En éstas y otras indagatorias consideraciones andaba el mensajero,
mientras deambulaba de un lado a otro por aquellos labrantíos masticando chicle,
inquietudes, empeñado en desempolvar el paradero de un personaje, que le
despertaba el mayor interés.
Husmeaba, como perro hambriento, por los rincones más cenizosos y enrarecidos,
arrimándose a los puntos que presentía más calientes, aunque, a decir verdad, no
las tenía todas consigo, dado que las raíces se difuminaban en una espesa niebla,
causando no pocos sofocos o raras erupciones en los ojos, con visos de ceguera
o intriga perturbadora, ya que a malas penas lo reconocía, tras el fugaz
saludo hacía un tiempo por aquellos parajes guajareños.
Y transitando por tales derroteros el mensajero, se le apilaban en la memoria no pocos rotos y descosidos, historias interminables, abundantes
evocaciones difíciles de aquilatar. Por otra parte, era harto
complejo el intento de búsqueda, ya que llevaba las alforjas medio
vacías, aunque dispusiera de unas briznas de biografía del personaje, que guardaba
como oro en paño. Todo ello lo situaba entre la espada y la pared, y hacía múltiples
cábalas, volviéndose más áspera si cabe la travesía, al recelar de los propios pasos,
del arrojo, por el hecho de no haber descubierto a estas alturas de la historia unas pesquisas más claras y convincentes, pero, a pesar de todos los
pesares, persistía en la idea.
A veces se sentía importante, al parangonar en su interior los
menesteres que llevaba a cabo con los avatares del cartero de Neruda, caminando por los escabrosos pedregales y húmedas areniscas de isla Negra, portando en la valija ardientes
misivas e innumerables mensajes para el prestigioso poeta.
Se apoyaba el mensajero en cualquier pelusa que atisbara en los senderos, en
los quicios de los pensares, en los esquejes que hervían en el ambiente, y
habían ido brotando sobre el terreno que pisaba junto a la vivienda, que
se alzaba ufana y solitaria, cerrada a cal y canto aquel día, y bebía aquí y allá,
en las frágiles fuentes de los oasis del desierto en que se movía,
volviéndose tarumba ante el frenesí de develar el lugar de procedencia, i. e., Sudamérica
(Perú), Europa (Alemania), España (Los Guájares)…y de esa suerte, a la chita
callando, golpe a golpe, peldaño a peldaño, destello a destello, iba armando el
puzzle, avanzando unas veces, retrocediendo otras, por el desfiladero del desengaño,
los balates de la vega o los caprichos del azar, pero comulgaba con el dicho, el que la sigue la consigue, y al igual
que el humo delata el fuego, unos inesperados chispazos le dibujaron una
panorámica de esperanza, aliviando el picor de las lombrices, las lumbalgias del alma y los sinsabores que lo saboteaban.
Más adelante, al contemplar el bucólico cuadro diseñado en torno a la casa, exhalando beldades, coraje y parsimonia, al girar de súbito el cuerpo el mensajero, se turbó, perdiendo el equilibrio, y llevándose un
gran susto al pisar un bicho que se movía, pareciendo una culebra o alacrán, y resultó ser la panza de una esquelética lagartija boca arriba, que posiblemente había resbalado
de lo alto del muro de la era, y a renglón seguido, cual raudo relámpago, se
hizo la luz, se abrió el telón del escenario, rozando con las yemas de los dedos las estelas del protagonista, frotándose las manos el mesnjasero, más contento que un niño con zapatos nuevos, dando
por hecho que se le abrían las puertas de par en par, semejando como si entre
tantos nubarrones, dimes y diretes, divisara una lucecita al final del túnel, y
cual otro intrépido Rodrigo de Triana gritó con todas las energías, “¡tierra a la vista!”.
Un buen día, el personaje había decidido instalarse en aquella villa guajareña,
y lo hizo con todas las de la ley, porque le cautivaron su gente y la feracidad de la tierra, siendo hoy
uno más del pueblo, pagando los tributos, abasteciéndose de los productos en los supermercados,
realizando las faenas agrícolas o cursos de perfeccionamiento, pero al mensajero se le hacía todo muy cuesta arriba, sobre todo por la cuesta de la Hoya, y se
le nublaban o desaparecían, como el río Guadiana, las facciones del personaje, que
quería evocar a toda costa, y que entreveraba como fuertes y pronunciadas, los ojos
vivos y despedían reflejos de valentía, arrojo y sinceridad.
El mensajero, impulsado por imperiosos arrebatos, perseveraba en su busca, acaso
por apuntarse un tanto ante sí o ante el mundo, al catalogarlo como un acto
fuera de lo común, un tanto altruista o quijotesco, obsequiando al nuevo vecino del pueblo
que le vio nacer, y deseaba agasajarlo, sacarle provecho al advenimiento,
tal vez por estrechar lazos de amistad, que nunca están de más, y saciar sus inquietudes culturales, brindando
por un futuro más próspero, ya que le pellizcaba un prurito con furia en el
interior, llevando a la sazón en el pico un excelente acicate, unos buenos
augurios.
