domingo, 22 de mayo de 2011

Rómulo o los avatares de un inmigrante




Rómulo frecuentó durante algún tiempo raras compañías, remando por ríos contaminados. Las horas vacuas se cruzaban ante su desconcertada mirada, y era incapaz de hurgarse en la herida ni registrar los altibajos o las mordidas que merodeaban por su balcón. Le brotaba turbia el agua del manantial, resbalando entre los hilillos que corrían por la corteza del húmedo légamo, en los míseros arrabales en que se desperezaba.
Había nacido en el seno de una familia numerosa, siendo el benjamín y el más mimado, donde hasta el pan negro brillaba por la ausencia. Los padres aportaban lo que estaba a su alcance en los duros embates cotidianos, y considerando las circunstancias un tanto especiales por las que pasaban, al carecer de los recursos básicos, ocurría que tampoco gozaban de un mínimo adiestramiento para enfrentarse a las demandas puntuales, no ya en los avances tecnológicos, sino en los intrincados enredos por los que retozaba Rómulo en los años locos, pero, no obstante, siempre se mostraban solícitos para resolver los problemas más peliagudos dentro de sus limitaciones, teniendo en cuenta la situación tan delicada por la que atravesaba el vástago, aunque se viesen desbordados a veces por los vendavales que aporreaban en la puerta.
Sin embargo, no se les podía pedir mucho más, pues aportaban más de lo exigible a sus posibilidades, sobre todo si se contemplaba el despliegue de afecto e incesantes arrimos que prodigaban en pro de la restauración de la joven planta, aquilatados en un sinfín de cuidos, predispuestos siempre a quitarse el pan de la boca para dárselo, pues sólo ellos, que lo acunaron en la tierna infancia con voluntarioso esmero y felices cuentos, eran los más indicados para ello, amén de catalizar los más complejos refuerzos hacia su persona, como asistencia médica, rehabilitaciones o desintoxicaciones a deshora, o, en aras de profundizar en las entrañas de la psique, modular acendrados consejos en el espinoso infierno.
Si se tiene en cuenta que la vida es corta y la esperanza larga, no resultará baladí ponderar que el tiempo cabalgaba, o más bien volaba, en contra de la industria de Rómulo, depositándose subrepticiamente en el regazo de su irreconocible sombra las hojas del calendario, arrastradas cual hojas secas por el viento empujando desafiantes, y que él, a pesar de haber salido tiempo ha del cascarón, pues frisaba los treinta y tantos, seguía instalado en la supina inopia, en la suma holganza, aunque arrojaba aún más indignación si cabe el tren de vida que ofrecía, no siendo del agrado de los suyos, al no atisbarse indicios de mejora, y seguir inhalando unos aires fétidos y nada fiables cara a un futuro prometedor, en el que se amasara con elementos sensatos una mezcla idónea para erigir el ansiado edificio vital, verbigracia, agua, cemento y armazón de hierro humano, y no vagar sin rumbo, columpiándose indolente en la cuerda floja, en un extraño circo auspiciado por las inclinaciones, sin taparrabos en las deliberaciones ni nadie que regulara la estúpida desnudez que exhibía, impidiéndole pisar tierra firme y confiada, donde echar prósperas raíces –de saneado árbol-, y una vez pertrechado con las mejores armas alzar el vuelo, desvinculándose de los enfermizos amarres que lo esclavizaban.
Al ser familia numerosa, los problemas se agravaban por momentos, y cada uno de los hermanos se planificaba la hoja de ruta lo mejor que podía, no sin antes referir que unos arrimaban el hombro más que otros, como suele acontecer incluso en las mejores familias, en consonancia con la responsabilidad y las afinidades innatas, de suerte que aquellos que aprovechasen con más convicción los talentos recibidos se verían grandemente recompensados, mientras que todo sería más cicatero para el resto, dependiendo por tanto del itinerario de cada cual, arropado por sus afortunados dones.
