sábado, 17 de octubre de 2015

Una plaza de cuyo nombre quisiera acordarse








   Por muy temprano que amanezca, es harto arriesgado barruntar las halagüeñas primicias u hoscos suspiros que irán sedimentándose en las sienes a través de los versátiles meandros con el paso de los días.
   En los hervores primeros entran en liza las devaluadas tormentas de verano. Luego va in crescendo el rigor climatológico o del tormento, pudiendo llegar a ser una tormenta de ideas acuñada entre ceja y ceja, o un repentino tornado que arremetiera contra los flancos del poblado o de la persona, o ir tomando cuerpo poco a poco sin percatarse nadie, construyendo su predio al libre albedrío con laberínticas envergaduras en menos que canta un gallo, causando verdaderos estragos tales fenómenos, tanto los patológicos como los atmosféricos, no permitiendo al paciente cargar las pilas o endulzar el amargor de las horas montando en cólera, ya que si se observa con atención los pensares, las prospectivas o las neuronas se infiere con nitidez que no respetan las canas, el palmarés, y van minando los cimientos que durante tanto tiempo han estado sustentando a la planta humana en el prurito de decidir cualesquiera labores, bien sean, dar un paso al frente, soñar, saciar la sed, o desplegar las velas para realizar un periplo por mares remotos o por un cercano océano de cerebrales tartamudeos con las pulsiones en stand by, sin posibilidad de descubrir la enigmáticas causas de un repentino bloqueo.
   Tras el enrarecido maremoto que la embargó, intentaba Merche pergeñar variadas e interesantes tareas, pero le fallaban las fuerzas, y las fuerzas del orden de su cerebelo se habían declarado en rebeldía, saltándose con descaro las pautas o el dictamen del preciado software que articula las funciones vitales, acarreando a la postre no poca ruina y el mayor de los desconsuelos.
   Merche, no digería los tiernos bollos de leche ni churritos calentitos esa mañana, ni modulaba los tonos en los torcidos renglones del encerado por donde cruzaba, y como no era muy dada a exteriorizar las interioridades ni en los trances más cruciales, pues continuaba como si tal cosa, no arrugándose lo más mínimo ante unas adversidades tan tan aberrantes, resistiendo impertérrita las embestidas de la mar bravía. Era, como suele decirse, de acero, con las mismas hechuras que el burrito Platero.
    El día se presentaba gris y provocativo, siendo proclive a lo más disparatado o execrable, no concitándose en sus junturas los raros engranajes o gestos de aquel sortilegio con los correspondientes brebajes y fórmulas magistrales, influyendo a lo mejor en todo ello los subidos estallidos de los relámpagos o de los tormentos que iban explosionando a cada paso, como Pedro por su casa, en una especie de alocada metralla, como acaece con los castillos de fuego en las fiestas de pueblos y ciudades, cayendo incandescentes muñones o lluvias de lumbre a diestro y siniestro, dando pie a que las gónadas o arrebatos de Merche se atemperasen en parte, o quizá resurgiesen con nuevos bríos enriquecidos por las portentosas energías provenientes de otros planetas en noches con luna o sin ella, cuando la ocasión la pintan calva o es más propicia al lobo para atrapar a la presa por el  escabroso sendero en el espeso bosque, porque más hace el lobo callando que el perro ladrando.
   Y pareciera entonces que la potencial hecatombe brotara en los veneros de los recintos pensantes en cierta medida sin venir a cuento, y llegados a ese campo, que no es de amapolas, hacer cábalas a cerca de si Merche hubiese mordido sin querer unas depurativas ortigas o extemporáneos augurios o riñones al jerez en mal estado, entrándole de pronto gastroenteritis, y anduviese por ello tan angustiada dando arcadas o regüeldos por lo ingerido anteriormente.
   En tan difíciles coyunturas, de tormentosas turbulencias y fiero vendaval, percibió, a modo de confabulación, como si el cielo cayese a cachos ante ella arrancando las losetas de plazas y jardines, penetrando asimismo, como por arte de magia, en su cerebro, no vislumbrándose en él norte alguno, perdida como andaba en aquella plaza, aunque estuviese apoyando los pies en el mismo suelo, en cuyo rótulo figuraba grabada la onomástica del santo que da nombre a tal recinto (plaza de San Juan de la Cruz), un frailecillo célebre por los éxtasis divinos y la poesía mística que destila su pluma, según los versados en tan selectos menesteres, y en consonancia con los vientos que se bebían, se esperaba una buena cosecha, creyendo que el Santo haría gala de sincera empatía y un celestial altruismo, elevándolo dicho comportamiento aún más en los altares, haciendo una santa gracia sin tapujos, exhibiendo el don más admirado por el hombre, el milagro.
