Al despertarse, Rogelio rompió la quietud de las sábanas que permanecían casi intactas tras el profundo sueño, y de un salto se arrojó a la vorágine de la vida. Bebió un trago de energía y se dispuso a emprender la marcha hacia las diferentes obligaciones que le aguardaban. Nunca se había encontrado tan pletórico como en esos instantes para llevar a cabo todo cuanto debía acometer. En esos efluvios prístinos en los que flotaba construía su mundo idílico, un interminable viaje por lugares inhóspitos, ubérrimos, vírgenes, disfrutando como un niño en una playa desierta, revolcándose loco de contento en la blanca espuma de las olas que acariciaban su cuerpo.
Mas poco a poco, acaso en consonancia con los ciclos de la naturaleza, y cumpliendo sus aviesos veredictos, todo el vigor matutino se fue desmoronando como un castillo de naipes.
Tenía muy asumido que no necesitaba reloj para ubicarse en los distintos vericuetos por los que transitaba, pues todo su ser reflejaba en el silencio sosegado las horas exactas y los cuartos que precisaba, aunque al volver de la esquina a veces se cuartearan las ilusiones en el frío vaivén, al contacto con la intemperie y las desvaídas sensaciones que percibía, creando torbellinos de impaciencia que lo zarandeaban, o bien le obstruían el paso a la hora de ganarse el pan.
Tales avatares le impulsaban los horarios del sufrido respirar por aquellos vados, en los días sin agraciado tiempo, subiéndosele la incertidumbre a las barbas al atravesarlos, aunque fuese con la cabeza bien alta, pero el cerebro pendía del desasosiego que lo embargaba, desconociendo si aquella mañana sería la despedida del mundo de los vivos, debiendo abonarse al declinar de la tarde, discurriendo como un río hasta el mar.
No le faltaba razón en ello, dado que los años del estraperlo, en los que le tocó vivir, se presentaban muy dolorosos para salir a flote, y mantenerse en la superficie de la corriente o en la brecha de la vida, pero tirando, bien que mal, por acertados senderos, aunque se burlase de las quimeras conceptistas y los desaires temporales. Ello no le permitía bajo ningún motivo encuadrar el horizonte en una fórmula mágica, pero rechazaba que le pusiesen puertas a la fantasía, impidiéndole volar por insondables parajes, o reencarnarse en aquello que le apeteciera.
En los días de asueto, quedaba con los amigos para dar un paseo y tomar una copa, pero ese día fue a visitar a un amigo que vivía en el otro extremo de la ciudad, que hacía dos veranos que no veía, no teniendo noticias suyas, pese a los móviles y a internet, pues ocurría, según confesaba en privado con arrogancia, que le había pillado ya mayorcito para semejantes exquisiteces, y le daba largas a todo cuanto oliese a nuevo, que llegase con el sello de modernidad e innovación, y se colocaba en un terreno agrio, hostil, desdeñando la cordura y los buenos modales, careciendo de ellos a pesar de haber sido agasajado en multitud de ocasiones con toda clase de artilugios de tecnología punta, pero siempre se las arreglaba para rechazarlos, impidiendo la entrada en sus dominios.
En cierta ocasión, no siendo ni tarde ni temprano, conforme caminaba por la acera como tantas otras veces las cosas se le torcieron de repente debido a una inoportuna chinita que se coló dentro del zapato, de suerte que le iba incomodando cada vez más, debiendo efectuar reiteradas paradas en el trayecto intentando restañar el roce y la figura, y desasirse de la broma que lo martirizaba sobremanera.
Rogelio siempre fue enemigo de toda clase de relojes, cuya única misión consistiera en pesar por arrobas o medir en litros el tiempo, los consideraba auténticos verdugos de la humanidad, que algún desaprensivo inventó sin duda para torturar a los semejantes –homo homini lupus-, por lo que abominaba de ellos por ser una pérdida de tiempo, ya que no aportaba ningún rayito de luz o provecho al entretenimiento o a los pasatiempos, dominó, oca, escenas amorosas, crucigramas, damas, lecturas, armados con sus minúsculas ramificaciones arbóreas, que, cual serpientes asesinas, serpentean por los subterráneos de la esfera inyectando veneno, y no satisfechos con eso alargan los tentáculos dentro de la breve urna, debiendo intervenir los expertos en última instancia, echando mano en los talleres de inconmensurables lupas, ensimismados en el lóbrego habitáculo de un alma en pena, y que a la postre, para mayor INRI, la gente exhibe ufana en la muñeca, de oro o plata, con gran ostentación y boato desfilando por suntuosos platós, opíparos banquetes o solemnidades palaciegas como ínclitos trofeos, o antaño en el bolsillo del chaleco con la cadenita, como talismán, mano de Fátima o blasón de nobleza.
