lunes, 20 de julio de 2009

Apego




Durante un tiempo Fulgencio se contentaba con beber los vientos por Eugenia con prudencia tatuándose las partes más erógenas de la piel, pero con el paso del tiempo se atascaba en los proyectos, le subía la angustia y le sabía a poco pensando que tal medida era ridícula, demasiado superficial y no colmaba los moldes, las aspiraciones de la imagen que se había forjado de ella, ponderando que no tenía futuro, que un día no lejano los agentes externos o algún malintencionado erosionarían su cuidado tatuaje quedando todo en agua de borrajas.
Cuando mordía el nombre de E u g e n i a se llenaba de luz, de mudo asombro, lo saboreaba a conciencia y al pronunciarlo se le incendiaba la cara percibiendo un suave cosquilleo en la lengua. Tales fogonazos fueron a más transformándose en una atracción sospechosa e incluso molesta, que mantenía en funciones a Fulgencio en todo momento atrapado en las veleidades de Eugenia deleitándose de sus condimentos hasta el punto de ser su doble quien inclinaba la testuz, la balanza hacia su icono tanto en las decisiones trascendentales como en las más rutinarias, aseo personal, tomar un tentempié, colores de la corbata o el sumo de los dislates, a qué horas debía retirarse al aposento a descansar.
En ocasiones se partía de risa o se partía la cabeza desgranando en las peores circunstancias soluciones más resolutivas al conjunto de sus interrogantes y al final sólo conseguía posarse en terrenos movedizos, comprometidos al convertirse casi en un zombi, una adición fatídica, dándose de bruces en las bajezas más irritantes cuando en realidad disponía de otras alternativas más halagüeñas en los distintos círculos por donde se movía, siendo el suyo un apego casi servil levantándole ampollas en los lugares más inverosímiles del cuerpo, llegando a veces a perder la visión de repente perdiéndose en una noche de tinieblas y alejarse cada vez más de la sonrisa sana de otros campos más feraces, inundados de frutos tropicales, papayas, aguacates, papayas o mangos o cañas de azúcar; por lo que se consideraba incapaz de discernir la esencia del accidente, los colores chillones o los objetos de grueso tamaño, y no encontraba el criterio justo de las cosas que debía desechar por inútiles o conservar como oro en paño como hacía su abuela, si no era a través de los ojos de Eugenia, impulsado vorazmente por la tiranía de sus devaneos y desplantes en un perenne balanceo de remordimientos desequilibrantes que le azotaban el rostro, la conciencia, cual empedernido adicto que necesitase en todo momento olisquear o tragar por la tremenda la sustancia sin demora para evitar hacerse el harakiri o a lo peor ser arrastrado a un pozo sin fondo, a la debilidad de masticar chicles de dulce nicotina asesina o inyectarse en las venas para seguir respirando en su triste deambular por las turbias sombras de la tarde y no precipitarse por riachuelos irreversibles de sangrante malestar dando palos de ciego.
La abstinencia de Eugenia lo colocaba entre la espada y la pared, lo sumergía en lúgubres mazmorras del pensamientos, no pudiendo emerger a su antojo, pues debía infundirse de valor y no seguir enderezando la nave rumbo hacia sus caricias y sonrisas a cualquier precio, sobre todo en los instantes más álgidos de la jornada en que la ansiedad arremetía corneando los puntos más sensibles causándole irreparables daños, que le imposibilitaban encontrar la cordura lejos de sus manipuladores perfumes o abandonar las ansias de poseerla, tenerla a su capricho bailando, gesticulando, besando o soplando al igual que un cigarrillo entre los labios del fumador.
Sin embargo intentaba emularlo introduciendo algún objeto suyo en la boca, una pertenencia, el pañuelo rojo del cuello, la gomita de color blanco que llevaba para amarrarse la cola del pelo para aliviar los sofocos estivales o alguna otra reliquia por el estilo.
En épocas en que tenía unos extraños sueños Fulgencio cogía unas rabietas de niño díscolo, entrándole una especie de alergia que le oprimía con virulencia el pecho y la piel de suerte que se ponía pálido, transpuesto y no había manera de que controlase sus inclinaciones despeñándose por desfiladeros extravagantes cubiertos de un negro musgo al excederse en el tiempo sin haber encendido un pitillo de vicio, un reclamo de Eugenia, palpando sus contornos o moviéndose en las aguas de su dársena.
Un día Eugenia se fue de compras rompiendo la costumbre a los grandes almacenes y se le torcieron los vientos, una piedra en el camino le preparó una emboscada perdiendo apoyos en su esbelta silueta con tan poca fortuna que cayó rodando por los suelos, teniendo que trasladarse a toda prisa a urgencias en el primer taxi que cruzó por las inmediaciones alcanzándole allí la noche con analíticas, pruebas y más pruebas mientras que él se desplomaba a su vez a cien leguas de distancia en mitad de la calle, ofreciendo un triste espectáculo de persona inválida, dando con los huesos en el cemento del bulevar por un golpe de estrés, víctima del mono que le sacudía, porque Fulgencio no se sustentaba en pie al no poder estar más tiempo sin inhalar sus esencias, oír el ruido de sus silencios, catar el dulzor de sus huellas, captar las onomatopeyas que emitían sus mejillas como el chapoteo en las pozas que surgen en las hondonadas por el agua de la lluvia.
Precisaba en su sequedad de una exuberante llovizna, de un tenue tropiezo con ella y al faltarle se derrumbó en una depresión de caballo con ataques epilépticos echando espumarajos por la boca, en un estado preocupante, por lo que fue menester trasladarlo con urgencia en ambulancia al centro de salud al no haber forma de reanimarlo, y de esa guisa, acaso por la conjunción de los astros interpretando una sensacional melodía, de manera casi furtiva y fortuita se reencontró con ella en el hospital no dando crédito a lo que le ocurría viendo el cielo abierto, y encontrándose en un lugar seguro, libre de los ataques de algún tiburón famélico o de cualquier contingencia, ya repuesto de su terrible pesadilla, recuperando la beatífica mirada y el nervioso meneo de pelo de Eugenia.
Todo ello le suministraba las energías imprescindibles para continuar en la brecha, creando cascadas de felicidad en su deambular por la vida.
Fulgencio lo interpretaba como la llave de su aprobación, quedándose en la gloria, tan sereno y confiado ante los escollos que le abordasen en alguna esquina, incluso en los detalles más simples.
No obstante llevaba últimamente un tiempo de controversias interiores, en que se había propuesto cambiar, olvidar esos paradigmas utópicos y apostar por el día a día sin prejuicios, mediante una función de catarsis, regenerándose a través de sus propios errores y enfocar la existencia por otros parámetros más inteligentes para sus intereses sacándole provecho a los eventos valiosos y gozando de las buenas acogidas o aceptando los inevitables contratiempos y no estar siempre a expensas de quien algún día acaso sea su futura pareja dependiendo de ella, sin discurrir sobre el flujo de lo positivo en el amor.
Al cabo del tiempo Fulgencio se percató de que no merecía la pena estar tocando siempre el mismo instrumento con la misma batuta y bajo ninguna tiranía, bien sea de clave de sol, de fa o de do, sino más bien escuchar en cada momento las músicas más constructivas y acordes con el espíritu.











1 comentario:

Unknown dijo...

Muy bien. Me ha gustado morder su nombre. Sigue escribiendo. Un abrazo, Ulises