viernes, 31 de diciembre de 2010

Invierno



Ricardo resoplaba con dificultad tiritando de frío, cuando recolectaba la aceituna en el campo. Era superior a sus fuerzas. Maldecía los días en que le obligaban a realizar semejantes tareas. Prefería no haber nacido. Cuán distinto del tiempo de recreo en las fiestas navideñas, que se lo pasaba en grande, disfrutando con los amigos en diferentes divertimientos en la plaza o por las calles del pueblo o en casa de algún amigo. Los días, impregnados de rica savia, se hacían querer y parecían eternos, e invitaban a soñar y volar por las alturas, paralizándose el sol en mitad del cielo, y todo a su alrededor sonreía sobremanera, encontrándose en un lugar ameno, casi bucólico, sin contratiempos ni una espina o umbría que le incomodara.
No quería pensar la que le esperaba cuando bajara el telón el otoño, y asomase cantando el invierno, dispuesto a renovar las aguas otoñales, con el fin de realizar los quehaceres que le corresponden en su estación. Se le nublaba el horizonte. La cantidad de nieve, pensaba, que debía triturar para seguir viviendo. Esos lóbregos días en carne viva, que se tiran a la calle sin respetar abrigos ni bufandas, dispuestos a todo, ¡esos días serían tan negros! No podía serenar los ánimos. Los ardores de estómago se le acrecentaban y lo llevaban a mal traer, generando en su vida innumerables inquietudes. Los olivos, esplendorosos y magnánimos, no daban su brazo a torcer, ofreciendo su fruto, y formando una alfombra verdinegra, como si cayera maná o acaso goterones de agua congelada sobre la misma coronilla de Ricardo, que lo derretían, al recoger en cuclillas el preciado fruto.
Por las mañanas tomaba el caliente desayuno de torrijas caseras, que se preparaban en la sartén con rodajas de pan en abundante aceite hirviendo y el correspondiente tazón de leche, alimentando el fuego con cáscaras de almendra, ramas y troncos o carbón. Poco a poco se iban dorando hasta tostarse. Era el carburante imprescindible para que arrancaran los motores antes de trasladarse a lomos de la caballería a los distintos pagos o fincas del lugar (verbigracia, las Alberquillas, el Corralillo, Jurite, Cuatrei, los Palmares, la Loma colorá, la Cuesta de la hoya o el Suspiro del moro). Los caminos se habían diseñado para el paso de las bestias, por lo que de vez en cuando descollaba por la superficie algún que otro abultado peñón, o de improviso aparecían feos hoyos, de modo que hasta al caminante más avezado se le jugaba una mala pasada.
¡Cuán lejos quedaba aún el todo-terreno! Resultaba impensable aún en tales fechas, y más para los autóctonos, que llegase un día en que los vehículos de motor transitaran alegremente por aquellos parajes como pedro por su casa. Sin embargo, la nieve revuelta con las olivas rodando por la áspera corteza del terreno, y que tanto odiaba Ricardo (porque lo que le gustaba en esos momentos era ir a la escuela y ser un hombre de provecho el día de mañana, como otros niños de su edad), pero que era tan beneficiosa para el campo (así lo atestiguaban los más antiguos del lugar evocando el proverbio, año de nieves, año de bienes), y tan apreciada a su vez en las sierras limítrofes por quienes gozaban de un nivel de vida superior, en que los ingresos les permitían gastar una parte en la práctica del esquí, alojándose en un apartamento u hotel del recinto de la urbanización.
Tales incursiones a esos espacios privilegiados de esparcimiento de invierno no estaban al alcance de todo el mundo, resultando prohibitivo para una inmensa mayoría y por supuesto para Ricardo, en todo caso podría saciar su curiosidad contemplando el espectáculo de la nieve en el cine, y posteriormente en los reportajes de televisión. Aunque en el fondo no le engendraba envidia, no obstante no le hubiera disgustado haberse desplazado a dichos lugares con la mochila bien abastecida, y desplegar sin miedo al desfallecimiento todas sus habilidades, pero sólo era un hipotético sueño. Durante la recogida de la aceituna se fraguaban las escenas más lamentables, pues las manos se desgañitaban impotentes pidiendo auxilio, al palpar la yema de los dedos la esquiva tierra y los pinchos y las traidoras lajas con la incertidumbre de si bajo su regazo cobijaran algún astuto escorpión y le picase por sorpresa. Tiritaba Ricardo acobardado por las insensibles bofetadas que recibía del gélido invierno, cuando no del progenitor, haciendo acto de presencia un serio frío, que de buenas a primeras se despojaba de la careta, echando las redes con un ímpetu inusual, acaso porque allí se encontraba él, pensaría, causando estragos en las emociones y los sentimientos, sumiéndole en la mayor desesperación.
El año nuevo no las tenía todas consigo, por lo que le pedía consejo al saliente por su experiencia, preguntándole cómo podría conseguir darle gusto a la gente desde el principio de su reinado. Mas el año viejo, levantando con dificultad una mano, y con una voz pavorosa, que salía silbando por entre las roídas encías decía, que no se hiciese demasiadas ilusiones, porque lo que prolifera en su oficio son las descalificaciones y los insultos, apostillando que con todo ello se podrían llenar tantas sacas, que no cabrían en los almacenes de todo un continente o del mismo universo. Así irán repitiendo sin desmayo por calles y plazas en invierno y en verano expresiones como, ha sido un año horroroso, un año de desdichas, un año de ruina, un año escandaloso, con otro año como éste no quedará nada sobre la faz de la tierra. Incluso apuntaban que todo lo que les ocurría a los mortales era achacable al paso y al peso de los años; menos mal, le espetaba, que al cabo de los días se vuelve uno tan sordo, tan torpe, que no oye la lluvia de quejas e improperios que van descargando.
Entonces el año nuevo ideó un plan, a fin de arreglar los problemas que le concernían, y encargó que enviasen e-mails a todo el mundo que padecía alguna dolencia, tullidos, mancos, ciegos, cojos, infartados, ancianos maltrechos, preguntándoles con todo detalle si deseaban que se quitase de en medio, desapareciendo del mapa, con idea de evitar que se prolongaran por más tiempo las angustias y calamidades por su culpa, y respondieron todos al unísono, sin excepción, que, por favor, no se ausentase ni una pizca de tiempo, pues de lo contrario corrían el riesgo de ver rebajada su vida en al menos un año, y no estaban dispuestos a ello.
El nuevo año enternecido por las fervientes muestras de apoyo, y las irrefrenables ansias de vivir de los afectados, dio su brazo a torcer, permaneciendo en su puesto al frente de su trabajo durante el tiempo de gobierno que le correspondía.
No obstante, el invierno trituraba paulatinamente lo poco bueno que había hecho el otoño, y arreciaron los huracanes, la erupción de volcanes y los tsunamis, menospreciando en parte la opinión de la población, pues ya tenía asumido que hablarán peste de él, siendo el blanco de todas las miradas, el culpable de todos los achaques, el verdugo, el que engendra las enfermedades, las arrugas, las lumbalgias, la desgracia de fenecer, que no es poco, y lo peor de todo, el olvido.
Alguien barruntará que no está todo perdido, que si se sumerge uno en la lectura de Cien años de soledad, seguramente supondrá ingerir una vacuna contra la brevedad de la vida, y así el fugit tempus saltará por los aires y se detendrá al menos un siglo o más, porque dependerá de lo que dure su deleite, al leerlo con fruición y mucha parsimonia, sin miedo a sentirse en soledad durante la travesía. O tal vez, ante la zozobra, contratar a Sherezade, a fin de que venga a nuestra presencia, e hilvane historias y más cuentos y una vez que llegue a las mil y una noches, iniciar de nuevo el itinerario incluso contándolos pausadamente a la inversa, y, aunque no sean capicúas, ya se les hará un huequecillo para que encajen con toda su grandeza y misterio, y así indefinidamente por toda la eternidad, y que el tiempo se fastidie, aunque como guinda del gran festín y siguiendo en sus trece, intente burlarse en nuestras propias narices una vez más, dejándonos cara de tontos con la frase lapidaria, el tiempo todo lo cura, pero a pesar de todo persistirán las suspicacias por doquier, y en especial sobre la futura recolección de la aceituna.

viernes, 24 de diciembre de 2010

La vela



La vela se sentía reprimida por el incomprensible aire que emanaba del género humano. Quería encontrar, como el filósofo de la linterna, la esencia de los seres por las calles y plazas en este vasto mundo, o acaso en el poso del vaso que alguien acababa de apurar. Lo hacía lo mismo a plena luz del día que en noche cerrada o de luna llena; eso le traía sin cuidado, pues escudriñaba la honestidad encarnada en las personas. Había gente que le increpaba preocupada, y lo interceptaba sin tregua, calificándolo de descerebrado, zascandil u otros epítetos ya arraigados en el acervo hispano, como el que en mala hora nació, y se ensañaban con su afán de búsqueda, sobre todo por el derroche de energía al ir en mitad del día, empecinado en hallar el verdadero meollo, la genuina idiosincrasia de los mortales.
No advertía con conocimiento de causa los intríngulis de los enemigos a los distintos modos de indagación, sobre sutilezas y endogamias peculiares, que navegaban por el universo sin haberse examinado hacia sus adentros, con luz propia, o mirado al espejo con los ojos de la consciencia, y hurgar en la imagen con una visión desinteresada, proyectando sus alegatos para estar vivo en bien de todos los pobladores, o seguir viviendo, mal que bien, en el andamiaje sin rebajar la blancura de la inmaculada nieve. Llegado a este punto, si se desnudara ante el espejo, no se sabe la reacción que tendría, al observar con lupa hasta las últimas consecuencias los microorganismos y las voluntades de que ha sido moldeado, y cómo aparecen estructurados. Cuántos misterios se agolparían en tan pequeño espacio de intelecto.
La incertidumbre se haría sin duda el harakiri, al percibir la minúscula armonía que se tejía entre la potencia y el acto (el poder y el hacer), entre los principios de los que se fueron hilvanando palmo a palmo los trajes, las cortezas sensibles de su cuerpo, los nervios, las células madre, y los pasos posteriores en la vida, sin brújula unas veces, sin orden ni concierto otras, que finalmente no conducen a parte alguna.
Continuaba el hombre con la vela asida haciendo sus labores de investigador del estulto mundo, que se debatía en mil desvaríos, haciendo de tripas corazón, bebiendo aguas insanas o cicuta adulterada, que, sin embargo, emponzoñaba paulatinamente la existencia, y por ende se iba perdiendo la fresca semilla que ilumina la razón, cayendo en descorazonadas tropelías al hilo del discurrir de los días.
Hoy es ayer, y mañana es hoy o tal vez al revés. Y el cerebro a través del tiempo se descuajeringa y desvincula cada vez más de lo primigenio, de lo ingenioso, de su cara natural, y se va convirtiendo en desvaídos entes, desprovistos de sentido, incapaz de vigilar la cocina, a fin de que el guiso, que hierve en la olla con toda la pringá, no se salga de sus casillas arremetiendo contra todo bicho viviente, y no ardan, como la vela o una mazorca de maíz, las propias células y el entorno familiar. Ocurrirá entonces que cuanto más tiempo invierta en lo visionario y en actos banales, mayor será el suplicio y la desdicha que le embargue, dejando de lado lo básico, lo irrenunciable, como, respirar, acariciar una mano amiga, observar la tierna ingravidez del gorrión asomado al balcón, o simplemente vivir, que tal como andan las calendas, no es poco.
Adelante, no se distraiga, y apague la olla para que no explosione o salga respondona, y camine con tiento extrayendo de la imagen del espejo una enseñanza, la enjundia que entraña y nutre el espíritu. Todo ello coadyuvará a pronunciar Eureka, o albricias, y contestará con gusto al principal interrogante, para qué está aquí devanándose los sesos con una vela por avenidas y bulevares, si no ve ni lo que acontece en derredor, porque lo falaz oscurece la luminosidad de la vela, y le atraviesa el costado, surgiendo reflejada en el espejo la falacia.
Ahora se dirige al otro extremo del compartimiento de su cerebelo, y mira la suerte en la bola de cristal (vaya usted a saber qué le dirá), o acaso en la lista de lotería por si los dioses o papá Noel se han dignado traer una pizca de saludable alegría, o un tarro de cosmética para revocar los desconchones y adecentar un poco la maltrecha fechada, que han ennegrecido las lluvias sin ningún remordimiento.
Hay títulos, nobiliarios o no, o temas que mueren por el camino, dando fe del nombre como el título irrecordable, antes de ver los rayos del sol o la llama de la vela, no sólo por el tiempo transcurrido, ya que puede ser de repente, o de un día para otro, desmoronándose incluso el árbol mejor plantado y con las raíces más arraigadas.
Por consiguiente la sabiduría y la honradez pueden surgir por contraste, ¿cómo no serlo ante el trato con una pléyade de personajes miopes, sin una visión de futuro, y que a veces son necios?
Y en éstas andaba enzarzado el viajero, cuando se fraguó el econtronazo,
-Pero qué sucede, oiga, que me lleva por delante, espere un momento, no sea un bruto.
-Ah, perdone, no lo sabía, y entonces, si es ciego, ¿por qué va con la vela encendida en la mano?
-Para qué va a ser, buen hombre, para que me vean los demás, porque no es lo mismo verse el ombligo, que poseer una visión de las cosas, una perspectiva cualificada de los seres y los comportamientos, pues aquí donde me ve, aunque no lo parezca, procuro alumbrar por la vida.
Y después de haber recorrido múltiples laberintos y vericuetos a lo largo y ancho del planeta, aunque no durmiera en un tonel como el filósofo heleno, ni se alimentase de los desechos humanos, se cuestionaba el currículo vital, farfullando, tanto batallar para irse desnudo uno, y sin derecho a indemnización por los imprevistos descalabros del viaje.

