sábado, 10 de septiembre de 2011

Escriviviendo


Después de la feria, con los motores fundidos de tanto comer, beber como cosacos y trasnochar, hete aquí que intentaba montar una red protectora por si acaso, un chiringuito de palabras que diesen espesa sombra en estos asfixiantes días de estío que aún colean, de suerte que fueran -como los buenos troncos en las lumbres alrededor de la chimenea regalándose entre sí chistes, chascarrillos, dimes y diretes efervescentes- cuanto más gruesas y reconfortantes mejor, lejos de estados calamitosos, bulimias, anorexias u otras languideces, pero se había quedado sin tinta para acometer semejante empresa, y con no poca desgana musitaba, quién me lo iba a decir.
El caso es que lo atisbaba todo al revés, no había forma de que conectara la realidad con el término justo, así el verano se le transformaba en invierno, los frescos árboles en secos postes de un tendido eléctrico, configurando en su conjunto inmensos campos de granadas sementeras ya listas para la recolección, o quizá un tropel de desbocados caballos corriendo campo a través, no se lo explicaba, y si había llegado a esta situación tan preocupante debería ser por alguna causa concreta, a lo mejor por la atrofia de los sentidos, de lo contrario cómo descodificar lo que ni veía ni existía en derredor, y le ocurría así como así, a un palmo de distancia, como la irritante mancha que llevaba en el vestido sin percatarse de ello. Los posibles amigos o conocidos que se cruzasen pensarían que no tenía arreglo, que era una persona descuidada, pusilánime y poco curiosa o que tal vez cifraba en ello la felicidad, vaya usted a saber, sin hurgar en otras cavilaciones.
Por otro lado, le resultaba penoso vislumbrar los objetos o las personas que se topaba al cruzarse con las luces que lucían por los bulevares en las oscuras noches en el quehacer cotidiano, incluso en las calles colindantes, donde la gente hervía, se agitaba y conversaba con fruición, como si les hubiese sabido a poco la fritanga festiva, todo lo que habían trotado por el real de la feria, oyendo y soportando auténticos tsunamis de decibelios, con los tímpanos rotos y en ocasiones machacados por las enormes pedradas del bullicio en la misma boca del estómago, el desorden en la dieta alimenticia y el poco descanso que habían disfrutado durante todo ese tiempo, enfrascada como se hallaba la multitud en el infierno que allí se fraguaba. Todos los altavoces rugían a tope, en una pugna por sobresalir y ver quién brincaba por encima del otro, acumulando más atronadores méritos, además del tumultuoso desfile con la chiquillería a cuestas desgañitándose, que saltaba de mata en mata cual juguetones gorriones totalmente desinhibidos, suspirando cada cual por su retoño que se le antojaba extraviado, deambulando a ciegas por los espacios, yendo de un lado para otro.
En consecuencia es comprensible que no dispusiera de la suficiente energía para desplazarse al cementerio de desguaces literales, al diccionario, donde yacen entre canos muros de páginas silenciosas y casi en el olvido las palabras –esperando una voz que diga, levántate y anda-, debiendo cargarlas en el tren de la vida y vaciarlas una a una con mimo, sin que se rocen o se molesten entre sí con rencillas o rencorosos celos presumiendo de exhibir mejores galas o logrados coloretes de luxe, y obligarles a respetarse, como ocurre en los ambientes sanos, frecuentados por personas más o menos civilizadas, que toleran las alergias y los estornudos ajenos, guardando las distancias pertinentes para no pisarlos, no inmiscuyéndose en las celdas de los demás operarios. Pero sería de sumo interés averiguar cómo se consigue algún minúsculo muñón de raciocinio que amaine la súbita tempestad, aunque sea una leve brizna de su imprevisible y misterioso comportamiento.
