jueves, 16 de octubre de 2008

LA LLUVIA

En el pueblo la lluvia escribía la agenda, los sueños, las rutas; controlaba el pulso de sus habitantes, como un alguacil que canturreara el público bando en la plaza mayor, “hoy las gotas de sudor no rodarán de vuestros rostros, podéis estar seguros; hoy las sudarán las nubes, recibiréis un regalo”; tal acontecimiento les volvía locos.
Cuando llueve en la vertiente llega un soplo de aliento. Un estruendo de cohetes y fuegos artificiales les resuena por las torrenteras, lomas y valles. Es una vivencia de corte rijoso, única. Riega los corazones. Renace la vida, crecen las raíces entre ellos, y huelen a pan sostenible, tierno, disfrutando de una fiesta casi furtiva. La alegría chispea encendida en la mirada, en su pensamiento. Ese día pasado-por-agua adquiere un poder de convocatoria singular, semejante al repique de campanas en las fiestas patronales, en que niños y mayores, incluso tullidos, como buenamente pueden, y viudas enlutadas con la pena a cuestas se arremolinan maquinalmente debajo de la marquesina, junto al bar central, cual convulsivo rebaño, yendo en intermitentes oleadas y joviales charlas, mojados de un optimismo de órdago ante la ansiada cosecha. Esbozan horizontes límpidos, risueños, de feraces olivares abigarrados de aromas oleíferos –preludio de opulenta cosecha -, justa réplica del preciado líquido que abundante baña los campos desde las alturas.
Echan cuentas, y escenifican sonoros latiguillos a modo de tribus de continentes lejanos a la diosa fortuna, al Sumo Hacedor, conjeturando dichosos sobre el copioso pasto que aguarda al ganado en la próxima estación, el bonancible enterramiento de hipotecas agropecuarias, o la confianza de tener garantías ante capitales desplantes, visitas envenenadas, eventos raros, tales como despiadados óbitos al amanecer, bodas parcheadas a la antigua usanza, postizos bautizos.

Jaime, un vecino de la aldea, al sentir el crujido de la lluvia salta del lecho, suele cruzar la puerta y dar unos pasos por el empedrado resbaladizo de la calle, y percibe en sus adentros desequilibrios, frustrados agujeros existenciales, cuando una lluvia turbia arrastra gruesos troncos enfrentados de antaño, enormes litografías e imágenes fehacientes de los ancestros hundidos entre ariscos terrones, inflamados por el sol, escupiéndole a los ojos al abrir las heridas de la tierra el arado con la yunta de mulos, o al rubricar la siembra mediante sudorosas faenas, de forma que sin proponérselo confundía las pompas de la lluvia en las pozas, perdía el norte, y un no sé qué se infiltraba en el alma, aflorando posteriormente al exterior escurriendo por la mejilla después de un proceso catártico en forma de lágrimas negras y gruesas, como afilados pedruscos, que finalmente se tornaban en blancas y redondas sonrisas.

Al transcurrir el tiempo, Jaime quiso centrar su vida, vivir la lluvia, cumplir un sueño. Con la mochila al hombro, emprendió un viaje al Norte peninsular intentando echar un pulso a don Pelayo –mojar la oreja -, empresa que tenía al alcance de la mano en la figura de la estatua erigida en su honor. Si las piedras hablaran. Quiso empaparse de sus aguas, emular las gestas que le atribuyen, si no bélicas, al menos vencerlo en su terreno, ganándole la partida en la mayoría de los frentes, empezando por los privilegios, robando el hálito a la flora, engullendo los genuinos manjares de aquellos púlpitos culinarios, o, por qué no en actitud retadora, escanciar sidra natural en algún pueblín del entorno, mostrar su técnica descendiendo a remo por el Sella, o bien subir a los Picos de Europa, rumiar el verde fulgor de los valles, aprehender el coqueteo de las montañas engalanadas con delicados rodetes verdes, y dibujar, susurrando en mitad de la lluvia con los brazos abiertos, las notas del pentagrama, “Asturias, patria querida…”.
A renglón seguido, de un salto se sumergió en la rica feria del litoral, en la cerámica negra de Cudillero, y escuchó el embate de las aguas sobre los acantilados, palpó la tersura blanca de las olas, bebió la brisa azul en el caparazón de los mariscos, y pateó recovecos silenciosos, exquisitas salsas de la tierra, deambulando por la blanda alfombra de la arena, o saboreando la típica fabada y el pote del terreno.
Siguiendo la brújula de los impulsos, Jaime atravesó, subió y bajó por aldeas, bosques y campiñas surcados por ríos poblados de salmón y de truchas en su pureza, recorriendo núcleos playeros, como Cadayedo, Luarca, Aturan, Tour, Barayo.
Luarca, la villa blanca de la costa verde, tan hermosa como desconocida, cuya vida transcurre escondida entre ríos y valles, exhibe en su bosquejo urbano piedras, palacios, y casonas con el esplendor familiar de la época, que desde el rey Sabio de Castilla y León, diera carta de nacimiento a la villa.
Jaime gesticulaba. Inquiría insaciable: Se entretenía a veces con el árbol del reloj. Pretendía descifrar jeroglíficos, enigmas mutilados de la historia hispana. Anhelaba escrutar la epopeya de la Reconquista, rastreando por inverosímiles e intrincados laberintos húmedos, cubiertos por el cielo de la lluvia.
Bebía pócimas en los refugios del camino. Exponía lienzos lúcidos con escenas de imaginarias conquistas por inhóspitos parajes. Se jactaba de sus dotes de descubridor de mundos, de otros paraísos, y se sentía en plena forma desafiando a la silente agua asturiana.
Estrelló sidra, siguiendo el ritual, contra los cristales de un frágil y ancho vaso, en mitad de la plaza de la capital del Principado, y lo oficiaba como nadie, como rey de la sidra, con corazón de hierro, de luchador nato, pero de carne y hueso –pensaba él-, rehusando transformarse en el futuro en fría estatua, como le ocurriera a don Pelayo.
Jaime tenía madera de héroe. Fue todo un conquistador. Se embriagó. Y apagó la sed de siglos.

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