sábado, 18 de diciembre de 2010

La nieve


El tráfico por carretera le acarreaba no pocos trastornos, vómitos y adversidades. Las defensas no le respondían como en su estado primigenio, y se encontraba bajo mínimos, deshaciéndose como pompas de jabón. Y lo que se avistaba a la vuelta de la esquina no ofrecía mejores perspectivas.
Las contrariedades se multiplicaban a cada paso y desenvainaban sus afilados cuchillos, solazándose a su aire en el regazo, elaborando sórdidos nubarrones con raros achaques, verbigracia, estados griposos o súbitas neumonías, provenientes ora de vacas, de gallinas, de palomas o bien de porcinos, con voluntad de borrar al ser humano de la faz de la tierra.
En el horizonte se husmeaba algo que no encajaba bien del todo, al presentir unas insensibles manazas, que de manera soterrada atusaban engreídas los mostachos, mofándose a sus anchas y pregonando a los cuatro vientos que, cuando menos se espere, azotarán sin piedad a la población.
Sus garras hacían guardia en el campamento de invierno, con las armas prestas para la mordida, aguardando el momento preciso para atacar. Según las previsiones, esperaban forrarse durante el invierno con la llegada de ventiscas y gélidas nevadas, haciendo su agosto, al golpear con furia a los sectores más desprotegidos de la población en las partes más proclives a la desesperanza, con una invasión masiva de virus y bacterias.
Parecía que los contratiempos echaban alas, sobrevolando las copas de los árboles y las humeantes chimeneas de las viviendas, expandiendo su mortífero manto por campos y aldeas, sin toparse con algún freno que les presentara cara, y ponerlos en su sitio, exclamando, ¡basta ya de tantas extralimitaciones!, señalando los límites concretos a las ansias anexionistas.
Resultaba complicado lograr que toda una pléyade de calamidades pusiese los pies en polvorosa, de suerte que no se nutriera de falsas alegaciones, al saberse a todas luces que de esa guisa podría sacar tajada.
Pero el otro día ocurrió algo extraño, como un mal barrunto, al amanecer la casa en llamas, desconociéndose en un principio las causas de la catástrofe. Sin saber cómo, al despertarse se percató de que el habitáculo estaba ardiendo, yendo a la deriva como un barco en alta mar. Sucedió algo serio, y no era cosa de quedarse de brazos cruzados, por mucha flema que se tenga. Lo importante, en tales circunstancias, consistía en atajarlo cuanto antes, y luego buscar las causas que lo produjeron, a fin de que no se repita en el futuro; era sin duda un asunto difícil de descifrar, y peor aún si se le agregaba el fuego interior del inquilino, que no podía más, e iba a rastras por entre las cortinas de las habitaciones masticando inquietudes y desvaríos, de modo que, si no había suerte, tal sistema de vida acabaría por llevarse por delante lo que más quería, su amor predilecto y la vida propia, en una riada de enfermedades contagiosas, que horadaban subrepticiamente las gargantas.
Lo más horrible aconteció cuando, nada más despegar los párpados, se cruzaron los ojos con la ígnea maldición, que según todos los rumores apuntaban a la explosión de dos bombonas al unísono, quedando bloqueado por el impacto y la espesa humareda que brotaba del recinto.
Pese a los esfuerzos desplegados para sofocarlo, el fuego vomitaba por sus fauces, como un volcán, toneladas de terror, humo y lenguas de fuego, convirtiendo la casa en un auténtico infierno.
El pánico se adueñó de los vecinos, y algunos, turbados, se arrojaban por las ventanas, huyendo de la quema, y suplicaban auxilio a la ciudadanía y a los bomberos, cuya espera se hacía insoportable, toda vez que se les extinguía la vida en cuestión de segundos.
Sin embargo, había otros fuegos que repiqueteaban sin pausa desde hacía tiempo en las relaciones de la pareja, generando múltiples disensiones. Al llegar a ese punto, se daba cuenta de que eran asuntos privados, y pensaba que lo aconsejable sería sentarse en la mesa camilla, al calor de la estufa, y solventarlo mediante el diálogo, pero la situación se dilataba en el tiempo más de la cuenta, porque cada uno arrimaba el ascua a su sardina, pese a lo que les iba en ello, por lo que no había forma de apagar el fuego y restablecer la calma, ahuyentando de sus vidas los dislates que se muñían, lo que embarraba aún más si cabe los comportamientos; pero al poco tiempo auspiciaron que si retornaban a sus quehaceres cotidianos, al nido común, otro gallo les cantaría, y les alcanzaría despejar los nubarrones y sofocar los fuegos, pudiendo dormir tranquilos.

Consultando la agenda, advirtió que debía desplazarse a la ciudad de Nerja en tales coyunturas por una fuerza mayor, reparando en que podía ser el último día de su existencia por las adversidades que le acechaban, no haciéndole ninguna gracia, y no estaba dispuesto a ponérselo en bandeja a Caronte, y supuso que lo mejor sería conquistárselo, aprovechando las horas bajas por las que atravesaba, debido a la penuria económica, cumpliendo los dictados del proverbio, si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.
La nieve, que empezó a caer de forma estrepitosa, fue enfriando los tibios suspiros que aún exhalaba, ya que nunca había vivido una nevada tan fría y copiosa, y todo ello al ponderar, que si se trasladaba por carretera, corría un nuevo riesgo, verse arrastrado por ella a los mismísimos acantilados que proliferan por el itinerario, lo que le subía sobremanera el estrés y disparaba las dificultades que se urdían en su entorno, al no disponer de cadenas ni tener ni idea de su funcionamiento.
Entre tanto, calibrando las probables vicisitudes del viaje, comenzó a manejar la rentabilidad de trasladarse por mar, y de esa forma enterrar la pesadilla, aprovechando la calma chicha que reinaba en las aguas mediterráneas, y, entre unas cosas y otras, apaciguaría la ansiedad que le ahogaba, cuando de pronto le vino la feliz idea de sacar de la mochila el libro que había tenido a bien echar para el camino, el poema del Mío Cid, y, ni corto ni perezoso, se puso a leer con fruición estética las andanzas del héroe, discurriendo por los lugares por donde acaecieron las hazañas que llevó a cabo en su lucha contra las huestes enemigas. Eran tiempos de guerra, de hostilidades, de expansiones del poder, pero no comprendía por qué, aquí y ahora, estaba atravesando peores momentos que el protagonista de la lectura, cuando él se había alistado en ONGS, y buscaba la manera de sembrar armonía y excelentes aromas en su hábitat, colaborando con asociaciones solidarias.
Conforme progresaba en la historia del héroe se le fueron calmando los ánimos, y se decía para sus adentros si él no podía hacer lo mismo, conseguir la victoria, pero usando una táctica incruenta, sin disparar un tiro, y conquistar lo que anhelaba, saliendo airoso, y lo rumiaba al rememorar los versos del Cantar:
Salvaste a Jonás cuando cayó en la mar
salvaste a Daniel con los leones en la mala cárcel,
salvaste dentro en Roma al señor san Sabastián,
salvaste a Santa Susaña del falso criminal, vv. 339-343, ed. de Montaner Frutos.
Tampoco le gustaba verse retratado como alguien derrotado por la incomprensión y el destino, como sucede en los siguientes versos de Manuel Machado, referidos al inicio del destierro del Cid Campeador,
El ciego sol, la sed y la fatiga
Por la terrible estepa castellana,
Al destierro con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.
Intentaba por todos los medios que su ruta a Nerja no fuese tan áspera y sangrienta como la de don Rodrigo Díaz de Vivar por Burgos, Soria, Guadalajara, Zaragoza, Teruel, Castellón, Valencia y Alicante.
Al cabo del tiempo, deambulando por el parque y sin apenas darse cuenta, columbró a lo lejos un holograma, con unos resplandores como si fuese una estrella de Belén, que colgaba del balcón de una casa palaciega, lo que le llenó de curiosidad e intriga, no atreviéndose a acercarse por la desconfianza que le inspiraba, y se interrogaba si tendría poderes mágicos o acaso de brujería, si se trataba de algún objeto no identificado que pudiese estallar de repente por la acción de algún desalmado, o pertenecía a algún esotérico terrícola, que hubiese manipulado la cámara fotográfica con rayos láser obteniendo tan inverosímiles fotografías.
Finalmente convino con Caronte en sellar el pacto secreto al que habían llegado, sobre las características que debía reunir la barca que iba a utilizar para el desplazamiento, porque como era zurdo, algo siniestro, no le valía cualquier modelo, sino que necesitaba uno especial, con unos remos con mano izquierda para sortear las veleidades de Thánatos, incrustando en la madera sustancias de un elixir de eterna juventud, que garantizase el viaje de ida y vuelta.

