Un vecino solía enchufar la radio a todo volumen sin ningún reparo, y lo preparaba a conciencia, como si se tratara de publicitar algún prestigioso producto de los que se pregonan por las calles a voz en grito o con potentes altavoces, poniendo en pie de guerra desde su atalaya las somnolientas aguas matutinas del vecindario, al horadar muros y tabiques inundando habitaciones, salitas de estar o los más intrincados recovecos de la vivienda.
Se conectaba como un autómata, con todas las de la ley, en aquello que le parecía en tales coyunturas sin consultar a nadie y sin otra preocupación que alimentar su ego, colmando los antojos más disparatados.
La mayoría de las veces los fulminaba con música ramplona y pegajosa, cual engorroso chicle pegado en la suela del zapato que no te dejase caminar, y en contadas ocasiones se dignaba cambiar de canal inclinándose por algo más cuidado. En ese aspecto no se complicaba el intelecto, por lo que unos días se oían las vibrantes notas de la raspa, salsa o ritmo rockero y otros, los menos, oberturas clásicas, siempre sin respetar el descanso ni nada que se le pareciera, sumergiéndose en el veneno de las ondas como un auténtico melómano, yendo a su bola y pasando de todo lo que le rodeaba, pese a haber sido apercibido en multitud de ocasiones por el presidente de la asociación de vecinos después de la correspondiente asamblea llevada a cabo mediante la oportuna misiva, en la que se le exponía con todo detalle los dictámenes acordados, y sin embargo, ante el estupor general, hacía oídos sordos, no habiendo forma de poner coto a tamaño descalabro de insignes conciertos, gamberradas o sensuales serenatas.
Por lo tanto, y para no hacer mudanza en la costumbre, prosiguió con las manías musicales acordes con las pulsaciones de su corazoncito, y pertrechado en ese frente aquella mañana sonaba en la radio una canción de Julio Iglesias, acaso haciendo honor a secretas vivencias difíciles de dilucidar, “…Y es que yo amo la vida, amo el amor, soy un truhán, soy un señor, algo bohemio y soñador”… la canción, como lluvia fina y persistente, le fue calando los huesos y sin apenas darse cuenta le subió de pronto la moral hasta límites insospechados, recuperando el estado anímico que buena falta le hacía, debido al mal trance por el que estaba pasando por una ingrata amigdalitis que le arañaba la garganta y lo tenía prendido en sus redes con todo el dolor de su alma, precisamente cuando se disponía a rasurarse o restaurarse la rebelde barba que le cubría la cara tiempo ha con aires de auténtico santón hindú, pero resultó que de buenas a primeras una inexplicable alergia –cosa rara en él, pues estaba curtido en mil batallas- lo dejó en la estacada abrasándole el rostro y poco a poco se fue expandiendo por el resto del cuerpo, lo que le obligaba a deshacerse de ella sin más contemplaciones.
La amigdalitis se le complicó en exceso de la noche a la mañana, con las complicidades de una fuerte gripe que se le unió al proceso sin saber cómo, siendo la etiología desconocida por los expertos hasta aquella fecha, por lo que no suministraban ningún fármaco capaz de contrarrestar el avance de la enfermedad, y entre unos factores y otros, se veía sumido en una horrible depresión, impidiéndole realizar las actividades más rutinarias del día a día para seguir enganchado a la vida.
