jueves, 14 de mayo de 2009

Se quedó sin Blanca




De todas formas a Braulio le hubiese importado bastante poco quedarse tieso, sin una chica o perra gorda en el bolsillo. Porque era un hombre emprendedor, confiado en sus propios recursos, miraba los problemas de forma parsimoniosa, y con proyección de futuro fagocitando los escollos que encontraba, al menos en lo referente a su ego, lo que irradiaba siempre un inusitado optimismo en el entorno.
Los sinsabores los catalogaba ordenadamente, por la parte menos mala, la que apuntaba a la resurrección de una causa en peligro de extinción, y no se dejaba llevar por cantos embaucadores de sirena, de huecas petulancias, eso jamás; lo tenía bien aprendido de su abuela, que en los momentos de extrema gravedad se crecía de manera milagrosa, como la leche cuando echa a hervir, y se aviaba con estos requerimientos y salsas, apostillando que donde comen dos comen diez, y sacaba pecho y la casa adelante por muy negra que viniese la mañana o la cosecha, remedando la cita bíblica de los panes y los peces.
Ella misma se asombraba de la riqueza de espíritu, de su ánimo indomable ante la adversidad, no sabía explicarlo, pero le salía por los poros como por generación espontánea, por ello quizá la bautizaron los convecinos con el sobrenombre de Dulcinea la de las campanas, a lo mejor porque tocaban a gloria con más pujanza y dulzor que cuando lo hacían por un pobre difunto. Ahí puede que estribe el emporio de su empresa tan rentable, que era lo más parecido a sus andares por la vida, extrayendo de la flaqueza felices primaveras, exuberantes y audaces frutos, que la abastecían de todo cuanto necesitaba, tanto para el cuerpo como para el alma, revestida de una túnica inmune a la desesperanza.
Nada le ocluía la mirada en sus planteamientos, cantándole las cuarenta al lucero del alba si fuera menester, y echaba las campanas al vuelo en un desfiladero si la necesidad lo requiriese, porque las circunstancias lo ordenen, o el sentido común así lo aconseje. El apelativo tal vez le venía, como ocurre en estos casos, por algo simple y rutinario, al parecer por la proximidad de la vivienda a la torre del campanario de la iglesia del barrio, donde subía y bajaba, como un ratón por las paredes de pequeña, movida por la curiosidad infantil, y se deleitaba escuchando los variados sones de volumen metálico con el bamboleo del badajo.
Braulio guardaba en su armario estas remembranzas de la abuela, pero no podía calibrar que le tocase en surte tener que llevarlo un día a la práctica, el hecho de que el tren llegase tarde o vacío a su vida, sin un viajero que le exhibiera el pañuelo al despedirse o al regreso, y se destilara una lágrima de alegría o pena por un ser querido que viene o va, y que entonces el tren pasara de largo por su puerta, sin detenerse, así por las buenas, sin importarle un lo más mínimo, perdiéndose en la distancia, entre los verdes álamos del río y la ribera, -donde acudían infinidad de animales a saciar su sed-, según corría la vía del tren paralela al lecho fluvial, con el sonido rumoroso, que sonreía a los pasajeros en las tristes tardes de otoño, aunque sin descartar que por el horizonte se descolgase algún diminuto nubarrón, parduzco y somnoliento, que quisiera echar la siesta en aquellos sembrados, descargando las cantimploras repletas del líquido elemento.