Haciendo un poco de historia en el teatro del mundo, parece cumplirse el ciclo de la vida, en que el ser vivo nace, crece, se desarrolla y muere, sometido al férreo dictamen de la madre natura, reseñando a tal efecto que no ha mucho el progenitor pasó por un trance laboral similar al que vivirá más tarde Rómulo, en lo concerniente a la subsistencia, al haberse visto forzado a emigrar a tierras remotas para mejorar la maltrecha economía, y atender como es debido el núcleo familiar, toda vez que en la tierra que nació se le negaba el pan y la sal, sintiéndose con el agua al cuello por las malditas deudas que había acumulado en la tienda de ultramarinos de la esquina donde se abastecía, hasta el punto de esquivar las callejuelas del entorno por no oír las amenazas desagradables de cierre del grifo alimenticio o algo peor, de muerte.
No era una sorpresa para nadie en el municipio el hecho de que los números rojos de muchas familias crecían de forma galopante debido a la falta de liquidez y al precario trabajo que había, sin olvidar las pésimas cosechas agropecuarias, ya que cuando venían escasas los precios se ponían por las nubes, mas cuando la cosecha relucía como los chorros del oro, entonces nadie apostaba un centavo, viniéndose abajo la venta, y se veían obligados a dejar el fruto bajo la tierra, sucediendo un año sí y el otro casi también, después de la ingente inversión obtenida mediante sufridos préstamos encaminados a adecentar la tierra para las labores de labranza.
Así que el progenitor se vio forzado a tal tesitura, aupado por la fuerza de la carestía que le embargaba. Viajó como un trotamundos por los cuatro puntos del globo, siendo acogidos sus pálpitos por los más dispares parajes durante largos lustros, bien por Europa -Francia, Alemania, Holanda-, bien por América –Argentina, México- o por la piel de toro –País Vasco y Cataluña-. En todos ellos dejó la impronta de la entrega más sincera y el aliento del amor propio.
Después del interminable y pusilánime invierno en el que hibernó, Rómulo se fue despojando de los insensibles harapos que lo cubrían, pasando a desnudarse por dentro. De ese modo casi misterioso la fruta fue sazonando con el calor del sol, la sensatez y la chispa de la vida.
Todos los indicios apuntaban a que Rómulo seguiría los pasos del progenitor, al consultar el horóscopo y trazar una alternativa a las ciénagas juveniles, y caminar hacia adelante sin regomello y con decisión. Desde hacía tiempo daba muestras de no querer continuar por más tiempo en ese agrio mundo, y más aún cuando leyó en la revista médica que vio en la sala de espera de la consulta, que si no rectificaba los hábitos, en poco tiempo el rostro, los dientes, y la piel sufrirían desagradables transformaciones. Ante el cariz profético de tan sublimes y originales admoniciones, quién sería el atrevido que no reaccionaría.
Así fue inoculando en el cerebro pequeñas dosis de cordura y de beneficiosas intenciones. En primer lugar echó las redes por el área deportiva, y se incorporó a la plantilla del primer equipo de fútbol local, participando en las distintas competiciones del calendario liguero. El ejercicio físico le fortalecía el espíritu y los músculos. Asimismo se le abrieron unas perspectivas nuevas, recuperando el hábito de lectura de la niñez, en que ya daba muestras de inclinación por los libros, tal vez por influjo del abuelo paterno, pues, pese a todo, había que reconocer que atesoraba un alma sensible e inquieta, ansiosa por hacer algo fuera de lo común, intentando alejarse de los puntos conflictivos.
Le encantaba la poesía, el arte y la música, llegando a hacer sus pinitos en los ambientes de su pandilla con cierto desparpajo, y memorizaba poemas, canciones o pasajes de historias o leyendas que le despertaran el apetito. Le chiflaban sobre todo las leyendas, por lo que se pasaba las horas muertas empapándose de la trama cada vez que se topaba con algún legajo o manuscrito. Cierta primavera, cuando el campo estalla en mil colores y se cubre de aromas, mariposas y sorpresas, vino a caer en sus manos unos cuadernillos de pastas desvaídas, en los que se relataban episodios de la antigua Roma, como la lucha de los gladiadores con las fieras, las famosas bacanales o las cálidas termas, entre otros asuntos.