Se sentía atado de pies y manos al no poder desplegar las velas para navegar por los distintos derroteros, y menos aún presentarse de esa guisa ante el amor de su vida, la novia que adoraba y le aguardaba impaciente cada tarde (tan escrupulosa y delicada como era, pero que sin embargo en los momentos menos oportunos lo obsequiaba con exquisitas sorpresas mirándolo a los ojos, y profería extemporáneas reflexiones que lo herían profundamente, no soporto las melenas ni tu luenga barba, o con esa camisa pareces un fantoche con las bolsas que se balancean sin cesar como globos de feria o de un cumple, o incluso cualquier prenda que estrenase con la mayor ilusión del mundo, indicándolo casi siempre de mala manera y sin el menor miramiento.), pero ella, no obstante, lo esperaba de todos modos, aunque con la mosca detrás de la oreja, después de que pasaran algunos días sin verse, arrastrada tal vez por la loca corriente de los celos, que se fundamentaban en parte por su natural talante, dado a la conversación y, según insinuaba ella, al poder de seducción de la mirada, del que hacía gala, mientras ella yacía como un flor abandonada en medio del jardín, sin ningún trino ni nada con que entretenerse, lo que aumentaba su soledad, echando en falta los encantos y las certeras opiniones sobre los acaeceres mundanos, y no porque buscase algo en especial, una frase lapidaria para esculpìrla en un lugar privilegiado de la mansión, pero en el fondo le faltaba un no sé qué que le inyectara un soplo de energía, los estigmas de su sonrisa, contemplarlo de arriba abajo, con su olor a hombre, deteniéndose en el lunar del cuello que tanto le atraía, o la graciosa cicatriz en el mentón izquierdo, como un campeón de boxeo al acabar un combate en el ring, y que lo identificaba con un actor famoso del que estaba enamorada en su juventud. La cicatriz se la produjo un día que iba de excursión con los compañeros del colegio y caer rodando por una torrentera que se alzaba a las orillas del río durante el descenso por un despiste o jugando con algún compañero; por todo ello necesitaba asearse aprisa y corriendo, pues el tiempo vuela, pensaba, aunque en verdad las apariencias no le quitaban el sueño, dado que apuntaba a la esencia de las cosas, que lo valioso al igual que las personas se debe evaluar por la valía objetiva de los hechos que haya pergeñado cada cual, lejos de alharacas o florituras externas.
Sin embargo los tiempos cambian, y le surgía el resquemor de que no iba por el camino adecuado, le bullía en la cabeza que no hacía los deberes como debiera, llevando casi siempre las de perder en los dimes y diretes en las relaciones de pareja, se quejaba de que no podía argumentar sosegadamente con silogismos contundentes, y en consecuencia intuía que tal vez le tendiese alguna emboscada con el mayor sigilo, por lo que desconfiaba de su sombra al pensar que se extralimitaba en la confianza depositada en ella, y al rememorar ciertas veleidades que rondaban por el cerebro, como el hecho de que ejecutase por su cuenta y riesgo atrevidas incursiones por lugares apartados y zonas peligrosas de la ciudad sin ninguna necesidad, que no ofrecían las mínimas garantías de seguridad, y desplazándose sola a deshora, alegando pretextos poco creíbles, puras bagatelas, intentando cubrir el expediente, como ir de compras, contemplar escaparates en época de rebajas o alguna librería solitaria y poco más, pero nada de esto le convencía, y la bola de la incomprensión se fue agrandando por momentos de un tiempo a esta parte, agravado por las sucias tretas que urdía la futura suegra (que lucía más vello que el difunto marido que en gloria esté) mayormente en su ausencia, minando las supuestas buenas intenciones de la hija.
La madre era una mujer díscola y de armas tomar, asustaba a las vecinas con estruendosos aullidos cuando le llevaban la contraria, y llegaba a mofarse de los méritos del futuro yerno, de suerte que un día tras una rutinaria discusión con las mismas agarró las tijeras e hizo añicos la foto del novio que exhibía la hija en la vitrina del salón. No se conformaba con negarle el saludo, llegando a humillarlo delante de Loles, musitando el refrán de los ancestros, “tanto tienes tanto vales”, aludiendo al caudal que pudiese aportar al matrimonio si algún día se efectuaba, y nunca se achantaba ante nada por muy grueso que fuese, mostrando unos humos incendiarios que quemaban su paciencia y lo llevaban a mal traer.
En su fuero interno pugnaba por mantener la relación con Loles, procurando olvidar al resto de la familia, un aserto que no siempre lograba. Pero
por otro lado la convivencia entre ellos se fue deteriorando vertiginosamente, cuando descubrió de pronto que engañaba a la madre trasmitiéndole falsos mensajes, que abundaban en el borrascoso trato que le dispensaba la pareja, o que hacía tiempo que ya no se veían, y así un rosario de necedades, como que había roto con él para satisfacerla, y que en este tiempo se relacionaba con otra persona más apuesta y acaudalada e investida de sus mismas virtudes y beldades, por lo que la madre respiraba tranquila y feliz sacando pecho, y la llenaba de bendiciones y carantoñas, prometiéndole en herencia el oro y el moro.
En vista de los contradictorios avatares que se fueron sucediendo, y percatándose del paripé dibujado en el horizonte por Loles, se dijo, ahora o nunca, y complacido con el criterio que había adoptado, poniendo tierra de por medio, exclamó con inusitado entusiasmo, “no hay mal que por bien no venga”, y dirigió los ojos rumbo a otras miradas anchas como la mar.
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