sábado, 4 de julio de 2009

Ventarrón




-Procura cerrar las ventanas, Benjamín, que el viento del norte es muy tozudo y agarra por el cuello a las criaturitas. No lo olvides, que me da que el ventarrón viene de camino- insistía preocupada la abuela remendando el descolorido mantel de la mesa del comedor
-Sí, abuela, pero ahora las dejo entreabiertas porque va a pasar Almudena silbandito y no la voy a oír, y necesito verla sin falta, cosas nuestras-
-No vendrá con barriguita, verdad, como estamos en primavera, y la naturaleza anda al desquite con brotes verdes, y parece que todo anda manga por hombro, pues qué quieres que piense, con las cosas que se oyen por la calle, y me creo, no sé, que eres ligón confeso como tu abuelo.
-No abuela, se tomó la píldora del día después y no hay ningún problema, pero necesito recoger algo-
-Estos jóvenes, es que no tenéis arreglo, vais a acabar con una. Si Anastasio, que en gloria esté, levantase la cabeza, madre mía, la que se armaba, a buen seguro que regresaría de inmediato al féretro por el maléfico repullo que cosecharía.
El ventarrón lo revolvía todo, hasta lo que guardaban en los bolsillos, que no se sabe cómo, salía volando, pero no volaban las bolsas de los ojos del sufrimiento de los descorazonados habitantes ya hastiados de sufrir el avieso viento durante tantos inviernos de brega y pertinaz sequía.
Los vendavales arribaban de tal suerte que desquiciaban incluso a los más centrados, sobre todo los días en que el obcecado ventarrón paseaba a hombros por los desfiladeros un humo negro como salido de las entrañas del averno, que hubiese sido alimentado con ingratos troncos, en cambio cuando tiraba a blanquecino por el contagio con la neblina del valle al menos había ribetes de una leve esperanza, preconizando otros amaneceres más placenteros, porque el humo blanco se revestía de un cariz limpio, con cara de buenos amigos, despuntando ricas cosechas, respirando halagüeños aromas por las veredas del entorno, o por las callejas del barrio, y acontecía una mutación espontánea en la mirada del vecindario, como si se percatasen de que el ambiente estuviese alfombrado de vivos colores, hasta tal punto que serenaban el ánimo en las agitadas tardes de embrutecido ventarrón.
Aunque lo peor, espetaba la abuela, acaso está por llegar, los malos humos de algunas personas, cuando una no sabe a qué carta quedarse, si abrir o cerrar la puerta a la confianza, vientos que se disfrazan con piel de cordero, que vienen torcidos desde la cuna y soplan en tus mismas narices, siendo muy distintos de los que te obsequian con cálidas bienvenidas desde su infancia, lindas bocanadas como las de Benjamín, iluminando en primavera o en invierno la existencia.

Había vuelto el ventarrón, el ruido rodeaba la mansión. Un ruido insoportable penetraba por las rendijas de puertas y ventanas y llegaba como un espía enemigo arrancando cuanto hallaba a su paso sin ningún miramiento, objetos, plumas de ave, hojas secas, papeles rotos o despintados espíritus en carne y hueso, como si fueran almas en pena volando por el monte de las animas.
Los bríos del ventarrón despellejaban a todo bicho viviente con su problemática insensata, descascarillaban los troncos de los árboles extrayendo virutas de la madera como el carpintero con el cepillo, las ramas crujían deshechas por los hirientes hachazos de que eran objeto.
Nadie estaba a salvo, pues hasta los caracoles y tortugas volaban a trechos por los aires cual aves de rapiña impulsados por las deshumanizadas convulsiones aéreas.
Todo se tornaba infumable, insensible. Casi siempre caía atrapado el vecindario en el cepo de la marea, desprevenidos, en paños menores, lo mismo ocurría al despuntar el alba o al ocaso o ni lo uno ni lo otro tirando por la calle de en medio y entonces era cuando de verdad la liaba, porque en esos momentos un bebé a lo mejor cruzaba la calle en su carrito o el mendigo atrincherado en la esquina del bulevar roncaba sobre el saco de harapos y cartones cuarteados con su perro guardián.
No había más remedio que estar en guardia noche y día a lo largo del año, pues cuando menos se lo esperaban el ventarrón bramaba comenzando a barrer desde los ángulos más inverosímiles con toda la artillería mordiendo tejados, doblegando cables y postes, o lanzando metralla contra los indefensos en el paredón o contra algún ser desvalido perdido por el precipicio abajo y sin retorno.
Tenían que darse por satisfechos y dar gracias a la divina providencia cuando los azotes no venían acompañados de una lluvia pestilente que se incrustaba por chimeneas y poros de la piel, pues los paraguas y chubasqueros eran violados con virulencia en mitad de la plaza saliendo despedidos como obuses a ninguna parte o al fin del mundo.
-Abuela, ¿y el abuelo no durmió nunca hasta que descansó en el féretro?
-No, Benjamín, dormíamos por turnos sobre todo cuando roncaba el ventarrón.
La abuela sabía que en tales circunstancias no había forma de pegar un ojo, pues nadie se fiaba del malvado viento, se ponían nerviosos en cuanto tosía con acritud enseñando sus garras destructoras, sus señas de identidad como un fiero king-kong atemorizando a quienes osaran atravesar la plaza o cualquier vericueto. Y se dejaba caer de golpe como una fruta picoteada por las aves de la copa del árbol o una teja negra del tejado así porque sí como pedro por su casa, como si evocase lo que el viento se llevó, intentando emular el mito cinematográfico.
Durante esas horas de furor eólico a los residentes se les ponía la carne de gallina, y los ojos rojos por la sangre de las irritaciones y el dolor del castigo que les infligía, y luego la piel se les secaba sin remisión partida en pedazos como la muda de las serpientes, extendiéndose por el cuerpo de pies a cabeza con unos escozores de muerte.
Tales episodios se asemejaban a un ajuste de cuentas, como un eterno litigio que se hubiese desplegado en aquellos pagos conformando tan ciega venganza, azuzada con sutil sigilo por la vorágine asesina del viento del norte.
Los vientos bajaban desde arriba, de la meseta, a tumba abierta, rodando a sangre y fuego cual balas endemoniadas, siendo los de abajo el blanco de sus iras al recibir los horrorosos revolcones.
El ventarrón no se andaba por las ramas, arrastraba lo divino y lo humano como si un ejército bien adiestrado con los tanques transportase toda la mugre de los muertos y la ropa tendida de los tendederos.
Un día, al caer la tarde, se le posó a la abuela en la boca las braguitas de un bebé del bloque de arriba y ella, sin saber de qué se trataba, las confundió, en su galopante miopía, con un saltamontes escupido por las fuertes corrientes provenientes de los cerros que la circundaban
La abuela echó sus cuentas y se dijo, los vecinos de las casas del barrio alto deberían pensárselo dos veces antes de colgar las prendas íntimas de cualquier manera en los tendederos, porque de lo contrario todos se van a enterar sin pretenderlo de las debilidades, de sus secretos pregonados a voces por los descarados vientos.






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