La morada del personaje se hallaba enclavada sobre la cresta
de unos acantilados, acaso como réplica de los rebeldes precipicios peruanos,
por lo que disponía de los oportunos quitamiedos en la balconada, ahuyentando los
posibles temores o vértigos. Allí se respiraba una atmósfera diferente, unas fragancias embriagadoras, y olía a pan tierno, a miel silvestre, a pan de higo y cateto recién
salido del horno, que seducían a los paladares más exigentes.
En los tiernos brotes de las plantas se palpaba el mimo con que las cultivaba, y se escuchaban los trinos de los pájaros y el sensible vuelo de las mariposas, ajenos al mundanal ruido, en un estado casi beatífico, de
micro clima único, dando fe de la prosopografía y la etopeya que
configuraban el retrato del protagonista.
Los exuberantes árboles frutales semejaban trofeos, conquistas de juventud, eran decoro y orgullo de la tierra, de su segunda o tercera patria, vaya
usted a saber, mostrando al mensajero bocados de cielo, de exquisito boato,
telúricas vibraciones, y no cejando en su afán, ponía cerco a los pálpitos
del huerto, columbrando de pronto, entre los troncos de leña apilados junto a
la blanca pared y frente a la casa, algo sorprendente, que relucía como los chorros del
oro, provocando no poco asombro, y era un espacioso y afrodisíaco canasto repleto de frutas, limones, papayas, mangos, uvas, guayabas y manzanas. Eureka, masculló el mensajero, lo encontré.
Allí dormían a pierna suelta las lúbricas piezas, silentes, como
desperezándose de un largo recorrido o letargo, esperando la voz de su amo, y entonces el
mensajero pensó, no hay la menor duda, aquí hierve la vida, se urden las aventuras
más crujientes, éste es el sitio del personaje por antonomasia, porque eran
rostros verídicos, rastros fidedignos, y no debía andar lejos, pues la
brisa le besaba la sien, y se tentaba su aliento y las cósmicas
quimeras que acuñaba, oriundas todas ellas de allende los mares o de la vieja Europa, y que
flotaban en un mar de creencias y esencias de los ancestros, de hierbas (Verbena común, Hierba de todos los males, Hierba de los hechiceros, Hierba sagrada y Hierba de la sangre) curalotodo, de hondo calado, ornadas con vivificantes sortilegios,
sentidas reminiscencias, en
una vorágine de concordia, coherencia y calma chicha.
El mensajero llevaba un encargo muy especial, haciendo
juego con los colores de su bandera vital, de los ideales creativos del
personaje, un ejemplar de la revista Voces, impregnada de frescas gotas de rocío de la
Asociación Cultural de igual nombre, que a buen seguro deglutiría con fruición tan pronto
como cayese en sus manos, y le vendría como agua de mayo, reportando amenas y placenteras vivencias.
Se trataba del descubrimiento de una nueva asociación cultural, que llamaba a su puerta, y se mueve por los rincones del arte creativo, aquello
por lo que tanto había suspirado él. Al lanzar la revista el mensajero por los aires, desde lo alto del muro de la era, sobre el canasto de frutas, los poemas bailaban una melodía, remedando los sones de
violines en un concierto, y danzaban al viento ante los expectantes bancales y las
fértiles campiñas, y se incrustaron en la piel del protagonista, y en las entrañas de la
villa elegida, Guájar-Fondón, como si se escenificasen en una pieza teatral los abismos
o ensoñaciones del género humano o de la tragedia clásica, reflejándose en las aguas del río de la Toba y en el mundillo literario de la revista con voz
propia.
La revista Voces, se va propalando paulatinamente por las más lejanas y dispares geografías del globo, y se siente feliz por ello, aunque el mensajero aún no haya estrechado
la mano del protagonista por segunda vez, ni rubricado el son del ADN por aquellos hatajos y escarpados barrancos, de ruidoso silencio, a veces roto por las
esquilas de las ovejas o la yunta de mulos arando en la loma, o
el discurrir del agua por la acequia, o la voz de un vecino llamando a fulanito o zutanito desde la otra orilla del río de la Toba, mientras recolecta
el preciado fruto de la parcela.
Y al cabo de unas cuantas alboradas,
amaneciendo más temprano quizá que de costumbre la mañana, casi de improviso, llegó raudo
el día del feliz encuentro, y como si lo estuviesen esperando con un ramo de flores y la banda de música, apretando los
dientes y cerrando los ojos, puso rumbo a la tertulia almuñequera, subiendo los peldaños de la Casa de la Cultura con calma, expecatante y sigiloso, el protagonista, el paisano y amigo, G/V, pisando por
vez primera la alfombra roja de la libertad, de la tertulia sexitana.
Una estatuilla, se está labrando en su honor por los orfebres de los Óscar, a fin de entregársela en la eclosión de
la próxima primavera.
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