domingo, 24 de octubre de 2010

Chequeo

No sospechaba Anselmo que un día fuese a caer por un terraplén o en la ratonera sólo por un simple chequeo rutinario, ya que deambulaba de aquí para allá por parajes saludables, sembrados de verdor y era impensable que el destino le tendiese una emboscada con la vida tan estricta y sana que llevaba, siendo la envidia de conocidos y vecinos, que lo encumbraban por el interés que siempre había demostrado por estar en plena forma ya desde su juventud, comentarios que hacían sentados en la puerta de las casas mientras tomaban el fresco, a la luz de la luna, durante las largas tardes del lento verano.
Lo consideraban una persona modélica en dicho aspecto. Y daban fe de ello las acometidas que realizaba cada día poniéndose manos a la obra contra viento y marea, gimnasio, frutas, verduritas, carnes y pescados a la plancha y un sinfín de infusiones, cumpliendo escrupulosamente las recomendaciones que aconsejaba el dietista para mantener el equilibrio.
Por ello el informe médico que le acababan de entregar lo dejó grogui; lo interpretaba como una puñalada por la espalda, un dictamen propio de un centro sanitario tercermundista, catalogándolo en su fuero interno como algo fuera de lugar y sin sentido, un manotazo de los dioses que hubiesen amañado el norte de la brújula, confabulando los elementos contra su figura, y quebrando los cristales de la existencia.
Los resultados de la resonancia y el escáner no reflejaban el estado real de Anselmo, al parecer eran falsas alarmas, bien por un fallo del cerebro de la máquina o por un inoportuno corto circuito en el momento de la exploración, pero a ver quién era capaz de coger el timón del barco con la que estaba cayendo, y enderezar el rumbo.
Tales acontecimientos le echaban por tierra los sueños que acariciaba, la luna de miel que tenía aplazada de mutuo acuerdo con la pareja por los fiordos noruegos y posteriores escapaditas a Londres o Atenas, lugares que le fascinaban. Y no atisbaba en el horizonte el modo de sobreponerse, saliendo del bache y batir al inoportuno enemigo.
Según parece, la aberración se nutría de la seudo lectura de las superficies examinadas, de suerte que donde aparecía el signo más correspondía el signo menos, y donde recogía la negra mancha apuntando a un tumor cerebral de consecuencias imprevisibles debían refulgir vibrantes puntos de luz anunciando la buena nueva, un bello amanecer despejando así los vericuetos de la duda, mostrando que en aquellas zonas nunca declinaban los vivificantes brotes de salud, debido a las chispeantes ilusiones que titilaban en el mar de su vida, y que sin duda se percibían con nitidez en los ojos de Anselmo, pero que en estos momentos se manifestaban denostados por tamañas brutalidades, dibujadas con malévola saña en esas partes del cuerpo.
Por lo que se deduce de todo este affaire, que la máquina amaneció ese día con los ojos plagados de legañas y los cables cruzados apuntando al paredón de fusilamiento, o a ninguna parte en concreto, pero con el veneno en el punto de mira, porque en el tremendo yerro en que se columpiaba le iba a Anselmo la posibilidad de seguir o no viviendo.
Cuando el doctor se acercó a la cama nº 68, donde yacía maltrecho Anselmo, zarandeado por las mil cábalas que llovían sobre su cabeza, con la ansiedad por las nubes y la incertidumbre que lo asaltaba por averiguar de una vez lo que le acontecía, los perversos augurios que se cernían sobre el cerebro, era urgente para él disipar todo tipo de sospechas, pues se sentía sumamente hundido, arrastrado por la servidumbre de las informaciones que recibía, y todo ello por haber acudido al centro a hacerse un rutinario chequeo por mero capricho, aunque dispuesto a cargar con las consecuencias que se derivasen del reconocimiento, pero jamás calculó, ni por asomo, que le espetasen, postrado en el lecho, tan indignantes noticias, muerte inminente, es decir, que tenía los días contados, que preparase la declaración de herederos, o consignase su último deseo en vida, o algo por el estilo: eso jamás se lo podía imaginar por nada del mundo.
Quería las cuentas claras. No obstante le comunicaron que permaneciera tranquilo, que acaso fuese un pequeño quiste que hubiera reverdecido, y atravesado con mala sombra en la lectura de la resonancia.; de todas formas no las tenía todas consigo, por si resultaba ser algo serio, que pasase desapercibido para los mejores oncólogos, pero le insistían en que siempre quedaba la grata esperanza de la intervención, y que no perdiera la confianza en las manos de los doctores y, cómo no, en los milagros que con frecuencia asisten a los cirujanos.
Recordó vagamente que no era la primera vez que le ocurría algo parecido, pues cada vez que entraba por la puerta de un centro hospitalario le azotaba la inquietud de que le encontrasen algo extraño, aunque luego se confirmase que era craso error.
Por ello al cruzar el umbral del hospital se consideraba una especie de gladiador romano, que se enfrentaba a la muerte, bajando los escalones del anfiteatro para luchar contra las fieras, expresando el célebre saludo, Ave, Caesar, morituri te salutan, con la convicción de que su vida se la jugaba cada vez que pisaba tales terrenos..
Se rebelaba contra todo cuanto le acaecía sin fundamento. No era posible que tuviese tal sino sin más, cuando él siempre hizo lo posible por llevar un estilo de vida saludable, ajustándose al dicho popular, “dime lo que comes y te diré lo que eres”, o como decía el amigo ilustrado, “mens sana in corpore sano. Por todo ello no se explicaba las motivaciones de la hipotética enfermedad.
A decir verdad, los tintes del verano nunca le fueron propicios, las altas temperaturas, la hipotensión, la astenia lo dejaban K.O., cuando menos se lo esperaba, y no llegaba a alcanzar los frutos que perseguía, quedándose a mitad de camino. Y no sería porque no le echase ganas, que en eso no había quien le aventajara, empezando a maquinar mil estratagemas para seguir en la brecha, llegando a desbordarse como el río en época de lluvias, alimentando interminables proyectos, convencido de que nunca una enfermedad tan absurda y desconcertante llamaría a su puerta, pero ese día la indolente máquina se empeñó en lo peor, trastocar los resultados de la exploración, dando el perfil de un tumor cerebral, según se reflejaba falsamente en la prueba.
Al cabo del tiempo se comprobó que todo fue causado por el exceso de calor, azuzado tal vez por la acción del cambio climático, anunciando la crónica de una muerte segura según el diagnóstico de los facultativos.
En las últimas fechas acababa de firmar un manifiesto de principios vitales, cuya única pretensión consistía en no aparecer jamás por un hospital, ni vivo ni muerto, y cuando muriese de verdad las cenizas las arrojaran bien lejos de tales lugares, en las corrientes marinas, a fin de que convivir con el realismo puro y duro de la madre naturaleza, y saludar a los peces del mar y las aves del cielo con entera libertad, y sin ningún margen de error.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Capicúa




