Rómulo frecuentó durante algún tiempo raras compañías, remando por ríos contaminados. Las horas vacuas se cruzaban ante su desconcertada mirada, y era incapaz de hurgarse en la herida ni registrar los altibajos o las mordidas que merodeaban por su balcón. Le brotaba turbia el agua del manantial, resbalando entre los hilillos que corrían por la corteza del húmedo légamo, en los míseros arrabales en que se desperezaba.
Había nacido en el seno de una familia numerosa, siendo el benjamín y el más mimado, donde hasta el pan negro brillaba por la ausencia. Los padres aportaban lo que estaba a su alcance en los duros embates cotidianos, y considerando las circunstancias un tanto especiales por las que pasaban, al carecer de los recursos básicos, ocurría que tampoco gozaban de un mínimo adiestramiento para enfrentarse a las demandas puntuales, no ya en los avances tecnológicos, sino en los intrincados enredos por los que retozaba Rómulo en los años locos, pero, no obstante, siempre se mostraban solícitos para resolver los problemas más peliagudos dentro de sus limitaciones, teniendo en cuenta la situación tan delicada por la que atravesaba el vástago, aunque se viesen desbordados a veces por los vendavales que aporreaban en la puerta.
Sin embargo, no se les podía pedir mucho más, pues aportaban más de lo exigible a sus posibilidades, sobre todo si se contemplaba el despliegue de afecto e incesantes arrimos que prodigaban en pro de la restauración de la joven planta, aquilatados en un sinfín de cuidos, predispuestos siempre a quitarse el pan de la boca para dárselo, pues sólo ellos, que lo acunaron en la tierna infancia con voluntarioso esmero y felices cuentos, eran los más indicados para ello, amén de catalizar los más complejos refuerzos hacia su persona, como asistencia médica, rehabilitaciones o desintoxicaciones a deshora, o, en aras de profundizar en las entrañas de la psique, modular acendrados consejos en el espinoso infierno.
Si se tiene en cuenta que la vida es corta y la esperanza larga, no resultará baladí ponderar que el tiempo cabalgaba, o más bien volaba, en contra de la industria de Rómulo, depositándose subrepticiamente en el regazo de su irreconocible sombra las hojas del calendario, arrastradas cual hojas secas por el viento empujando desafiantes, y que él, a pesar de haber salido tiempo ha del cascarón, pues frisaba los treinta y tantos, seguía instalado en la supina inopia, en la suma holganza, aunque arrojaba aún más indignación si cabe el tren de vida que ofrecía, no siendo del agrado de los suyos, al no atisbarse indicios de mejora, y seguir inhalando unos aires fétidos y nada fiables cara a un futuro prometedor, en el que se amasara con elementos sensatos una mezcla idónea para erigir el ansiado edificio vital, verbigracia, agua, cemento y armazón de hierro humano, y no vagar sin rumbo, columpiándose indolente en la cuerda floja, en un extraño circo auspiciado por las inclinaciones, sin taparrabos en las deliberaciones ni nadie que regulara la estúpida desnudez que exhibía, impidiéndole pisar tierra firme y confiada, donde echar prósperas raíces –de saneado árbol-, y una vez pertrechado con las mejores armas alzar el vuelo, desvinculándose de los enfermizos amarres que lo esclavizaban.
Al ser familia numerosa, los problemas se agravaban por momentos, y cada uno de los hermanos se planificaba la hoja de ruta lo mejor que podía, no sin antes referir que unos arrimaban el hombro más que otros, como suele acontecer incluso en las mejores familias, en consonancia con la responsabilidad y las afinidades innatas, de suerte que aquellos que aprovechasen con más convicción los talentos recibidos se verían grandemente recompensados, mientras que todo sería más cicatero para el resto, dependiendo por tanto del itinerario de cada cual, arropado por sus afortunados dones.
Haciendo un poco de historia en el teatro del mundo, parece cumplirse el ciclo de la vida, en que el ser vivo nace, crece, se desarrolla y muere, sometido al férreo dictamen de la madre natura, reseñando a tal efecto que no ha mucho el progenitor pasó por un trance laboral similar al que vivirá más tarde Rómulo, en lo concerniente a la subsistencia, al haberse visto forzado a emigrar a tierras remotas para mejorar la maltrecha economía, y atender como es debido el núcleo familiar, toda vez que en la tierra que nació se le negaba el pan y la sal, sintiéndose con el agua al cuello por las malditas deudas que había acumulado en la tienda de ultramarinos de la esquina donde se abastecía, hasta el punto de esquivar las callejuelas del entorno por no oír las amenazas desagradables de cierre del grifo alimenticio o algo peor, de muerte.