   Mas no se consumó el ansiado presagio, ya que la tormenta proseguía echando espumarajos por la boca, cabezona y altanera junto con los tormentos, arreciando con todos los pertrechos a su alcance, disparando encorajinada ráfagas de H2O por los coquetos y festeros rincones que pululan por las estancias malacitanas, como la que atravesaba Merche en tan tétricos instantes, con un escapulario empapado por la lluvia de la Virgen del Carmen al cuello, que casi la estrangula, santiguándose de continuo y sintiendo taquicardias y unos sudores de muerte, por lo que se encomendaba con todas sus fuerzas a Santa Bárbara.
   No había forma de que la masa gris entrase en razón, o flotara en aquella marisma con ayuda de mnemotécnicas martingalas, o que los subliminales subterfugios posteriormente aflorasen despertando del momentáneo infarto, dibujando algo nuevo y placentero, teniendo una tarde redonda, como los toreros de renombre, en aquellos aviesos momentos, y no llegar a exclamar, ¡tierra, trágame!, haciendo el paseíllo por el albero de la fatídica plaza saltando de gozo y de charquito en charquito eufórica, diciendo para sus adentros, sí, una plaza de cuyo nombre quisiera acordarme, ahuyentando la virulencia que se respiraba en el ambiente, acentuado por el cerrado temporal que se cernía en tan trascendentes horas, que rememoraba el poema lorquiano, A las cinco de la tarde/. Eran las cinco en punto de la tarde/. Un niño trajo la blanca sábana/ a las cinco de la tarde…//
   Y mientras tanto, se encontraba Merche plantada en la plaza, inmóvil, cual columna dórica sosteniendo ilusiones o devenires, esperando ser bautizada y bendecida como se merecía con la bendita agua que del cielo caía.
   Llama no poco la atención que en situaciones tan fuertes  e hirientes para una criatura, que estaba a pique de caer por el precipicio, cayese de pronto en desgracia, siendo arrastradas por las alcantarillas todas sus promesas y devotas plegarias y súplicas, cuando acariciaba in péctore la idea de que el Santo de la inolvidable plaza, haciendo honor a sus venerables dotes y virtudes, actuase con la rapidez del rayo en su ayuda, pero todo el gozo en un pozo, pues se le fue el santo al cielo conjuntamente al Santo y a Merche, ahogándose en las insensibles aguas todas las prístinas esperanzas, al quedarse en blanco en medio del barrizal en la explanada, remedando los desnortados vuelos de la paloma albertiana, “Se equivocó la paloma/, se equivocaba/. Por ir al norte, fue al sur…, dándose con la puerta en las narices, sin encontrar la salida, pese a los reiterados zumbidos que se despanzurraban en el WhatsApp, que echaba más humo que el tren de las películas del Oeste.
   Ella, sólo suspiraba por el detalle de que al menos por un día el Santo que allí mora fuese generoso y compasivo, un santo de verdad, allanándole el camino de la existencia.
   Y cuál no sería su estupor, que, pisando lugares tan familiares, no atisbase nada, quedando presa en las redes, aunque, por otro parte continuase tan estirada y recompuesta, enrocada en las obsesiones pavlovianas, buceando en las virutas de la soterrada amnesia, apontocada en el encharcado cemento, sin mover ficha ni pierna ni nervio, lo que llevó a entrar en urgente contacto con el cuerpo de bomberos para que la rescatasen de aquel paranoico infierno, o tal vez interrogarse por qué diablos no echaba mano del sentido común, orientándose con los enseres pluviales que llevaba, saliendo airosa del atolladero.
   El eclipse fue tan gordo que dio pie a que saltasen las alarmas, al despuntar negros tallos en el horizonte, mezclados con ramos de flores junto con las credenciales del ladrón de memorias con aires teutónicos, impecable corbata y exquisitas maneras, ofreciendo los servicios a Merche, con toda la parafernalia al uso, abrazándose a ella cual huérfano que buscase protección, y deshojando la margarita, pensara que dónde iba a estar mejor que en el regazo de una progenitora tan íntegra, viniendo a caer en sus brazos, llevado sin duda por el currículo, los desvelos y  las estratagemas maternas  que atesoraba.
   En el carrusel de las historias nacen y mueren los días, como la efímera rosa, con sus aromas y espinas, aunque más valdría que algunos se quedasen en el intento materno por los siglos de los siglos, y a buen seguro que seríamos un poco más felices, no borrando con tanta frivolidad la memoria del árbol de la vida.

 Y cabe reflexionar al cabo si ella lo rubricaría antes del alzheimerizado y postrer viaje con el barquero de Hades, o lo pondría en tela de juicio queriendo permanecer en tan beatífico estado, ni envidiada ni envidiosa, como antesala del paraíso prometido.