La otra tarde estaba como un loco buscando un lápiz para plasmar en el folio unos cuantos pensamientos que andaban revoloteando por los aires en medio del tiroteo que azotaba mi cabeza, con idea de atraparlos de alguna manera, aunque fuese estrujándolos como salchichas o mordiéndolos a bocado limpio, y conformar algunas historias similares a las que aparecen en las revistas literarias o prensa en general de distintos lugares, pero no había forma de lograrlo. Alguna mano negra se había confabulado en una maniobra desleal.
Por última vez, por favor, escúchenme, ¿quién tiene un lápiz? Sólo le pido que me lo presten un momento, y no duden de que de inmediato retornará a su dueño, les doy mi palabra de honor.
Doy por descontado que más de uno querrá satisfacer mi necesidad, porque es casi seguro que todos poseéis un lápiz de sobra en la bolsa por lo que pudiera suceder, incluso diría más, que vais acompañados de montones de lápices de múltiples colores a fin de atender el abanico de emociones que circulen por vuestro mundo, así que no se hagan los remolones, aunque comprendo que estarán ocupadísimos en mil bagatelas intentando salir airosos del tumultuoso oleaje, lo que impedirá que se centren en mi petición.
En primer lugar he de advertir que esta semana la cuestión creativa es tan compleja que palpita en el ambiente, porque si se echa un vistazo a la ristra de asuntos que se han ofertado da que pensar, y es para echarse a temblar si se piensa en serio en la infinidad de lápices de fina punta que harán falta utilizar para conseguirlo, ya que todo es para lo mismo, para montar un andamiaje de personajes y revoltosos personajillos que como el que no hace la cosa deambulen de acá para allá dando la cara o palos de ciego y se desnuden con objeto de enhebrar febriles episodios de lo que les acontece en el devenir de los días, pero a buen seguro que esto encierra una maligna y secreta intención difícil de digerir, tal vez con la artimaña de cargarse a más de uno –sic- al no palpar la carne de los engarces precisos para tamaña cantidad de mimbres en tan reducido espacio, tarea harto ardua como no sea que se tiren al monte y se pongan el mundo por montera, empezando a torear a tumba abierta las reses más bravas en mitad del ruedo a las cinco de la tarde, comenzando por el sobrero o el que más rabia le dé, por ejemplo, capicúa, bien armado de cabeza y cola, de donde procede su denominación de casta, y ahí les quiero ver, con lo peliaguda que anda últimamente la esfera de la economía, con los números desencajados por el temor de no dar la talla en el debe y el haber de las finanzas, saltando por los aires por el derrumbe de la banca, de atrás hacia delante o al revés sintiéndose huerfanitos los números y arrojados al mar de la especulación como simples peleles, 13333…1, ¿hay quien dé más?, figurando para colmo como préstamo lingüístico con la que está cayendo, como si el mundo financiero estuviese para echar cohetes y facilitar préstamos con el oscuro panorama que se cierne sobre nuestras cabezas.
Pero no queda ahí la abigarrada oferta semanal, pues si se sigue oteando el horizonte la estampa con la que se topa uno sin pretenderlo es la de alguien que no trae bañador, que viene desnudo, según se vislumbra a lo lejos, y subido de tono cabalgando en unos zancos para mayor INRI, precisamente nuestro amigo de toda la vida y comparsa de licenciosas noches de parranda, que vivía, si mal no recuerdo, en la misma desconchada esquina donde se ubicaba el bar que frecuentábamos por aquellas fechas, y donde nos tomábamos las cañitas de rigor los sábados por la tarde antes de dirigirnos al desfile de los monumentos vivientes, las chicas de turno con los delicados peinados y sus limpias ropas de ricos colores desafiando a la primavera, y hete aquí que conforme se acercaba no podíamos creerlo, pero ya a nuestra altura verificamos que venía efectivamente sin bañador de la playa del muerto con gran entusiasmo, y no le importaba lo más mínimo que lo contemplasen por el paseo marítimo de Las flores en frente del Calabré, y si alguien osaba insinuarle la causa que lo había motivado, respondía con calmosa sabiduría, muy sencillo, amigo, es que no he traído bañador, lo olvidé en casa, qué quiere que haga.
Menos mal que tales eventos se fueron espaciando en el tiempo y guardando cierto recato en los procedimientos, sin embargo los desaguisados no cesaron, y a los pocos días aparece otro colega por el bulevar bailando de alegría porque había dejado los hábitos plantados en el convento con toda su aureola de silencios; tal espectáculo fue una pesadilla para más de uno, y si hay dudas de ello nada más que interrogarle de súbito al prior del cenobio, a ver cómo lo describe, que será digno de escuchar, ya que de repente, estando en el reclinatorio al lado del altar mayor cubierto hasta la coronilla con la capucha y por abajo hasta los tobillos con el hábito se había despojado de todo el atuendo y a continuación decidió desplazarse a la playa a darse un chapuzón, pero le ocurrió lo mismo que el anterior, que no había traído bañador, sin embargo no quería desaprovechar la ocasión para refrescarse, ya que se hallaba a tiro de piedra de la playa, casi en el rebalaje, y con los sofocantes calores del verano su cuerpo se lo agradecería, reponiéndose de la asfixia que traía incrustada en las entrañas con tanto fuego de incienso unido al roce del hábito en hombros y costados.
No obstante, las rocambolescas coyunturas de nuestros personajes no finalizaron aquí, pues parecía que no fuese su mejor día, dado que la casa que habían alquilado para solazarse y dormir a pierna suelta durante una buena temporada con el propósito de reponer fuerzas y olvidar los sinsabores del camino resguardándose de las inclemencias del tiempo o de la acometida de animales salvajes no funcionó, no se sabe el porqué de tanta desgracia, o mejor dicho, nunca se supo a ciencia cierta si los siniestros contratiempos andaban al acecho por los tejados, pues resultó que la casa en la que se albergaron tenía dos puertas, y sin quererlo rememoraron lo que auguraban los ancestros cuando eran unos bebés, casa con dos puertas mala es de guardar, pero entonces no alcanzaban a digerirlo; no se habían tomado jamás en serio semejantes augurios y menos aún las advertencias de los abuelos, pero aquella noche, la noche más larga, cuando la luna se posaba placenteramente en el tejado con todo su esplendor unos hábiles atracadores que rondaban por allí hambrientos y medio exhaustos se lanzaron a tumba abierta por el precipicio del terreno y aprovecharon la ocasión para penetrar por la puerta de atrás de la vivienda, por donde nadie cruzaba y la forzaron en un instante en la soledad de la noche, apoderándose de lo único valioso que disponían en tales circunstancias, aunque hay que reseñar que con las prisas no se cumplieron al cien por cien sus planes, y no sólo eso sino que además les fue totalmente imposible lograrlo puesto que el resto de enseres y componendas no figuraban en el recinto, dado que faltaban el bañador, los hábitos, y las operaciones bursátiles de capicúa, que con tanto esmero habían esbozado en aquella borrascosa noche de tormentas interiores.
Al cabo de un tiempo les vino a la memoria todo aquel rosario de peripecias que les habían ocurrido en la vida, y no lo comprendían, por lo que se cuestionaban una y mil veces, cómo era posible que se les acumulasen tantas adversidades, como si su vida fuese una película de ficción con todo ya planificado por el director, con todos los ingredientes predeterminados, donde los personajes estuvieran diseñados para ejecutar tal rol, pero en el caso que nos ocupa, en que los avatares son verídicos, no es tan evidente su demostración, y no se puede afirmar que hayan perdido la razón como un vulgar quijote, o alegar que acaso sean de otro planeta, porque de lo contrario sus mentes no captarían tal amalgama de sucesos, fútiles o no, pero ciertos, y ahí están los hechos y los personajes, de carne y hueso, que lo pueden atestiguar a quien se les ponga por delante, sea magistrado, juez, policía o forense. Las cosas son como son y no como a uno le parezca.
No cabe duda de que tales contingencias no les hubiera ido así de haber deambulado por otros derroteros, pero como resulta que existió el convento, la playa, la escritura de los guarismos y el temor a dormir de manera insegura en semejante casa, de ahí surgió todo cuanto acaeció después, dándose fraternalmente la mano hábitos, bañador, capicúa y casa con dos puertas, que al parecer configuraron la estela del destino (pues si hubiera tenido sólo una seguramente les habría sido más fácil atrancarla y en unas condiciones óptimas), y no los hubieran desplumado.
Es obvio que la vida no existiría ni nadie hablaría de ella si no fuese porque aparecen dibujadas innumerables escenas en alguna roca, o escritas en alguna tablilla o papiro inmortales andanzas de los mortales, para bien o para mal, que nunca se sabe, y que todo ello en el fondo dependerá del color del cristal con que se atisbe, o a lo mejor cosas más sorprendentes alumbrarán los lustros venideros.

domingo, 5 de septiembre de 2010

No siempre




Un vecino solía enchufar la radio a todo volumen sin ningún reparo, y lo preparaba a conciencia, como si se tratara de publicitar algún prestigioso producto de los que se pregonan por las calles a voz en grito o con potentes altavoces, poniendo en pie de guerra desde su atalaya las somnolientas aguas matutinas del vecindario, al horadar muros y tabiques inundando habitaciones, salitas de estar o los más intrincados recovecos de la vivienda.
Se conectaba como un autómata, con todas las de la ley, en aquello que le parecía en tales coyunturas sin consultar a nadie y sin otra preocupación que alimentar su ego, colmando los antojos más disparatados.
La mayoría de las veces los fulminaba con música ramplona y pegajosa, cual engorroso chicle pegado en la suela del zapato que no te dejase caminar, y en contadas ocasiones se dignaba cambiar de canal inclinándose por algo más cuidado. En ese aspecto no se complicaba el intelecto, por lo que unos días se oían las vibrantes notas de la raspa, salsa o ritmo rockero y otros, los menos, oberturas clásicas, siempre sin respetar el descanso ni nada que se le pareciera, sumergiéndose en el veneno de las ondas como un auténtico melómano, yendo a su bola y pasando de todo lo que le rodeaba, pese a haber sido apercibido en multitud de ocasiones por el presidente de la asociación de vecinos después de la correspondiente asamblea llevada a cabo mediante la oportuna misiva, en la que se le exponía con todo detalle los dictámenes acordados, y sin embargo, ante el estupor general, hacía oídos sordos, no habiendo forma de poner coto a tamaño descalabro de insignes conciertos, gamberradas o sensuales serenatas.
Por lo tanto, y para no hacer mudanza en la costumbre, prosiguió con las manías musicales acordes con las pulsaciones de su corazoncito, y pertrechado en ese frente aquella mañana sonaba en la radio una canción de Julio Iglesias, acaso haciendo honor a secretas vivencias difíciles de dilucidar, “…Y es que yo amo la vida, amo el amor, soy un truhán, soy un señor, algo bohemio y soñador”… la canción, como lluvia fina y persistente, le fue calando los huesos y sin apenas darse cuenta le subió de pronto la moral hasta límites insospechados, recuperando el estado anímico que buena falta le hacía, debido al mal trance por el que estaba pasando por una ingrata amigdalitis que le arañaba la garganta y lo tenía prendido en sus redes con todo el dolor de su alma, precisamente cuando se disponía a rasurarse o restaurarse la rebelde barba que le cubría la cara tiempo ha con aires de auténtico santón hindú, pero resultó que de buenas a primeras una inexplicable alergia –cosa rara en él, pues estaba curtido en mil batallas- lo dejó en la estacada abrasándole el rostro y poco a poco se fue expandiendo por el resto del cuerpo, lo que le obligaba a deshacerse de ella sin más contemplaciones.
La amigdalitis se le complicó en exceso de la noche a la mañana, con las complicidades de una fuerte gripe que se le unió al proceso sin saber cómo, siendo la etiología desconocida por los expertos hasta aquella fecha, por lo que no suministraban ningún fármaco capaz de contrarrestar el avance de la enfermedad, y entre unos factores y otros, se veía sumido en una horrible depresión, impidiéndole realizar las actividades más rutinarias del día a día para seguir enganchado a la vida.
Se sentía atado de pies y manos al no poder desplegar las velas para navegar por los distintos derroteros, y menos aún presentarse de esa guisa ante el amor de su vida, la novia que adoraba y le aguardaba impaciente cada tarde (tan escrupulosa y delicada como era, pero que sin embargo en los momentos menos oportunos lo obsequiaba con exquisitas sorpresas mirándolo a los ojos, y profería extemporáneas reflexiones que lo herían profundamente, no soporto las melenas ni tu luenga barba, o con esa camisa pareces un fantoche con las bolsas que se balancean sin cesar como globos de feria o de un cumple, o incluso cualquier prenda que estrenase con la mayor ilusión del mundo, indicándolo casi siempre de mala manera y sin el menor miramiento.), pero ella, no obstante, lo esperaba de todos modos, aunque con la mosca detrás de la oreja, después de que pasaran algunos días sin verse, arrastrada tal vez por la loca corriente de los celos, que se fundamentaban en parte por su natural talante, dado a la conversación y, según insinuaba ella, al poder de seducción de la mirada, del que hacía gala, mientras ella yacía como un flor abandonada en medio del jardín, sin ningún trino ni nada con que entretenerse, lo que aumentaba su soledad, echando en falta los encantos y las certeras opiniones sobre los acaeceres mundanos, y no porque buscase algo en especial, una frase lapidaria para esculpìrla en un lugar privilegiado de la mansión, pero en el fondo le faltaba un no sé qué que le inyectara un soplo de energía, los estigmas de su sonrisa, contemplarlo de arriba abajo, con su olor a hombre, deteniéndose en el lunar del cuello que tanto le atraía, o la graciosa cicatriz en el mentón izquierdo, como un campeón de boxeo al acabar un combate en el ring, y que lo identificaba con un actor famoso del que estaba enamorada en su juventud. La cicatriz se la produjo un día que iba de excursión con los compañeros del colegio y caer rodando por una torrentera que se alzaba a las orillas del río durante el descenso por un despiste o jugando con algún compañero; por todo ello necesitaba asearse aprisa y corriendo, pues el tiempo vuela, pensaba, aunque en verdad las apariencias no le quitaban el sueño, dado que apuntaba a la esencia de las cosas, que lo valioso al igual que las personas se debe evaluar por la valía objetiva de los hechos que haya pergeñado cada cual, lejos de alharacas o florituras externas.
Sin embargo los tiempos cambian, y le surgía el resquemor de que no iba por el camino adecuado, le bullía en la cabeza que no hacía los deberes como debiera, llevando casi siempre las de perder en los dimes y diretes en las relaciones de pareja, se quejaba de que no podía argumentar sosegadamente con silogismos contundentes, y en consecuencia intuía que tal vez le tendiese alguna emboscada con el mayor sigilo, por lo que desconfiaba de su sombra al pensar que se extralimitaba en la confianza depositada en ella, y al rememorar ciertas veleidades que rondaban por el cerebro, como el hecho de que ejecutase por su cuenta y riesgo atrevidas incursiones por lugares apartados y zonas peligrosas de la ciudad sin ninguna necesidad, que no ofrecían las mínimas garantías de seguridad, y desplazándose sola a deshora, alegando pretextos poco creíbles, puras bagatelas, intentando cubrir el expediente, como ir de compras, contemplar escaparates en época de rebajas o alguna librería solitaria y poco más, pero nada de esto le convencía, y la bola de la incomprensión se fue agrandando por momentos de un tiempo a esta parte, agravado por las sucias tretas que urdía la futura suegra (que lucía más vello que el difunto marido que en gloria esté) mayormente en su ausencia, minando las supuestas buenas intenciones de la hija.
La madre era una mujer díscola y de armas tomar, asustaba a las vecinas con estruendosos aullidos cuando le llevaban la contraria, y llegaba a mofarse de los méritos del futuro yerno, de suerte que un día tras una rutinaria discusión con las mismas agarró las tijeras e hizo añicos la foto del novio que exhibía la hija en la vitrina del salón. No se conformaba con negarle el saludo, llegando a humillarlo delante de Loles, musitando el refrán de los ancestros, “tanto tienes tanto vales”, aludiendo al caudal que pudiese aportar al matrimonio si algún día se efectuaba, y nunca se achantaba ante nada por muy grueso que fuese, mostrando unos humos incendiarios que quemaban su paciencia y lo llevaban a mal traer.
En su fuero interno pugnaba por mantener la relación con Loles, procurando olvidar al resto de la familia, un aserto que no siempre lograba. Pero
por otro lado la convivencia entre ellos se fue deteriorando vertiginosamente, cuando descubrió de pronto que engañaba a la madre trasmitiéndole falsos mensajes, que abundaban en el borrascoso trato que le dispensaba la pareja, o que hacía tiempo que ya no se veían, y así un rosario de necedades, como que había roto con él para satisfacerla, y que en este tiempo se relacionaba con otra persona más apuesta y acaudalada e investida de sus mismas virtudes y beldades, por lo que la madre respiraba tranquila y feliz sacando pecho, y la llenaba de bendiciones y carantoñas, prometiéndole en herencia el oro y el moro.
En vista de los contradictorios avatares que se fueron sucediendo, y percatándose del paripé dibujado en el horizonte por Loles, se dijo, ahora o nunca, y complacido con el criterio que había adoptado, poniendo tierra de por medio, exclamó con inusitado entusiasmo, “no hay mal que por bien no venga”, y dirigió los ojos rumbo a otras miradas anchas como la mar.