No era una sorpresa para nadie en el municipio el hecho de que los números rojos de muchas familias crecían de forma galopante debido a la falta de liquidez y al precario trabajo que había, sin olvidar las pésimas cosechas agropecuarias, ya que cuando venían escasas los precios se ponían por las nubes, mas cuando la cosecha relucía como los chorros del oro, entonces nadie apostaba un centavo, viniéndose abajo la venta, y se veían obligados a dejar el fruto bajo la tierra, sucediendo un año sí y el otro casi también, después de la ingente inversión obtenida mediante sufridos préstamos encaminados a adecentar la tierra para las labores de labranza.
Así que el progenitor se vio forzado a tal tesitura, aupado por la fuerza de la carestía que le embargaba. Viajó como un trotamundos por los cuatro puntos del globo, siendo acogidos sus pálpitos por los más dispares parajes durante largos lustros, bien por Europa -Francia, Alemania, Holanda-, bien por América –Argentina, México- o por la piel de toro –País Vasco y Cataluña-. En todos ellos dejó la impronta de la entrega más sincera y el aliento del amor propio.
Después del interminable y pusilánime invierno en el que hibernó, Rómulo se fue despojando de los insensibles harapos que lo cubrían, pasando a desnudarse por dentro. De ese modo casi misterioso la fruta fue sazonando con el calor del sol, la sensatez y la chispa de la vida.
Todos los indicios apuntaban a que Rómulo seguiría los pasos del progenitor, al consultar el horóscopo y trazar una alternativa a las ciénagas juveniles, y caminar hacia adelante sin regomello y con decisión. Desde hacía tiempo daba muestras de no querer continuar por más tiempo en ese agrio mundo, y más aún cuando leyó en la revista médica que vio en la sala de espera de la consulta, que si no rectificaba los hábitos, en poco tiempo el rostro, los dientes, y la piel sufrirían desagradables transformaciones. Ante el cariz profético de tan sublimes y originales admoniciones, quién sería el atrevido que no reaccionaría.
Así fue inoculando en el cerebro pequeñas dosis de cordura y de beneficiosas intenciones. En primer lugar echó las redes por el área deportiva, y se incorporó a la plantilla del primer equipo de fútbol local, participando en las distintas competiciones del calendario liguero. El ejercicio físico le fortalecía el espíritu y los músculos. Asimismo se le abrieron unas perspectivas nuevas, recuperando el hábito de lectura de la niñez, en que ya daba muestras de inclinación por los libros, tal vez por influjo del abuelo paterno, pues, pese a todo, había que reconocer que atesoraba un alma sensible e inquieta, ansiosa por hacer algo fuera de lo común, intentando alejarse de los puntos conflictivos.
Le encantaba la poesía, el arte y la música, llegando a hacer sus pinitos en los ambientes de su pandilla con cierto desparpajo, y memorizaba poemas, canciones o pasajes de historias o leyendas que le despertaran el apetito. Le chiflaban sobre todo las leyendas, por lo que se pasaba las horas muertas empapándose de la trama cada vez que se topaba con algún legajo o manuscrito. Cierta primavera, cuando el campo estalla en mil colores y se cubre de aromas, mariposas y sorpresas, vino a caer en sus manos unos cuadernillos de pastas desvaídas, en los que se relataban episodios de la antigua Roma, como la lucha de los gladiadores con las fieras, las famosas bacanales o las cálidas termas, entre otros asuntos.
Hojeando las páginas, Rómulo se detuvo en el apartado de las bacanales, imbuido acaso por la atracción que sentía por las fiestas, el vino y toda la parafernalia que conlleva, haciendo referencia al milagro que hacen los sacerdotes en el sacrificio de la misa con el vino. Y porque estas fiestas se ofrecían igualmente en honor del dios Baco, precisamente el dios del vino, de la agricultura –que tanto trilló- y, sobre todo, de las buenas relaciones entre los mortales, por lo que le apetecía aportar su granito de arena y rendir su pequeño homenaje a la divinidad, pero deleitándose con el vino y los placeres.
Durante una época se entusiasmaba Rómulo elucubrando sobre tales eventos, y se detenía en las escenas más calientes, sintiéndose tentado a probar las mieles de la carne, pero los miedos y las no pocas estrecheces le denegaban semejantes dispendios. No obstante, el verse acuciado por tal solicitud puede que prendiera la mecha del fuego de los estupefacientes, en una pugna desigual entre el quiero y no puedo, cayendo en las redes con el prurito de saciar las frustradas utopías.
Pareciera como si Rómulo se hubiese configurado su propio mundo, donde oyese disertar a los siete sabios de Grecia en amena charla en la academia, reflexionando cada uno en su papel sobre su propia temática, y permaneciese atento, como un alumno aventajado, entregado sin reservas al soplo que llegase; lo que quizá diese pie a que se impregnara de la leyenda de la fundación de Roma, tal vez por cierto aire vanidoso – de niño consentido- de similitud onomástica, de forma que lo habría acuñado en el subconsciente, y se imaginó mediante mil devaneos y certeras suposiciones que era un afortunado deslizándose por esa estela, convencido de que podía salir airoso del atolladero, siempre que contara con alguna ayuda, como ser amamantado por otra loba, emigrando a una ciudad de prestigio, feraz y emprendedora.