Hojeando las páginas, Rómulo se detuvo en el apartado de las bacanales, imbuido acaso por la atracción que sentía por las fiestas, el vino y toda la parafernalia que conlleva, haciendo referencia al milagro que hacen los sacerdotes en el sacrificio de la misa con el vino. Y porque estas fiestas se ofrecían igualmente en honor del dios Baco, precisamente el dios del vino, de la agricultura –que tanto trilló- y, sobre todo, de las buenas relaciones entre los mortales, por lo que le apetecía aportar su granito de arena y rendir su pequeño homenaje a la divinidad, pero deleitándose con el vino y los placeres.
Durante una época se entusiasmaba Rómulo elucubrando sobre tales eventos, y se detenía en las escenas más calientes, sintiéndose tentado a probar las mieles de la carne, pero los miedos y las no pocas estrecheces le denegaban semejantes dispendios. No obstante, el verse acuciado por tal solicitud puede que prendiera la mecha del fuego de los estupefacientes, en una pugna desigual entre el quiero y no puedo, cayendo en las redes con el prurito de saciar las frustradas utopías.
Pareciera como si Rómulo se hubiese configurado su propio mundo, donde oyese disertar a los siete sabios de Grecia en amena charla en la academia, reflexionando cada uno en su papel sobre su propia temática, y permaneciese atento, como un alumno aventajado, entregado sin reservas al soplo que llegase; lo que quizá diese pie a que se impregnara de la leyenda de la fundación de Roma, tal vez por cierto aire vanidoso – de niño consentido- de similitud onomástica, de forma que lo habría acuñado en el subconsciente, y se imaginó mediante mil devaneos y certeras suposiciones que era un afortunado deslizándose por esa estela, convencido de que podía salir airoso del atolladero, siempre que contara con alguna ayuda, como ser amamantado por otra loba, emigrando a una ciudad de prestigio, feraz y emprendedora.
Sin embargo no entraba en los cálculos de Rómulo alcanzar la luna, o hacerse millonario con el hallazgo del tesoro de El Dorado, picado tal vez por los guiños de la leyenda, en la que los indígenas del pueblo amerindio chibca, cuyos jefes se cubrían el cuerpo con ungüentos y oro molido, y se zambullían en la laguna de Guatavita (Colombia), a pesar de que la riqueza de aquellas tierras no era el oro, sino la sal, que cambiaban por metales preciosos con los pueblos vecinos, ubicados a orillas de los ríos de las cordilleras que los circundan. La áurea fama se fue expandiendo por las ondas, y una vez que fueron vencidos los chibcas, se comenzó a organizar oleadas de expediciones a estos míticos rincones en la creencia de que solventarían todos los males.
En cierta ocasión, alguien sugirió a Rómulo la clave o algo novedoso envuelto en aromas de inquietud para el despegue, generando un chisporroteo extraño, que le despertó los instintos, inmerso como estaba en el fragor de los narcóticos, masticando las virutas de la turbación, y pugnaba por romper con aquella rutina que lo ensombrecía tratando de modificar el chip, y apostar por otra carta en la partida, partiendo hacia otros lugares más florecientes, y vivir con hombría la vida, y así, sin apenas percibirlo, lograr el éxito, aunque se hallase vapuleado por las tribulaciones, y, armándose de valor, se dispuso a batallar en todos los frentes, derribando los obstáculos que le obstruían el paso.
Probablemente desconocía Rómulo los entresijos de las tierras que le aguardaban a la vuelta de la esquina, y hasta puede que no tradujese con fidelidad los datos geopolíticos de la realidad más allá de lo que se da en el telediario, pero eso lo superó con creces poniendo en funcionamiento su espíritu aventurero de lector incansable, movido por los estímulos de un amiguete, que en numerosas ocasiones le había asesorado acerca de lo divino y lo humano, señalando la conveniencia de establecerse uno por su cuenta, aprovechando la oportunidad que se presente, y de esa guisa pronosticaba la posibilidad de encontrar un trabajo en el ramo de hostelería por la Costa del Sol, concretamente en algún restaurante situado en el valle tropical sexitano, puntualizando que al menos en verano, y más en agosto, todo el personal era poco.