Así fue, que Braulio pasó, muy a su pesar, las últimas vacaciones de verano en la Manga del Mar Menor con Blanca, su pareja de toda la vida, con la que convivía desde hacía dos largos lustros, y la verdad es que las cosas no le pintaban nada mal, aunque últimamente respiraba unos céfiros poco fiables que bajaban de la sierra, que no le hacían mucha gracia, en especial por la espalda, acarreándole mil molestias sin venir a cuento, y crueles lumbalgias, y esto lo contrajo tan pronto como fue el desembarco; por lo demás, todo aparentaba seguir su cauce de normalidad, y que las cosas de la pareja funcionaban a plena satisfacción.
No se sabe a ciencia cierta el intríngulis de la cuestión, soterrada en un mar de dudas, que si acaso la causa hubiera sido la climatología, con el tiempo tan raro que le tocó, o que hubiese perdido el timón de sus pasiones durante el verano, o qué rayos encendidos se habrían confabulado en su persona, o el frío a traición y de forma insoportable, que impedía acercarse con Blanca a la playa, donde no podía ni ir para llevar un recado, y menos aún a tomar el sol, desentumecerse los músculos, y pasar un rato de esparcimiento y relax charlando con los amigos.
Entonces se estrechaba el cerco, quedándose muchas mañanas encerrados en casa y afloraban las aguas subterráneas, los fétidos desperdicios, los problemas económicos, la dureza en las respuestas o la incomprensión recíproca, que azuzaban más si cabe la discordia entre ellos, echando más troncos al fuego, y se respiraban torbellinos envenenados en la alfombra que pisaban, alejándose como aviones cometas en lontananza, y visionaba a pasos agigantados que se estaba quedando sin Blanca, con el frío que hacía aquel año y la crisis que apretaba.
La hipoteca del piso lo ponía entre la espada y la pared, como muchos amigos del entorno; en la empresa las cosas no le iban mal del todo hasta la fecha, pero en las posteriores fechas el buzón de su piso recibía demasiados avisos y reclamaciones de atrasos, como si no estuviese al corriente de los pagos que debía efectuar. Cosa extraña en él, ya que siempre había abonado religiosamente todos los gravámenes o impuestos que venían a su cuenta, bien deudas o compromisos.
Incluso obsequiaba siempre a la pareja con alegría, pese a las desavenencias de las últimas vacaciones, regalándole el mejor vestido que eligió en la tienda de modas, atendiendo a sus gustos y sin ningún espíritu cicatero, a lo que ella asintió de buenas maneras correspondiéndole con un oportuno y cálido beso, como hacía tiempo que no le brindaba.

Sin embargo Braulio siempre fue un escéptico en muchas facetas de la vida, sobre todo en el campo del amor, que rara vez le sacaba punta a las situaciones más favorables buscando alguna pega u obstáculo insalvable, tomándolo como una fruta prohibida e inalcanzable, metiéndose dentro de la piel de un tántalo empedernido, sin respuestas cuerdas, considerándolo una perecedera manzana, que enseguida se pudre, o se despeña por el precipicio más cercano.
Después de aquella estancia veraniega de supuesto relajamiento, se le cargaron a Braulio las pilas, y no había forma de que nadie osara pronosticar que la alberca se iba a desbordar porque estuviese rebosando, y que le aguardaba un porvenir incierto salpicado de tormentas y dolores de infarto. Les hacía compañía en la casita que alquilaron al borde del mar el perro que les regalaron unos amigos, y los tres en buena compaña se acicalaban, se dibujaban ensoñadores atardeceres; se dejaron el pelo, y crecían las horas de sosiego entre sus brazos, y la felicidad los saludaba cada mañana emulando a los rayos del sol.
Se habían desplazado con el utilitario, que a la sazón estaban amortizando por mensualidades, y sucedió que un día no quiso detenerse en el punto justo, y comenzó a despedir un negro y fétido humillo, que luego en el taller resultó ser una falsa alarma, la rotura de un minúsculo tubo, que apenas realizaba una misión determinante en el funcionamiento del coche, pero que los amedrentó sobremanera, ya que les obligó a telefonear al seguro de asistencia en carretera y el consiguiente traslado de la grúa, con todos los engorros, pérdida de tiempo y gastos que conlleva.
Los dos veranos siguientes estuvieron compartiendo las mismas amistades, pero al cuarto año la situación empeoró de manera repentina, no había frenos que lo retuviera, y se iban deteriorando por momentos las chocolatinas del último cumple, y las magdalenas que aún quedaban en la despensa para la merienda no tenían el sabor de antes, pues no encontraban el sabor del tiempo perdido. Braulio no podía expresarlo con palabras, aunque los hechos cantaban por sí solos, con el desgarro y la impotencia del cantaor de flamenco, con todo el duende impulsivo de la destrucción. Así al poco tiempo Braulio se quedó solo, engullido por las hipotecas, sin coche ni casa, de patitas en la calle, durmiendo a la intemperie, y sin el abrigo de Blanca, que lo abandonó sin mucha convicción, dejándolo tieso, sin blanca, y con la incertidumbre futura flotando en un mar descorazonado.

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