lunes, 16 de agosto de 2010

El jardín




Hablando por teléfono el amigo transmitió algunas reflexiones al respecto, y con su permiso me permito referir algunas:
La velocidad de los jardines me apabulla en exceso porque sin previo aviso sufro como una descarga eléctrica y siento que se me agolpan los aromas en las fosas nasales formando cola como cuando hay bulla por rebajas en los grandes almacenes, todos desparramados y sin ningún control, cosa que siempre me ha descentrado hasta el punto de que te puede crear un grave síndrome de sensaciones (si al invadir todo el ambiente y las paredes acerco la nariz por si se habían impregnado del fresco perfume), al igual que si cruzas el umbral de un recoleto lugar y te topas por sorpresa con un sinfín de atractivos retablos genialmente alineados en los muros de una abadía o catedral, o te cuelas en una galería de arte de las muchas que proliferan por la ciudad y de repente observas la variedad de aromas y colores de flores que viven incrustadas en los lienzos que cuelgan de las paredes.
A veces tales eventos dañan a los sentidos sobremanera, porque no estamos preparados para ello y menos para darse un atracón de bocados de cielo a través de la vista, el olfato u otros sentidos. Tales acumulaciones de éxtasis no las recomiendan ni los más excéntricos amantes de la pura estética.
A lo largo de la historia han surgido incontables flechazos de amores a primera vista, donde la textura o el corte del talle o algún secreto atributo imaginable a la vista han causado verdaderos estragos en el espectador. Mas en este caso, el hecho de caer de bruces en un rico panal de perfumes que se entrecruzan por los cinco sentidos sin orden ni concierto están a pique de dejar a más de uno sin sentido, y más aún nadando en un mar de esencias tormentosas en tan reducido espacio de terreno como es el jardín, por lo que nunca se sabe a ciencia cierta cuál será el desenlace.
El espacio exiguo del jardín hierve con las emanaciones que expande como el agua en una piscina, en la que flotan los distintos olores de los cuerpos en leves remolinos de bucles y músculos en pleno mes de agosto, donde florecen con luz propia las dulces rosas en conjunción con sus exóticas y mínimas prendas de infarto instaladas en estilizadas siluetas que se desplazan caprichosamente por la superficie del agua, como el polen de la flor que va de acá para allá, sin rumbo, buscando un refugio donde apoyar sus huesos y depositar su esencia, y así los bañistas anhelan soltar la mugre de la clínica sicológica o dental del resto del año y reponerse del trajín y el estrés acumulados en las duras horas de jornada laboral, intentando ahogarlos en unos cuantos días de vacaciones en la pequeña balsa de la urbanización, o en el rebalaje del Mediterráneo, que con las fauces entreabiertas aguarda para lamer sus partes más dañadas con delicado mimo.
Siempre me ha turbado la velocidad loca en cualquier ámbito del cosmos, la del sonido, de la luz, del trueno, pero lo que menos soporto es la fuga descarada de lo agradable y placentero, de la fragancia de las flores, que se pasan el día llorando las penas a lágrima viva en el florero del salón al poco de cortarlas rebelándose como una criaturita, dejándote plantado en tus mismas narices, negándote la esencia de la sustancia de la que fue hecha, cuando tanto trabajo ha costado plantarlas y criarlas en la ladera del monte, donde se alza el jardín de las delicias, mas hay que reconocer que unas manos asesinas las han estrangulado robándoles la vida por puro goce ególatra, abandonándolas a su suerte en la fría soledad de la habitación sin raíces, compañía, apenas agua, sol y ni tan siquiera un poco de calor. ¡Con lo triste que es ver un jardín o un mundo sin flores!

viernes, 13 de agosto de 2010

Balconing




Llevaba un tiempo Eugenia de capa caída recapacitando sobre los pormenores del pasado reciente. No comprendía por qué le sobrevino a ella la hecatombe, estando tan enamorados, y sin causa que lo justificase acabó reventándose la convivencia, no obstante quería poner tierra de por medio consolándose en las tardes más aciagas, en que la depre se disparaba cayendo bajo mínimos, y para levantar el ánimo se decía, no cejes nunca en el empeño, lucha hasta la extenuación no dando tregua al enemigo, porque la vida te pertenece y está llena de sorpresas.
La vida sigue su curso y cuando menos se espera puede presentarse la ocasión, ¿mi segunda vez?. Los tiempos cambian y no hay que precipitarse en los pronunciamientos, ya que no por mucho madrugar amanece más temprano. Cada cosa a su tiempo y un tiempo para cada momento.
Al cabo de los días llegó el huracán del norte, o acaso era una suave brisa que acariciaba la mañana.
Ni que estuviese enfrascada en la vorágine de un aquelarre extra terráqueo, murmuró Eugenia prendida en las ensoñaciones eróticas que la cubrían ocultando el rostro bajo la almohada avergonzada por la situación que le atosigaba en tales circunstancias, viéndose tan apocada, que parecía que le pinchara la ternura de los bocados que se le ponían por delante, verdaderas efervescencias propias de selectos paladares que hubiesen recorrido el orbe, la ceca y la meca libando el néctar de la flor más preciada de una noche de primavera, y que resultaba tan chocante para su tibia libido, tan comedida y exquisita ella en los controlados gestos y ademanes, pues era notorio que se movía en sus esferas con pies de plomo, y a decir verdad nunca se había extralimitado en las funciones como no fuese en el ejercicio de ayuda a los demás, ni visto envuelta en emocionales dispendios, toda vez que flotaba en el ambiente más íntimo que jamás había roto un plato, ni transitado por sensuales desfiladeros que atisbasen melifluos guiños en el arte de amar, por ello no se sentía segura, de suerte que le atenazaban las cadenas de la impotencia de forma inexplicable a la hora de reenviar oxígeno a los pulmones por culpa del pavor que le bloqueaba las partes más sensibles de los tejidos, al presentir en su confusa fantasía que fuese espiada por algún intruso, un experto en balconing o puenting y se descolgase pared abajo desde el tejado o trepara pared arriba hasta su habitáculo durante las ciegas horas del sueño.
No se sabe si la hipótesis podría tomar cuerpo en tal trance, sin que llegara a percatarse de la atrevida patraña en el dulce fragor del sueño, forzando la máquina y cediesen los engarces de la ventana al máximo sigilo, y una vez dentro el intruso fisgase a su antojo por los vericuetos de su cerebro, escenario de todos los avatares, donde se mascaba la tragedia, la batalla de amor, donde se llevaba a cabo las mil y una orgías de la ensoñación, y sucediese contra su voluntad que en un pis pas extrajera el meollo del devaneo acaso mediante técnicas sofisticadas de rayos láser, vislumbrando en la faz lo fehacientes reflejos de la trapisonda que se desarrollaba entre bastidores y que de inmediato la delatarían, siendo el centro cómico del barrio, pensaría ella, al brillar con luz propia lo que se fraguaba entre tinieblas en la oscuridad de la habitación en la noche de autos, en el reservado de la trastienda de la mente.
Que todo era una alucinación y que lo estaba soñando en esos instantes nadie lo dudaba por ser tan obvio, dado que en ese lapso de tiempo la espesura de la noche que la cobijaba y la misma naturaleza dormía plácidamente y ella permanecía igualmente inconsciente tirada en la cama como un muerto, inmersa a simple vista en los valses de Morfeo, y no cuadraba que su corpulento talle compaginase simultáneamente el don de la ubicuidad, ejercitándose con tierno balanceo en los brazos del amor de su vida.
Sería otra película, una coyuntura muy distinta si descendemos al campo de la realidad sensible en pleno mes de agosto, en que los rayos solares arremeten con furor contra la superficie de los adoquines de las esquinas de las calles agrietando los poros de la piel de los transeúntes, que a malas penas se tienen en pie por los derroteros que deambulan, así como por los ásperos azotes con que los obsequian, y mientras tanto Eugenia estuviese levitando en boca del diablo o de los propios ángeles, y si no que se lo pregunten a amigas y amigos, que a buen seguro no ofrecerían ninguna resistencia ni una pizca de crédito a tan rocambolescos embelesamientos, como no fuese a través de una seria sesión de hipnosis, puesto que estas especulaciones rijosas cuando arribaban al regazo de Eugenia casi siempre lo despachaba con cuatro blancas sonrisas a través de un rotundo borrón y cuenta nueva.
La historia se apoya generalmente en datos verificables y en el presente affaire bastaría con sugerir que ella siempre fue la más pazguata de la reunión, a cualquier hora y en cualquier lugar, o a la hora del baño como acontecía en la playa de puerta del mar o del cielo, que nunca se sabe, porque hasta allí discurrían con las cavilaciones por diferentes accesos al lugar de encuentro, soltándose gozosas y pizpiretas la larga melena, despojándose a su vez de las miserias mundanas, las prendas superiores que eran aconsejables mantener en su sitio hasta allí, pero una vez que habían dejado atrás el puente de hipocresía y habladurías, la cortesía y el pudor aceleraban el paso con mayor ligereza cruzando alegres las hondonadas que se desparramaban por la zona del rebalaje.
Las elucubraciones que se tejían a pie de playa no se sostenían en pie por mucho tiempo, al columbrar los acontecimientos arrancando de abajo, desde los cimientos.
En un rápido acercamiento al argumento y atando los cabos sueltos, parecía poco probable que se produjese allanamiento de morada, toda vez que las pistas encontradas no arrojaban luz alguna al respecto, y la ventanita del dormitorio permanecía incólume como de costumbre, cerrada a cal y canto y la roja persiana presentaba un aspecto inmejorable.
Así como especular con seísmos o apetitosas golosinas no está vetado a nadie, pues se puede sugerir cualquier travesura que impacte o venga al paso del cuento de lo cotidiano, como la invasión del planeta por extraterrestres en un abrir y cerrar de ojos en una tormenta de otoño, o por qué no puestos a disparar dardos al blanco apostar por la mayor, que si no hubo orgasmo en su justos términos aquella velada, en todo caso chisporrotearon síntomas de fugaces espejismos que conformaban un cuadro digno de tener en cuenta, al presentar las mejillas encendidas por un fuego interno que la devoraba y trascendía al exterior, de manera que parecía otra.
Pero la situación era ambigua de todas maneras al aparentar que se acababa de acostar con el amor platónico, el amor tan ansiado de su vida, cuando llevaba la pareja ya más de diez horas roncando en el lecho como un volcán en ebullición y sin apenas mirarse, dando vueltas y más vueltas vueltos de espalda, pero ella de súbito emitió destellos de lucidez musitando, esto no se puede prolongar por más tiempo.
A veces evocaba los consejos de la abuela, que la vida está confeccionada de retazos y fracasos y en ocasiones de segundas oportunidades, mas para eso no necesitaba alforjas, respondía.
Sin embargo la incertidumbre la ahogaba por momentos y exclamaba con desespero, a ver quién va a testificar que en nuestra vida habrá una segunda oportunidad para seguir construyendo castillos de ilusiones, bebiendo sorbo a sorbo la vida y después le quiten a una lo bailado. A ver quién es el gracioso que lo puede rubricar.
Así que hay que dejarse de memeces y manos a la obra, que el tiempo es oro y el sol ya está muy alto y se corre el riesgo de morir asfixiado por los fríos del proceloso averno, porque el desierto no perdona y exige en cada momento dar el do de pecho.
Tampoco es preciso levantarse antes de tiempo, porque no conduce a ninguna parte, por mucho que uno se lo imagine.
Acaso a alguien se le ocurra la feliz idea de montar alguna estratagema para burlar los contratiempos y limar asperezas, antes de flirtear con el corazón de las tinieblas.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Albertillo