Sin embargo no entraba en los cálculos de Rómulo alcanzar la luna, o hacerse millonario con el hallazgo del tesoro de El Dorado, picado tal vez por los guiños de la leyenda, en la que los indígenas del pueblo amerindio chibca, cuyos jefes se cubrían el cuerpo con ungüentos y oro molido, y se zambullían en la laguna de Guatavita (Colombia), a pesar de que la riqueza de aquellas tierras no era el oro, sino la sal, que cambiaban por metales preciosos con los pueblos vecinos, ubicados a orillas de los ríos de las cordilleras que los circundan. La áurea fama se fue expandiendo por las ondas, y una vez que fueron vencidos los chibcas, se comenzó a organizar oleadas de expediciones a estos míticos rincones en la creencia de que solventarían todos los males.
En cierta ocasión, alguien sugirió a Rómulo la clave o algo novedoso envuelto en aromas de inquietud para el despegue, generando un chisporroteo extraño, que le despertó los instintos, inmerso como estaba en el fragor de los narcóticos, masticando las virutas de la turbación, y pugnaba por romper con aquella rutina que lo ensombrecía tratando de modificar el chip, y apostar por otra carta en la partida, partiendo hacia otros lugares más florecientes, y vivir con hombría la vida, y así, sin apenas percibirlo, lograr el éxito, aunque se hallase vapuleado por las tribulaciones, y, armándose de valor, se dispuso a batallar en todos los frentes, derribando los obstáculos que le obstruían el paso.
Probablemente desconocía Rómulo los entresijos de las tierras que le aguardaban a la vuelta de la esquina, y hasta puede que no tradujese con fidelidad los datos geopolíticos de la realidad más allá de lo que se da en el telediario, pero eso lo superó con creces poniendo en funcionamiento su espíritu aventurero de lector incansable, movido por los estímulos de un amiguete, que en numerosas ocasiones le había asesorado acerca de lo divino y lo humano, señalando la conveniencia de establecerse uno por su cuenta, aprovechando la oportunidad que se presente, y de esa guisa pronosticaba la posibilidad de encontrar un trabajo en el ramo de hostelería por la Costa del Sol, concretamente en algún restaurante situado en el valle tropical sexitano, puntualizando que al menos en verano, y más en agosto, todo el personal era poco.
A lo mejor fue el azar, o las lecturas de las que tanto tiempo se nutrió las que dieron su fruto tropical, cual aguacates y chirimoyas, al venir a recalar en estas tierras almuñequeras, atraído por los relatos sobre los distintos pueblos y etnias que habían jalonado su esqueleto vital y cultural, además del flujo turístico y la exuberante vega con su generosa hortofruticultura.
Y resultaba curioso que, en los periplos de calma chicha, Rómulo se solazaba placenteramente rememorando la elaboración de salazones del parque de El Majuelo, soñando con emular a los intrépidos marineros que surcaron estas aguas más ligeros de equipaje, y se inquiría con admiración sobre las depuradas técnicas que utilizaban en la preparación del garum. No podía, llegado a esta parcela, pasar por alto las gotas de sangre morisca que le bullían en las venas avivando el rescoldo sabroso de los manjares de los ancestros, que aún rondaban por su paladar, como el salmorejo, la alcachofa, la alboronía, el alcuzcuz, la albóndiga, y de repostería, el almíbar, el arrope, o las pastas, como el alfeñique y la alcorza.
Dicho y hecho, y apañando dos mudas, unos bocatas y cien euros, ahorrillos del trapicheo, en el bolsillo emprendió la audaz fuga hacia el descubrimiento de su nuevo mundo.
A partir de ese momento el modus vivendi de Rómulo daría un vuelco. La odisea laboral discurriría por los senderos de la restauración, como camarero, siendo bautizado profesionalmente en las aguas de hostelería, algo insospechado a todas luces por él, pero que en tales coyunturas le supondría todo un reto y la degustación de un rico maná caído del cielo, teniendo en cuenta que exhibía hechuras de página en blanco, una lámina virgen, casi sin moldear por los pellizcos de la vida, pero que posiblemente superaría con suma facilidad, adaptándose con premura a las nuevas ordenanzas.
Tenía por norma levantarse temprano, acostumbrado como estaba a madrugar –cual gallo de pelea en el gallinero-, aunque fuese para contar ovejas o matar moscardas apontocado como un muermo en el cuarto de estar o en los poyos de la plaza pública, pero ahora no era el caso, y una vez que se había aseado a plena satisfacción tomaba el camino rumbo al tajo, donde le aguardaba una ardua tarea, totalmente enriquecedora en los inicios, infundiéndole alentadores brotes de autoestima para seguir en la brecha.