Lo tenía muy claro, el sol amanece siempre para todo el mundo, y por mucho que uno se oculte o se desentienda, acabará siendo abrazado y mimado por él, y se percatará de que camina a su lado, e irá pulsando con maestría el timbre de los estados de ánimo, hambre, alegría, fatiga, pena o excitación sexual, según caiga vertical o se vaya deslizando por tejados, terrazas, montañas, valles, alcobas o por las cabriolas del océano, donde se sumergen los buzos a la caza y captura de peces inéditos o tesoros perdidos de antiguos pecios. Pareciera que los rayos solares alentaran a los intrépidos exploradores del fondo abisal, azuzándolos a la conquista subacuática sin miedo, sin escafandras o batiscafos, ligeros de equipaje, que ellos se encargarán de todo lo demás, limar escollos, arreglar arrecifes o tentadores corales, que acudieran solícitos a saludarle en la travesía.
Los conceptos asimismo no le reportaban nada digno de mención, le provocaban grima, anginas cuaresmales, porque no le ofrecían muestras fehacientes de algo palpable, por donde pasar la yema de los dedos, sino una auténtica cortina de humo, abstracta e inmaterial, cosa que no cuadraba con su espíritu práctico y sensible. Aunque se esforzaba hasta límites insospechados, poniendo todo el acento en la representación mental de los objetos y de los actos, siguiendo las recomendaciones de las nuevas corrientes lingüísticas y semánticas, sin embargo escapaba siempre descalabrado, rodando por la pendiente teórica abajo o le caía alguna teja encima, y sin extraer del parlamento ni una pizca de sustancia o meollo que echarse a la boca.
Desde luego que había que tener ganas de complicarse la existencia, para empeñarse en ahondar tanto en tales nimiedades o quisicosas, que a buen seguro a nadie repararán unas cataratas de ojos, ni le resolverán el más mínimo problema. Y mire usted por donde, con la enorme cantidad de comentarios, opiniones, teorías y debates sobre lo que encierra o abre al mundo el término tiempo y el críptico concepto, resulta increíble.
Pero podría surtir efecto si se introdujeran ambos vocablos –tiempo y concepto- en la misma cápsula digital, y propulsarla al espacio interplanetario en amigable compañía con algún animal, salvaje o doméstico, u otra criatura, a ver qué acaecía al cabo del viaje, o envasar la cápsula con sustancias curativas y dejarla caer por el esófago abajo y esperar el resultado al cabo del tiempo, como acontece con los pacientes que no pierden la paciencia en su pulso con la enfermedad –del tiempo- y la toman religiosamente por infartados o por cualquier otra herida coyuntural.
Y prosiguiendo por estos derroteros, habrá que reseñar que a través de los siglos ha habido mil y una tertulias, academias, universidades y toda una pléyade de filósofos y teólogos de todos los continentes y credos que se han devanado los sesos metiendo el bisturí a los átomos y a las microscópicas células del concepto del tiempo, escapando mayormente con los pies fríos y la cabeza ardiendo, situándose al borde de las puertas del psiquiátrico por no ir más lejos.
Los más avezados en tales litigios mentales rubricaban en los objetos más inverosímiles que vislumbraban, calabazas comestibles o no, papiros, arenas calientes, aguas tranquilas, tablillas, lajas, muros o calabazas de agua los cuatro puntos cardinales de la cuestión palpitante, con muecas, fechas o señas temporales o aquilatando hitos, y rotulaban como en el globo terráqueo los extremos, denominándolos polos de la esfera cronométrica, en mitad de la panza se dejaban llevar por el ecuador –intentando ser ecuánimes- y los meridianos, y así hasta los hemisferios, las isobaras, los paralelos, los cuadrantes, las estaciones, los husos horarios, los años, el bisiesto, y las lunas llenas con el hallazgo de las medias lunas –tan ricas, que están para chuparse los dedos-, pero al final, con tanta dinamita especulativa el tiempo volaba por los aires, y sucedió lo que tenía que suceder, que los unos por los otros la casa sin barrer.
De forma que se fue erigiendo una torre de babel, “si no me preguntas qué es el tiempo, lo sé, pero si me lo preguntas, no lo sé, amigo”; otros amagaban con otra patraña no menos ingeniosa, algo así como “el tiempo es el espacio comprendido entre la sucesión de un antes y un después, retozando por el rebalaje donde fenecen las olas en un presente que al instante es arrollado por el futuro, que a su vez se ha llevado por delante al pasado”.