Albertillo se sentía acomplejado por las necedades que urdían los suyos a su costa, sacando a relucir el comportamiento con tintes clandestinos en un carrusel de despropósitos, preguntándose insistentemente por las compañías, quiénes serían los compinches por los que se bebía los vientos, cómo pasaría las horas muertas a la intemperie sin dar señales de vida, deambulando por inhóspitos lugares desconectado de la familia, y de paso cociéndose en su interior insólitas emociones, imprevisibles secretos o aberrantes chiquillerías.
Los progenitores se desayunaban cada mañana con tostadas untadas de grasientos comentarios, y no respiraban sin informarse aunque fuese fugazmente de las amistades que frecuentaba; era una obsesión, siempre calibrando si serían muchachos decentes, si por un casual se relacionaría con los dos balas perdidas del barrio, si ejecutaba fechorías de grueso calado al socaire del anonimato, porque vaya usted a saber, se decían, cómo se las gastará en esos recintos, moviéndose a sus anchas y sin ninguna vigilancia; todo ello les conturbaba en exceso, y concluían que tal vez se encontrase en un mustio desierto, dejado de la mano de dios, porque si al menos lo observasen en la sombra o cobijado en una discreta penumbra y desempolvar las oquedades que cimentaban los ocultamientos del grupete, de qué pie cojeaban los líderes que diseñaban el cuadro de costumbres que debían pintar con los respectivos graffiti, o montando mil triquiñuelas en las desperdiciadas horas de esa edad.
No cabe duda de que la comidilla de los padres durante la semana era siempre la misma, comiéndole el coco al retoño con acritud, pues se plantaban en sinuosos meandros visionando los vídeos más intrincados, lo que le provocaba no pocos quebraderos de cabeza, de modo que se sentía como condenado a la guillotina, sumido en las tinieblas que le envolvían en invierno y verano, en especial cuando lo sometían a un sumarísimo interrogatorio en el cuarto de objetos inservibles con exasperantes rasgos de amenaza, sin consentir una chance, un breve ventanuco de oxigenación, a lo que cada hijo de vecino tiene derecho por muy cutre que se precie, y contar hasta diez antes de contestar a las intrigantes averiguaciones. Según caían las hojas del almanaque el gusanillo de la incertidumbre crecía cercenando los brotes de esperanza, y alzaba sus garras corroyendo cada vez más la moral de los padres no dejando títere con cabeza, y lo que en un principio guardaban como secreto familiar, pronto voló por los aires como castillo de naipes por prejuicios cobardes que se fueron fraguando, fragmentándose en mil pedazos, y, ninguneando las barreras de lo íntimo, empezaron a airearlo descaradamente a cualquiera que se les pusiera por delante, exteriorizándolo con tal ahínco que se les chafaban de repente las cuerdas vocales, convirtiéndose las gargantas en una guitarra muda, y en esa tesitura farfullaban onomatopéyicos monosílabos, gesticulando en mitad del caos el latiguillo heredado de los ancestros, que portaban en las sienes como refulgente antorcha de las olimpiadas, “dime con quien andas y te diré quién eres”.
Toda esta ristra de componendas no cuadraba en las isobaras de Albertillo, toda vez que los amigos eran alimento sagrado, el tubo de escape de todas las frustraciones, formando entre todos una piña infranqueable con infinidad de ramas y brazos, disfrutando de los mismos derechos y obligaciones, y se reunían en cualquier parte a cualquier hora, porque les encandilaba la elasticidad del proyecto en común, aficiones, inquietudes, correrías, actos temerarios o fobias, resumiéndose en dos palabras, vivir la vida. En esa bola de cristal hervía el destino de cada uno, en un intento de pasarlo lo mejor posible, respetando las reglas, de suerte que si alguien por un desliz sufría algún revés y cayese rodando por un precipicio desinflándose el globo de las ilusiones lo aceptaban como broma, contratiempo o metedura de pata, achacable a fin de cuentas a la fina lluvia que refrescaba sus amaneceres, humedeciendo la superficie que pisaban, provocando peligrosos deslizamientos, que recalaban en la pista de la duda al no esquivar a tiempo el obstáculo que les amenazaba, pero nunca culpaban a los contrincantes de traición o malas intenciones, dando por descontado que se batían el cobre en buena lid.
El meollo del proverbio lo tenían los progenitores bien digerido generándole no pocos ardores estomacales, llegando a un estado anímico casi enfermizo, con acompañamiento de calenturas y puntuales estragos en el propio seno de la familia, debido al egocéntrico afán de querer anular al retoño, instalándose en el ojo del triángulo divino y querer abarcar lo indecible controlando los tímidos pasos que daba. Ponían el grito en el cielo cada vez que les asaltaba el resquemor de la compaña, dime con quien andas… y lo recitaban con la monotonía de la tabla de multiplicar de los niños en la escuela, erizándoseles el cabello y frunciendo el ceño hasta límites insospechados.
El asunto exhalaba fetidez, una preponderancia inexplicable en sus actos, cuando un conocido de forma inesperada les relató las noches de frío invierno que les había hecho pasar el hijo por el estilo de vida que llevaba, viéndose acorralado en su propia mansión, en la coyuntura de denunciar al hijo por malos tratos, al haber entrado por méritos propios en el mundo de la drogodependencia de la noche a la mañana, llegando a chantajearle con lo peor si no accedía a sus diabólicas pretensiones, las dosis indispensables para seguir vivo, de lo contrario acabaría con ellos. La confesión del amigo fue la gota de agua que colmó el vaso, viniendo a anegar aún más su vida, disparando sobremanera las alarmas.
El padre nunca se había planteado, ni en las peores horas de fuerte zozobra emocional, consultar con un especialista su problemática, o cuestionarse si el trato que había dispensado a su pupilo era el adecuado, o si el tiempo que le dedicaba era suficiente para el funcionamiento de la mutua comunicación y afecto. Tales avatares no habían circulado por su intelecto, y a continuación empezó a emitir fogonazos de impaciencia cuando entraba por la puerta de la peluquería, al bar de la esquina donde jugaba las partidas de dominó, o bien vomitaba en el bullicio del vecindario que fluía alborozado por la plaza del barrio.
Entre otros pasatiempos de los que se nutría, se encontraba el gusto por la charla interminable, y llegado el caso desplegaba su armamento pesado con exabruptos a las puertas de la iglesia como envenenados dardos de Belcebú, o encadenaba esdrújulos de predicador barroco de vidas atormentadas, que advertía del tsunami que se avecinaba, explayándose en una catarata de reflexiones en nombre del Sumo Hacedor.
En los momentos de retirada, en que Albertillo arribaba a la guarida, tan pronto cruzaba el umbral escuchaba un chisporroteo de habladurías, y al instante el progenitor, en una operación relámpago, con idea de lograr el efecto oportuno le soplaba cuatro bofetadas rubricándolo con fríos latigazos, resoplando como fiera en la pelea en la nocturna irritabilidad dejándolo K.O., y metiéndole el miedo en el cuerpo casi de por vida.
Él imaginaba en un principio que a todos los de su edad les sucedía lo mismo, mas al descubrir la verdad se le agravó el abatimiento, produciéndole un hundimiento y unas convulsiones que le retorcían las tripas, no pudiendo salir a la puerta de la calle sumido en la más honda desesperación, pues no encontraba tierra firme, el momento oportuno para gritar con entusiasmo, eureka, lo conseguí, sino que se columpiaba en el vacío, sin sacudirse la negra testarudez de los suyos, que construían murallas impidiendo el acceso de aguas de libertad y autoestima que tanto necesitaba.
Durante esta etapa de la vida todo huele a laurel de triunfo y a juego, siendo eternos los minutos, que como chicle se van estirando, quedándose pegados en las suelas de los zagales y en las esquinas de las calles más transitadas por ellos, saltando y haciendo cabriolas como animalillos salvajes en la selva al calor de la manada, porque la naturaleza con su sabiduría así lo ha establecido, no poseyendo nadie suficientes atribuciones para abolirlo, y no interpretarlo como quimeras que no casan con sus lúdicas mentes que pertenecen a otra galaxia, lejos de los adultos, no utilizando el concepto de venganza, el trabajo remunerado o la preocupación por el porvenir; ninguna de estas letanías se reflejaba en la agenda infantil.
Ansiaban beber los momentos cruciales sin perjudicar a nadie, divirtiéndose con cualquier cosa que se les ocurriese por simple que fuera, pero Albertillo se sentía tetrapléjico, atado de pies y manos a la hora de ir a jugar, pues sabía que después sería transportado al infierno de su casa y vapuleado por la incomprensión, porque acaso la familia del compañero no gozaba de buena reputación, o bien el abuelo estuvo entre rejas por insondables causas difíciles de aquilatar.
No podía aguantar por más tiempo el fúnebre ceremonial de los padres torturándolo con tanto misterio, resultando para él una pérdida estúpida de tiempo, ya que le importaba todo un bledo.
Ellos creían que si se juntaba con el negro se le pegaba el color, si con el drogadicto la enfermedad, si con el deforme la fealdad, y así sucesivamente.
Como las apariencias engañan al flaquear la percepción de los sentidos, y el hábito no hace al monje, lo aconsejable será cultivar el arbolito desde que despunta con abundante agua, dulces caricias y altas dosis de comprensión.

