La vela se sentía reprimida por el incomprensible aire que emanaba del género humano. Quería encontrar, como el filósofo de la linterna, la esencia de los seres por las calles y plazas en este vasto mundo, o acaso en el poso del vaso que alguien acababa de apurar. Lo hacía lo mismo a plena luz del día que en noche cerrada o de luna llena; eso le traía sin cuidado, pues escudriñaba la honestidad encarnada en las personas. Había gente que le increpaba preocupada, y lo interceptaba sin tregua, calificándolo de descerebrado, zascandil u otros epítetos ya arraigados en el acervo hispano, como el que en mala hora nació, y se ensañaban con su afán de búsqueda, sobre todo por el derroche de energía al ir en mitad del día, empecinado en hallar el verdadero meollo, la genuina idiosincrasia de los mortales.
No advertía con conocimiento de causa los intríngulis de los enemigos a los distintos modos de indagación, sobre sutilezas y endogamias peculiares, que navegaban por el universo sin haberse examinado hacia sus adentros, con luz propia, o mirado al espejo con los ojos de la consciencia, y hurgar en la imagen con una visión desinteresada, proyectando sus alegatos para estar vivo en bien de todos los pobladores, o seguir viviendo, mal que bien, en el andamiaje sin rebajar la blancura de la inmaculada nieve. Llegado a este punto, si se desnudara ante el espejo, no se sabe la reacción que tendría, al observar con lupa hasta las últimas consecuencias los microorganismos y las voluntades de que ha sido moldeado, y cómo aparecen estructurados. Cuántos misterios se agolparían en tan pequeño espacio de intelecto.
La incertidumbre se haría sin duda el harakiri, al percibir la minúscula armonía que se tejía entre la potencia y el acto (el poder y el hacer), entre los principios de los que se fueron hilvanando palmo a palmo los trajes, las cortezas sensibles de su cuerpo, los nervios, las células madre, y los pasos posteriores en la vida, sin brújula unas veces, sin orden ni concierto otras, que finalmente no conducen a parte alguna.
Continuaba el hombre con la vela asida haciendo sus labores de investigador del estulto mundo, que se debatía en mil desvaríos, haciendo de tripas corazón, bebiendo aguas insanas o cicuta adulterada, que, sin embargo, emponzoñaba paulatinamente la existencia, y por ende se iba perdiendo la fresca semilla que ilumina la razón, cayendo en descorazonadas tropelías al hilo del discurrir de los días.
Hoy es ayer, y mañana es hoy o tal vez al revés. Y el cerebro a través del tiempo se descuajeringa y desvincula cada vez más de lo primigenio, de lo ingenioso, de su cara natural, y se va convirtiendo en desvaídos entes, desprovistos de sentido, incapaz de vigilar la cocina, a fin de que el guiso, que hierve en la olla con toda la pringá, no se salga de sus casillas arremetiendo contra todo bicho viviente, y no ardan, como la vela o una mazorca de maíz, las propias células y el entorno familiar. Ocurrirá entonces que cuanto más tiempo invierta en lo visionario y en actos banales, mayor será el suplicio y la desdicha que le embargue, dejando de lado lo básico, lo irrenunciable, como, respirar, acariciar una mano amiga, observar la tierna ingravidez del gorrión asomado al balcón, o simplemente vivir, que tal como andan las calendas, no es poco.
Adelante, no se distraiga, y apague la olla para que no explosione o salga respondona, y camine con tiento extrayendo de la imagen del espejo una enseñanza, la enjundia que entraña y nutre el espíritu. Todo ello coadyuvará a pronunciar Eureka, o albricias, y contestará con gusto al principal interrogante, para qué está aquí devanándose los sesos con una vela por avenidas y bulevares, si no ve ni lo que acontece en derredor, porque lo falaz oscurece la luminosidad de la vela, y le atraviesa el costado, surgiendo reflejada en el espejo la falacia.
Ahora se dirige al otro extremo del compartimiento de su cerebelo, y mira la suerte en la bola de cristal (vaya usted a saber qué le dirá), o acaso en la lista de lotería por si los dioses o papá Noel se han dignado traer una pizca de saludable alegría, o un tarro de cosmética para revocar los desconchones y adecentar un poco la maltrecha fechada, que han ennegrecido las lluvias sin ningún remordimiento.
Hay títulos, nobiliarios o no, o temas que mueren por el camino, dando fe del nombre como el título irrecordable, antes de ver los rayos del sol o la llama de la vela, no sólo por el tiempo transcurrido, ya que puede ser de repente, o de un día para otro, desmoronándose incluso el árbol mejor plantado y con las raíces más arraigadas.
Por consiguiente la sabiduría y la honradez pueden surgir por contraste, ¿cómo no serlo ante el trato con una pléyade de personajes miopes, sin una visión de futuro, y que a veces son necios?
Y en éstas andaba enzarzado el viajero, cuando se fraguó el econtronazo,
-Pero qué sucede, oiga, que me lleva por delante, espere un momento, no sea un bruto.
-Ah, perdone, no lo sabía, y entonces, si es ciego, ¿por qué va con la vela encendida en la mano?
-Para qué va a ser, buen hombre, para que me vean los demás, porque no es lo mismo verse el ombligo, que poseer una visión de las cosas, una perspectiva cualificada de los seres y los comportamientos, pues aquí donde me ve, aunque no lo parezca, procuro alumbrar por la vida.
Y después de haber recorrido múltiples laberintos y vericuetos a lo largo y ancho del planeta, aunque no durmiera en un tonel como el filósofo heleno, ni se alimentase de los desechos humanos, se cuestionaba el currículo vital, farfullando, tanto batallar para irse desnudo uno, y sin derecho a indemnización por los imprevistos descalabros del viaje.
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