domingo, 22 de marzo de 2020

Tras sus huellas o el último rentista





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En la infancia jugaba Eugenio con otros niños a los juegos de entonces: salto de pídola, peonza, escondite, canicas, aro, gallina ciega, zancos, las cuatro esquinas o lanzamiento de chinarros con tirachinas a todo bicho viviente, perro, gato, a rivales o ufano gorrión en tentador festín.
   En la posguerra sus padres cruzaron el charco como otras tantas familias en pos de una vida mejor, con idea de hacer las Américas siendo él aún un niño. Al crecer y hacerse un hombre, con su amor propio y al trabajo y el buen olfato mercantil puso una pica en Flandes logrando que los hados le fuesen favorables, llegando a convertirse en un afamado acaudalado, pasando a engrosar el árbol genealógico de los denominados indianos.
   Eugenio evocaba con no poca morriña su infancia en el pueblito gallego que le vio nacer, y el musgo que traía con su padre para el belén familiar, así como los rebeldes caracoles y suculentas setas del bosque, si bien sus frutos preferidos eran las castañas y nueces.
   A su abuela la tenía en un altar, siendo a quien más admiraba y quería por su ternura y entrega estando siempre dispuesta para ayudar a los demás, y luchaba día y noche por ver a su familia feliz y contenta.
   Yo, -decía ella a sus años-, si por mí fuese hubiera emigrado muchísimo antes a América para salir del pozo de la pobreza, levantando el vuelo adonde fuese menester,  arrimando el hombro como el que más.
   A pesar de las adversidades y conjuras contra su persona, Eugenio se llenó de gloria. Después de haber emigrado con una mano delante y otra detrás, en cuanto pudo se lanzó con todas sus fuerzas en busca de un mundo mejor, a fin de conseguir tiernos trinos que le amenizasen las alboradas en días de crudo invierno.
   Al cabo del tiempo su hoja de servicios lo catapultó al rango de egregio indiano, y llegó a amasar una formidable fortuna hablando en plata, logrando las más prósperas rentas de la comarca, siendo la envidia del resto de residentes viviendo a todo confort, no faltándole capricho alguno por costoso que fuese, disponiendo de avión privado, barco y toda una colección de vehículos de alta gama, así como la protección de cuerpo de escoltas.
   Así de esplendorosos y ubérrimos transcurrían sus días nadando en la abundancia, picoteando en todos los charcos, y mira por dónde de la noche a la mañana se derrumba su vida como un castillo de naipes.
   Sus pilares económicos y emotivos gozaban hasta la fecha de una salud de hierro, así como el termómetro de amistades que sostenían su esqueleto financiero y anímico junto con Margarita, su fiel pareja, a la que adoraba.
   Durante un tiempo echaba de menos el cultivo de otras parcelas como la cultura, por lo que se dedicó generosamente en sus horas libres a participar en actividades de ocio en las que entretenerse. Fue un auténtico mecenas del arte, y no conforme con eso se convirtió en un avezado rapsoda recitando poemas en academias, cenáculos y paraninfos universitarios por todo el continente americano, iniciando sus labores líricas por el  Modernismo con Rubén Darío a la cabeza, declamando poemas tales como  “La princesa está triste, qué tendrá la princesa, los suspiros se escapan de su boca de fresa”… o “Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar, yo siento en el alma una alondra cantar, tu acento. Margarita, te voy a contar un cuento”…, y lo hacía con tal maestría y sencillez que dejaba extasiado al auditorio, rodándole lágrimas de emoción por la mejilla y los espesos mostachos acrecentando más si cabe su entusiasmo y olor de multitud.
   No obstante no descuidaba los negocios, pues andaba embebido en los tejemanejes e inversiones de tentadoras y golosas rentas desafiando al fisco y al más pintado, ajeno a las lenguas de doble filo o comidillas de gente de su círculo más cercano.
   Vivía el indiano en un vetusto castillo medieval, más castillo que palacete, con esperanzas de construirse al regresar a su tierra querida una vivienda moderna a su gusto, a ser posible en un  terreno de copiosa y verde arboleda. El castillo estaba bien pertrechado con guardia personal y una jauría de rottweiler de siniestros ojos capaces de descuartizar a cualquiera.
   No cabe duda de que las personas son limitadas, no estando todo a su alcance, y no hay que dormirse en los laureles pues las cosas no vienen solas, ni es posible tampoco prever todo lo futurible, acontecimientos, fuertes temblores de tierras o desquiciados avatares, por lo que un día de rebosante primavera, cuando los prados ríen y se oyen a rabiar las alboradas en lontananza Margarita, un tanto pensativa, se asomó a la ventana de su jaula de oro en la que vivía, y tras verificar que no había moros en la costa se lió la manta a la cabeza y se echó a la calle con lo puesto caminando descalza por la mullida y húmeda tierra llevando unas chanclas en las manos, dejando tras sí las huellas en la tierra que hollaba.
   El día de autos Eugenio, el último rentista, no se sentía bien respirando con dificultad al tener la tensión por las nubes y fuerte jaqueca y migrañas, tales coyunturas no eran muy diferentes de las rocambolescas resacas que le aquejaban tras las bacanales y orgías a las que concurría.
   Al despertarse al día siguiente fue abriendo los ojos poco a poco muy alterado no pudiendo controlarse, y empezó a dar bufidos y fuertes patadas en la pared exclamando ¡ay mísero de mí!, exhalando espumarajos por la boca semejantes a los estertores de la muerte, nada que ver con los saltarines y alegres rebuznos del rucio de Sancho Panza por las anchas tierras manchegas.
   No eran de extrañar en la vida de Eugenio tales martingalas o enredos, se diría que formaban parte del ritual con el que solía dar instrucciones a los sirvientes, siendo así mismo una señal de alerta de que continuaba vivo, y que cada cual cumpliera con su cometido.
   Transcurrido un tiempo prudencial entre la víspera de los aconteceres y otras cosas no contadas, y advirtiendo que Margarita, su amada esposa, que dormía en la habitación contigua no aparecía, sospechó lo peor, su fuga, y empezó a llamarla fuera de sí por todo el entorno del castillo y árboles frutales que poblaban el terreno con la cara toda descompuesta arrojando por los aires todo cuanto caía en sus manos interrogándose amargamente por su paradero.
   No sabía que Margarita había emprendido muy de mañana un veloz vuelo rumbo a lo desconocido encaminando sus pasos por ignotos derroteros, debido a que sus sueños se hallaban hechos añicos y a años luz de la suntuosa vida muelle que llevaba, encontrándose interiormente vacía.
   Al cabo de un tiempo Eugenio no la daba por perdida, y con no poca sutileza y parsimonia removió Roma con Santiago para descubrir algún vestigio, mas ella, como ya indica su nombre, toda circunspecta y firme en sus planes, fue deshojando la homónima flor preguntando si iba a Buenos Aires, Roma o París, si, no, si,… y finalmente se inclinó por los bosques de la vida con un amigo de la infancia, recordando los días azules en que asistían a la escuela vislumbrando en él su espejo, el paradisíaco jardín de su existencia, cayendo el honorable indiano en las más decrépitas cloacas vitales sin que el embrujo del peculio, cheques en blanco y palaciegas damas que besaba y abrazaba en voluptuosas y galantes fiestas con sus tocados y vestidos y fuegos encendidos de amor le aliviasen tan deprimente y lacerado estado.
   Ya lo dice el proverbio castellano, no es oro todo lo que reluce