sábado, 24 de julio de 2010

Tirarse un farol




Rufino no daba crédito a lo que le sucedía. Estaba cansado de que se le torcieran los vientos sin cesar. Últimamente le daban calabazas en casi todos los frentes por los que transitaba, aunque presumía de estar confeccionado de un material especial y pregonaba a los cuatro vientos que era capaz de llevar a cabo lo imposible por convicción; no se sabe si se enorgullecía en exceso alcanzando los delirios de tirarse un farol. Las calabazas que peor soportaba eran las afectivas.
Si una muchacha le encendía el ánimo sobremanera perdiendo la chaveta por sus encantos se envalentonaba y se desvivía por ella procurando llevársela a su terreno con guiños y dulces palabras hasta conseguirla, y de no ser así caía en el pozo de desesperación, difícil de solventar, acompañándole un rosario de espasmos y convulsiones sin cuento, de tan grueso calado que casi siempre acababa la función entrando por la puerta de urgencias del hospital aprisa y corriendo, al no poder controlarse ni superar la crisis; era una rebelión a bordo en toda regla, agitándose con uñas y dientes como un energúmeno contra la negra suerte,
Cuando asistía a un guateque con amigos y amigas en ocasiones se entretenían arrojándose flores entre ellos o palomitas de maíz en una batalla campal; hubo un tiempo en que le resbalaban tales desaguisados, pero con el paso del tiempo su fisonomía y necesidades fueron evolucionando, y según fue echando barba y bigote ya le escocían las partes del cuerpo más de la cuenta levantando ampollas, y ni corto ni perezoso ideó una estratagema para acallar al personal y salir airoso de la situación insoportable en que a veces se encontraba; así recordaba con rabia cuando en algunas veladas le tocaba bailar con la cojita o con la pobrecita aquella que consideraban la fea del grupo y la llevaban como relleno por si acaso y por la que nadie apostaba un centavo.
Un día se levantó muy de mañana con la lección bien aprendida, se acicaló como un galán de Hollivood, acudió a la esteticién a fin de que le modificasen el look, eligiendo aquel que mejor armonizaba con los rasgos más llamativos de la cara, logrando el sueño de hombre en edad de merecer, rompiendo los corazones de las más jóvenes, no sin antes haber configurado con mucho esmero unas sorprendentes tarjetas de visita de gran tamaño para presentarse en las efemérides de gala, que ni el mismo heredero de la casa real del Reino Unido las exhibía, donde con letra bien gruesa de estilo gótico se podía leer en la distancia, Excmo. Sr. don Rufino, ingeniero de montes, canales y puertos, asesor y patrocinador de la Europa verde, especificando en letra pequeña que desempeñaba su cometido con todas las consecuencias en la red forestal del tribunal de la Haya; de este modo, habiendo planificado con todo detalle la recepción como si se tratase de una bacanal romana, conforme iban llegando los invitados a la fiesta les fue repartiendo con suma delicadeza la tarjeta.
Más adelante, en mitad del loco jolgorio que se había formado en la fiesta, donde los corazones palpitaban a más no poder y hervían los invitados de bebida y pasión arrojó por los aires, no sin morderlos previamente con furia, un flamante fajo de billetes de quinientos euros que guardaba celosamente en una caja detrás de él, que parecían recién salidos del horno de la maquinita, y revoloteaban agitándose en el ambiente como desquiciadas mariposas exhalando un aroma tentador, y a continuación extrajo otro manojo moviéndolo con suma picardía en las narices de cada uno espetándoles que si por un casual se encontraban en apuros y necesitaban algún préstamo urgente acudiesen raudos a él que lo tendrían de inmediato en sus manos.
Al día siguiente, por las pesquisas de un amigo, se supo que los billetes los había conseguido de un anticipo secreto que había solicitado en nombre de sus padres al banco, ya que estaba autorizado por ellos por residir a gran distancia del lugar, era una parte de los honorarios que cobraban mensualmente, toda vez que gozaban de una buena posición económica.
Todos se quedaron atónitos de las escenas que habían vivido en aquella noche con tan distinguido personaje, y no cabían de gozo por el acierto de haber concurrido a esa fiesta tan especial, en que no olvidarían lo acontecido y por lo pronto ya tenían algunas dignas historias que poder contarles a los nietos el día de mañana. Él, con mucho aplomo y pedantería, se sentó en una esquina de la sala, donde se celebraba el evento y haciéndose el interesante distanciándose disimuladamente del ritmo de la música como si no lo oyese, enseñoreándose en su aureola de rico potentado que posara radiante de gloria para los principales medios del planeta se relamía en el podio de la megalomanía, siendo a todas luces el blanco de todas las miradas, sobre todo las que más le fascinaban en su fuero interno aquella su gran noche, las femeninas, y se regocijaba y crecía por dentro como una planta recién regada al amanecer, respirando con energía y rumiaba entre dientes, cobardes, hoy os vais a enterar de quién soy y el alcance de mi omnipotencia, contemplando con estupor cómo las chicas más atractivas iban a sufrir por él, estando al desquite peleándose por acercarse a su trono, mostrándose ajeno a tales rencillas durante un tiempo prudencial haciéndose de rogar, y de ese modo extraería el máximo jugo de su arrogante posición, llevándose de calle a la chica estrella, la que más brillase entre las demás quitándole el sueño.
Aquella noche no la iba a olvidar Rufino jamás, porque fue un magnate de ensoñaciones, el rey de la más lujosa fiesta que habían disfrutado los lugareños, pues tuvo la fortuna de que sus dos íntimos amigos, los que siempre lo acompañaban a las correrías nocturnas no acudieron siendo su salvación, ya que ellos eran los únicos que sabían del pie que cojeaba Rufino, y habrían desvelado la patraña que había montado, por lo que todo pasó como algo real y nadie atisbó el fantástico farol que se había tirado, acabando la fiesta en todo su esplendor, sin que nadie se diera cuenta de la cortina de humo que había desplegado el ingenioso e inigualable Rufino.
Como los avatares le fueron a las mil maravillas, al salir victorioso de la batalla, decidió ponerlo en práctica en las distintas facetas que se le presentasen en la vida, ya que no tenía nada que perder, al contrario, mucho que ganar, y por qué no se decía, si puedo quedar como un empedernido triunfador por qué voy a andarme con rodeos cerrándome las puertas y abriéndome en vida mi propia fosa. Por los derroteros trasnochados no llegaría nunca a ninguna parte, así que se decidió por echarle valor a la vida y hacer lo que le apeteciese en su acaso corta existencia.
Rufino pensaba que debía deslindar las metas, los campos de acción, trazando una línea bien visible entre ellos, subrayando con rotulador rojo los que deseaba que refulgiesen como ardientes chispas del corazón, en que no apareciese ningún rival que le hiciese sombra. De esta guisa reflexionaba conspicuamente llegando a la conclusión de que si bien el juego de naipes lo dominaba cuando quería, debido a que sólo le bastaba pulsar el botón del engaño mediante una inquisidora y fulminante mirada al contrario y partida ganada, en cambio no acaecía de igual modo en el campo de batalla del amor, donde resultaba tan escurridizo hilvanar los suspiros y lograr un amor certero, saliendo a la postre con la cabeza bien alta cabalgando con la anhelada jaca como indiscutible vencedor, dejando los otros envites para los pusilánimes o bocas de ganso, que se desmoronan sendero arriba al menor obstáculo sin ánimos para emprender de nuevo el vuelo.
Sin embargo habrá que estar ojo avizor, sobre todo si se escucha lo que apunta el dicho popular, “antes se coge a un mentiroso que a un cojo”, en los casos en que alguien se disfraza con áureos ropajes, siendo un vulgar segundón o el último de la fila.