A lo mejor fue el azar, o las lecturas de las que tanto tiempo se nutrió las que dieron su fruto tropical, cual aguacates y chirimoyas, al venir a recalar en estas tierras almuñequeras, atraído por los relatos sobre los distintos pueblos y etnias que habían jalonado su esqueleto vital y cultural, además del flujo turístico y la exuberante vega con su generosa hortofruticultura.
Y resultaba curioso que, en los periplos de calma chicha, Rómulo se solazaba placenteramente rememorando la elaboración de salazones del parque de El Majuelo, soñando con emular a los intrépidos marineros que surcaron estas aguas más ligeros de equipaje, y se inquiría con admiración sobre las depuradas técnicas que utilizaban en la preparación del garum. No podía, llegado a esta parcela, pasar por alto las gotas de sangre morisca que le bullían en las venas avivando el rescoldo sabroso de los manjares de los ancestros, que aún rondaban por su paladar, como el salmorejo, la alcachofa, la alboronía, el alcuzcuz, la albóndiga, y de repostería, el almíbar, el arrope, o las pastas, como el alfeñique y la alcorza.
Dicho y hecho, y apañando dos mudas, unos bocatas y cien euros, ahorrillos del trapicheo, en el bolsillo emprendió la audaz fuga hacia el descubrimiento de su nuevo mundo.
A partir de ese momento el modus vivendi de Rómulo daría un vuelco. La odisea laboral discurriría por los senderos de la restauración, como camarero, siendo bautizado profesionalmente en las aguas de hostelería, algo insospechado a todas luces por él, pero que en tales coyunturas le supondría todo un reto y la degustación de un rico maná caído del cielo, teniendo en cuenta que exhibía hechuras de página en blanco, una lámina virgen, casi sin moldear por los pellizcos de la vida, pero que posiblemente superaría con suma facilidad, adaptándose con premura a las nuevas ordenanzas.
Tenía por norma levantarse temprano, acostumbrado como estaba a madrugar –cual gallo de pelea en el gallinero-, aunque fuese para contar ovejas o matar moscardas apontocado como un muermo en el cuarto de estar o en los poyos de la plaza pública, pero ahora no era el caso, y una vez que se había aseado a plena satisfacción tomaba el camino rumbo al tajo, donde le aguardaba una ardua tarea, totalmente enriquecedora en los inicios, infundiéndole alentadores brotes de autoestima para seguir en la brecha.
Todo este mundo repentino que sobrevino le reportaba preludios de ensueño, como un regalo de reyes. Algo que nunca había imaginado, ya que lo que en realidad había practicado, en los paréntesis vitales, fueron faenas agrícolas, verbigracia, podar árboles, arrancar o plantar tubérculos, o recolectar diferentes frutos, aceituna, almendra o bellotas de los alcornoques –en el buen sentido del término-, que en aquella época proliferaban por la comarca.
No tardó demasiado tiempo en acoplarse, ejecutando su labor con seriedad y eficiencia, como jamás hubiese pensado nadie ni tan siquiera la que lo alumbró.
Rómulo sudaba la gota gorda, cual pertinaz hormiguita, por labrarse un porvenir, y percibir unas remuneraciones que le permitiesen el día de mañana formar una familia a salvo de las acometidas de la hambruna, sin depender del gobierno paterno; y así transcurrió un lapso de tiempo en que no escamoteó esfuerzos, disponiendo de la chance de alternar con la concurrencia, y dar los primeros pasos en las pulsiones del corazón, contactando con los suspiros de nuevas vivencias, y su savia se fue puliendo, hasta el punto de que ya no amanecía con aquellas escandalosas legañas del imperio del esparto, que provocaban espanto por la amarillez de unos ojos hundidos, amenazados por la ictericia.
Ahora su faz irradiaba serenidad, luz, al igual que una pieza valiosa recién abrillantada, contrastando con la imagen de antaño enmohecida por la desidia y el olvido, esperando una mano de limpieza.
