No sospechaba Anselmo que un día fuese a caer por un terraplén o en la ratonera sólo por un simple chequeo rutinario, ya que deambulaba de aquí para allá por parajes saludables, sembrados de verdor y era impensable que el destino le tendiese una emboscada con la vida tan estricta y sana que llevaba, siendo la envidia de conocidos y vecinos, que lo encumbraban por el interés que siempre había demostrado por estar en plena forma ya desde su juventud, comentarios que hacían sentados en la puerta de las casas mientras tomaban el fresco, a la luz de la luna, durante las largas tardes del lento verano.
Lo consideraban una persona modélica en dicho aspecto. Y daban fe de ello las acometidas que realizaba cada día poniéndose manos a la obra contra viento y marea, gimnasio, frutas, verduritas, carnes y pescados a la plancha y un sinfín de infusiones, cumpliendo escrupulosamente las recomendaciones que aconsejaba el dietista para mantener el equilibrio.
Por ello el informe médico que le acababan de entregar lo dejó grogui; lo interpretaba como una puñalada por la espalda, un dictamen propio de un centro sanitario tercermundista, catalogándolo en su fuero interno como algo fuera de lugar y sin sentido, un manotazo de los dioses que hubiesen amañado el norte de la brújula, confabulando los elementos contra su figura, y quebrando los cristales de la existencia.
Los resultados de la resonancia y el escáner no reflejaban el estado real de Anselmo, al parecer eran falsas alarmas, bien por un fallo del cerebro de la máquina o por un inoportuno corto circuito en el momento de la exploración, pero a ver quién era capaz de coger el timón del barco con la que estaba cayendo, y enderezar el rumbo.
Tales acontecimientos le echaban por tierra los sueños que acariciaba, la luna de miel que tenía aplazada de mutuo acuerdo con la pareja por los fiordos noruegos y posteriores escapaditas a Londres o Atenas, lugares que le fascinaban. Y no atisbaba en el horizonte el modo de sobreponerse, saliendo del bache y batir al inoportuno enemigo.
Según parece, la aberración se nutría de la seudo lectura de las superficies examinadas, de suerte que donde aparecía el signo más correspondía el signo menos, y donde recogía la negra mancha apuntando a un tumor cerebral de consecuencias imprevisibles debían refulgir vibrantes puntos de luz anunciando la buena nueva, un bello amanecer despejando así los vericuetos de la duda, mostrando que en aquellas zonas nunca declinaban los vivificantes brotes de salud, debido a las chispeantes ilusiones que titilaban en el mar de su vida, y que sin duda se percibían con nitidez en los ojos de Anselmo, pero que en estos momentos se manifestaban denostados por tamañas brutalidades, dibujadas con malévola saña en esas partes del cuerpo.
Por lo que se deduce de todo este affaire, que la máquina amaneció ese día con los ojos plagados de legañas y los cables cruzados apuntando al paredón de fusilamiento, o a ninguna parte en concreto, pero con el veneno en el punto de mira, porque en el tremendo yerro en que se columpiaba le iba a Anselmo la posibilidad de seguir o no viviendo.
Cuando el doctor se acercó a la cama nº 68, donde yacía maltrecho Anselmo, zarandeado por las mil cábalas que llovían sobre su cabeza, con la ansiedad por las nubes y la incertidumbre que lo asaltaba por averiguar de una vez lo que le acontecía, los perversos augurios que se cernían sobre el cerebro, era urgente para él disipar todo tipo de sospechas, pues se sentía sumamente hundido, arrastrado por la servidumbre de las informaciones que recibía, y todo ello por haber acudido al centro a hacerse un rutinario chequeo por mero capricho, aunque dispuesto a cargar con las consecuencias que se derivasen del reconocimiento, pero jamás calculó, ni por asomo, que le espetasen, postrado en el lecho, tan indignantes noticias, muerte inminente, es decir, que tenía los días contados, que preparase la declaración de herederos, o consignase su último deseo en vida, o algo por el estilo: eso jamás se lo podía imaginar por nada del mundo.
Quería las cuentas claras. No obstante le comunicaron que permaneciera tranquilo, que acaso fuese un pequeño quiste que hubiera reverdecido, y atravesado con mala sombra en la lectura de la resonancia.; de todas formas no las tenía todas consigo, por si resultaba ser algo serio, que pasase desapercibido para los mejores oncólogos, pero le insistían en que siempre quedaba la grata esperanza de la intervención, y que no perdiera la confianza en las manos de los doctores y, cómo no, en los milagros que con frecuencia asisten a los cirujanos.
Recordó vagamente que no era la primera vez que le ocurría algo parecido, pues cada vez que entraba por la puerta de un centro hospitalario le azotaba la inquietud de que le encontrasen algo extraño, aunque luego se confirmase que era craso error.
Por ello al cruzar el umbral del hospital se consideraba una especie de gladiador romano, que se enfrentaba a la muerte, bajando los escalones del anfiteatro para luchar contra las fieras, expresando el célebre saludo, Ave, Caesar, morituri te salutan, con la convicción de que su vida se la jugaba cada vez que pisaba tales terrenos..
Se rebelaba contra todo cuanto le acaecía sin fundamento. No era posible que tuviese tal sino sin más, cuando él siempre hizo lo posible por llevar un estilo de vida saludable, ajustándose al dicho popular, “dime lo que comes y te diré lo que eres”, o como decía el amigo ilustrado, “mens sana in corpore sano. Por todo ello no se explicaba las motivaciones de la hipotética enfermedad.
A decir verdad, los tintes del verano nunca le fueron propicios, las altas temperaturas, la hipotensión, la astenia lo dejaban K.O., cuando menos se lo esperaba, y no llegaba a alcanzar los frutos que perseguía, quedándose a mitad de camino. Y no sería porque no le echase ganas, que en eso no había quien le aventajara, empezando a maquinar mil estratagemas para seguir en la brecha, llegando a desbordarse como el río en época de lluvias, alimentando interminables proyectos, convencido de que nunca una enfermedad tan absurda y desconcertante llamaría a su puerta, pero ese día la indolente máquina se empeñó en lo peor, trastocar los resultados de la exploración, dando el perfil de un tumor cerebral, según se reflejaba falsamente en la prueba.
Al cabo del tiempo se comprobó que todo fue causado por el exceso de calor, azuzado tal vez por la acción del cambio climático, anunciando la crónica de una muerte segura según el diagnóstico de los facultativos.
En las últimas fechas acababa de firmar un manifiesto de principios vitales, cuya única pretensión consistía en no aparecer jamás por un hospital, ni vivo ni muerto, y cuando muriese de verdad las cenizas las arrojaran bien lejos de tales lugares, en las corrientes marinas, a fin de que convivir con el realismo puro y duro de la madre naturaleza, y saludar a los peces del mar y las aves del cielo con entera libertad, y sin ningún margen de error.
EL BELLO SERGIO (1958), DE CLAUDE CHABROL.
Hace 5 días
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