jueves, 22 de julio de 2010

Donde las dan las toman




Al cabo de su dilatada existencia Genaro había pasado por los subterfugios más inverosímiles, de suerte que nada le era ajeno, o al menos así lo ponderaba en sus adentros en las augustas y lentas tardes de agosto, cuando la naturaleza se queda aletargada como lagartija complaciente y abierta a los ardientes rayos del sol.
Genaro era un hombre sereno, sensato y solidario, por lo que solía pasar desapercibido por los lugares que frecuentaba. Ni una palabra más alta que otra ni un desaire a nadie o un mal gesto. Practicaba el lema de la cordura, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa, por ende sus razonamientos discurrían casi siempre por los conductos sensatos del término medio.
Todo lo olvidaba al instante por muy desagradable que fuese y nunca guardaba rencor hacia el infractor por fuerte que resultara la ofensa que le endosara, al contrario se apretaba los tirantes, se subía los pantalones tarareando un estribillo y acababa por ayudar en lo que hiciera falta al indolente al pensar que la persona no era dueña de la agresión, sino el subconsciente que le impulsaba mediante un ataque de cólera o unas fuerzas superiores a sus capacidades no pudiendo reaccionar, por lo que lo exculpaba con toda naturalidad, procurando transmitirle algunas sucintas ideas, frases relajantes o algún célebre consejo de sabios con objeto de que se bajase del burro y entrase en contacto con la realidad, más que nada por su bien, al verse desbordado y esclavizado por las garras de la ceguera y de esa condición lograse salir victorioso de la aberrante reverberación que le embargaba; entre tanto la parsimonia y tesón de Genaro crecía en mitad de las astillas del árbol caído iluminando los vericuetos por los que habían patinado.
En la vida hay muchos caminos, unos menos tortuosos que otros y gustos y opiniones como colores, de tal forma que con tan ingente cantidad de mimbres y material se pueden entrelazar los canastos más dispares o cubrir las inmensas profundidades de océanos y mares, por lo que algunos allegados a Genaro no veían con buenos ojos su proceder etiquetándolo de pusilánime y poco fiable, toda vez que, pensaban, no se puede quedar bien con todo el mundo así por las buenas ni incluso por las malas, sin sacar una pizca de mala leche, amor propio o un pequeño mordisco si fuese preciso, y cosechar, por qué no, algún fresco roce que ventile la monotonía y riegue con renovadas aguas la vitalidad de la convivencia.
Lo machacaban sin compasión en invierno y verano en los momentos menos apropiados, al salir de casa con las prisas constreñidas, al entrar en la cafetería para reponer fuerzas tomando un tentempié o dirigirse a los grandes almacenes con idea de renovar el vestuario o aquilatar los pensamientos contemplando las nuevas modas, los últimos avances tecnológicos y alejarse un poco de las malévolas interpretaciones a que se sentía subyugado dando rienda suelta a los instintos, a la fantasía, solazándose en los amenos corredores y stand atiborrados de artilugios y prendas tentadoras distribuidos por paradisíacos rincones con atractivas frutas y adornos de ensueño.
Los que se tenían por los seres más queridos maniobraban en su contra a fin de atarlo a sus egocéntricos caprichos con malas artes, con inhóspitas montañas de mendaces sentimientos que no venían a cuento farfullando entre dientes, qué será de este pobre hombre al cabo de los días yendo como va nadando y guardando la ropa de la personalidad, se lo van a comer por sopas, no llegará a ninguna parte, es curioso cómo da un paso hacia adelante y dos hacia atrás creyéndose víctima, un santo varón en vida, con lo turbia y enrevesada que anda eso que llamamos vida, y así un día tras otro urdían una red irrespirable que lo envolvía de pies a cabeza minando la robustez interna de Genaro.
Según trascurría el tiempo se multiplicaban los bulos en el trabajo y especialmente entre los suyos por la mala fe que ponían en práctica y se fue formando una gigantesca bola de insatisfacciones que torcían sus pasos, generando en su psique un tufo tétrico y tóxico que poco a poco lo iba sepultando en vida.
A Genaro le atraían las películas del oeste, de aventuras o las grandes gestas de la humanidad hasta el punto de llegar a ver varias películas de un tirón sin probar bocado, como si se nutriese de ellas, quedándose enganchado en los roles de los protagonistas con afán de emularlos y agitar en su honor la bandera del séptimo arte en las decisiones cruciales inclinando la tramoya en pro del héroe, que luchaba por defender a los débiles y desamparados. Se imaginaba que la vida era como una película en la que entran en juego los más diversos factores de la sociedad con fines encontrados, donde cada cual juega su papel según la idiosincrasia y punto de vista pensando siempre en lo que le va a reportar tal operación.
Nadie lo diría, pero de ningún modo desdeñaba Genaro la vida de anacoreta, sobre todo cuando en la soledad de su habitáculo reflexionaba pulsando otras teclas más ascéticas, anhelando en su fuero interno huir del mundanal ruido, viviendo en plena naturaleza y alimentarse de los frutos que da el campo, tanto era así que llegado el momento no le habría importado ingresar en una comunidad de tal calibre ligero de equipaje y saborear las inescrutables bellezas de la sabiduría divina saciando sus anhelos de saber, él, a quien se le consideraba tan insignificante y tan poquita cosa, y así gozar de la quietud serena y placentera que le habían narrado en los primeros años de la infancia, levitando en apoteósicos éxtasis en brazos del Sumo Hacedor.
No obstante, para completar su ciclo vital le faltaba realizar un largo viaje alrededor del cosmos, y columpiarse en los más variados parques de atracciones del globo, disfrutando como un niño y degustando nuevas tierras, exóticas costumbres, ensanchando la mirada y enriqueciendo los conocimientos del planeta, cruzando fronteras, tendiendo puentes entre los pueblos con idea de configurar un mundo más humano.
A Genaro le empujaba el ideal de escarbar en los secretos de los seres vivos, aquellos que se han ido hilvanando golpe a golpe en privilegiados altares a través de la historia según civilizaciones, pueblos y razas. Quería descifrar los formularios opacos que se codificaban de manera críptica en determinados círculos con objeto de desnudar el puzzle del universo deshilvanando la estructura de las conciencias mediante sagaces exploraciones por prístinas grutas o por terrenos abandonados, que duermen sigilosamente bajo las frías aguas por alguna hecatombe o por las transformaciones geológicas o tsunamis que de un tiempo a esta parte parece que hacen su agosto.
No le agradaría a Genaro despedirse de los suyos sin hacer hincapié en la justicia y hacerles ver que no es oro todo lo que reluce o se mueve en la superficie, ya que debajo pueden existir los mayores estratos de podredumbre, que deambulan enteramente confiados en el fondo, por lo que es preciso expresar aquí y ahora el más contundente rechazo al insensible núcleo que contamina el hábitat de alguien en particular con múltiples escupitajos y tejemanejes malignos instalando la injuria en sus células a través de míseros montajes, recalando al fin por sórdidas alcantarillas repletas de aguas fecales, que van asfixiando a las indefensas criaturas con asesinos parabienes de horrible espanto.
Genaro intentaba inculcarles a los demás que el estilo de vida que habían elegido con respecto a su persona les conduciría a su propia autodestrucción, privándoles de los tesoros y de los dones más hermosos que resplandecen en el alma humana, y que fueron generándose por la necia cicatería y el fatuo narcisismo de que presumían, siendo arrastrados al maremagnum de la inanición más atroz, sobre todo cuando al poco tiempo una rara enfermedad entró a saco por sus puertas viniendo a poner las cosas en su sitio, horadando muros, llevándose vidas inocentes, sembrando la desolación y la muerte, mientras Genaro, con la conciencia tranquila, navegaba cual intrépido nauta por cálidos mares de blanca espuma, sacando pecho y vislumbrando un horizonte preñado de esperanza, de viajes de ensueño, ofreciendo al prójimo lo mejor de sí mismo.
El fin corona la obra bien hecha. Así, quien actúa a sangre y fuego regocijándose con el mal ajeno, debe afrontar en buena lógica las merecidas consecuencias.

viernes, 16 de julio de 2010

Amén





No había forma de que el monaguillo se mantuviera en su sitio y se centrase en su cometido, el ritual de la misa con la negra campanilla en las manos entonando el kyrie eleison pidiendo preces por el alma del difunto. No le salían las cuentas ni marcaba los tiempos, tal vez influenciado por infundados miedos del difunto. De pronto le cambió el rostro y se desmelenó dando toques a troche y moche desconcertando a la gente, de suerte que no sabía a qué carta quedarse, si en pie, de rodillas o patear de rabia el frío mármol ante tantas veleidades, aunque apostillara por los clavos de Cristo que la campanilla hilaba fino, ejecutando los toques como dios manda.
La trapisonda iba en aumento hasta que el cura, algo preocupado, empezó a toser con fuerza pegándole un tirón de la manga, recriminándole el lúdico estropicio que estaba montando en tan tristes momentos para familiares y amigos del muerto, como si se tratase de un concierto de rock o de vuvuzelas en la efervescencia de un partido de fútbol en Sudáfrica, y a renglón seguido miró con el rabillo del ojo y le espetó que trajera vino de la sacristía, pues no disponía de la cantidad precisa para alzar el cáliz que estaba sufriendo aquel día, con el frustrado deseo de decir, pase de mí este cáliz, lo que hubiera resultado cicatero a todas luces por su parte como ofrenda al Creador, aun en el caso de que se tratase de un recorte presupuestario por la crisis, ¡qué pensaría el Todopoderoso!.
Según acometía el trayecto a la sacristía el monaguillo, le llamó la atención el hecho de que dos hermanas solteronas harto emperejiladas y provocativas se hubiesen apontocado con no poco descaro e hipocresía en primera fila, se mosqueó ya que se supone que lo hacían para no perder ripio de los pormenores de la celebración y vivir de manera más intensa los misterios del sacrificio, pero enseguida se percató de que estaban más por el parloteo cual pertinaces charlatanas que por el gozo de los designios de Jesucristo, que se ofrecían a la sazón en el templo; y más adelante, observando con más detenimiento sus figuras advirtió los coloretes y ungüentos que exhibían, lo que turbó más si cabe su proceder llegando a confundir tierra y cielo, o sea, el agua cristalina del manantial y el vino blanco de la viña que eleva el ánimo a las alturas, trayendo finalmente la jarrita llena de agua clara.
Al regresar al altar, algo cariacontecido por los contratiempos, acudieron a su mente ciertas bagatelas, diversos romances de famosillos del deporte y del mundo de la farándula que los servían sin cesar en el menú de las cadenas de televisión, proliferando en la época estival por saraos, playas y áreas de recreo, pero acaso por asociación de ideas se inclinó por el romance lírico de la bella en misa, que encajaba mejor en sus intenciones, que dice así, “En Sevilla está una ermita, que dicen de san Simón/, adonde todas las damas iban a hacer oración/; allá va la mi señora, sobre todas la mejor/. Saya lleva sobre saya, mantillo de un tornasol/, en la su boca muy linda, lleva un poco de dulzor/, en la su cara muy blanca, lleva un poco de color/ y en los sus ojuelos garzos, lleva un poco de alcohol/. A la entrada de la ermita, relumbrando como el sol/, el abad que dice misa no la puede decir, non/; monacillos que le ayudan no aciertan responder, non/: por decir “amén, amén”, decían “amor, amor”//, y al decir verdad algo de esto le acaeció, ya que lo que se oía al final de los rezos del oficiante no era el broche correcto, amén, amén, sino otra rima estrafalaria, diferente, que con el murmullo reinante no se podía apreciar en la totalidad.

No era la primera vez que el monaguillo se desentendía de los quehaceres divinos no arrimando el hombro, de modo que cuando erraba en el cómputo remedaba las campanadas de noche vieja para la toma de las doce uvas, que raro es que no sobren uvas o falten campanadas. Y la cosa no quedaba ahí, pues si alguna beata arribaba desnortada a las postrimerías de la función, cuando ya el público bostezaba por el cansancio y saboreaba las mieles de la estampida rumbo a la puerta de la calle, desafiando el ambiente y suspirando por algún milagrillo del santo de su devoción con altos tacones pisando con garbo como modelo por la pasarela presentando bañadores de la próxima temporada, tal osadía se convertía en la comidilla de los feligreses, que corrían el riesgo de caer en la tentación de la carne, aunque se santiguaban aprisa y corriendo para mantenerse a flote y recorrer con no poco esfuerzo los últimos pasos del ceremonial.
Pese a todo el monaguillo pugnaba por dominar los instintos intentando congratularse con Dios y con los hombres, transitando por las pautas acostumbradas, acatando las instrucciones del cura con obediencia ciega, y procurando mantener los labios desplegados para que no le cogiese en babia y de esa guisa concluir decentemente el rezo con el conciso cierre del amén, amén.
En aquella misa matutina, unos parroquianos venían con los ojos pegados por los efectos del sueño, otros desangelados o contrariados por la súbita pérdida del finado y con reiterativo hipo, acaso por la resaca del día anterior al encontrarse en alguna fiesta de sociedad y atraparles desprevenidos; otros llegaban como pedro por su casa, y al poco rato estaban roncando al sentir una inmensa alegría en el fuero interno debido a que se iban purgando de las arrugas mundanas y las impurezas del espíritu.
Como casi siempre ocurre en estos casos, cada cual llegaba a la iglesia según sus compromisos se lo permitían, unos a la consagración o al padre nuestro, otros a la hora de la despedida recibiendo la santa bendición, y a algunos ni siquiera les había dado tiempo a cruzar el umbral, por haberse rezagado apurando la colilla y mientras daban la última calada, con la miel en los labios, les cerraban el portón en sus mismas narices.
Desde que el mundo es mundo las Parcas no avisan, actúan como la vida misma, en la que se llega al filo del abismo y cuando menos se lo espera uno asoma entre tinieblas la barca de Caronte, el barquero infernal que conduce las almas de los muertos a la otra orilla de la laguna Estigia.
No obstante el monaguillo podría haber exorcizado con mágicos toques a ese viejo personaje, avaro, huesudo, de ojos vivos, de espesa y blanca barba, de fúnebre y cruel semblante que da los toques siniestros de la existencia como nefasto acólito que lo hubieran contratado para tan macabro evento.