Con el paso de los años, y como la alegría dura poco en casa del pobre, los vientos se le torcieron de mala manera, al penetrar la crisis en la empresa como ladrón en casa ajena, cayendo en la insolvencia y la bancarrota. No obstante, a los pocos meses de vagar desnortado por las sinuosidades del desaliento, alguien se cruzó por su calle, reenganchándolo en la cadena laboral, encomendándosele tareas de limpieza, y se puso más contento que un niño con zapatos nuevos, porque calibraba en su justo término los gritos del desempleo, y de paso venía a resarcirle de una secreta deuda que hubiese contraído consigo mismo, de modo que tales quehaceres le guiarían por los vericuetos interiores, fortaleciendo las firmes convicciones a las que había llegado, eliminando las telarañas y el negro hollín enquistado en el cerebelo durante los inanes años que permaneció atado a insalubres compañías, al borde del abismo.
Rómulo poco a poco entra en una vida normal de mileurista, encontrando novia, casa e hipoteca, con la ilusión de echar raíces en el nuevo suelo y cobijarse el día de mañana con la pareja en ese fuerte almuñequero, sobreponiéndose a las dificultades de la travesía.
Últimamente recibe agradables sorpresas, toda vez que los sueños van tomando cuerpo, y cuál no sería el asombro al llegar a sus oídos la sorprendente noticia de que había sido agraciado con el premio gordo de la lotería de navidad, que por supuesto no creía, dándose la paradoja de no haber llevado nunca una participación por ser enemigo acérrimo de los juegos de azar, influenciado quizá por los dictados de los progenitores, que apostillaban que la mejor lotería era el trabajo, pero que en esta ocasión lo adquirió a regañadientes y por puro compromiso, dejándose llevar, como tantas otras veces, por el viento que soplaba.
No cabe duda de que la suerte es ingrata o injusta en determinados lugares y circunstancias, seguramente más para unos que para otros, malos o buenos, vaya usted a saber, e ignorándose las interioridades o veleidades de Rómulo en tal aspecto, a buen seguro que zanjaría la cuestión afirmando que más vale pájaro en mano que ciento de promesas volando.
Habrá que convenir en que el premio lo tenía Rómulo más que merecido, por el hecho de que había puesto todo el empeño y los ideales en desempolvar el futuro, siendo rescatado a tiempo de las fauces del averno, al lograr un empleo, que llenaba sus horas vacías, según el currículo y sus aspiraciones en mitad del tsunami por el que había transitado, y, aunque no encontrase el tesoro escondido o el ansiado oro rubio o negro, se puede testificar que materializó la hazaña de ser profeta en su tierra –al menos en parte-, haciendo sus pequeñas Américas aunque sin pisar el charco, convirtiéndose sui géneris en un afortunado indiano andaluz, dispuesto a exhibir a conocidos y extraños las infinitas propiedades adquiridas en buena lid, que se resumen en una, sentirse bien consigo mismo -su pequeño gran paraíso-, con no poco esfuerzo y un poco de buena suerte, que suele ser el signo de los elegidos.

jueves, 19 de mayo de 2011

El botijo y la sombra




Eran años estrechos, de penurias, de escasez extrema, en que la gente vivía o malvivía encerrada en su habitáculo al abrigo de sus necesidades más perentorias, sin poder columbrar más allá de dos palmos de sus narices, por la oscuridad reinante en las perspectivas que se desplegaban en el ambiente, en la piel, en los corazones. No se rumiaba ningún vigor, impulsos contundentes fuera de la subsistencia, y no se lograba que aquello funcionase como los viejos trenes de entonces envueltos en nubes de negro humo a todo vapor, o echase a andar de una puñetera vez.
El horizonte se mostraba hosco, inundado de unas lágrimas secas, que no permitían ninguna satisfacción o alegría por sorpresa, como no fuese disponer de un buen botijo en casa o en el campo a la sombra de una higuera o de las ramas de un esplendoroso árbol que por allí creciese, con rica agua fresquita para acallar los demonios del cuerpo azuzados por la sed, que ardían en las entrañas por todos los frentes.