Todo este mundo repentino que sobrevino le reportaba preludios de ensueño, como un regalo de reyes. Algo que nunca había imaginado, ya que lo que en realidad había practicado, en los paréntesis vitales, fueron faenas agrícolas, verbigracia, podar árboles, arrancar o plantar tubérculos, o recolectar diferentes frutos, aceituna, almendra o bellotas de los alcornoques –en el buen sentido del término-, que en aquella época proliferaban por la comarca.
No tardó demasiado tiempo en acoplarse, ejecutando su labor con seriedad y eficiencia, como jamás hubiese pensado nadie ni tan siquiera la que lo alumbró.
Rómulo sudaba la gota gorda, cual pertinaz hormiguita, por labrarse un porvenir, y percibir unas remuneraciones que le permitiesen el día de mañana formar una familia a salvo de las acometidas de la hambruna, sin depender del gobierno paterno; y así transcurrió un lapso de tiempo en que no escamoteó esfuerzos, disponiendo de la chance de alternar con la concurrencia, y dar los primeros pasos en las pulsiones del corazón, contactando con los suspiros de nuevas vivencias, y su savia se fue puliendo, hasta el punto de que ya no amanecía con aquellas escandalosas legañas del imperio del esparto, que provocaban espanto por la amarillez de unos ojos hundidos, amenazados por la ictericia.
Ahora su faz irradiaba serenidad, luz, al igual que una pieza valiosa recién abrillantada, contrastando con la imagen de antaño enmohecida por la desidia y el olvido, esperando una mano de limpieza.
Con el paso de los años, y como la alegría dura poco en casa del pobre, los vientos se le torcieron de mala manera, al penetrar la crisis en la empresa como ladrón en casa ajena, cayendo en la insolvencia y la bancarrota. No obstante, a los pocos meses de vagar desnortado por las sinuosidades del desaliento, alguien se cruzó por su calle, reenganchándolo en la cadena laboral, encomendándosele tareas de limpieza, y se puso más contento que un niño con zapatos nuevos, porque calibraba en su justo término los gritos del desempleo, y de paso venía a resarcirle de una secreta deuda que hubiese contraído consigo mismo, de modo que tales quehaceres le guiarían por los vericuetos interiores, fortaleciendo las firmes convicciones a las que había llegado, eliminando las telarañas y el negro hollín enquistado en el cerebelo durante los inanes años que permaneció atado a insalubres compañías, al borde del abismo.
Rómulo poco a poco entra en una vida normal de mileurista, encontrando novia, casa e hipoteca, con la ilusión de echar raíces en el nuevo suelo y cobijarse el día de mañana con la pareja en ese fuerte almuñequero, sobreponiéndose a las dificultades de la travesía.
Últimamente recibe agradables sorpresas, toda vez que los sueños van tomando cuerpo, y cuál no sería el asombro al llegar a sus oídos la sorprendente noticia de que había sido agraciado con el premio gordo de la lotería de navidad, que por supuesto no creía, dándose la paradoja de no haber llevado nunca una participación por ser enemigo acérrimo de los juegos de azar, influenciado quizá por los dictados de los progenitores, que apostillaban que la mejor lotería era el trabajo, pero que en esta ocasión lo adquirió a regañadientes y por puro compromiso, dejándose llevar, como tantas otras veces, por el viento que soplaba.
No cabe duda de que la suerte es ingrata o injusta en determinados lugares y circunstancias, seguramente más para unos que para otros, malos o buenos, vaya usted a saber, e ignorándose las interioridades o veleidades de Rómulo en tal aspecto, a buen seguro que zanjaría la cuestión afirmando que más vale pájaro en mano que ciento de promesas volando.
Habrá que convenir en que el premio lo tenía Rómulo más que merecido, por el hecho de que había puesto todo el empeño y los ideales en desempolvar el futuro, siendo rescatado a tiempo de las fauces del averno, al lograr un empleo, que llenaba sus horas vacías, según el currículo y sus aspiraciones en mitad del tsunami por el que había transitado, y, aunque no encontrase el tesoro escondido o el ansiado oro rubio o negro, se puede testificar que materializó la hazaña de ser profeta en su tierra –al menos en parte-, haciendo sus pequeñas Américas aunque sin pisar el charco, convirtiéndose sui géneris en un afortunado indiano andaluz, dispuesto a exhibir a conocidos y extraños las infinitas propiedades adquiridas en buena lid, que se resumen en una, sentirse bien consigo mismo -su pequeño gran paraíso-, con no poco esfuerzo y un poco de buena suerte, que suele ser el signo de los elegidos.
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