Y cabe preguntarse al respecto, habráse visto tamaña osadía en algo tan quisquilloso y fugaz como es el caso que aquí se ventila, donde tanta sangre y masa gris y materia prima se ha invertido por privilegiados cerebros, que con tanta contumacia y ardor urden los laberínticos viajes interplanetarios. Al socaire de ellos, figuran por derecho propio los fantásticos sueños de luna de miel en edénicas arcadias, que ya se están hilvanando entre bastidores para los posibles fans que ansíen soltarse el pelo y la pasta, o algún avispado vecino en trance de casarse, y quieran disfrutar de tales esparcimientos en lugares pintorescos junto a acantilados marinos, o en los rascacielos que se alcen, remedando a los colosos de Dubai donde en el aterrizaje de la aeronave se pone a prueba la pericia del piloto, en la Luna o Marte, o donde encarte, porque el espacio, al contrario que el viento y los espíritus y el tiempo (y el amor cuando se olvida no se sabe adonde camina), va a tener dueño y pronto, como cualquier islita en el Pacífico o una parcela en Marbella, en Benidorm o en cualquier punto de la Costa Azul.
Lo que peor sobrellevaba Rogelio era la copia fiel o plagio descarado del corazón estampado en la estricta esfera digital con las correspondientes pulsaciones, los enigmáticos sístole y diástole, que según los arrestos que pongan en su cometido envalentonarán o humillarán a los humanos en las horas felices o en lo tremebundo de las taquicardias, o quizá la siniestra manecilla alargue la mano hacia otra parte por carambola, por una turbia diabetes o un acné primaveral, sin límite de edad ni tiempo.
De nada vale la vida que vivimos ni las frutas de la infancia o de la mocedad, cuando el tic-tac de la indolente máquina se descuajeringa por el deterioro de las fibras y las fiebres maquinadas en la trastienda, porque las raíces del árbol que lo sostiene se seque, o el tronco hendido por el rayo de la enfermedad que le aqueje vaya (con la expiración a cuestas en una cofradía cualquiera o la inspiración lírica de quien lo plantó o lo inmortalizara) a parar a una chimenea cualquiera para reconfortar los fríos huesos, o atemperar las dislocadas pulsiones.
A Rogelio a veces se le escacharraba el reloj del corazón con arritmias puntuales, que de súbito le teñían de negro las horas matutinas, risueñas y azules, recalando muy a su pesar en la UCI de cualquier ciudad una tarde cualquiera de otoño.
Después de innumerables estudios y consultas a los arúspices, los más insignes meteorólogos y expertos en la materia a lo largo de la historia –gurús de tiempo intemporal- repartidos por el cosmos, Rogelio ha llegado a la conclusión, si se puede registrar así el concienzudo raciocinio, de que el tiempo y el concepto y todo conjuntamente es un agujero negro en la mente de los pensantes, que les quema las pestañas y deja soterrada la refulgente savia de quien quiera asomarse por la ventana a ver lo que se cuece en la otra orilla, pues si se le olvida vislumbrarlo después de unos cuantos lustros de clímax y cambio climático, puede que se sorprenda por el lunar, que tanto acariciaba y resaltaba su rostro y tanta gracia le hacía, al haber sido fagocitado por Kronos en un pantagruélico festín en el umbral del jardín de su rica mansión en amena charla con distinguidos dioses del entorno, de tal forma que no habría manera de ponerse a jugar a las canicas peinando las canas del tiempo, o a descifrar unos palabros, toda una antigualla, tan lastrados por su longevidad, y que vapulean con retintín en todo tiempo y lugar, generando la mutación de la faz de la tierra y de los humanos con ilustres atisbos de gnosis suplantada con travestidos ropajes de alzhéimer, demencia senil o tal vez la siembra del terror entre patricios y plebeyos de todo el orbe montando desastres atómicos. Mientras tanto hay una turba de espíritus empujados por la hambruna y la tempestad del inmemorial tiempo, sin nada para picar, y unos sátrapas, en los que se ancló el tiempo, con la andorga llena, impartiendo dádivas desde fatuos púlpitos, y solazándose cual momias ancestrales en brazos de la eternidad con sus cuencos y perfumes y joyas y todas las pertenencias personales, donde figura su noción del tiempo –tempus -non- fugit-, deambulando bien regalados por la feria del malherido planeta.
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