del pueblo, que apagaba la sed de los vecinos, y a veces se entretenía con una pistola de agua disparando por sorpresa a los transeúntes en el cogote o en los mismos ojos al volver la cabeza, sin ningún reparo. Le encantaba el rumor de la imaginación, porque le abría las puertas de un mundo nuevo, virgen, y el deseo de atrapar o descubrir inusitadas sensaciones, sobre todo cuando acariciaba la brisa las copas de los árboles y su cara, ofreciendo un rostro amable y dulce, ondulante, vibrando con dulzura por la vasta campiña, y el rumor, antes tan vago e impreciso se tornaba sereno, compacto, claro, empujándole a encarar los problemas con verdadero optimismo.

El dedo
El dedo acusador se convirtió en su dedo verdadero, cuando acudió al curandero al cabo del tiempo por no sentir mejoría, ya que en la fábrica donde laboraba sufrió un percance grave, y el jefe de personal le incrustó rápidamente el dedo de un muñeco que por allí andaba rodando, y se lo escayoló con premura, sin que se diese cuenta de nada, por mor del lastimoso trance por el que atravesaba, sintiéndose casi ciego y muerto de dolor y miedo.
Ahora ya podía presumir de llevar el dedo más chuli del mundo, el verdadero según sus cálculos, tras la intervención milagrosa del curandero –engullir sendos vasos de H2O con enigmáticos polvillos y unos trocitos de papiro puntiagudos dentro- a la que había sido sometido.

La cama
A Ángela le encantaban las camas grandes, espaciosas y que reluciesen como las aguas de los océanos, cuando los rayos solares se estrellaban sobre la superficie en el incesante balanceo de las olas. Pero Ángela no quería mancillar la tranquilidad y hermosura de la faz de la cama, quería respetar su atractivo, su duende, su ángel, y se decidió por acostar a sus muñecas predilectas, las más elegantes y cariñosas. Aquellas con las que más se identificaba, procurando que todas estuviesen ubicadas escrupulosamente, guardando las distancias estéticamente, y haciendo juego con los colores de la colcha que la cubría. Ella, cuando le vencía el sueño a altas horas de la madrugada, se acurrucaba pacientemente en un rincón de la alcoba, aguantando como podía el chaparrón del sueño, y se sentía embelesada observando la estampa tan gratificante de sus muñequitas.
Mañana será otro día, musitaba entre dientes, harto condescendiente con sus sublimes e inquebrantables principios.

El cajero
Cada vez que cruzaba aquella calle le entraba pavor al atisbar el cajero automático que allí había. Resultaba que muchas noches, oía unos ruidos raros, como si en su interior se albergaran infinitas ratas de enorme tamaño o terribles tigres, gritando desaforadamente como seres humanos en un estado de inminente pánico, bien por sentirse atacados por el fuego de un incendio o impulsados por la fuerza del hambre.
Después de la travesía, y a veces ni tan siquiera eso, ella permanecía toda la noche en vela, aturdida, como si los sintiese en sus entrañas, y le arrancaran trocitos muy lentamente, como si pensasen que estaba durmiendo y no quisieran despertarla, y no había forma de que conciliara el sueño, por el infernal estruendo que rumiaba en su cerebro día y noche. Al cabo del tiempo y luego de una profunda reflexión, decidió un plan, que lo presentía como algo definitivo, a fin de mitigar en lo posible el grave problema.
Puso al corriente a los bomberos del barrio de todos los pormenores del asunto, y de la situación tan penosa por la que estaban pasando los vecinos y ella misma, instándoles a que satisficiesen su nerviosa ansiedad, por lo que los bomberos, atendiendo a sus súplicas, acudieron en su auxilio en cuanto pudieron, y cuál no sería su sorpresa cuando al acercarse al cajero automático saltaban por los aires cientos de serpientes de cascabel silbando despavoridas, sembrando el desconcierto entre los transeúntes y entre el mismo cuerpo de bomberos, curtidos como estaban en mil batallas, y fueron desbordados por los acontecimientos, viéndose impotentes para fulminar tanta víbora viviente.

domingo, 9 de octubre de 2011

Escritura en acción en el acueducto sexitano


El acueducto
Una lluvia fina rompía la timidez del perro, asombrado ante el excelso acueducto, que se alzaba majestuoso como la copa de un pino, encontrándose ansioso por transportar cuanto antes agua fresca desde la montaña, abreviando el camino que debía recorrer el acequiaje, evitando las molestias al no tener que descolgarse por la hondonada del valle.

Vuelo
En un vuelo se coló el resplandor del espejo por entre el camastro de los ancestros, que olía a muerte reciente, como secuela de los sufrimientos de su dura vida, que de continuo iban y venían en el recuerdo chocando contra las obtusas ruedas del carro, que se guardaba en la puerta del cortijo, en pleno campo, representando como el que no hace la cosa un misterioso papel en aquel escenario, de forma que intrigaba en exceso a los eventuales visitantes de aquellos parajes.

La buganvilla
Los nueve bomberos aún permanecían en el retén, atenazados por la ignorancia y la ansiedad que le producían las extrañas piedras envueltas en fuego candente que caían en súbita cascada por la acción repentina del terremoto. Se oía a lo lejos un susurro provocado por los amperios de la casa colindante, que de manera inexplicable habían reventado los cables por donde circulaban, quedándose todos a oscuras, y sin poder otear a través de las buganvillas, que indiscretas se elevaban en demasía en el ángulo de visión, las malignas intenciones del zorro, que aguardaba -la ocasión la pintan calva- armado de sus mejores garras, conjeturándose la sagacidad de que estaba dotado para poner en práctica sus peligrosísimas argucias.

Ingratitud
En el horizonte flotaba una atmósfera corrompida, fatua, toda impregnada de mierda, lo que dificultaba sobremanera columbrar la belleza del acueducto romano de Sexi, que se erguía solemne y desafiante, cual floreciente capullo en la plenitud de la primavera, en mitad de la colina, ajeno al paso del tiempo, la erosión y las distintas civilizaciones que lo habían contemplado.
No obstante exhalaba furioso cierta ingratitud por la ausencia del calor de artistas y músicos y escritores y pintores y arquitectos, que se solazasen en sus tiernas faldas, inspirándose o tal vez maldiciendo los ínclitos veneros que tanto tiempo lo han decorado sonrientes, y sin que nunca se hayan rebelado contra el hecho de tener que bajar la cerviz, como agua putrefacta de cloacas o de desguace industrial, obligándola a circular contra viento y marea por sus vetustas fauces, siendo como era agua pura y potable, transparente y cristalina.

Soledad
En la trastienda se mascaba la tragedia, un barrunto de negros vómitos, que conducían a una nociva anorexia, y de un modo extraño, y sin saber cómo, se hallaba abrazado a la ambivalente luz que entraba por la ventana, desnortado, y se devanaba los sesos en mil dudas arrastrado por la inmisericorde soledad, que ni con las acometidas y las patadas de los chillones zapatos conseguía enderezar el entuerto, ni avanzaba apenas con los puñetazos llenos de rabia que propinaba a todos aquellos espantajos que le sobrevolaban en bandadas por la mente, no logrando levantar cabeza.