Ocurría que, al levantarse la familia por la mañana temprano, husmeaba que no tenía nada a la vista, que los alimentos brillaban por su ausencia, que hacía falta acarrear algo con idea de matar la maldita hambre para seguir vivos, y muy diligente se acercaba alguien de la familia a la tienda que abastecía al pueblo, que se asemejaba al cuartelillo de la guardia civil, pues en ocasiones los escaneaban, llevando a cabo un registro de pies a cabeza, e incluso examinaban las huellas y los antecedentes genealógicos relativos al patrimonio o reflejaban en una etopeya su filiación ideológica como un estigma de por vida, y por el camino se interrogaba turbadamente un abanico de cuestiones, que en circunstancias normales no cuadraban en el cerebro humano, como, qué compro, qué necesitaré hoy para salir del paso, qué me llevo a pesar de todo, y con qué me quedo al final para saciar mínimamente a la familia, debido a la persistente pugna entre la inmisericorde ausencia de dinero y la atroz represión a que se veía sometido, y no sabía cómo arreglárselas para salir del atolladero, entre las ansias de comprar y la necesidad que tanto apremiaba, que le nublaba la mirada, la mente, impidiendo que pusiera los pies en el suelo, y elegir con sentido común lo que precisaba para comer, y de ese modo rellenar en parte los vacíos de la despensa, pero no había forma, eso resultaba ser una quimera, porque todo o casi todo se compraba fiado, mañana te lo pagaré, le decía, y así se iba engrosando la cuenta, el suma y sigue, debiendo contentarse con muy poquita cosa, y adaptarse a los dictámenes del tendero/a en la mayoría de los casos, debido a la fianza, y siempre ponderando un sinfín de requisitos, entre otros, de qué color respiraban los ancestros a raíz de la última movida de la guerra fratricida del 36 al 39, y en consecuencia se dignase o no tolerar que se llevara tantos o cuantos artículos, o algunos cuartos de kilo de garbanzos o lentejas, o ciertas libras de tal o cual producto, por mucha falta que le hiciese.
No obstante, lo que casi nunca le podía faltar a Casimiro era su botijo lleno de agua fresquita, que se lo traía Pepita de una fuente de los alrededores del pueblo, la denominada Minilla, que se hallaba inmersa en un verde bosque con gigantescos árboles, que cubrían con ímpetu toda la espesura, donde brotaba el agua viva y cristalina, con una fragancia y una alegría que alejaba las alergias y todos los males, y alegraba la casa y la convivencia, alcanzando a ahogar las penas y las turbias calenturas que circulaban por el espíritu o los penes o los duendes del amor, frenando los apetitos de la carne, toda vez que no estaba el horno para bollos exigiéndose la continencia cristiana, porque en los estados de ánimo por los que se atravesaba en aquellos momentos no se disponía del carburante preciso para apenas sostenerse en pie, y menos aún emplear las reservas en semejantes frivolidades, por lo que había que apresurarse y sobreponerse a las tormentas y a los tormentos que corrían por los senderos más íntimos, y era de obligado cumplimiento ir al grano, ya que como dice el dicho popular, oveja que bala, bocado que pierde, aunque lo verdaderamente complejo del asunto era encontrar el bocado que llevarse a la boca.
A veces iban al campo el padre y el hijo a realizar puntuales faenas agrícolas, a distintas lomas de las montañas, conocidas por la denominación de los secanos, por la precariedad de agua, y unas veces iban a lomos de la mula y otras tirando del ronzal, -aunque no se pareciese a la historia rocambolesca del cuento del burro, siendo criticados por el vecindario de forma esperpéntica-, y a fin de aliviar la árida travesía y suplir la carencia de un transistor que mitigase la fatiga durante el trayecto, por todo ello el progenitor, creyéndose un Gardel o un Manolo Escobar, tarareaba, cantaba o silbaba melodías de su rico repertorio, coplas populares de la época, que se transmitían de boca en boca de la Piquer, de Lola Flores, de Peret u otros, amenizando la triste y aciaga avanzadilla de la mañana, acorralados por los rayos solares y los monótonos sones de las cigarras, las moscardas y la pesadumbre que se columpiaba sobre sus hombros, mezclándose con el sopor y el calor asfixiante del estío.