Y todo ello no será por falta de ferias, pues sin escarbar mucho en el calendario veraniego, a buen seguro que en estas fechas afloran infinidad de veneros festivaleros de vírgenes, eventos y encuentros, donde los ciudadanos se desmelenan con toda el alma al son de los compases de psicodélicas músicas y vibrantes balanceos de columpios de todo tipo, que desperezan sobremanera las emociones de los somnolientos o atemperan a los ansiosos por muy ensimismados que estén en su torre de marfil, arrastrados por devaneos o urgentes impulsos del momento, bien de salud o de complejos contratiempos al volver de la esquina, azuzados por la descarnada crisis.
Mientras no se ponga en práctica el dictado asertivo, tan necesario por otra parte para sobrellevar las suspicacias o las adversidades que se adviertan en el itinerario, pues no queda más remedio que ponerle coto a los desaguisados vivenciales de algún modo como, Sí, hay que aprender a decir No, y se abrirá una rendija por donde discurran salerosos los sentimientos, y así gozar de un gratificante hábitat, donde solazarse o desentumecerse, teniendo la fiesta en paz consigo mismo y con el entorno.
A pesar de todos los afanes habidos y por haber no hay forma de descubrir las herramientas precisas que perforen las frías capas de la piel de uno mismo en determinados momentos, que a veces se erigen en gigantes glaciares, que echan por tierra el fulgor de la luz o el calor que penetra por las claraboyas que le circundan, o tal vez emprender el vuelo por encima en el devenir cotidiano, desplegando las velas de la nave y surcar mares y océanos y disfrutar de la madre naturaleza, destripando escollos o flaquezas, armándose de valor y generando altas dosis de creatividad literaria, mediante el arte, la imaginación, las historias, esbozando inusitadas estructuras que fecunden los campos cerebrales, perfilando otros horizontes más lúcidos y halagüeños, emitiendo innovadores latidos que hagan resurgir hacia el infinito la altura de miras, cual rara avis que yacía oculta en las interioridades del espíritu.
Revisando la agenda, no encontraba lo que buscaba, aquello que más anhelaba, la chispa que le encendiese la ilusión de vivir, de sonreír al contrapunto del odio, de la neurastenia, del tedio, de la sinrazón, abriéndose camino a la vida cada mañana, bañándose en los rayos solares que husmeaban por su ventana, despojándose de insensibles harapos, de la negra careta del pesimismo y bailar en el alegre rocío matutino, prosiguiendo impertérrito en la brecha.
El otro día le transmitió a un conocido aquello que guardaba como un secreto en lo más íntimo, al menos así lo ponderaba en sus libres ensoñaciones, invitándole a que se comprara un apartamento con jardín, pista de tenis y piscina, que estaba en venta, dándole sentido y provecho a los esfuerzos de tantos años, los ahorrillos que conservaba a la chita callando, y brindar por un futuro esplendoroso, y vivir tardes inolvidables y enriquecedoras, extrayendo de la vida la parte más jugosa, y disfrutar del perfume de las horas –carpe diem- que se nos brinden, pues no hay que pasar por alto el adagio latino que ya lo dictamina, tempus fugit, con la fatídica certeza de que no hay nada ni nadie que consiga atarle los cascabeles al can.
Escribir es vivir, porque a través de su ejercicio, de su performance se ejercita el ser humano en los más dispares roles y ruletas de juego y bolas de cristal, entrando en la nueva existencia de los personajes desempeñando las más diferentes funciones psíquicas y mentales, al beber de innumerables vidas, que de lo contrario permanecerían inéditas, sin ojos ni entrañas, en los subterráneos del nihilismo. Por ende, no nos hagamos los remolones, y escribamos y bebamos el dulce licor de fresas de las frases y proverbios sin reparos, echando tiernos sorbos de aquello que más nos subyuga o acaso enturbia las breves horas felices –cantando la pena, la pena se olvida-, y levitemos llenos de gozo y sonrisas por una beatífica lluvia de satisfacciones, sorpresas y cantos que acariciamos inconscientemente en los rincones menos insospechados.

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