Las coplas portaban mensajes que flotaban en el ambiente, por ejemplo, la del maldito parné, con lo que escaseaba la plata en los bolsillos de los lugareños, y sin embargo en otras manos sobraban y la malgastaban, sembrando discordias y vilipendios; en ocasiones, si el hijo escuchaba la copla del progenitor con cierto aire de misterio y autocomplacencia, …te quiero más que a mi vida, más que al aire que respiro,… que las campanas me doblen si te falto alguna vez…pensaba sin duda que se refería a su persona, a sus sentimientos, al futuro que le aguardaba en la vida, pues en ningún caso los conocimientos de un niño podían desentrañar la enjundia de tales canciones, que entonaban rijosos y envalentonados los mayores, llevados por la libido.
Eran tiempos de esparto, de pleita, de la zafra, de la extracción de la esencia de los tallos de romero, de jarabe de palo, de carestía, de camina o revienta, de comer para vivir o prolongar la agonía. Pero en ese áspero desierto estaba el todopoderoso botijo, con el rico maná en sus entrañas, que en buena medida dulcificaba y amamantaba a los mortales.
Lo primero que hacía el progenitor al entrar en la casa era trincar el botijo -o búcaro o pipote-, que en esto sí que existía un despilfarro de vocablos, gracias a dios, pues todo no iba a discurrir por los precarios derroteros, y se quedaba colgado del caliche como el bebé de la teta de la madre, de suerte que le abría las ventanas del alma y del pensamiento, refrescándole el espíritu. Si por un casual Casimiro echaba mano del botijo y lo encontraba vacío, sin el milagroso líquido elemento entre sus ubres, furioso e impaciente cantaba las cuarenta a Pepita, recitando la letanía de todos los santos habidos y por haber, exclamando con los ojos desencajados:
-Pepita, Pepita, oye, qué pasa, coño, vamos a ver, tú no me conoces…
-Qué, Casi, Casimiro mío, dime…
-¿Dónde andas? Mira que te lo tengo dicho, y siempre te lo digo, pero ni por esas, que siempre tengas el botijo lleno de agua fresca para cuando llegue, y hoy no tiene ni gota, en qué echas el tiempo.
- Casi, ahora mismo iba a llenarlo a la Minilla, que es la que a ti te gusta, por lo fresquita que viene, pues la de la otra fuente no la quieres ni para los animales, pero, mira, cariño, hoy te has adelantado y has llegado más temprano, y además no quería que estuviese caliente para cuando aterrizaras.
-Pero cómo das lugar a esto, no sabes que no puedo vivir sin un trago de esta agua, porque yo no soy de esos que se van a la taberna a ahogar sus penas por la falta de pan, como acostumbran muchos borrachines y gente sin escrúpulos, que apenas entran por la puerta de la taberna se transforman como si recibiesen la gracia del Espíritu Santo, y empiezan a soltar dislates, creyéndose los amos del mundo, al contactar con el olor del alcohol; a buen seguro que son unos auténticos haraganes, que se regocijan en esos charcos. No saben apreciar la riqueza de una bebida sana, que cura las enfermedades y robustece la actividad humana.
-Pues mira, Casi, te contaré algo, no pude ir antes a por agua, porque he tenido un problemón con las gallinas, que van a acabar conmigo, y los cerdos, que no me dejaban tranquila, pues estaban nerviosos y alborotados, sin ganas de comer ni de moverse, como hipnotizados, pues al parecer unos zorros han estado merodeando por aquí durante la noche, y se sienten aturdidos, como paralíticos los pobres animales, que ni siquiera se atreven a beber agua de la que a ti tanto te agrada.
-Bueno, menos cuento, Pepita, venga, vamos rápido, tráete el agua antes de que me hierva la sangre y coja el garrote, porque de lo contrario voy a espichar como un pobre e indefenso pajarillo.
Nunca se valorará en su justo término la importancia y trascendencia que supuso el botijo en la vida de las personas a través de la historia, cumpliendo religiosamente el exquisito ritual, debiendo figurar por méritos propios en los más prestigiosos museos culturales del universo, habiendo quedado, sin embargo, en el baúl de los recuerdos, casi minimizado por la desidia, cuando llegaron a los mercados las nuevas tecnologías, los fríos frigoríficos, o las frescas neveras con los hielos.